15. Amar las heridas

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Antes de la lección de latín, abordó a Yasmina para preguntarle cómo lograba sacar nueve en historia.

—No es así cómo tienes que organizarlo en el examen —le dijo la muchacha, que sacó sus apuntes de dentro de su libro de historia y se los mostró—. Divídelo en tres secciones: antecedentes, desarrollo y consecuencias. Si te da tiempo, haz una línea temporal.

Cuando Dave entendió que había estado trabajando más de lo necesario, bufó.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Tuve a Suárez en primero de la ESO —le respondió Yasmina—. No esperes un diez porque dice que el diez es la perfección, y la perfección no existe. Confórmate con un nueve.

Si sacaba un nueve después del cuatro con dos que recibió en su último examen no finalizado, estaría eternamente agradecido con Yasmina.

A veces, de regreso a casa, le pedía a su padre que se detuviera en alguna tienda donde comprar dos euros de flores, o un paquete de Oreos.

—Para ti y para Lauren —le decía a Jill, dejando dos rosas blancas en el jarrón que había en su dormitorio, sobre la mesita de noche de la chica.

Jill le sonreía. Pasaba las mañanas viendo clases de su Bachillerato en línea en su laptop, cruzada de piernas en la cama, en pijama, con Lauren al lado. Le decía a Dave lo cansada que se encontraba y él era quien se encargaba de bañar, acunar o alimentar a la bebé.

El chico había descubierto que si se ponía una camiseta de Jill sobre el hombro, Lauren dejaba de llorar y se dormía en sus brazos.

—¿Ya has comido? —le preguntó a Jill una tarde, cuando su padre lo dejó en casa antes de marcharse a su patrulla.

—A la una —respondió ella, que quitó la vista de la pantalla del portátil; el chico, con una enorme chaqueta de cuadros sobre la camiseta negra, con su gorro de invierno en la cabeza, apoyaba a Lauren contra su pecho, sentada en sus manos—. Pero te acompaño.

—Puedo comer solo.

—No me molesta bajar.

Dave se rindió. No discutiría con ella, porque sabía lo importante que era para Jill comer juntos. Su familia siempre lo había hecho. Él, que se había acostumbrado gracias a su padre, no perdería el hábito.

—¿Vas a ir al gimnasio hoy? —inquirió Jill, sentada a la derecha de Dave, acunando a Lauren sobre el antebrazo izquierdo.

—No creo —murmuró él—. Tengo que estudiar. Y no quiero dejarte sola con Lauren.

—Por una hora, no pasa nada.

—No has estado durmiendo bien por Lau y quiero que descanses. —Dave bajó la cuchara—. Aparte, entreno en clase de gimnasia. Ya hemos terminado el material de clase, así que tenemos hora libre. Raúl y Omar me están entrenando. Es divertido.

Por fin sabía lo que era una amistad sana con otro chico, uno al que admiraba por su inteligencia y su carácter, y su habilidad de hacer reír a los demás, aunque tuviera problemas de ira.

Los ideales de Raúl eran contrarios a los de la mayoría y Dave se identificaba porque, en aquella pequeña ciudad, ninguno de los dos encajaba.

El mundo no estaba preparado para ellos.

・❥・

—¿Sabías que Estados Unidos controla el cambio climático con un proyecto secreto que se llama HAARP?

Dave elevó los ojos hacia Raúl, que se había parado frente a su escritorio en el aula, a las ocho y cuarto de la mañana, para explicarle entusiasmado que esas instalaciones en Estados Unidos decían estudiar la ionosfera pero en realidad manipulaban las nubes y la lluvia.

—Quieren destruir Rusia —le advirtió, pero con su sonrisa ilusionada, a Dave le costaba creerle—, porque aumenta temperaturas localizadas. Es un arma de guerra. Así pueden causar sequías y tsunamis... Es una teoría, pero tengo evidencia.

—Yo tengo un examen.

—¿No quieres oír la evidencia?

—Quiero aprobar, tío.

—Luego se lo voy a contar a Palau. A lo mejor me deja poner vídeos.

