Capitulo 31

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Desde que Anne anunció en su casa la noticia de su inminente boda todo estaba descontrolado en el hogar de los Boonchuy: sus hermanos le hacían un profundo vacío por no haber elegido a su amiga del alma; su padre la miraba en silencio sin apenas dirigirle la palabra, siempre meditabundo y distraído, y su madre estaba llena de euforia ante la perspectiva de una boda.

Los preparativos avanzaban de forma acelerada. Anne, su madre y la madre de Marco, una señora un poco estirada, elegían a los invitados, las tarjetas, los adornos florales, la iglesia...

Todo era agobiante.

Anne tenía que permanecer siempre en medio de su madre y su futura suegra para que no se tiraran de los pelos, porque, en el mismo momento en que se conocieron, surgieron chispas de odio entre ellas.

Todo empezó con una simple presentación antes de una elegante cena.

Marco, amablemente, presentó a su madre Malee y a su padre Santi a los señores Boonchuy. Todo fue cordialidad y sonrisas hasta que Marco se excusó durante unos instantes, ya que había visto a unos amigos que deseaba saludar.

Fue entonces cuando todos descubrieron lo larga y bífida que era la lengua de la señora Wu.

―Bueno, ¿y cómo fue que mi hijo y tú os conocisteis?―preguntó Malee aparentando amabilidad.

―Fue en un restaurante como éste―respondió Anne con una sonrisa―. Yo me alejaba enojada con mi cita fallida cuando tropecé con él y, en cuanto nos vimos, supimos que éramos perfectos el uno para el otro.

―Bueno, no eres tan perfecta como otras de las chicas con las que ha salido mi hijo, pero servirás. Después de todo, él te ha elegido. Te tienes que sentir halagada porque entre miles de mujeres te haya elegido a ti―comentó la señora Wu prepotente.

Su marido reaccionó abriendo los ojos escandalizado por su ataque gratuito, pero, sin reunir el valor para enfrentarse a la perfidia de su esposa, simplemente bebió toda su copa de un trago y pidió más vino

Brian frunció el ceño enfadado, dirigiéndoles una mirada asesina a sus futuros parientes en la que podía leerse claramente «cuando llegue a casa, saco la escopeta»; luego miró con lástima a su hija y continuó cortando su filete, imaginando que era la larga lengua de alguna que otra señora.

Mei, por su parte, no guardó silencio.

―Mi hija es perfecta, pregunte a todo el pueblo de Whiterlande y le comunicarán lo mismo que yo. Tal vez sería su hijo quien tendría que estar agradecido, ya que no es la primera vez que se declaran a mi pequeña. ¿Podría usted decir lo mismo de su hijo?

―Hay muchas mujeres que van detrás de mi Marco tanto por su fama como empresario como por su fortuna. Seguro que su hija tiene algún encanto oculto por el que los chicos caen rendidos a sus pies ―insinuó repasando reprobatoriamente la apariencia de Anne.

―¡Mi hija es una gran artista que ha trabajado en una de las mejores galerías de arte de Nueva York!―manifestó con orgullo Mei.

―¡Ah, sí! ¿Ha expuesto algo? Tal vez tenga alguno de sus cuadros en mi hogar.

―No, aún no ha expuesto nada, pero seguro que algún día lo hará.

―Entonces en Nueva York trabajabas sólo vendiendo cuadros de otros con más talento que tú y, ahora que has vuelto, ¿a qué te dedicarás, querida?―preguntó maliciosamente Malee.

―Ha ocurrido todo tan rápido que realmente no sé lo que haré con mi vida profesional.

Antes de que su futura suegra la acusara de cazafortunas y de que su madre saltara por encima de la mesa para morder en la yugular a la mujer que osaba insultar a su hija, apareció la impasible presencia de Marco que calmó a todo el mundo con unas simples palabras.

―Ella hará lo que quiera con su futuro mamá, y cualquier cosa que haga me parecerá perfecta, porque ella es la mujer idónea para mí.

La escandalosa lengua de Malee cesó de exhalar su veneno cuando su hijo volvió junto a ellos, y a partir de ese momento se comportó con amabilidad y educación, aunque los Boonchuy ya habían sacado sus conclusiones sobre su futura familia política y, si no fuera porque con ello serían unos padres nefastos, encerrarían a su hija con tal de no verla unida a ese montón de...

―Caracoles en salsa de rioja amenizado con pasas―presentó el camarero colocando una bandeja en la mesa a la que todos los Boonchuy miraron con asco, debido a su aspecto poco apetecible, mientras que por su parte Malee la atacó con deleite, dejándola en pocos minutos vacía ante la mirada de asombro de Mei, que susurró a su marido:

―Ahora comprendo por qué es así: de lo que se come, se cría.

