30. Si ella se entera

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Después del traslado, Dave ayudó a su padre a instalarse de nuevo en casa. Ahora, subir las escaleras supondría un esfuerzo para él, pero Ángel le dijo que no se preocupara.

—Nati me ayudará —le aseguró.

Pero Dave sabía que él nunca se dejaba ayudar.

Durante las dos semanas que Dave y Jill se quedaron con él, se encargaron de facilitarle la estancia tanto como pudieron. Faltaba una cirugía más, pero Natalia le prometió a Dave que iría con él a Málaga y regresarían juntos.

El fin de semana antes de irse, estando en la ciudad, visitaron a los padres de Jill.

Dave saludó a Gabriel como si se tratase de su propio padre, quien también estrujó en sus brazos a Lauren. Jill, en cambio, se refugió en la cocina con su madre.

Si no desahogaba sus sentimientos, perdería el juicio.

—Lau ha empezado a hacer preguntas —le dijo a su madre en voz baja; nerviosa, se acomodó un mechón canela tras la oreja—. Dave las evita, pero cuando él no está y me pregunta a mí... No sé qué decirle. ¿No debería saber nada nunca?

Lauren sospechaba, Jill lo sentía.

La mañana después de cumplir doce años, Lauren se había presentado a las siete y media en la cocina, con su falda de tablas y la camisa blanca del uniforme colegial remetida, trenzado el cabello, y mordió una manzana para desayunar.

—¿Me tuvisteis a los quince años?

Tanto Jill como Dave la miraron, aunque ella con más inquietud. Luego se giró a Dave, que trataba de abrocharse el cinturón policial, mirando a Lauren de reojo. Se le arrugaba la frente al hacerlo.

—Desayuna, vamos tarde —exigió con falsa indignación.

—Eres tú el que no termina de vestirse —protestó Lauren, masticando con la boca abierta; hizo una mueca de asco—. ¿Tienes que hacerlo en la cocina?

—Agarra tu mochila, insolente.

—¿Pero me tuvisteis a los quince? —insistió Lauren, saliendo de la cocina detrás de él, porque la llevaría en coche al instituto—. ¿Eso era legal en vuestros tiempos? ¿O eras un pervertido?

Jill escuchó a Dave quejarse de que hacía demasiadas preguntas, llamándola sinvergüenza. Entonces pudo respirar hondo.

Funcionaría un tiempo, pero un día Lauren buscaría sus propias respuestas de no cedérselas ellos.

Jill temía que ese día llegara.

Culminado el relato, su madre, que se había cortado el pelo hacia un lado, rozando las largas pestañas alrededor de sus ojos pintados, inclinó la cabeza.

—¿Por qué querrías contárselo? —inquirió.

Jill encogió los hombros.

—Para que confíe en mí.

Ella, que nunca había sido cercana con su propia madre hasta el episodio más trágico de su vida, quería algo diferente para Lauren. Su hija siempre le había tenido confianza porque pasaban mucho tiempo juntas: le hablaba del instituto, de sus miedos, de los chicos que le gustaban y de sus amigas.

El problema surgía cuando hacía preguntas personales, pues Jill no sabía hasta qué punto era conveniente ser honesta.

La noche antes del vuelo, mientras Dave discutía medio en broma con Lauren en el piso superior sobre la importancia de bañarse a diario, Jill se sentó frente a Ángel en la cocina.

Ángel la miró por reflejo, porque pensó que subiría con Dave a dormir. La vio acomodarse un mechón de cabello tras la oreja, sin saber comenzar, y frunció el ceño.

—¿Pasa algo?

Cuando Jill lo miró a los profundos ojos castaños, le dio la impresión de que había vuelto al pasado, a los mismos asientos que ocupaban cuando solo vivían ellos dos en esa casa y una pequeña Lauren corría por los pasillos.

La chica apretó las manos unidas entre los muslos.

