37. Reconstruidos

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El tiempo se marchitaba al igual que se secaban las hojas caducas del paseo hacia el instituto. Las bajas temperaturas helaban las calles. Lauren, con su grueso anorak y la bufanda de cuadros, odiando usar falda y medias de uniforme, esperaba ante el portón del instituto, bajo el cielo cenizo de un lunes invernal de noviembre, en la húmeda acera, antes del amanecer.

Como siempre, llegaba temprano por culpa de sus padres.

No era la única. Había un grupito de tres o cuatro chicas cerca del árbol aparentemente muerto junto al portón del instituto; algunos chicos se habían sentado al bordillo, con las mochilas entre las piernas. Las densas nubes amenazaban con llover; ella rezaba por alcanzar el aula antes de que se descargara la tempestad. Bufó. Le quedaban dos partidos de voleibol antes de finalizar el curso.

En el silencio de la mañana, el rumor de un coche atravesó la carretera.

Y alguien le tocó el hombro.

—¿Qué haces aquí a esta hora?

Elián, con su cabello negro revuelto, sonreía estúpidamente. Ella analizó su chaquetón militar sobre el uniforme y la mochila colgándole de un solo hombro, hundidas las manos en sus bolsillos.

—Mi padre me deja a las siete —explicó.

—¿Cómo está?

Lauren frunció el ceño.

—Bien —contestó, extrañada—, ¿por qué?

—Por la reyerta del sábado.

—¿Estabas allí?

—Hice lo que pude por ayudar, pero terminó pegándome a mí también.

Elián se rio, pero ella ya se había preocupado. Despacio, se giró a él con el corazón agitado para preguntarle qué había ocurrido.

—Les tiraron piedras, pero la poli los disolvió. Ya sabes cómo son.

Lauren asintió. Sabía mejor que nadie que su padre odiaba ir a la plaza los fines de semana.

Si un día su padre no regresaba a casa, si una mañana se reportaba su cuerpo sin vida, perdería la cordura. Al pensarlo, un escalofrío la sacudió.

—Tu padre es un impulsivo y un loco —espetó Elián, y los ojos verdes de Lauren se posaron sobre los cafés del chico—, pero piensa en todo. Oye, sigo esperando tu llamada. ¿Ha pasado algo? Te ves triste.

Veloz, Lauren negó.

—Estoy estresada —susurró.

—¿Por lo de Ro? —inquirió él.

Se refería a la serie de indirectas que su supuesta amiga había subido a las historias de Instagram para acusar a Lauren de interesada, envidiosa y copiona de personalidades. Lauren resopló.

—Julia me pasó capturas —dijo; dentro de los cálidos bolsillos del anorak, apretaba los puños.

Mencionar a Julia, integrante del grupo de amigos de Elián, sirvió para que él empezara a hablar de otras cosas que a ella no le interesaban, como las vacaciones de Navidad y las películas que verían. Pero las mejillas de Lauren tiritaron.

—Laurie, ¿qué pasa?

Los ojos verdes de Lauren se habían empañado. Ya no podía callárselo más.

—Soy la peor hija del mundo.

Elián frunció el ceño.

—No, claro que no.

Dio un paso hacia ella, sacando las manos de los bolsillos, y con torpeza la rodeó en sus brazos, sobre la mochila en la espalda de Lauren. La abrazó, aunque ella no lloró, sino que hundió la boca en el hombro de Elián. Dentro de ella, una catástrofe de sentimientos se revolvía.

—¿Qué harías si tu padre no fuera tu padre?

Al principio él no dijo nada. Ella, que estaba lista para oírlo soltar alguna estupidez sin tomar en serio sus sentimientos, se extrañó cuando lo vio incorporarse, sin quitarle las manos de los brazos.

—¿Qué tiene de malo? —inquirió, confundido—. Los padres de Ro están divorciados. Julia adora a la novia de su padre. Yo tengo el apellido de mi padrastro. Si es buena persona, ¿qué importa?

Lauren parpadeó para deshacer la niebla de entre sus pestañas. Ella no tenía ni idea de que él no tuviera padre.

—¿Sabías que era tu padrastro?