Dave regresó la mirada a su libreta de historia. Había organizado sus apuntes tal y como Yasmina le enseñó y, pese a la ansiedad que le producía, esperaba más de un seis.

La noche anterior, Ángel había llegado a las once de la noche de su patrulla para descubrir que Dave necesitaba hablar con él.

Primero, Ángel se quejó de la hora y del hambre, pero una vez se duchó y cenó, se derrumbó en el sofá de la sala, frente al que ocupaba Dave.

—Oí que ya salió la sentencia —susurró el chico; se crujía los nudillos por la ansiedad, pues delante de su padre, no se mordía los dedos— de... mi padrastro.

Ángel clavó su pupila vacía en la del muchacho. No había nada que lo enervara más que oír a Dave referirse a Egea como su padrastro.

—Un padrastro no se comporta como él —habló, tan ronco que tuvo que tragar con fuerza para humedecerse la garganta—: así se comportan los monstruos. Y sí, yo también y no estoy contento.

Dave, que hasta entonces había sentido los pulmones comprimidos por la falta de aire, recordó respirar.

—No sabía que tres años era lo máximo.

—Es preferible a seis meses —se resignó—. Por lo menos tiene una orden de alejamiento contra ti, y te debe una indemnización por daños y perjuicios. Valencias, Llorente y Santos también, además de la indemnización por daños emocionales.

—No me interesa el dinero.

Dave se acarició las heridas alrededor de las uñas. Cada vez que veía la carne viva, roja, se regañaba mentalmente por haberse lastimado.

—Solo los quiero lejos de mí, de Jill, de Lauren —masculló entre dientes—. Espero nunca volverlos a ver.

Luego se hizo el silencio, como si alguien hubiese muerto.

Su padre, que no le forzaría a pensar algo distinto, le preguntó cómo había estado durmiendo y Dave admitió que era de lo más extraño compartir cama con una chica.

—Jill se despierta a cada rato —resopló—. Remete las sábanas y no me deja dormir. Le da frío, y después calor, y está constantemente pendiente de Lauren. El pediatra le dijo que la alimentase cada tantas horas y le obsesiona seguir las instrucciones al pie de la letra.

—Eso es bueno.

—Pero no puedo dormir —repitió Dave, fastidiado; la ansiedad lo consumía, y se notaba en cómo sacudía la rodilla. Sopló para calmarse—. Y... tengo mucho miedo.

No fue hasta que lo admitió que su padre inclinó la cabeza y, echándose hacia delante, apoyó los antebrazos sobre las rodillas.

—¿De qué?

Dave ya se había arrancado a mordiscos la costra casi inexistente antes; ahora jugaba a morderse la piel interna del labio inferior hasta saborear la sangre metálica.

—¿Y si no soy suficiente para Jill?

Hundía sus ojos aguados en los de su padre. Brillaban, rojizos, luchando por no desbordarse. Odiaba su sensibilidad.

—Hijo...

—Hablo en serio, papá —lo interrumpió Dave, desesperado—. No sé hacer nada. No sé cocinar, ni administrar un presupuesto, ni conducir, ni cuidar de un bebé... ¿Cómo voy a llevar una casa?

—Lo haréis juntos. Y yo te enseñaré todas las cosas.

La calmada voz de su padre movía las montañas que veía delante de sí. Dave se limpió la nariz.

—¿De verdad?

—Voy a enseñarte a conducir, a cocinar... a hacer todo lo que quieras aprender, mi alma. Tenemos tiempo.

Dave, sorbiéndose la nariz como si estuviera resfriado, se recostó aliviado contra el respaldo. Ya no se sentía solo.

—Hay algo más —confesó a media voz.

—¿Qué?

Dave entreabría los labios para respirar mejor. Se revisó los dedos alargados, pálidos, con heridas despellejadas alrededor de las uñas, y suspiró profundamente. De nuevo los latidos le destrozaban la caja torácica.

—¿Cómo sé si es del tamaño correcto?

Ángel frunció el ceño.

—¿El qué?

Dave chistó.

—¿Tú qué crees?

Lo miraba enojado, como si tuviera la culpa de no adivinar sus pensamientos. Así que Ángel dedujo rápidamente a qué se refería, porque se frotó la frente y suspiró, mentalizádose para la charla que siempre deseó que nunca ocurriese.

