𝟵 。・:*˚:✧。 a talk about the past.*

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━ ✩・*。𝐁𝐋𝐀𝐂𝐊 & 𝐏𝐎𝐓𝐓𝐄𝐑 。˚⚡
009.┊ UNA CHARLA SOBRE EL PASADO.
sí, sí, la conocía.

HARRY Y ARA no sabían muy bien cómo se las habían apañado para regresar al sótano de Honeydukes, atravesar el pasadizo y entrar en el castillo. Ara estaba inusualmente callada, miraba a Harry más veces de las necesarias con lo que parecía ser una mirada culpable. Harry la conocía lo suficiente como para saber que se sentía culpable por lo que habían oído sobre Sirius Black; él la tranquilizó verbalmente diciéndole que no tenía nada por lo que sentirse mal.

Ambos tenían preguntas, Ara se preguntaba por qué nadie le había dicho que Sirius Black había matado a su madre, ella merecía saber más que nadie. ¿Por qué impedirían que la verdad saliera a la luz?

Ron y Hermione observaron intranquilos a Ara y a Harry durante toda la cena, sin atreverse a decir nada sobre lo que habían oído, porque Percy estaba sentado cerca, Ron había intentado hacer sentir mejor a su hermana contándole chistes, pero nada daba resultado, ella se limitó a mantener una cara inexpresiva, enviándole la sonrisa más pequeña de vez en cuando. Cuando subieron a la sala común atestada de gente, descubrieron que Fred y George, en un arrebato de alegría motivado por las inminentes vacaciones de Navidad, habían lanzado media docena de bombas fétidas.

Ara, que en realidad no quería hablar con nadie, fue directamente a los dormitorios de las chicas. Una vez que llegó a su cama, no se molestó en ponerse la ropa para dormir, simplemente se desplomó en la cama con un suspiro, con la mirada perdida en el techo. Sentía muchas emociones, frustración porque nadie le había dicho la verdad, sentía rabia, porque ¿cómo Sirius Black pudo traicionar a sus amigos? ¿A su propia esposa y a su hija? Ella nunca lo entendería, por lo que había escuchado Sirius black y James Potter estaban tan unidos como hermanos, entonces ¿cuál era el motivo de su traición? Ara nunca podría imaginarse a sí misma traicionando a uno de sus amigos, nunca, preferiría morir antes que poner a cualquiera de las personas que quería en cualquier tipo de peligro.

—¿Ara? —preguntó la dubitativa voz de Hermione.

—¿Hermione? —preguntó Ara burlonamente, tratando de aligerar el ambiente, sin apartar los ojos del techo.

—¿Estás— estás bien? —preguntó Hermione, mientras se sentaba a los pies de la cama de Ara.

—Sí, estoy bien, sólo pensaba —Ara suspiró, aún sin mirarla.

Pero Hermione sabía que no estaba bien, conocía a esa chica desde hacía casi tres años, podía darse cuenta cuando mentía, pero también sabía que Ara no era de las que se sinceraban sobre sus emociones, y prefería que la gente no la presionara para que hablara. Así que en vez de hacer más preguntas, Hermione se tumbó a su lado mirando también al techo.

—Estoy aquí para ti, Ara —susurró Hermione.

—Lo sé —dijo Ara despacio, girando la cabeza para mirar a Hermione, dedicándole una sonrisa de agradecimiento.

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—Harry. . ., tienes un aspecto horrible —Harry no había podido pegar el ojo hasta el amanecer, y Ara se había quedado toda la noche leyendo para distraerse de sus pensamientos, pero aun así se las arregló para no parecer un zombi.

Harry bajaba por la escalera de caracol hasta la sala común, donde no había nadie más que Ron, que se comía un sapo de menta y se frotaba el estómago, Hermione, que había extendido sus deberes por tres mesas, y Ara, que estaba sentada en el sofá con su libro de «Lanzamiento de encantamientos avanzado» fuera, mientras Venus estaba acurrucada en su regazo.

—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Harry.

—¡Se han ido! Hoy empiezan las vacaciones, ¿no te acuerdas? —preguntó Ron, mirando a Harry detenidamente—. Es ya casi la hora de comer. Pensaba ir a despertarte dentro de un minuto.

Harry se dejó caer en el sofá al lado de Ara y apoyó la barbilla en su hombro mientras ella seguía leyendo y escribía notas en el libro, marcando los hechizos que le gustaría practicar. Al otro lado de las ventanas, la nieve seguía cayendo. Crookshanks estaba extendido delante del fuego, como un felpudo de pelo canela.

—¿Qué haces? —murmuró Harry, como si no fuera ya evidente, mirando por encima de su hombro.

—Leer, deberías intentarlo alguna vez, ¿sabes? —dijo Ara, mirando a Harry por el rabillo del ojo y él puso los ojos en blanco.

—Es verdad que no tienes buen aspecto, ¿sabes? —dijo Hermione, mirándole la cara con preocupación, haciendo que Harry dejara de mirar el perfil de Ara.

—Estoy bien —dijo Harry.