—Sí, le conocí a los seis años. Pero me cae bien. ¿Y qué tiene que ver eso con que seas la peor hija del mundo? Si lo dices porque es poli... Laurie, deja de preocuparte por lo que dicen los demás. Mientras sea trabajo honrado, deberías estar orgullosa. Piensa que es como un superhéroe... pero con sueldo. Por cierto, hace mucho que no te conectas a verme jugar.

Le echó el brazo sobre el cuello, sin dejar de hablar de los ciento catorce espectadores que había en sus transmisiones, pero Lauren ya no le escuchaba. Se dejó arrastrar hacia el jardín del instituto, pues ya habían abierto las puertas principales.

Aquella noche, acurrucada bajo su cobija, lloró.

El odio le pudría el interior: lo notaba. Le dolía la historia, la sentencia, la actitud de su padre. Por eso, había llamado a Ángel después de comer, sin que Jill la escuchara, para contárselo todo. Necesitaba desahogarse con alguien y escuchar que vivir sin perdonar no era malo y sus padres lo habían hecho todo mal.

Pero no sucedió así.

—Nati tiene dos hijos —le dijo Ángel; a través de la línea, su voz sonaba ronca y lejana—. Cuando supieron que nos íbamos a casar, me pusieron un estándar muy alto. Siempre que nos veíamos, se mostraban en guardia.

De hecho, Javier fue el primero que, cuando Ángel lo recibió en su casa, apreció que hubiese cuidado a su madre.

—¿Eso a qué viene, pa?

—A que Nati me dijo hace unos días que el proyecto de su hijo mayor ha fracasado y piensa regresar de Múnich.

Su posición alternaba entre quedarse en el mostrador de Comisaría y patrullar; cuando lo segundo ocurría, Natalia era su compañera por defecto. Una noche, estando parado en el estacionamiento junto al auto, revisaba el itinerario sobre su compañero de turno cuando escuchó pisadas tras de él.

Contempló detenidamente a Natalia bajar la escalera trasera de Comisaría hacia el parking; al verlo, sonrió. Y él no pudo evitar devolverle la sonrisa.

—¿Qué se siente patrullar con tu esposa? —le preguntó ella, que introdujo la llave en el contacto.

Sus ojos índigo destellaban de ilusión.

Ángel sonrió de lado.

—Como patrullar con mi mejor amiga.

Nada había cambiado: la botonera, los indicativos de la radio, el cuero de los asientos, las manijas aseguradas, e incluso las motas de polvo continuaban allí. El aroma a café y vainilla impregnaba cualquier auto donde Ángel entrase: Natalia reconocería su esencia en cualquier lado.

—Te traje café.

Ángel la miró. Natalia le tendió un vaso de cartón y él sonrió sin querer.

Ella sabía mejor que nadie cuánto necesitaba su quinto café del día.

Rondaron la ciudad como cuando eran amigos: Ángel le hablaba de las facturas recientes, creyendo que Natalia le estaba prestando atención, hasta que ella se detuvo ante un semáforo en rojo y lo interrumpió:

—Abel me ha preguntado si conocemos a alguien que le alquile. —Al girar la cabeza, la coleta de cabello cobrizo se le desparramó sobre un hombro—. No puede permitirse un hotel ahora mismo.

—¿Por qué no se queda con nosotros?

No supo si habló sin pensar o si la sorprendió, porque Natalia pestañeó como si hubiese dicho una locura. Pareció quedarse en blanco unos segundos; luego balbuceó debido a los nervios.

—¿En serio?

Los ojos castaños de Ángel pasearon por la silueta curvilínea de ella. Volvió a su rostro.

—Hay un cuarto de invitados.

—¿No te molesta?

Ángel frunció el ceño.

—Es tu casa, preciosa. Tus hijos pueden venir cuando quieran. ¿No harías lo mismo por Dave?

Lo dijo como si fuese evidente; no obstante, Natalia, por alguna razón, había supuesto que no los querría en casa.

A Lauren, que lo escuchaba por teléfono, se le habían secado los ríos de agua en los pómulos. Había dejado de llorar, tratando de descifrar sin éxito la moraleja de sus historias.