—Lo es —murmuró.

—¿Cómo lo sabes? —protestó Dave, escéptico—. ¿Y si Jill piensa que es demasiado pequeña?

—Tienes diecisiete años, Dios santo —lo cortó su padre—. No pienses en eso hasta que seas mayor de edad. A ella deberías gustarle como eres. Además, lo dices como si fuera microscópico y eso es imposible porque eres normal: tienes una altura normal, un cuerpo proporcionado... Saliste igual a mí, así que también debes tener el cuerpo de un dios.

—Álvaro me dijo una vez que era pequeña.

Los ojos castaños de su padre se hundieron en los de él, pesados, y Dave sintió que se le saldría el corazón por la boca de tanto que rebotaba entre sus costillas.

—¿El chico que veía pornografía?

Dave se humedeció los labios por los nervios antes de afirmar con la cabeza. Su padre resopló.

—Entonces es normal —concluyó, y de pronto, frunció el ceño—. ¿Por qué te dijo...?

—Fue en el baño, papá —repuso Dave antes de que supusiera cosas incorrectas—. Supongo que... es normal... mirar a los demás.

Su padre alzó una ceja, escéptico. Ni siquiera Dave se lo creía.

Nadie hace eso. En los baños no se mira más que a uno mismo. De lo contrario, es acoso sexual.

—Claro que no, no me hizo nada. Aparte, dejé de ir al baño con ellos. Cálmate.

Ángel volvió a pasarse la mano por el corto cabello castaño. En ese momento, se dio cuenta del riesgo en que había puesto a Dave desde el día en que salió de esa casa.

—No he sabido cuidarte.

—Da igual.

—¿Eres consciente de las cosas que te han pasado por mi culpa? —le preguntó de repente, tan molesto que Dave encorvó la espalda, intimidado; los ojos de su padre relampagueaban—. No supe cuidarte. Eras un niño, ¿cómo ibas a saber qué amigos elegir?

—Deja de culparte —se enojó Dave también—. Sí, has hecho muchas cosas mal, pero... Joder, ya no. Me has defendido, papá, me tratas bien. Me has enseñado lo que nadie se había preocupado de enseñarme. No tengo nada contra ti.

Ángel no dijo nada. Tan solo lo miró, preguntándose qué tantas cosas habrían salido mal de no haber rescatado a Dave a tiempo, y se odió tanto que le avisó que se iría a dormir.

—Pero papá...

—Necesito descansar, Dave —le cortó, firme, y el chico se calló—. De verdad.

・❥・

Debían de ser las cuatro de la mañana y el único sitio vacío en Comisaría era la oficina de la máquina de café. Hacía escasos minutos, Ángel llegó de una operación donde se encontró con Natalia Carreón.

Sin embargo, abandonó al grupo en cuanto tuvo los informes en mano con la excusa de completarlos de inmediato.

Le urgían cinco minutos a solas.

Así que se encerró en las oficinas de la máquina de café, donde nadie trabajaba a esa hora, y se sirvió el primer café de la madrugada.

En trance, fijó la mirada en la espuma que circulaba por el líquido negro, bajo los tubos de luz fluorescentes prendidos; la puerta amortiguaba la voz de sus compañeros en la habitación contigua. Habían comprado pizzas tras la larguísima y pesada operación.

Hasta que la clavija crujió.

—¡Ángel! ¿No vienes?

Era Natalia.

Ángel se incorporó, pues se había apoyado contra una de las mesas, de espaldas a ella, y se limpió la cara.

—Voy. Dame un momento.

—¿Estás bien?

—Sí.

—No mientas.

Ángel parpadeó para ahuyentar las lágrimas, pero no servía de nada. Se le habían enrojecido los ojos y daba igual cuán profundo respirase: no lograba serenarse.

—¿Cómo lo sabes? —musitó, y escuchó a Natalia cerrar la puerta.

—Te conozco. ¿Qué pasa?

Se había acercado lo suficiente como para intimidarlo, y a él nada lo intimidaba.