—Escuchad, Harry, Ara —dijo Hermione, llamando la atención de Ara e intercambiando una mirada con Ron—. Debéis de estar realmente disgustados por lo que oímos ayer. Pero no debéis hacer ninguna tontería.

—¿Cómo qué? —dijo Harry.

—Como ir detrás de Black —dijo Ron, tajante.

Ara se limitó a poner los ojos en blanco y volvió a su libro, subrayando el hechizo «Accio», sin mucho interés en hablar del asesino de su padre. Sí, era impulsiva y tenía bastante mal genio, pero no era tan estúpida como para ir detrás de alguien sólo por venganza.

—No lo haréis. ¿Verdad que no? —dijo Hermione.

—Porque no vale la pena morir por Black —dijo Ron.

Ara se quedó callada, sin prestar mucha atención, y Harry los miró.

—¿Sabéis qué veo y oigo cada vez que se me acerca un dementor? —Ron y Hermione negaron con la cabeza, con temor, y Ara se tensó un poco, pero siguió intentando impedir escuchar la conversación—. Oigo a mi madre que grita e implora a Voldemort. Y si vosotros escucharais a vuestra madre gritando de ese modo, a punto de ser asesinada, no lo olvidaríais fácilmente. Y si descubrierais que alguien que en principio era amigo suyo la había traicionado y le había enviado a Voldemort─

—No podéis hacer nada —dijo Hermione con aspecto afligido después de notar la mirada culpable en la cara de Ara—. Los dementores atraparán a Black, lo mandarán otra vez a Azkaban. . . ¡y se llevará su merecido!

—Ya oísteis lo que dijo Fudge. A Black no le afecta Azkaban como a la gente normal. No es un castigo para él como lo es para los demás.

—Entonces, ¿qué estás diciendo? —dijo Ron muy tenso—. ¿Acaso quieres. . . matar a Black?

—Voy a dar un paseo —dijo Ara de repente, mientras recogía su libro de Encantamientos y su pluma, marchándose sin esperar respuesta.

Harry suspiró ruidosamente, no pretendía hacerla sentir incómoda o culpable. Pero no podía evitar detestar a Sirius Black, sabía que ella también, pero eso no quería decir que hablar de ello no la pusiera nerviosa.

Ara se encontró a sí misma sentada bajo un árbol cerca del Lago Negro, había vuelto a sacar su libro, y continuaba añadiendo pequeñas anotaciones en las páginas que contenían hechizos que le interesaban. Al cabo de unos diez minutos, alguien apareció frente a ella, cuando levantó la vista se sorprendió bastante al ver al profesor Lupin mirándola fijamente, con un libro en la mano.

—Hola profesor, ¿qué le trae por aquí? —dijo Ara, dedicándole una pequeña sonrisa.

—Ah, este solía ser el lugar de lectura de Av─em. . .mi lugar de lectura en mis tiempos en Hogwarts. ¿Te importa si me uno a ti?

—No, adelante —Ara le hizo un gesto para que se sentara, cosa que hizo encantado—. ¿Tanto le gusta estar aquí que se queda a pasar las vacaciones, profesor?

Lupin se encogió de hombros.

—Me trae buenos recuerdos de mi época escolar, además, la comida es mucho mejor.

Ara se rió entre dientes.

—Estaría de acuerdo, pero vivo con Molly Weasley, así que no hay comida mejor que esa.

—He oído que es una cocinera extraordinaria —concordó Lupin, antes de mirarla con las cejas fruncidas—. ¿Por qué no estás con tus amigos? ¿Pasó algo?

Ara le enarcó una ceja, apenas levantando la vista del libro.

—Sólo necesitaba tiempo para mí.

El profesor Lupin no preguntó nada más y permanecieron en silencio, con el único sonido del paso de las páginas de sus libros, hasta que finalmente Ara preguntó algo que se moría por saber.

—Profesor. . . ¿conocía a mi madre? ¿Ava Corbin? —le vio tensarse, pero aun así, dio un largo suspiro y cerró el libro, mirándola.

—Sí, sí, la conocía —admitió, había algo arremolinándose en sus ojos, un dolor que había intentado contener durante años—. Tu madre. . .era una de mis mejores amigas y una de las personas más extraordinarias que he conocido —continuó mientras Ara escuchaba atentamente, con el libro olvidado—. La conocí en mi tercer año, durante las vacaciones de Navidad en realidad, fue una de las pocas personas que se quedó ese año. La vi sentada en la biblioteca, con tantos libros que apenas se le veía la cara con claridad. Me senté a unas mesas de ella y al final me invitó a unirme a ella, era de una amabilidad de otro mundo, aunque también cortante. Era una mujer muy especial, a la que por suerte tuve el placer de conocer.

Ara apretó la mandíbula, mirándose las manos mientras una increíble oleada de dolor la invadía, tragó saliva, haciendo lo posible por no mostrar su tristeza delante de un profesor.