—Lo que intento decir —lo oyó explicar— es que todos necesitamos ayuda en algún momento. Sabes que siempre estoy aquí si me necesitas, por eso me llamas. Tus padres no son perfectos, chiquita. Ninguno lo somos. Pero juntos cargamos el peso. Nos ayudamos unos a otros. Si te resientes contra ellos ahora, arrastrarás sentimientos negativos contigo a todas partes y no podrás ver a las personas amables que te rodean.

—Me han traicionado.

—A Cristo también lo traicionaron —le dijo, y la escuchó chasquear la lengua con rabia—. Olvídalo, tú no eres Cristo. De todas formas, el perdón va en las dos direcciones. ¿Y si les pides perdón a tus padres, chiquita?

—No les he hecho nada —protestó la niña—. Yo ni siquiera les pedí tenerme.

—En este momento —murmuró Ángel de repente—, siento del Espíritu Santo decirte que ores por misericordia.

—Por tu culpa soy atea, pa.

—Eso es culpa de tu padre. Simplemente haz la siguiente cosa correcta, Lau, y confía en Dios. No sé qué sea: tal vez hablar con tus padres y escucharlos. Sé que piensas que le destrozaste la vida, pero no es verdad, chiquita. Los reconstruiste, los haces felices.

Su voz se reproducía en bucle en su mente.

A solas en su cama esa noche, despierta por culpa del insomnio, Lauren sollozó con fuerza. Se moría por creerle a Ángel, pero una parte de ella tenía miedo de intentarlo. Se apoderaron de ella unas ganas súbitas de estrellar el teléfono contra la pared, pero al alzar el brazo, escuchó toques en la puerta.

—¿Estás bien, Lau?

Era Dave, en el pasillo.

Lauren trató de acallar su llanto, pero no surtió efecto, porque Dave empujó la puerta. Llegaba a casa a las dos de la madrugada. Se había quitado el cinturón policial, pero no el uniforme; se le enfriaba el sudor en la frente.

—¿Puedo pasar?

Lauren jadeó.

—Ya has pasado.

—Me refiero hasta ti.

—Sí.

Dave dejó la gorra del CNP a los pies de la cama, sobre la cobija, conforme se sentaba a la orilla del colchón. Lauren se había incorporado; el cabello castaño le caía en una trenza de espiga desordenada contra la espalda.

—¿Por qué lloras, campeona?

Lauren se limpió las lágrimas con el costado de la mano. No se atrevía a mirarlo a los ojos; tampoco la escasa luz en el dormitorio la hacía sentir más segura. Había apagado la tira de luces de la pared, de su cabecero.

—Estoy estresada —murmuró.

—¿Por qué?

Porque él llegaba a altas horas de la madrugada, cansado, hambriento y sucio, y no había nadie en esa maldita ciudad que lo necesitara más que su hija.

Pero no podía decírselo.

—El viernes jugamos contra Herrera Oria —musitó.

—Eres muy buena deportista.

—Esa secundaria es mejor que la nuestra.

—Pero no tienen a la mejor jugadora de todas.

Por fin, Lauren lo miró.

Dave no se parecía en nada a Ángel, pero su sola presencia la llenaba de la misma paz. Cuando hablaba con su padre, cualquier montaña se transformaba en un grano de arena.

—¿Vendrás a verme? —preguntó a media voz.

—Estaré de patrulla.

Lauren asintió, fingiendo que no le dolía oírlo.

Jill ya le había comentado del partido de voleibol a Dave, pero él pidió turno doble para excusarse con Lauren.

—No quiero ser egoísta y menospreciar los sentimientos de Lau —le había dicho él a Jill—. No soportaría que se sintiera avergonzada por mi culpa.

Lauren liberó un tembloroso suspiro.

—Es a las tres, si tienes tiempo... durante la patrulla.

Dave no se inmutó. Había ido a algunos partidos en años anteriores, pero nunca en uniforme, y que ella lo sugiriera le hizo sospechar.

—Haré lo que pueda.

Dave se acariciaba el brazo sobre la tela del uniforme. Al principio, Lauren no pensó mencionarlo; sin embargo, tuvo miedo de que se fuera y tragó saliva.

—Papá, ¿quieres que te dibuje algo?