Ángel se dio la vuelta por fin, revelando los hilos de lágrimas secas en sus mejillas, y a Natalia se le secó la garganta.

Ángel nunca lloraba. Nadie lo había visto llorar nunca, ni siquiera su ex-esposa, y sin embargo, parecía haberse rendido. Estaba demasiado cansado como para fingir que no.

—¿Es por lo que acaba de pasar? —inquirió, refiriéndose a la operación, aunque le extrañaba—. Todos lo hicimos bien, Ángel. Buscaremos ayuda para los niños y...

—No es eso.

Ángel apartó la mirada. Se aferraba con todas sus fuerzas al borde de la mesa donde se apoyaba, hasta palidecer sus nudillos; Natalia, que se preocupó porque conocía su historial de depresión, procedió a deshacerse la coleta tirante. Le dolía la coronilla.

—¿Entonces? —preguntó, en voz baja, y por primera vez en toda su vida, se atrevió a estirar el brazo y borrarle de la mejilla el rastro de lágrimas—. ¿Es tu hijo?

Ángel la miró. Solo ella memorizaba cada uno de sus gestos y muecas, la única capaz de leerle la mente como un libro abierto. Cuando no quedaba nadie alrededor, ella lo escuchaba. Nunca había tenido una mejor amiga hasta que la conoció, hacía cuatro años, ni creyó que una conexión así existiera con nadie.

—Sí. —Volvió a humedecerse los labios cuarteados. Respiró hasta inundarse los pulmones de oxígeno y se limpió la nariz—. No me había dado cuenta de cuánto daño le he hecho.

—¿Tú? —Natalia se sentó a su lado, sobre la mesa de oficina, sin apartar la mirada del hombre rubio a su lado—. No le has hecho daño, Ángel.

—Me fui de esa casa —replicó, volviendo la cara hacia ella— y nunca volví.

—Tu ex te amenazó.

—Debí haber luchado.

—Te habrían arrestado solo por el falso testimonio de ella. Estarías en la cárcel o en juicios. Lo habrías perdido todo —repuso Natalia—. No te puedes culpar por algo que pasó y se hizo mal.

—Los dos lo hicimos mal. Pero mis hijos... —Jadeaba al hablar, sin aire—. ¿Sabes lo altas que son las estadísticas de crímenes por culpa de un padre ausente? ¿Los embarazos adolescentes, los robos, los abusos? Dejé a mis hijos sin alguien que los defendiera.

—Su madre también era responsable.

—Mi hijo ha estado al borde de ser una estadística más. De hecho, lo es.

—No lo es, lo has sacado de ese infierno. No es un número ni un dato más. Es tu hijo, es un guerrero. Tú mismo lo dijiste.

—¿Y por qué me siento tan culpable?

Veía las lágrimas deslizarse cristalinas de los ojos resplandecientes de Ángel. La falta de costumbre la incomodaba, de modo que apoyó las manos en sus rodillas, suspiró y admitió no saberlo.

Él suspiró hondo. Se moría por romper a llorar como un niño, pero se controlaría.

—No me lo voy a perdonar nunca.

Natalia alzó la cabeza.

—Si ni siquiera tu hijo te lo reclama —protestó—, tampoco deberías hacerlo tú.

—Justo ahora me siento el peor padre del mundo.

Entonces ella se enojó contra él, más por su actitud que por lo que decía.

—Ángel, siempre estás hablando de cómo tu Dios perdona y restaura todo —espetó, indignada—, excepto tu pasado. Eso es demasiado para Él.

—No he dicho eso. Digo que yo no puedo.

—¿Tú eres más grande que Dios?

Vacío, Ángel la miró a los ojos. Estaban tan cerca el uno del otro que aspiraban el sudor y la humedad de los uniformes fríos. Por una fracción de segundo, se detuvo en sus finos labios, pero regresó a sus ojos. Concentración.

—No.

—Entonces acepta las cosas como pasaron, porque ahora están sucediendo otras nuevas. Hace un año, tu hijo vivía en Jefatura por pelearse con todo el mundo, no sabía expresarse, golpeaba cosas cuando se enojaba, se escapaba. ¿Cuántas veces te han llamado del instituto este año por culpa de tu hijo?