—Quería disculparme —inició— porque no fui muy amable contigo cuando tú me dejaste vivir aquí y...

—Eh.

Las brillantes pupilas de Jill tintinearon al encarar su mirada.

Ángel había sonado tan firme que no se atrevió a replicar.

—Fue un tiempo muy estresante para ti —le dijo— y te entiendo perfectamente. No debería preocuparte. Yo... siento no haber sabido hacértelo más cómodo.

Nerviosa, Jill se acarició un brazo. Notaba que, pese a no estar acostumbrado a disculparse, lo decía de corazón.

—No, yo... Yo lo siento —repitió; luego sacudió la cabeza—. Perdón, estoy cansada.

—Yo también.

—¿Tienes un momento para hablar o prefieres descansar?

—Siempre tengo un momento para ti.

Entonces Jill le confesó que estaba perdida:

—Lau no confía en nuestras explicaciones cuando nos cuestiona, pero es nuestra culpa. Dave nunca le ha contado nada de su vida y yo me he saltado demasiadas partes.

Le relató que una noche, estando Dave en el sofá de la sala, Lauren se paró frente a él con un bolígrafo para tatuajes que su abuela le había regalado y le preguntó si podía dibujar en su piel.

Dave, apoyados los antebrazos en las rodillas mientras escribía en su móvil, la miró bajo las cejas. La estrella dorada resplandecía sobre su musculosa gris.

—Si me tapas las cicatrices, sí.

No sería la primera vez, pero Dave rara vez usaba musculosas, así que Lauren aprovecharía la ocasión. De hecho, no estaba acostumbrada a ver sus brazos expuestos.

—Las puedo unir —sugirió— y hacer una constelación. Sagitario, por ejemplo. ¿Qué signo eres?

—Sabes que no creo en eso, nena.

Lauren ya se había arrodillado en el sofá, a su lado, mientras Dave continuaba escribiéndole a su padre; la niña bajó el grueso tirante a la mitad de su hombro y luego deslizó la fría punta del bolígrafo por su clavícula.

—¿Por qué tienes tantos cortes?

A Dave se le congeló el alma.

Parecían más bien costuras blancas que sobresalían. Aunque nunca lo hubiesen hablado, estaba convencido de que Lauren sabía de la existencia de las autolesiones, por lo que le sorprendió que no lo dedujese.

—Recuerdos de mi vida pasada.

—¿Mamá te araña?

Dave quiso morirse.

—Claro que no, insolente. No digas tonterías.

—Mamá me dijo que te preguntara —se defendió Lauren—. Por cierto, papá, ¿cuántos años tienes?

—Veintiocho.

—¿Entonces me tuvisteis a los quince?

Era una discusión en círculos, un callejón sin salida. Cansado, Dave resopló, echándose atrás contra el sofá, y le pidió que se fuera a dormir.

—¡Quiero saberlo! —lloriqueó ella, mirándolo—. Les pregunté a mis amigas y todos sus padres tienen cuarenta o más. ¿Y por qué yo no puedo tener novio si tú ya me tenías a mí?

—Precisamente por eso.

—Creía que era ilegal casarse siendo menor de edad.

—Yo también. Vete a la cama, Lau.

—No he acabado mi dibujo.

Ángel escuchó pacientemente todo el razonamiento de Jill hasta que acabó, sin despegar de ella su mirada café.

—¿Deberíamos decirle la verdad? —inquirió la chica a media voz.

Ángel, que apenas parpadeaba, apoyada la barbilla en su puño, tomó aire y musitó:

—Conocer la verdad te hace libre.

Vio la expresión de Jill colapsar.

Ella, que había pensado que le diría algo más útil, solo se confundió más. Se le anudó la garganta y se preguntó si insistir sería contraproducente. Ya estaba dando todo por perdido cuando lo oyó llamarla por su nombre.

Alzó la cabeza: de nuevo, esa sensación le hundió el estómago, como si él pudiera leerle el alma.