Al sonreír, se formaron hoyuelos junto a las comisuras de Dave.

—Es tarde, koala.

—Será rápido.

Salió de la cama en su minúsculo pantaloncillo de pijama y ancha camiseta rosa, en dirección al escritorio: agarró el bolígrafo para tatuajes temporales, regresó a la orilla de la cama y, tomando el antebrazo de Dave, le remangó un poco el jersey policial.

No sabía que le disparaba los latidos cada vez que lo llamaba "papá".

En su muñeca, usó la cicatriz de referencia para delinear dos alas de arcángel a cada lado. Simples, básicas, pero perfectamente definidas. Dave nunca sabría que ella ya entendía por qué se tocaba el brazo así.

Lauren sopló sobre el grabado y, al mirar a Dave, se le metió el flequillo a los ojos. Él sonrió.

—Gracias, mi vida.

Esperó a que Lauren se metiera bajo las sábanas de nuevo para recoger su gorra, besarle la frente con delicadeza y salir al pasillo. Lauren, acurrucada, extendió el brazo para acariciar su koala de peluche. Estaba áspero.

Quería seguir siendo la primera en lanzarse hacia Dave cuando lo viera entrar por la puerta.

・❥・

Jill la recogió de la escuela al día siguiente, como de costumbre.

Ya que Dave tenía turno de tarde, Lauren no lo vería hasta la hora de la cena. Él no había llegado aún cuando Lauren, cruzada de piernas en su mullida cama, rodeada de almohadones de pelo rosado, de espaldas al tocador cargado de lapiceros, hojas de papel y pinceles, cerró el libro de inglés, finalizadas sus actividades, y agarró su cuaderno de dibujo y su paleta de acuarelas de la mesita de noche.

Dejaba un vaso con agua al lado para hidratar con delicadeza el pincel y luego untarlo en los colores.

Mientras trazaba el papel de grano fino, manchándose sin querer los pulgares de rojo y amarillo, los recuerdos la golpearon.

De nuevo aquella sensación que le impedía respirar.

Ecos de risas, voces y llantos resonaban en su mente. Como en un huracán que la envolvió, regresaron a su mente todas las historias que Dave le leía de pequeña, el informe policial, el rostro de Álvaro Valencias, las idas y vueltas con Dave del instituto, la noche que su madre le confesó la verdad, las veces que se había quejado de Dave y no lo trató como merecía.

Giró la cabeza hacia la pared.

Entre las tiras de luz, fotos de los veranos, de sus amigas del equipo de voleibol, en el coche patrulla o en la comisaría con Dave, de sus salidas con Jill, y en casa de Ángel, una por una, almacenaban esos secretos que solo ella conocía.

Al presionar el pincel contra la página, la pintura roja se corrió.

Merecer.

No merecía nada de lo que tenía. No merecía que su madre le hubiese concedido la vida, ni que Dave se hubiese quedado. Ya no importaba su cuerpo, su nariz o su cabello. Ahora que miraba alrededor, observaba en las fotografías, en la casa en la que vivía y en las cosas que tenía, que ni la persona más millonaria del mundo podría haberle regalado más lujos de los que poseía.

Se bajó de la cama, arrastrando los pies en las zapatillas blancas hasta la sala de estar. Sabía que encontraría a su madre trabajando allí.

—Mamá.

Lauren permaneció rígida como estatua contra las jambas de la puerta.

Jill, de lado en el sofá, había alzado la vista del laptop hacia la chica. Forzó una sonrisa pese a estar asustada, porque el retraso de Dave se había extendido una hora; se preguntaba si estaba en el metro o forcejeando en el suelo con alguien.

—Siento haberte arruinado la vida.

Jill cerró el laptop sobre sus piernas y lo hizo a un lado. Tendría una sesión al día siguiente y estaba redactando el tema a tratar. El ancho jersey negro de perlas se le resbalaba de un hombro. Vio los ojos vidriosos de Lauren y no pudo evitar tenderle una mano.

—Ven aquí, Lau.

Lauren, que no se había quitado el pantalón del uniforme deportivo, negó con la cabeza. No merecía sus abrazos, no merecía llamarla mamá. Le dolían los ojos de contener las lágrimas.