—Ninguna.

—Porque ya no se pelea. Ya no lidia con los problemas a golpes. Ahora dice lo que necesita, pregunta lo que no sabe. ¿Sabes cómo lo hizo? No fue solo la terapia. Fuiste tú. Tú lo has amado, no te acuerdas de lo malo que ha hecho. Haz lo mismo por ti y perdónate de una vez.

Después el silencio reinó entre ellos, pesado, tan denso que, de haber estirado la mano, lo habrían palpado. Ángel se perdió en sus pensamientos; quizás estaba muy cansado, porque normalmente no se presionaba tanto. Los estragos de su depresión hacía cinco años habían dejado secuelas, y era en esas ocasiones donde debía ponerse en pie otra vez.

—¿Te vas a casa? —inquirió Natalia de súbito.

Ángel se sorbió la nariz.

—Supongo —dijo en un hilo de voz, y limpiándose las mejillas de agua, extrajo el móvil del bolsillo del uniforme para revisar la hora—. A las ocho llevo a Dave al instituto.

Natalia observó la oficina en circunspección, recorriendo cada esquina con la mirada, hasta Ángel. Desde su cabello rubio oscuro, pasando por las rectas cejas fruncidas por la confusión, y los ojos castaños, aunque solo se detuvo un segundo en sus labios, era el agente más atractivo que hubiese visto.

Quiso decir algo, pero no supo cómo, así que cerró la boca; Ángel, desconcertado, regresó el móvil a su bolsillo.

—¿Qué pasa? ¿Necesitas algo?

Las expresiones cifradas de ella lo aturdían; él, en cambio, era incapaz de ocultarle nada.

—¿Aceptarías...? —empezó cautelosa, sin saltarse ni una letra—. ¿Aceptarías ir a comer algo? Cenar, más bien, o como quieras.

Ángel arqueó las cejas. Natalia, siempre segura de sí misma y asertiva al hablar, parecía desconcentrarse cada vez que se quedaban un poquito más cerca del otro de lo normal. Al final carraspeó.

—Aceptaría cualquier cosa de ti.

Natalia casi sintió el corazón consumirse en su propio pecho, porque no creyó que Ángel aceptara, mucho menos así. Él siempre se había mostrado respetuoso con ella, sin importar si ella jugaba a molestarlo.

—¿Estás ligando conmigo?

—Por supuesto que no, ¿estás ligando conmigo? —repuso él, que se cruzó de brazos, alzando las cejas de la misma manera.

—No estoy tan desesperada —rebatió Natalia, aleteando las pestañas con inocencia.

—Sería lamentable que lo intentaras.

—Era una simple invitación, agente Vallejo.

—Una demasiado sugerente, agente Carreón.

—Por favor —resopló ella—. Jamás saldría contigo.

—Tampoco yo contigo.

Tres, cuatro, cinco segundos de silencio.

Diez segundos transcurrieron hasta que se miraron de reojo, conscientes de que ambos mentían, y ella fue incapaz de disfrazar la risa.

—¿Aceptas o no?

Ángel, contagiado por su sonrisa, encogió un hombro.

—¿No cenas aquí? —inquirió, señalando la puerta con la cabeza.

—No me gusta la pizza. Damaris iba a llevarme a casa pero...

—Yo te llevo —la interrumpió él; había sacado las llaves del auto del bolsillo por inercia y ahora giraban entre sus dedos—. Es tarde y no se irán hasta las siete, por lo menos. Pero no creo que haya ningún lugar abierto a esta hora.

—Sé cual sí —indicó Natalia, que echó a andar por delante de él; al empujar la puerta de la oficina, la luz del pasillo iluminó la alta y fuerte figura de Ángel—. Voy allí cuando tengo turno de noche porque el auto-servicio siempre está abierto. Es comida japonesa, no sé si te guste.

—Podemos averiguarlo.

・❥・

La profesora de latín y griego cumplió lo prometido: Dave no supo cómo, pero habló con su tutora y se detuvo la oleada de chismes. El interés respecto a su vida desapareció conforme surgía el chisme de que Ainhoa le había sido infiel a su novio. Dave se preguntaba cómo existía un hombre capaz de soportarla.