—Haz la siguiente cosa correcta y confía en Dios —le dijo—. Y cuídate, princesa.

Jill y Dave no tocaron el tema hasta regresar a casa. Una mañana, después de que Dave dejase a Lauren frente a la puerta del instituto, volvió al apartamento con el tiempo justo de cambiarse de ropa.

—Navas me acaba de llamar —le dijo a Jill mientras remetía el polo del uniforme en el pantalón azul marino; se refería a su inspector—. Me necesita en el turno de mañana.

—¿No te da tiempo a desayunar?

Dave negó con la cabeza.

Rutina.

Jill ya no se decepcionaba tanto como el primer año de servicio de Dave, pero en aquella ocasión, resopló con fastidio. Al oírla, él se volvió, un tanto alarmado.

—Esta noche pide pizza —le sugirió al instante—. Haré lo posible por llegar antes de las nueve.

—¿Deberíamos contarle a Lauren la verdad?

Él, que se estaba acomodando las ajustadas mangas a los hombros, agarró el cinturón de la cómoda y se rodeó la cadera.

—¿Cuál verdad?

—Toda.

Por fin la miró, frunciendo el ceño.

—¿Quieres?

—Quiero saber si es buena idea —murmuró Jill, sentada a la orilla de la cama—. Tu padre dice que la verdad te hace libre y la orientadora nos pidió que confiáramos en Lau.

—Sí —replicó Dave—, si fuera suficientemente madura para manejar la verdad.

—Madurará con la experiencia, Dave.

Él se encogió de hombros.

—O cuando deje de pensar en ella. Una persona madura es capaz de ver más allá, a las demás personas. No sé cómo pasará eso, pero no creo que contarle mi vida cambie la suya. Yo no puedo cambiar a nadie.

・❥・

—¿Has visto mi cadera, papá?

—¿Puedes decirle que es perfecta, Dave?

Dave resopló y se frotó la frente sudada.

De repente el uniforme parecía una pesada armadura, la pistola empujaba hacia abajo, amenazando con resbalarse, el cuero de las botas era plomo en sus pies y la mochila se le incrustaba en la espalda.

Acababa de entrar a la sala y ya moría por acurrucarse en su cama.

—Tienes una cadera normal...

Lauren se volvió de golpe a él:

—¿Normal? ¡Estoy llena de grasa! ¡Y es imposible adelgazar si solo me mandáis pan para desayunar!

Dave se pasó una mano por la cara.

—He dicho que es normal.

—¡Estoy gorda!

—¡Cállate! —gritó, y la niña palideció como si hubiese visto un fantasma—. No estás gorda, así que no vuelvas a decirlo. Y cuando tu madre te hable, sé humilde y cállate. Nunca más levantes la voz a esta hora, ¿queda claro?

Chistando, Lauren se marchó enojada de la sala, en dirección al pasillo; Jill, pese a que separó los labios, no dijo nada.

Resoplando, Dave había soltado la mochila para a continuación derrumbarse en el sofá. Le latía la cabeza como si se la estuviesen taladrando.

—Lo siento, rey —oyó a Jill murmurar—. Es que Lau no comió en el recreo ni quiso cenar, y me está preocupando.

Dave alzó la cabeza, a punto de pedirle que se fuera, pero su estómago rugió y ella lo escuchó. Jill vio los labios rojos de Dave, entreabiertos, y sus ojos castaños arrasados en lágrimas.

No estaba bien.

—¿De dónde has sacado eso? —cuestionó él.

Confundida, Jill se sentó a su lado para desabrocharle los primeros botones de la camisa.

—¿El qué?

—Lo de rey.

Ya le había llamado así varias veces; no podía tratarse de un error. Jill se encogió de hombros.

—Si no te gusta, puedo dejar de decirlo.

Dave negó con la cabeza.

—Álvaro me llamaba así.