—Yo. . .yo no la recuerdo —dijo Ara después de un rato—. Ni su voz, ni su aspecto. . .nada. A veces me he sentido culpable, todo el mundo me dice lo maravillosa que era, que era una muy buena madre. . .pero no recuerdo nada de eso, ni una sola cosa, y ojalá pudiera.

—Siento oír eso —dijo Lupin, su tono sincero—. Espero que algún día llegues a recordar un poco, pero. . .eras joven, no te castigues por ello.

—Supongo. . . gracias, profesor, por hablar de ella, sé que no debe haber sido fácil para usted —dijo Ara, cerrando su libro y recogiendo sus cosas—. Ahora será mejor que vuelva con mis amigos, le dejo con ello.

—Ha sido un placer, Ara, espero que pases unas buenas vacaciones —Lupin esbozó una pequeña sonrisa.

—Usted también, señor —Ara hizo un pequeño gesto con la cabeza antes de caminar de vuelta al castillo.

Cuando Ara volvió a entrar en la sala común, vio que Harry, Ron y Hermione no se habían movido desde que ella se había ido. Ron estaba hablando de Merlín sabe qué, así que se acercó a ellos lentamente.

—Mira —dijo Ron, evidentemente tratando de cambiar de tema—, ¡estamos en vacaciones! ¡Casi es Navidad! Vamos a ver a Hagrid. No le hemos visitado desde hace un montón de tiempo.

—Me parece una idea estupenda —dijo Ara, acercándose por fin a ellos y dejando su cuaderno de dibujo sobre la mesa, los tres giraron ahora la cabeza para mirarla.

—¡No! —dijo Hermione rápidamente—. Ara, tú y Harry no deben abandonar el castillo─

—Sí, vamos —dijo Harry incorporándose—. ¡Y le preguntaré por qué no mencionó nunca a Black al hablarme de mis padres!

Así que recogieron las capas de los dormitorios y se pusieron en camino, cruzando el agujero del retrato («¡En guardia, felones, malandrines!»). Recorrieron el castillo vacío y salieron por las puertas principales de roble.

Caminaron lentamente por el césped, dejando sus huellas en la nieve blanda y brillante, mojando y congelando los calcetines y el borde inferior de las capas. Ara y Harry caminaban un poco detrás de Ron y Hermione.

—Lo siento —dijo Harry, de pronto, y Ara se volvió para mirarlo con expresión confusa.

—¿Por qué? —preguntó ella con las cejas fruncidas.

—Por hablar de Sirius Black —dijo Harry, mirándola con cara de culpabilidad—. Sé que no te gusta hablar mucho de él, así que lo-lo siento.

—Está bien, Harry —dijo Ara, su expresión se suavizó—. No es que no me guste hablar de él, es sólo que me resulta raro, no sé, lo odio tanto como tú.

Ella le rodeó el hombro con un brazo y le dio un abrazo de costado, antes de que ambos alcanzaran a Ron y Hermione.

El bosque prohibido parecía ahora encantado. Cada árbol brillaba como plata y la cabaña de Hagrid parecía una tarta helada.

Ron llamó a la puerta, pero no obtuvo respuesta.

—No habrá salido, ¿verdad? —preguntó Hermione, temblando bajo la capa.

Ron pegó la oreja a la puerta.

—Hay un ruido extraño —dijo—. Escuchad. ¿Es Fang?

Ara, Harry y Hermione también pegaron el oído a la puerta. Dentro de la cabaña se oían unos suspiros de dolor.

—Eh. . . ¿quizás deberíamos volver más tarde? —sugirió Ara torpemente.

—¿Pensáis que deberíamos ir a buscar a alguien? —dijo Ron nervioso, gustándole la idea de Ara.

—¡Hagrid! —gritó Harry, golpeando la puerta—. Hagrid, ¿estás ahí?

Hubo un rumor de pasos y la puerta se abrió con un chirrido. Hagrid estaba allí, con los ojos rojos e hinchados, con lágrimas que le salpicaban la parte delantera del chaleco de cuero.

—¡Lo habéis oído! —gritó, y se arrojó al cuello de Harry.

Como Hagrid tenía un tamaño que era por lo menos el doble de lo normal, aquello no era cuestión de risa. Harry estuvo a punto de caer bajo el peso del otro, pero Ara y Ron lo rescataron, agarraron a Hagrid cada uno de un brazo y lo metieron en la cabaña, con la ayuda de Harry. Hagrid se dejó llevar hasta una silla y se derrumbó sobre la mesa, sollozando de forma incontrolada. Tenía el rostro lleno de lágrimas que le goteaban sobre la barba revuelta.

—¿Qué pasa, Hagrid? —le preguntó Hermione aterrada.

—¿Tengo que maldecir a alguien? —dijo Ara, dispuesta a sacar la varita y encontrar a quien hubiera hecho sentir tan mal a Hagrid.

Harry vio sobre la mesa una carta que parecía oficial.

—¿Qué es, Hagrid?