Supo por Yael que Jesús Barranco, el que inició las burlas respecto a Jill, era un chico de rizos castaños y ojos claros que no se atrevía a sostenerle la mirada cuando se cruzaban por los pasillos.

—Es un cobarde —había farfullado Yael; tenía el cabello más largo que el trimestre anterior, y ahora se lo peinaba hacia un lado, aunque el flequillo casi le rozaba la barbilla.

Dave se encogió de hombros.

—No esperaría más de él.

Habían regresado de las vacaciones de Semana Santa, durante las cuales su padre trabajó de mañana en protección civil, debido a los desfiles, y Dave se quedó en casa con Jill. Los padres de ella los visitaban los domingos; otras veces, cenaban ellos con los suegros de Dave.

Dave le leía un pasaje de la Biblia cada noche a Jill antes de apagar las luces y dormirse, porque no había nada que lo pusiese más nervioso que leer en voz alta. Así se relajaba antes de acostarse al lado de su chica.

Ya había pasado un mes y no lograba a acostumbrarse a dormir junto a una chica.

Lauren, que pesaba ya dos kilos y medio, lloraba cada noche, y Jill se despertaba cada dos o tres horas para alimentarla. A veces bajaba a la sala para no molestar a Dave.

El chico estaba seguro de que su padre oía a Lauren llorar, porque chillaba con la fuerza de un elefante, pero Ángel jamás se quejaba de la niña. Jill también tapaba su cansancio, porque cada vez que él la encontraba llorando de frustración, la chica sonreía y decía que no ocurría nada.

Dave, que aprovechó las vacaciones para ir al gimnasio con Raúl, volvió un miércoles alrededor de las nueve de la noche a casa. Su padre estaba patrullando, por lo que Raúl lo acompañó a la urbanización antes de marcharse a su barrio.

Dave no encendió la luz cuando entró al dormitorio porque supuso que Jill estaría dormida. A oscuras, se quitó las deportivas, el pantalón de chándal y la ajustada camiseta negra, y los lanzó al cesto de ropa sucia detrás de la puerta corrediza del armario. Tres segundos después de haber salido al pasillo, escuchó a Lauren llorar.

Se encerró en el baño y abrió la llave de la ducha.

No quería lidiar con la niña, no quería cargarla. Se sentía horrible por dejar a Jill sola, pero él también necesitaba un descanso. Llevaba días sin dormir.

Mientras se enjabonaba el cabello, se preguntó si Jill habría cenado. Aunque había aprendido a cocinar durante Semana Santa, no sabía si ella se animaría a cocinar para sí misma.

La fresca colonia varonil de Dave golpeó a Jill cuando él entró a la habitación a oscuras. La vio sentada, a la orilla de la cama, sacudiendo levemente a Lauren en sus brazos, en pantalón de pijama y una ancha camiseta blanca que, al fijarse, le pertenecía a él.

—¿Cómo te ha ido?

No estaba molesta. Dave bajó la guardia, pues había esperado reclamos por llegar a esa hora, por no consolar a la niña y por entrar en bóxers.

—Bien —murmuró, cohibido—. Voy... a vestirme, creía que estabas durmiendo.

Tensó la mandíbula, asustado porque Jill nunca lo había visto desnudo, ni él a ella, y de repente sentía un incómodo peso sobre los hombros. No sabía si ella se asquearía de su cuerpo, de las cicatrices plateadas en su brazo y su pecho, o de las manchas por antiguos moretones en sus piernas y cadera.

Pero mientras sacaba otros pantalones de pijama del armario, la suave voz de Jill rompió la quietud:

—Has engordado.

A Dave se le heló la sangre. No quiso darse la vuelta por no verle la cara: se limitó a sostener los pantalones de pijama contra sí, rezando porque la oscuridad le impidiese ver su cuerpo dañado. Se preguntó si se refería a su abdomen o sus piernas.

—¿Me dejas verte?

Seguramente no notaba las líneas marrones en su ancha espalda, que le importaban más que los músculos que se marcaban si los contraía. Despacio y avergonzado, se giró.