—No puedo —susurró—. Me siento fatal por...

—Tú no tuviste la culpa de nada, mi amor, así que no pidas perdón.

Jill no bajó el brazo hasta que Lauren se acercó lo suficiente como para tomar su mano; cuando estuvo sentada y recargada contra el pecho de su madre, la niña rompió a llorar.

—¿Me odias?

Los hombros de Lauren se sacudían con cada sollozo.

—Lau, nunca te voy a odiar.

—Pero te contesto mal, no quiero comer lo que me das y...

—Estás pasando por muchas cosas ahora. Sería injusto enojarme por eso. Eres preciosa, Lau, y si algún día quieres trabajar en tu autoestima...

—¿No te acuerdas de él cada vez que me ves?

Lauren sintió la mano de su madre recorrerle la cabeza; sus dedos se enredaban entre las largas ondas castañas de la chica.

—No, cielo.

La estrechó entre sus brazos con cariño. Y Lauren se rompió.

Descargó todo su dolor sobre su madre, agarrándose a sus omoplatos; pegada la boca a su hombro, sollozó como si fuera a salírsele el corazón por la boca.

Sin prisa, en la quietud de la sala, entrecortada por el llanto de Lauren, Jill aguardó a que se tranquilizara, descansando la cabeza contra el cabello de la niña. La chica olía a pintura y a papel.

—Hace mucho que perdoné a ese chico. Las personas que lastiman a otras suelen estar rotas por dentro. No lo justifico, solo creo que fue necesario que me hiciera eso para que lo encarcelaran. Ahí estaba a salvo de sí mismo. Además, prefiero mil veces que me haya pasado a mí y no a alguien más, porque yo pude sobreponerme. Si te hubieran hecho eso a ti, ya le habría prendido fuego a toda la ciudad.

Lauren se sorbió la nariz.

Había empapado el jersey negro de Jill; por culpa del agua en las pestañas y los mechones de cabello que cubrían a medias su rostro, le costaba respirar. Moqueaba.

—Mamá —la llamó, débil; Jill se incorporó un poco para mirarla, pero Lauren no se movió de su hombro—, perdóname. Lo siento mucho.

Su cuerpo tiritaba.

Sintió la mano de su madre acariciar su espalda; a continuación, Jill depositó un beso a un lado de su cabeza.

—Perdóname tú por no ser honesta contigo.

—¿Me quieres?

Despacio, Jill apartó a Lauren de sí. Le limpió las mejillas de agua y acomodó su espeso cabello castaño tras las orejas, para que no se le pegase al rostro mojado. Entonces se dio cuenta: por fin había descubierto la forma de aceptarla.

—Más que nadie en este mundo.

・❥・

Lauren no esperaba que su padre se presentara en el partido local del viernes.

En la cancha de cemento cubierta de la secundaria, las deportistas del equipo contrario, de equipación roja, eran ágiles y rápidas, pero no intimidaron a Lauren, concentrada en trotar por la cancha en conexión con sus chicas.

Rochelle, con su maraña pelirroja atada en lo alto de la cabeza, ni siquiera le dirigía la palabra, pero tenía la mínima decencia de pasarle el balón cuando correspondía.

Para cuando empezó el segundo set, su instituto iba perdiendo por una diferencia de ocho puntos y el cabello ondulado de Lauren, en dos altas trenzas de espiga, se le pegó al cuello a causa del sudor.

Había identificado a su madre en las gradas: ella siempre asistía. No acostumbraba a mandarle mensajes a su padre cuando estaba en el trabajo, pero lo hizo esa mañana, antes de marcharse al instituto con su mochila deportiva:

"Por favor, papá, ven a verme. Te quiero."

Nunca le insistía, ni le decía que le quería. Era consciente del trabajo de su padre, de las llamadas de emergencia y de los cambios de planes constantes. Pero también era su amigo. Ahora lo veía.

—He estado siendo demasiado negativa —le había dicho a Elián antes de empezar el partido, porque él se presentó allí con sus amigos y se acercó a desearle suerte—. Por eso estaba triste. No dejaba de pensar en mí y... Creo que voy a ser otra persona. Hoy es el último día... en que puedo ser yo misma.