Hagrid redobló los sollozos, entregándole la carta a Harry, que la leyó en voz alta:

Estimado Señor Hagrid:

       En relación con nuestra indagación sobre el ataque de un hipogrifo a un alumno que tuvo lugar en una de sus clases, hemos aceptado la garantía del profesor Dumbledore de que usted notiene responsabilidad en tan lamentable incidente.

—Estupendo, Hagrid —dijo Ron, dándole una palmadita en el hombro.

Pero Hagrid continuó sollozando y movió una de sus manos gigantescas, invitando a Harry a que siguiera leyendo.

Sin embargo, debemos hacer constar nuestra preocupación en lo
que concierne al mencionado hipogrifo. Hemos decidido dar
curso a la queja oficial presentada por el señor Lucius Malfoy, y
este asunto será, por lo tanto, llevado ante la Comisión para las
Criaturas Peligrosas. La vista tendrá lugar el día 20 de abril. Le
rogamos que se presente con el hipogrifo en las oficinas
londinenses de la Comisión, en el día indicado. Mientras tanto, el
hipogrifo deberá permanecer atado y aislado.

        Atentamente. . .

Seguía la relación de los miembros del Consejo Escolar.

—¡Vaya! —dijo Ron—. Pero, según nos has dicho, Hagrid, Buckbeak no es malo. Seguro que lo consideran inocente.

—No conoces a los monstruos que hay en la Comisión para las Criaturas Peligrosas... —dijo Hagrid con voz ahogada, secándose los ojos con la manga—. La han tomado con los animales interesantes.

—Voy a matar al hurón —dijo Ara, muy decidida a encontrar a Draco Malfoy y darle un pedazo de su mente—. No me importa si me envían a Azkaban, lo mataré─

Un ruido repentino, procedente de un rincón de la cabaña de Hagrid, hizo que Ara, Harry, Ron y Hermione se volvieran. Buckbeak, el hipogrifo, estaba acostado en el rincón, masticando algo que llenaba de sangre el suelo.

—¡No podía dejarlo atado fuera, en la nieve! —dijo con la voz anegada en lágrimas—. ¡Completamente solo! ¡En Navidad!

Ara, Harry, Ron y Hermione se miraron. Nunca habían coincidido con Hagrid en lo que él llamaba «animales interesantes» y otras personas llamaban «monstruos terroríficos». Pero Buckbeak no parecía malo en absoluto. De hecho, a juzgar por los habituales parámetros de Hagrid, era una verdadera ricura.

—Tendrás que presentar una buena defensa, Hagrid —dijo Hermione sentándose y posando una mano en el enorme antebrazo de Hagrid—. Estoy segura de que puedes demostrar que Buckbeak no es peligroso.

—¡Dará igual! —sollozó Hagrid—. Lucius Malfoy tiene metidos en el bolsillo a todos esos diablos de la Comisión. ¡Le tienen miedo! Y si pierdo el caso, Buckbeak. . .

Se pasó el dedo por el cuello, en sentido horizontal. Luego gimió y se echó hacia delante, hundiendo el rostro en los brazos.

—¿Y Dumbledore? —preguntó Harry.

—Ya ha hecho por mí más que suficiente —gimió Hagrid—. Con mantener a los dementores fuera del castillo y con Sirius Black acechando, ya tiene bastante.

Ara, Ron y Hermione miraron rápidamente a Harry, temiendo que comenzara a reprender a Hagrid por no contarle toda la verdad sobre Black. Pero Harry no se atrevía a hacerlo. Por lo menos en aquel momento en que veía a Hagrid tan triste y asustado.

—Escucha, Hagrid —dijo—, no puedes abandonar. Hermione tiene razón. Lo único que necesitas es una buena defensa. Nos puedes llamar como testigos─

—Estoy segura de que he leído algo sobre un caso de agresión con hipogrifo —dijo Hermione pensativa— donde el hipogrifo quedaba libre. Lo consultaré y te informaré de qué sucedió exactamente.

—Y yo la ayudaré —añadió Ara, enviándole una sonrisa—. No te preocupes, Hagrid.

Hagrid lanzó un gemido aún más fuerte. Harry y Hermione miraron a Ara y a Ron implorándoles ayuda.

Ara miró a Ron, él ya sabía lo que estaba pensando.

—Eh... ¿preparamos un té? —preguntó Ron. Harry les miró sorprendido—. Es lo que hace mi madre cuando alguien está preocupado —musitó Ron, encogiéndose de hombros.

—Molly hace el mejor té de manzanilla —dijo Ara, sonriendo al pensarlo.

Por fin, después de que le prometieran ayuda más veces y con una humeante taza de té delante, Hagrid se sonó la nariz con un pañuelo del tamaño de un mantel, y dijo:

—Tenéis razón. No puedo dejarme abatir. Tengo que recobrarme. . .

Fang, el jabalinero, salió tímidamente de debajo de la mesa y apoyó la cabeza en una rodilla de Hagrid.

—Estos días he estado muy raro —dijo Hagrid, acariciando a Fang con una mano y limpiándose las lágrimas con la otra—. He estado muy preocupado por Buckbeak y porque a nadie le gustan mis clases.