Ella no dijo nada, pero a él le dio la impresión de que había dejado de respirar al oír ese nombre.

No obstante, Jill procedió a retirarle el cinturón. Aprovechaba esas ocasiones para memorizar cada línea y arruga de su ropa, y las marcas en su piel: atesoró las costras secas en sus dedos y las rozaduras que el anillo de matrimonio le producía por el sudor.

Dave siempre sería su obra de arte favorita.

—Lo siento, no quería...

—No, Jill, me gusta. —Entonces Jill se dio cuenta de que carraspeaba con algo de humedad, como si estuviese resfriado—. Es decir, no pensé que me gustaría volverlo a oír... pero suena bonito de alguien que me quiere.

Largó un pesado suspiro. Le hervían los labios; la garganta, bajo su oído derecho, ardía.

—Se me ocurrió porque tú me llamas princesa —confesó Jill.

Dave no se inmutó: no la miraba para no llorar. Ya casi no recordaba la voz de Álvaro, así que soñaría con la de Jill para siempre.

Sin darle importancia a su frivolidad, Jill se puso de pie y entró a la cocina para servirle un analgésico con un vaso de agua. Sin embargo, decidió también hacerle un sándwich de crema de cacahuete, porque él se irritaba cuando no comía.

Pensaba llevárselo a la sala cuando lo escuchó arrastrarse a la cocina sin fuerzas.

—¿Cómo te ha ido? —le preguntó Jill.

Dave bufó.

—Fatal —dijo—. A veces me da asco la gente.

Exhausto, se dejó caer ante la mesa blanca.

—¿Qué ha pasado?

Dave había clavado los codos en la mesa; se acariciaba las hebras rubias de cabello con tal de calmarse, pero no servía de nada, por lo que agarró el vaso de agua.

—Detuvimos a un chico de veinte años —murmuró; sus uñas cortas recorrían lo largo del cristal—. Encerraba a su hermano menor en el baño para forzarle comida en la garganta. Y no cualquier comida, sino que hacía mezclas asquerosas y... Nunca había visto algo tan repulsivo en mi vida.

Sintió violentas arcadas cuando rompió la manija de la puerta de varias patadas y vio al niño de once años sentado en el retrete, desnudo y sucio, con el cuello irritado, rodeado de restos de comida.

El baño apestaba a leche rancia y mayonesa agria, tanto que Dave tuvo que salir para no vomitar.

—¿Y sus padres?

—Están separados, y el mayor no dejaba entrar a su madre a ese baño —explicó—. Lo tenía bajo candado y cadenas. Además, su madre tuvo, o tiene, un problema con el alcohol, porque el hijo mayor tiene una deformidad; y el pequeño, cierto grado de autismo. Le he prometido a ese niño que voy a pagarle la terapia. Te juro que si me hubiesen hecho eso a mí, me habría suicidado.

Se apretó la frente contra el puño. Tenía un nudo amarrado en la garganta que le impedía llorar.

Había sacado al niño menor del baño, tan delgado que se contaban sus costillas; le limpió la boca con una toalla que colgaba junto al lavabo y lo acompañó a su cuarto para que se vistiera.

—¿Desde cuándo te hace esto, Alejandro?

—Desde que tenía siete años.

Dave sopló con fuerza. Esperó de espaldas a que el niño le avisara que estaba vestido mientras le explicaba que su hermano lo castigaba porque se "portaba mal". Horrorizado, Dave se giró y le ordenó que jamás repitiera eso.

—No es un castigo, rey, no es normal. No vuelvas a dejar que nadie te humille así.

Alejandro solo alcanzaba a ver sus desafiantes ojos sobre la braga negra de cuello, lo cual Dave agradeció, porque habría visto sus labios enrojecidos.

—Aunque sea más grande que tú, más fuerte, aunque te amenace... no tengas miedo. Díselo a tu madre, llama a la policía. Si tu madre no nos hubiese llamado, esto habría seguido pasando por años, campeón.