Y el señor Boonchuy sonrió por primera vez esa noche ante las ocurrencias de su mujer.

Anne, desesperada una vez más, intentaba que sus tarjetas no fueran de un horrible color marrón vetusto, porque le agradaba a Malee, o de color limón chillón, porque le gustaba a su madre. Finalmente, después de dos horas de discusión para elegir sólo unas tarjetas, golpeó frustrada el libro de muestras contra la mesa, se levantó alterada y susurró:

―Necesito un respiro―y se alejó de las dos irritantes mujeres que habían decidido hacer de su boda un campo de batalla.

En el porche, su padre descansaba tomando una cerveza bien fría sentado en una de las viejas sillas. Cuando la vio aparecer, le tendió la botella solícito y Anne se la arrancó de la mano, sentándose junto a él para tomarse un descanso.

―¿Estás segura? Todavía puedes huir―preguntó Brian entusiasmado ante una posible respuesta afirmativa.

―Es mi hombre ideal, papá―respondió Anne.

―Sí, ¿pero es tu media naranja?

―Papá, eso es lo mismo.

―No, no lo es ―rechazó el señor Boonchuy― mi mujer ideal era una hermosa chica como las que aparecen en las revistas masculinas, pero en cuanto conocí a tu madre supe que no podría vivir sin ella, y no tardé en darme cuenta de que ella era mi media naranja.

―Creo que Marco es perfecto para mí. Papá, ¿por qué no has comentado nada sobre mi boda hasta ahora? Siempre permaneces callado y a veces pareces ausente―indagó Anne algo preocupada por su reacción.

―Todavía me estoy haciendo a la idea de que mi pequeña se casa; si parezco estar en otro mundo es porque aún recuerdo esos momentos en los que jugaba contigo, y no me puedo creer que hayas crecido tan rápido y que ahora te vayas a ir de casa. Me parece que fue ayer cuando le estabas golpeando la cabeza a la vecina con tus zapatos.

Papá, fue ayer: la golpeé con mis zapatos nuevos por intentar jorobarme las invitaciones de boda al llamar al encargado para poner su nombre en ellas.

―Últimamente está de lo más fastidiosa, ¿verdad?―preguntó su padre sonriendo ante las travesuras de la vecina.

―¡No me deja en paz!―se quejó Anne―, a cada paso que doy, intenta arruinar todo lo que he hecho.

―Parece que no quiere que te cases. ¿Por qué será?―insinuó el señor Boonchuy riendo.

―Papá, ¿qué intentas decirme?―preguntó Anne algo molesta.

―Cariño, esa chica está loca por ti desde que tenía diez años. Cuando era pequeña me pedía tu mano por lo menos una vez al mes y cuando fue adulta no sé cuántas veces más. ¿Sabes lo que me ha dicho ahora? Que no me preocupe por nada, que no te casarás con Don Perfecto. Incluso todo el pueblo comenta que ha apostado veinte mil dólares a que la boda no se llevará a cabo.

―¡Esa gusano miserable no puede haber hecho eso!

―Pregúntaselo tú misma: está en la antigua casa de los OʼBrian haciendo reformas.

―¡Sí! ―comentó decidida mientras buscaba sus llaves en el interior de la casa― ¡Ahora mismo voy a cantarle las cuarenta! ¿Quién se cree que es para decir que no me casaré...?

Brian sonrió alegremente mientras veía a su hija alejarse furiosa en busca de la única persona que conseguía sacarla de sus casillas.

Ésa era su verdadera Anne, pensaba Brian, y no la Doña Perfecta que todos creían. Mei salió de la casa farfullando insultos como una camionera, y es que nadie que pasara más de dos segundos a solas con Malee era capaz de mantener un lenguaje educado.

―¿Dónde demonios ha ido Anne?―preguntó Mei desquiciada al pensar en tener que volver nuevamente al interior de la casa y enfrentarse sola a esa vieja maliciosa.

―Creo que ha ido a arreglar una casa―señaló Brian tendiéndole su cerveza. ―¿Con la chica de las Waybrith?

―Sí.

―¿Qué crees que pasará?―preguntó Mei, pensativa.

―¿Esas dos en una casa medio en ruinas? ¡Quién sabe! O la terminan de arreglar o la derrumban con sus discusiones.

―Me refería a ellas dos.

―No lo sé; por cierto, ¿cuánto tenemos ahorrado?―preguntó sonriente el señor Boonchuy a su mujer.

―¡Oh, Brian Boonchuy, borra esa sonrisa de tu boca! ¡Por nada del mundo voy a dejarte apostar en el bar de Wally! 

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