—De verdad que nos gustan —se apresuró a mentir Hermione.

—¡Son muy interesantes! —dijo Ara, jugueteando ligeramente con su pelo.

—¡Sí, son estupendas! —dijo Ron, cruzando los dedos bajo la mesa—. ¿Cómo están los gusarajos?

—Muertos —dijo Hagrid con tristeza—. Demasiada lechuga.

—¡Oh, no! —exclamó Ron. El labio le temblaba.

—Y los dementores me hacen sentir muy mal —añadió Hagrid, con un estremecimiento repentino—. Cada vez que quiero tomar algo en Las Tres Escobas, tengo que pasar junto a ellos. Es como estar otra vez en Azkaban.

Se quedó callado, bebiéndose el té. Ara, Harry, Ron y Hermione lo miraban sin aliento. No le habían oído nunca mencionar su estancia en Azkaban.

Después de una breve pausa, Hermione le preguntó con timidez:

—¿Tan horrible es Azkaban, Hagrid?

—No te puedes hacer ni idea —respondió Hagrid, en voz baja—. Nunca me había encontrado en un lugar parecido. Pensé que me iba a volver loco. No paraba de recordar cosas horribles: el día que me echaron de Hogwarts, el día que murió mi padre, el día que tuve que desprenderme de Norberto. . . —Se le llenaron los ojos de lágrimas. Norberto era la cría de dragón que Hagrid había ganado cierta vez en una partida de cartas—. Al cabo de un tiempo uno no recuerda quién es. Y pierde el deseo de seguir viviendo. Yo hubiera querido morir mientras dormía. Cuando me soltaron, fue como volver a nacer, todas las cosas volvían a aparecer ante mí. Fue maravilloso. Sin embargo, los dementores no querían dejarme marchar.

—¡Pero si eras inocente! —exclamó Hermione.

Hagrid resopló.

—¿Y crees que eso les importa? Les da igual. Mientras tengan doscientas personas a quienes extraer la alegría, les importa un comino que sean culpables o inocentes. —Hagrid se quedó callado durante un rato, con la vista fija en su taza de té. Luego añadió en voz baja—: Había pensado liberar a Buckbeak, para que se alejara volando. . . Pero ¿cómo se le explica a un hipogrifo que tiene que esconderse? Y. . . me da miedo transgredir la ley. . . —Los miró, con lágrimas cayendo de nuevo por su rostro—. No quisiera volver a Azkaban.

La visita a la cabaña de Hagrid, aunque no había resultado divertida, había tenido el efecto que Ron y Hermione deseaban. Ara y Harry consiguieron olvidarse de Black por un momento. Todos fueron al día siguiente a la biblioteca y volvieron a la sala común cargados con libros que podían ser de ayuda para preparar la defensa de Buckbeak. Los cuatro se sentaron delante del abundante fuego, pasando lentamente las páginas de los volúmenes polvorientos que trataban de casos famosos de animales merodeadores. Cuando alguno encontraba algo relevante, lo comentaba a los otros.

—Aquí hay algo. Hubo un caso, en 1722. . . pero el hipogrifo fue declarado culpable. ¡Uf! Mirad lo que le hicieron. Es repugnante.

—Esto podría sernos útil. Mirad. Una mantícora atacó a alguien salvajemente en 1296 y fue absuelta. . . ¡Oh, no! Lo fue porque a todo el mundo le daba demasiado miedo acercarse. . .

Entretanto, en el resto del castillo habían colgado los acostumbrados adornos navideños, que eran magníficos, a pesar de que apenas quedaban estudiantes para apreciarlos. En los corredores colgaban guirnaldas de acebo y muérdago; dentro de cada armadura brillaban luces misteriosas; y en el Gran Comedor los doce habituales árboles de Navidad brillaban con estrellas doradas.

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LA MAÑANA DE NAVIDAD, Ara fue despertada por Hermione zarandeándola ligeramente.

—Feliz Navidad, Ara —dijo Hermione, alegremente.

—Feliz Navidad, 'mione —dijo Ara, levantándose y dándole un cálido abrazo a Hermione.

Ara y Hermione empezaron a abrir sus regalos. Ara recibió un libro muggle de Hermione llamado «La Bella y la Bestia», Ron le regaló un montón de ranas de chocolate (él sabe que son sus favoritas), y la señora Weasley le regaló, como todos los años, un jersey azul oscuro con su inicial en la parte de delante. De los gemelos recibió diferentes caramelos que al comerlos te cambian el color del pelo. Ginny le había regalado un gorrito negro (que se puso inmediatamente). Harry le regaló una preciosa pluma plateada con las iniciales A. B grabadas en ella.

Entonces sólo quedaban 2 regalos, uno era grande y el otro era una cajita diminuta.

Abrió primero el más pequeño.

Sus cejas se fruncieron al mirar lo que había dentro. Era una pulsera de plata, una pulsera de rosas para ser más específicos, las rosas envolvieron su muñeca perfectamente, no tenía idea de quién podría haberle regalado esto. Volvió a mirar dentro de la caja y vio una pequeña nota que tomó y leyó en silencio.