No sabía cómo explicarle que podía confiar en él, así que extrajo su libretilla del bolsillo y el bolígrafo lleno de grasa, y en un pedazo de hoja que le entregó luego, anotó su número de teléfono.

—Me llamo Dave —le dijo, hincando una rodilla frente al niño—. Bueno, David. Llámame cuando quieras, yo te ayudo.

Avergonzado, Alejandro recibió el papel de su mano y unas ganas irremediables de abrazarlo se apoderaron de Dave. Así que lo hizo.

Daño permanente.

—Te pagaré una terapia, campeón —le prometió, sin soltar su mano—. Si tu madre no puede llevarte, yo te llevo.

Pero cuando salió del dormitorio con el niño pegado a su costado, protegido por su fuerte brazo, y vio al hermano mayor custodiado por otros dos compañeros, perdió el control.

—¿Dónde está tu humanidad? —le escupió, con asco, y su compañero Ulises lo retuvo para que no le empotrara el puño en la boca—. Es tu hermano, chaval. ¿Cómo eres capaz de...?

Ulises, que lo miró mal, le recordó en voz baja que el muchacho tenía un trastorno mental.

Dave rodó los ojos.

—Sí, se llama psicopatía.

—Él también necesita ayuda, Vallejo —replicó Ulises, enojado.

Ahora que estaba en casa y el coraje había pasado, Dave se sentía culpable.

—También me ha llamado Nati.

De reojo, Jill lo observó despegar los labios sonrojados; armándose de valor, Dave le explicó que su padre tenía artrosis de rodilla.

—Pero es demasiado joven para solicitar una cirugía, así que le están inyectando —murmuró, y se limpió la suciedad de la mejilla con el lado de la mano—. Nati lo ha acompañado a todas sus sesiones de terapia, pero...

Ángel había finalizado ocho semanas de rehabilitación de isométricos y estimulación eléctrica; se excusó con que las escaleras ayudarían a su recuperación, aunque le tomase media hora subirlas, y Dave temía por su salud mental.

—Pero me mata no estar con él.

Jill lo vio cubrirse el rostro con las manos, inhalando despacio para no derrumbarse.

—¿Natalia se quedará con él? —inquirió ella en un suave murmullo.

—Se turnará —respondió— con Urías y otros compañeros, mientras ella se muda. Van a vivir juntos.

Jill, una vez le colocó delante el sándwich, se sentó frente a él.

Dave sudaba; su uniforme apestaba. Antes, a Jill le habría molestado ver la suciedad chorrear desde su frente hasta la barbilla, pero ya no se quejaba.

—He sido muy duro con Lau, ¿verdad?

Jill negó.

—Estás agotado, no te presiones. Luego podéis hablar.

Frustrado, Dave bufó.

—Soy un desastre, mi vida. Me gustaría tanto ser como mi padre, pero da igual cuánto lo intente. No puedo. No sé imitarle.

—Eres más que tu padre, Dave.

Dave ocultó la boca tras el puño, enrojecida su nariz; no la miraba porque no le creía.

—No mientas.

—Sé que la adoras —insistió Jill, inclinada sobre la mesa—, pero eres alguien diferente. A tu edad, tu papá no sabía ni la mitad de cosas que tú sabes hoy. Todo lo que has hecho por mí y por Lau, él no lo hizo por ti hasta que creciste. No intentes ser como él, por favor. Yo no podría estar con alguien como tu padre.

Los ojos castaños de Dave, humedecidos, relampaguearon al clavarse en los suyos. Despuntaban en la oscuridad.

Jill, intimidada de repente, arrastró un mechón de cabello tras la oreja para que no notara su violento sonrojo.

—¿De verdad?

Se sumergía en el océano gris de su mirar. Ella se abrazó a sí misma; la holgada sudadera de color musgo la mantenía cálida.

—Lo que tengo contigo no podría tenerlo con nadie más. Tu forma de ser siempre me encantó.