Y su corazón volvió a latir cuando vio los ojos grises de Jill brillar de ilusión. No se burlaba de él; lo supo por su forma de mirarlo.

—¿Puedo tocarte?

Dave se paralizó. Ella quizá no se daba cuenta de lo incómodo que estaba, o tal vez solo trataba de relajar la atmósfera. Así que se armó de valor y se sentó a su lado.

Jill, pegándose a Lauren al pecho, acarició con una mano el hombro de Dave, hasta apretarle el antebrazo.

—¿No te gusto?

Los ojos castaños de Dave relucían en la tiniebla de la noche. Sentía un asfixiante nudo amarrarle la garganta, y odiaba esa sensación.

—Dave, me encantas.

Su clavícula sobresalía, sus brazos y hombros se habían formado; sin embargo, la vergüenza lo estaba matando tan dolorosamente que solo pudo preguntar en un hilo de voz:

—¿Soy suficiente?

Jill frunció el ceño.

Acomodó el pijama de Lauren antes de ponerse de pie y arrastrarse hasta la cuna de la niña, donde, con mucho cuidado, la recostó, bocabajo, junto a una de sus camisetas que allí yacía hecha una bola.

—Eres mucho más que suficiente, Dave —confesó, girándose hacia él; el chico, al borde de la cama, se crujía los nudillos, sin valor para alzar la mirada—. Cuando te veía en el instituto, por los pasillos, solo soñaba con ser tu novia porque nunca pensé que yo te gustaría. Tengo mucha suerte, ¿no crees?

—Pero... mis heridas...

—Yo también tengo.

—Tú eres preciosa, Jill. Y yo soy horrible.

Jill, que hasta entonces se había mantenido lejos por los nervios de verlo en ropa interior, rindió los hombros.

Dave era el chico más atractivo que jamás hubiese visto; desde que su cuerpo se había tonificado, a ella se le aceleraba el pulso con solo pasear la mirada por su piel desnuda. De repente, alzó los brazos y se quitó la camiseta.

—Jill, ¿qué...?

—Quiero que veas algo.

Su estómago colgaba, flácido; gruesas estrías rojas lo surcaban hasta el pliegue inguinal. También sus pechos habían crecido desde el parto, y aun si Dave no quisiera fijarse, era inevitable. Se le aguó la boca de imaginarla sin el delgado sujetador rosa. No se lo arrancaba del cuerpo porque se moriría de vergüenza.

—Mira.

Se detuvo ante Dave, tan cerca que las rodillas de él rozaban su pantalón de pijama. Estaba seguro de que las mejillas de Jill ardían, porque él no soportaba el calor.

Jill estiró el elástico del pantalón lo suficiente como para revelar las estrías que desaparecían bajo su ropa interior negra.

—Tenía miedo de que me vieras —murmuró, recolocándoselo— por si mi cuerpo te daba asco. Quería esperar a que las heridas desaparecieran para sentirme valiente delante de ti. Tengo llagas por dentro... que me sangraron con el parto, y me tuvieron que coser y...

—Princesa, ya eres valiente.

Dave se había puesto de pie, casi diez centímetros más alto que ella, para sostener el rostro de Jill entre sus manos. Veía sus pupilas bailar en el agua, pero cuando su labio inferior comenzó a temblar, bajó la mirada hacia su boca.

—Tu cuerpo es precioso —le susurró; Jill, luchando por no llorar, presionó la muñeca contra la esquina de su ojo.

—Estoy deforme —masculló, frustrada—. Por eso no quiero que me veas. Parezco un coche chocado.

—Tu vagina es lo que menos me importa —protestó Dave, y ella rodó los ojos al escucharlo—. Ya sé que suena mal, Jill, pero es la verdad. Eres la chica más bonita del mundo.

Jill, al retirar el agua con el lado de la mano, se rio.

—Mentiroso.

—Es verdad.

Sus corazones se habían sincronizado en la penumbra, y Dave se lamió los labios resecos por si lo besaba. Con cuidado alzó los brazos y Jill, tímida, lo abrazó.

Pegar sus torsos le disparó los latidos al muchacho, que se juró que esperaría.

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