Esto era de tu madre, amaba las rosas, ¡llevaba puesta esta pulsera dondequiera que iba! Tengo la certeza que estaría increíblemente orgullosa de ti si pudiera verte hoy. No puedo decirte cuánto te echo de menos y cuánto te quiero, la vida no ha sido justa. Pero espero que nos reunamos pronto, lobita.

—Con mucho amor, Canuto <3

¿Canuto? El nombre le era muy familiar, pero no recordaba dónde lo había oído, así que lo dejó de lado y se puso la pulsera en la muñeca, pasó los dedos por las rosas e inconscientemente se le dibujó una sonrisa en la cara mientras la miraba.

—Qué bonita —dijo Hermione viniendo de detrás de Ara—. ¿Quién te la ha enviado?

—No estoy segura —dijo Ara, frunciendo ligeramente el ceño—. Dijo que era de mi madre, vino con una nota, es de alguien llamado Canuto.

—Bueno, es evidente que conocía muy bien a tu madre —dijo Hermione, sonriendo—. Me alegro de que hayas recibido algo que le pertenecía.

El otro regalo, que era el grande, no traía ninguna tarjeta, así que Ara empezó a abrirlo, y cuando terminó dio un grito dramático, mirándola con asombro. Era una Saeta de Fuego.

—¡Hermione! —dijo Ara, yendo hacia ella y sacudiéndola con emoción—. ¡Es una Saeta de Fuego!

—¿Vino con una tarjeta? —preguntó Hermione, con suspicacia.

—No —dijo Ara, recogiendo la escoba—. ¡Vamos a enseñársela a Harry y Ron!

Fueron al dormitorio de los chicos, para encontrarlos a ambos riendo. Ara tenía su Saeta de Fuego en la mano y Hermione llevaba a Crookshanks, que no parecía contento con el cordón de oropel que llevaba al cuello.

—¿De qué os reís los dos?

—¡No lo metas aquí! —dijo Ron, sacando rápidamente a Scabbers de las profundidades de la cama y metiéndosela en el bolsillo del pijama. Pero Hermione no le hizo caso. Dejó a Crookshanks en la cama vacía de Seamus.

Y Ara por fin pudo ver lo que Harry sostenía.

—¿A ti también? —le preguntó a Harry, enseñándole su Saeta de Fuego.

Harry la miró.

—¿Tú también tienes una? ¿La tuya traía tarjeta?

Ara negó con la cabeza.

Hermione no parecía emocionada ni intrigada. Al contrario, su cara se ensombreció y se mordió el labio.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Ron.

—No sé —dijo Hermione—. Pero es raro, ¿no os parece? Lo que quiero decir es que son unas escobas magníficas, ¿verdad?

—¿Y. . .? —dijo Ara, confundida—. ¡Incluso mejores!

Ron suspiró exasperado:

—Son las mejores escobas que existen, Hermione —aseguró.

—Bueno. . . ¿quién enviaría a Ara y a Harry algo tan caro sin siquiera decir quién es?

—¿Y qué más da? —preguntó Ron con impaciencia—. Escuchad, Ara, Harry, ¿puedo dar una vuelta en ella? ¿Puedo?

—Creo que por el momento nadie debería montar en esa escoba —dijo Hermione.

Ara, Harry y Ron la miraron.

—¿Qué crees que van a hacer con ellas? ¿Barrer el suelo? —preguntó Ron.

Pero antes de que Hermione pudiera responder, Crookshanks saltó desde la cama de Seamus al pecho de Ron.

Ara casi estalla en carcajadas al ver la cara de Ron.

—¡LLÉVATELO DE AQUÍ! —bramó Ron, notando que las garras de Crookshanks le rasgaban el pijama y que Scabbers intentaba una huida desesperada por encima de su hombro. Agarró a Scabbers por la cola y fue a propinar un puntapié a Crookshanks, pero calculó mal y le dio al baúl de Harry, volcándolo. Ron se puso a dar saltos, aullando de dolor.

A Crookshanks se le erizó el pelo. Un silbido agudo y metálico llenó el dormitorio. El chivatoscopio de bolsillo se había salido de los viejos calcetines de tío Vernon y daba vueltas encendido en medio del dormitorio.

—¡Se me había olvidado! —dijo Harry, agachándose y recogiendo el chivatoscopio—. Nunca me pongo esos calcetines si puedo evitarlo. . .

En la palma de la mano, el chivatoscopio silbaba y giraba. Crookshanks le bufaba y enseñaba los colmillos.

—Sería mejor que sacaras de aquí a ese gato —dijo Ron furioso. Estaba sentado en la cama de Harry, frotándose el dedo gordo del pie—. ¿No puedes hacer que pare ese chisme? —preguntó a Harry mientras Hermione salía a zancadas del dormitorio. Ara se quedó mirando a Ron, con los brazos cruzados.

—Sabes —empezó Ara—. Personalmente me gusta más Crookshanks que Scabbers, al menos ese gato no intenta arrancarme los dedos a mordiscos.