Y su físico, pero lo omitió.

—Pero soy impulsivo —murmuró él—. No mido lo que digo, y me enojo rápido, y...

—Y de ese hombre estoy enamorada, Dave. Eres la persona menos reemplazable que existe.

Aquella noche, Dave tocó al dormitorio de Lauren dos veces y esperó a que le permitiera entrar. Despacio, cerró la puerta tras de sí; al adentrarse, distinguió a Lauren acostada de cara a la pared, así que supuso que estaba molesta.

—Perdón por gritarte —murmuró.

Lauren gruñó. El colchón se había hundido bajo el peso de él.

—Como sea.

Dave suspiró.

—No estás gorda —dijo; ella chasqueó la lengua—. Lo digo en serio, nena. Tienes un cuerpo normal, proporcionado. Deberías estar orgullosa.

—Tengo las piernas enormes.

—Son perfectas para tu cuerpo.

—A los chicos no les gustan las chicas como yo.

—Los chicos no importan, Lau.

Se inclinó para arrastrarle unos mechones de cabello tras la oreja; ella se acurrucó más.

—¿Podrías, por lo menos, bañarte primero, papá?

Lo decía porque Dave apestaba a sangre y vinagre.

—Cuando hablemos.

—Bien. Te perdono. ¿Contento?

—Señorita, mírame.

A regañadientes, Lauren se sentó, aplastando la manta bajo sus manos, y lo miró. Dave odiaba que la niña frunciese el ceño con todo el asco que se permitía expresar.

—Los chicos no se fijan en ti por la cara que tienes.

Lauren puso los ojos en blanco.

—Déjame en paz.

—¿No crees que si sacaras tu dulzura y dejases la amargura para los que la merecen, tendrías menos problemas para relacionarte?

—Como si fuera fácil.

Dave enarcó las cejas. Quiso echarle en cara que había tenido la misma actitud que ella en la secundaria, pero se controló.

—Hay muchas cosas que no sabes, muñeca.

—Deberías explicármelas.

—No las entenderías.

—Porque nadie me las explica.

Dave bufó.

—Lo has dejado con la orientadora, ¿no?

Lauren torció la boca.

—Mis amigas dicen que es una pérdida de tiempo.

—Tus amigas no te quieren.

Ella chistó.

—No entiendes nada, papá.

—Ve con la orientadora, hija —le instó Dave—; te ayudará a verte de la manera correcta. Da igual cuánto te repita yo que eres preciosa y que así deberías quererte: no me crees. Mientras no me creas, nada cambiará.

—Te creería si dejaras de evitarlo.

Dave echó la cabeza hacia atrás. Entre sus órganos, se retorcía su estómago, pese a haber cenado.

—¿Evitar qué, mi amor?

—¡Todo! —exclamó ella, y se acomodó un ondulado mechón castaño tras la oreja—. ¡Todas mis preguntas las esquivas! Si quieres ocultarlo, miente mejor. Pero no esperes que te crea si no me das respuestas válidas. ¿Por qué mi pa nunca quiere hablar de mi abuela? Ya sé que se divorciaron, pero... ¿Qué pasó con ella? Una vez te oí decir que tenías una hermana. ¿Dónde está? ¿En qué tipo de familia creciste? ¿Dónde está la lógica en todo esto, papá?

La niña hablaba casi con rabia. Así que Dave, respirando hondo, rindió las manos sobre los muslos.

—Otro día tendremos esta charla y responderé todas tus preguntas.

—¿Crees que no soy inteligente?

—Creo que no has madurado —espetó, mirándola a los ojos—. Sé que es difícil tener trece años, pero ser desagradecida o irrespetuosa no va a ayudar en nada. Yo también he vivido muchos años aparentando que ser feliz me molestaba, Lau. Sé de lo que hablo. Y mientras eso no cambie, ni tú ni yo estaremos preparados para hablar.

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