Elián había sonreído a medias, sin darle importancia.

—Bien por ti —dijo sin más.

A partir de entonces, Lauren asimilaría la realidad y se haría fuerte. No quería ser egoísta, sino que se convertiría en aquella persona que siempre había soñado ser.

Durante el medio tiempo, se metió al sanitario femenino para secarse el sudor de la frente y el cuello. Su reflejo en el espejo ya no le disgustaba: aunque costase, conseguiría gustarse a sí msima.

Respiró hondo.

Por fin había encontrado las respuestas que buscó durante meses.

Se subió el pantaloncillo marino a la cintura, el que revelaba sus largas y tonificadas piernas, amoratadas por los balonazos y caídas en las prácticas, y salió del vestuario.

El árbitro hizo la marcación; Lauren le asestó un golpe al balón con la palma de la mano y lo envió al otro lado de la malla. Rotó hacia su siguiente posición, en guardia. Su compañera Yaiza recibió el balón y ella, con un segundo toque, como su padre le enseñó, lo colocó a la tercera compañera, que agresivamente lo arrojó sobre la red.

Entonces lo vio.

Como si el mundo girase a cámara lenta, y el eco de la pelota se volviera lejano, y sus latidos marcaran el paso de los segundos, vio entrar a su príncipe azul.

Dave, en uniforme de policía nacional, se retiró la gorra al atravesar la enorme puerta de acceso al gimnasio techado, haciéndose camino hacia Jill, y Lauren quiso llorar. Nunca le había ilusionado tanto verlo como en ese momento.

El balón se le estrelló en toda la cara.

—¡Muévete, tonta!

Con el cosquilleo en la mejilla, Lauren se puso de pie. Yaiza había gritado, enojada; el árbitro pitó. El equipo contrario despachó la pelota y ella, rotando de posición, realizó la recepción del balón.

Se moría por que su padre la viera jugar, por oír que estaba orgulloso de su hija.

Pero Dave se marchó antes del final del partido.

Lauren lo vio de reojo besar a su madre varias veces, sin soltar su cintura, mirándola como si fuera la más bella obra de arte de una galería, pero no prestó atención al momento en que se fue. Por eso, cuando el partido finalizó y encontró a Jill sola, con su dulce sonrisa, se le partió el corazón.

—¿Y papá? —le preguntó cuando se hubo acercado a ella; salía de los vestuarios con su chaqueta del chándal y la bolsa donde guardaba su toalla.

—De patrulla, mi amor.

Lauren bebió de su botella de agua. Antes habría salido acompañada de Rochelle y Alba, pero ya ni siquiera se había molestado en mirar atrás. Su madre era su mejor amiga.

Vio las hojas secas de los árboles caer sobre el pavimento, desprendidas, y el cielo dorado.

En ese instituto se quedaban sus recuerdos.

・❥・

Un jueves de diciembre, cuando las temperaturas no superaban los cuatro grados, Dave recogió a Lauren del instituto. La temporada deportiva había finalizado y, en unas semanas, Lauren recibiría su boletín de calificaciones y saldrían de vacaciones después de Nochebuena, pues Dave trabajaría hasta entonces.

No había esperado que él la recogiera, pero Jill había tenido que presentarse de emergencia en casa de una clienta que la llamó en pleno ataque de ansiedad. A Dave, por tanto, no le quedó más remedio que pasar por Lauren, en su día libre, después de dejar a Jill en el barrio que le indicó.

—He ganado el concurso de pintura.

En cuanto se hubo sentado en el asiento de copiloto, pasando por alto las marcas de cansancio en el rostro de Dave y el vaso de cartón caliente en el portavasos, Lauren le entregó el documento que lo confirmaba, sellado en la esquina por el emblema del instituto. Se quitó la medalla de cinta roja que colgaba de su cuello y se la dio también.

Dave, confundido, la tomó por no rechazarla. Si le había hablado de un concurso antes, lo olvidó.

—No sabía que había concurso de arte.

Lauren apretó los puños contra sus mallas negras de látex, bajo la falda de tablas. A pesar de que el abrigo negro y la bufanda la protegían del frío, sus nudillos asomaban enrojecidos.