Ron se limitó a fulminar a su hermana con la mirada mientras Harry volvía a meter el chivatoscopio en los calcetines y éstos en el baúl. Lo único que se oyó entonces fueron los gemidos contenidos de dolor y rabia de Ron. Scabbers estaba acurrucada en sus manos. Scabbers, antaño gorda, ahora estaba esmirriada; además, se le habían caído partes del pelo. Ara estaba muy contenta por su estado.

—No tiene buen aspecto, ¿verdad? —observó Harry.

—¿A quién le importa? —dijo Ara, encogiéndose de hombros y mirando mal a la rata.

—¡Es el estrés! —dijo Ron—. ¡Si esa estúpida bola de pelo la dejara en paz, se encontraría perfectamente!

Aquella mañana, en la sala común de Gryffindor, el espíritu navideño estuvo ausente. Hermione había encerrado a Crookshanks en su dormitorio, pero estaba enfadada con Ron porque había querido darle una patada. Ron seguía enfadado por el nuevo intento de Crookshanks de comerse a Scabbers. Ara y Harry desistieron de intentar reconciliarlos.

A la hora del almuerzo bajaron al Gran Comedor y descubrieron que habían vuelto a arrimar las mesas a los muros, y que ahora sólo había, en mitad del salón, una mesa con doce cubiertos. Se encontraban allí los profesores Dumbledore, McGonagall, Snape, Sprout y Flitwick, junto con Filch, el conserje, que se había quitado la habitual chaqueta marrón y llevaba puesto un frac viejo y mohoso. Sólo había otros tres alumnos: dos del primer curso, muy nerviosos, y uno de quinto de Slytherin, de rostro huraño.

—¡Felices Pascuas! —dijo Dumbledore cuando Ara, Harry, Ron y Hermione se acercaron a la mesa—. Como somos tan pocos, me pareció absurdo utilizar las mesas de las casas. ¡Sentaos, sentaos!

Ara, Harry, Ron y Hermione se sentaron juntos al final de la mesa.

—¡Cohetes sorpresa! —dijo Dumbledore entusiasmado, alargando a Snape el extremo de uno grande de color de plata. Snape lo agarró a regañadientes y tiró. Sonó un estampido, el cohete salió disparado y dejó tras de sí un sombrero de bruja grande y puntiagudo, con un buitre disecado en la punta.

Harry, acordándose del boggart, miró a Ara y a Ron y los tres se rieron. Snape apretó los labios y empujó el sombrero hacia Dumbledore, que enseguida cambió el suyo por aquél.

—¡A comer! —aconsejó a todo el mundo, sonriendo.

Mientras Ara se servía la comida, las puertas del Gran Comedor volvieron a abrirse. Era la profesora Trelawney, que se deslizaba hacia ellos como si fuera sobre ruedas. Dada la ocasión, se había puesto un vestido verde de lentejuelas que acentuaba su aspecto de libélula gigante.

—¡Sybill, qué sorpresa tan agradable! —dijo Dumbledore, poniéndose en pie.

—He estado consultando la bola de cristal, señor director —dijo la profesora Trelawney con su voz más lejana—. Y ante mi sorpresa, me he visto abandonando mi almuerzo solitario y reuniéndome con vosotros. ¿Quién soy yo para negar los designios del destino? Dejé la torre y vine a toda prisa, pero os ruego que me perdonéis por la tardanza. . .

—Por supuesto —dijo Dumbledore, parpadeando—. Permíteme que te acerque una silla. . .

E hizo, con la varita, que por el aire se acercara una silla que dio unas vueltas antes de caer ruidosamente entre los profesores Snape y McGonagall. La profesora Trelawney, sin embargo, no se sentó. Sus enormes ojos habían vagado por toda la mesa y de pronto dio un leve grito.

—¡No me atrevo, señor director! ¡Si me siento, seremos catorce! ¡Nada da peor suerte! ¡No olvidéis nunca que cuando catorce comen juntos, el primero en levantarse es el primero en morir!

—Nos arriesgaremos, Sybill —dijo impaciente la profesora McGonagall—. Por favor, siéntate. El pavo se enfría.

La profesora Trelawney dudó. Luego se sentó en la silla vacía con los ojos cerrados y la boca muy apretada, como esperando que un rayo cayera en la mesa. La profesora McGonagall introdujo un cucharón en la fuente más próxima.

—¿Quieres callos, Sybill?

La profesora Trelawney no le hizo caso. Volvió a abrir los ojos, echó un vistazo a su alrededor y dijo:

—Pero ¿dónde está mi querido profesor Lupin?

—Me temo que ha sufrido una recaída —dijo Dumbledore, animando a todos a que se sirvieran—. Es una pena que haya ocurrido el día de Navidad.

—Pero seguro que ya lo sabías, Sybill —dijo la profesora McGonagall, enarcando las cejas.

La profesora Trelawney dirigió una mirada gélida a la profesora McGonagall.

—Por supuesto que lo sabía, Minerva —dijo en voz baja—. Pero no quiero alardear de saberlo todo. A menudo obro como si no estuviera en posesión del ojo interior, para no poner nerviosos a los demás.

—Eso explica muchas cosas —respondió la profesora McGonagall.

La profesora Trelawney elevó la voz:

—Si te interesa saberlo, he visto que el profesor Lupin nos dejará pronto. Él mismo parece comprender que le queda poco tiempo. Cuando me ofrecí a ver su destino en la bola de cristal, huyó.

—Me lo imagino.

—Dudo —observó Dumbledore, con una voz alegre pero fuerte que puso fin a la conversación entre las profesoras McGonagall y Trelawney— que el profesor Lupin esté en peligro inminente. Severus, ¿has vuelto a hacerle la poción?

—Sí, señor director —dijo Snape.

—Bien —dijo Dumbledore—. Entonces se levantará y dará una vuelta por ahí en cualquier momento. Derek, ¿has probado los chorizos? Son excelentes.

El muchacho de primer curso enrojeció intensamente porque Dumbledore se había dirigido directamente a él, y cogió la fuente de chorizos con manos temblorosas.

La profesora Trelawney se comportó casi con normalidad hasta que, dos horas después, terminó la comida. Atiborrados con el banquete y tocados con los gorros que habían salido de los cohetes sorpresa, Ara se levantó de la mesa y Harry y Ron la imitaron, y Trelawney dio un grito.

—¡Queridos míos! ¿Quién de los tres se ha levantado primero? ¿Quién? ¿Fue usted, señorita Black?

—Eh. . . —dijo Ron, mirando a Harry y Ara con inquietud.

—Sí, ¿y qué? —Ara contuvo el impulso de poner los ojos en blanco.

—Dudo que haya mucha diferencia —dijo la profesora McGonagall fríamente—. A menos que un loco con un hacha esté esperando en la puerta para matar al primero que salga al vestíbulo.

Ara soltó una sonora carcajada e incluso Ron se rió. La profesora Trewlaney parecía sumamente ofendida.

—¿Vienes? —dijo Harry a Hermione.

—No —contestó Hermione—. Tengo que hablar con la profesora McGonagall.

—Probablemente para saber si puede darnos más clases —bostezó Ron mientras iban al vestíbulo, donde no había ningún loco con un hacha.

Cuando llegaron al agujero del cuadro, se encontraron a sir Cadogan celebrando la Navidad con un par de monjes, antiguos directores de Hogwarts, y con su robusto caballo. Se levantó la visera de la celada y les ofreció un brindis con una jarra de hidromiel.

—¡Felices, hip, Pascuas! ¿La contraseña?

—«Vil bellaco» —dijo Ara.

—¡Lo mismo que vos, milady! —exclamó sir Cadogan, al mismo tiempo que el cuadro se abría hacia delante para dejarles paso.

Harry fue directamente al dormitorio, agarró la Saeta de Fuego y volvió a bajar. Ara sólo tomó el libro que Hermione le había regalado y comenzó a leer. Harry y Ron se limitaron a sentarse y a admirar la Saeta de Fuego desde cada ángulo hasta que el agujero del retrato se abrió y Hermione apareció acompañada por la profesora McGonagall.

Ara, Harry y Ron miraron a la profesora, sólo la habían visto una vez en la sala común. Harry y Ron sostenían la Saeta de Fuego mientras tenían los ojos en McGonagall.

Hermione pasó por su lado, se sentó, cogió el primer libro que encontró y ocultó la cara tras él.

—Conque es eso —dijo la profesora McGonagall con los ojos muy abiertos, acercándose a la chimenea y examinando la Saeta de Fuego—. La señorita Granger me acaba de decir que os han enviado una escoba, Potter, Black.

Ara, Harry y Ron se volvieron hacia Hermione. Podían verle la frente colorada por encima del libro, que estaba del revés.

—¿Puedo? —pidió la profesora McGonagall. Pero no aguardó a la respuesta y les quitó de las manos la Saeta de Fuego. La examinó detenidamente, de un extremo a otro—. Humm... ¿y no venían con ninguna nota, Potter? ¿Black? ¿Ninguna tarjeta? ¿Ningún mensaje de ningún tipo?

—Nada —respondió Harry, como si no comprendiera.

—Vinieron a nosotros tal cual —dijo Ara, levantándose y poniéndose al lado de Harry.

—Ya veo. . . —dijo la profesora McGonagall—. Me temo que me las tendré que llevar. ¿Le importaría traer la suya, Black?

Ara suspiró sonoramente, y fue a buscar su Saeta de Fuego con fastidio, pero sabía por qué McGonagall necesitaba llevárselas, podían haber venido de cualquier parte, tener un maleficio o maldición.

—¿Por qué has ido corriendo a la profesora McGonagall?

Hermione dejó el libro a un lado. Seguía con la cara colorada. Pero se levantó y se enfrentó a Ron con actitud desafiante:

—Porque pensé (y la profesora McGonagall está de acuerdo conmigo) que esas escobas podía habérselas enviado Sirius Black.


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