—Me presento todos los años —explicó—. Por eso dejé de ir con la orientadora: estaba pintando en los recreos. Deberíais venir a verlo.

Los ojos castaños de Dave se clavaron en los verdes de Lauren. El cabello de la chica caía en ondas sobre sus hombros, fuera de la bufanda. Usaba uno de los gorros de invierno negros de su padre; Dave supuso que se lo habría robado.

—Lo colgaron en la galería de arte del instituto.

—¿En la galería?

Lauren asintió. Impresionarlo era una sensación agradable.

—Eligen los mejores portafolios de Bachiller y los cuelgan en la galería. Solo están ahí un año, pero...

—Eso es increíble, muñeca.

No negaría que estaba atónito, porque él había sido incapaz de hacer nada bien en su época de secundaria. Que Lauren lo superase en todos los sentidos lo llenaba de orgullo.

—¿Vendrás a verlo con mamá?

—Por supuesto.

Satisfecha, Lauren volvió la vista al frente, pegada la espalda al asiento. Elián también la había felicitado, tanto por el concurso como por el hecho de que su equipo de voleibol hubiese ganado los juegos locales.

Que no se quejara por la hora desconcertaba más a Dave que el que hubiera ganado un concurso de arte. Agarró la bolsa de papel de los asientos traseros, pues oyó los gruñidos del estómago de su hija.

—Me he retrasado porque pasé a comprarte un bollo de crema. Y el latte es para ti.

Hacía tanto frío que habría preferido quedarse en casa, pero no se lo dijo a Lauren. Aprovechó el trayecto, mientras la niña comía su bollo y bebía café, para relatarle que Jill había ido a atender un ataque de pánico y que ya había comido: así no incomodaría a la muchacha cuando llegaran.

De hecho, se limitó a servirle su porción de pasta, hacerse su café de la tarde y marcharse a la sala de estar.

Lauren lo oyó hablar por teléfono con alguien, aunque no logró entender la charla por la distancia, mientras ella acababa de comer. Desde la última discusión, él no la había vuelto a llamar hija y ella no sabía cómo ganarse ese apodo de nuevo.

Dejó su plato en el fregadero y salió de la cocina en el justo momento en que Dave entraba, colgada la llamada.

—¿Podemos hablar, Lau?

Mentiría si dijera que no se le volcó el corazón.

Todas las cosas que había hecho mal se cruzaron por su mente: tal vez le echaría en cara su actitud, o a lo mejor había descubierto que estaba hablando con un chico, o registró quizá su mochila y halló su agenda llena de bocetos del Jesús que hasta hacía unos meses le había gustado, o las fotos sugerentes que se tomaba en el baño.

No, no podía haberlas visto. Borraría la carpeta oculta de su teléfono antes de que eso fuera una posibilidad.

Dave le indicó que se sentara en un extremo del sofá; él ocuparía el otro. Sin ser obvio, escaneó a Lauren de pies a cabeza. Se leía tensión en sus rodillas pegadas, en la forma en que se lamía los labios y en el juego entre sus pulgares. En dos meses cumpliría dieciséis años, aunque ya le rozase la clavícula, y algo en él gritaba que la cuidase a toda costa.

—He contactado con Álvaro —le dijo, y vio los ojos oliva de Lauren agrandarse—. Costó porque tiene una orden de alejamiento de nosotros, pero tengo un amigo que es periodista y mi abogado y... Bueno, él lo contactó. He estado pensando todo este tiempo, también hablé con mamá... Y no voy a reprimirte.

Lauren tragó con fuerza. Apretaba las manos entre sus muslos, sobre la rasposa falda de cuadros. De repente el sofá era demasiado grande.

—¿Le has dicho que tiene una hija? —inquirió a media voz, pero Dave negó con la cabeza.

—Si él se entera —declaró, aunque le desgarrara el corazón—, será porque misma se lo dirás. Te estoy dando la libertad de elegir quién quieres que sea tu padre. Y si quieres conocer a tu padre, puedo llevarte con él.

Lauren fue incapaz de parpadear; todos sus músculos se endurecieron.

—No hace falta —musitó, mirándolo—. Yo ya conozco a mi padre.

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