𝐕𝐈𝐈

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Un incómodo silencio reinó por varios minutos. Ni Daeron, ni Myriah o el mismo Dromin se atrevieron a destronarlo. Por su lado, los niños, sentados uno junto al otro sobre una mesa de madera, permanecieron callados mientras el amigo y consejero de Tichero y Gyllos curaba sus heridas.

Por fortuna, no se habían roto nada, ni siquiera los nudillos. Aun así, estaban manchados de polvo, empapados de sudor, y varias marcas de golpes recientes se extendían por su cuerpo.

Daeron había intentado no atacar con demasiado ímpetu a Myriah, pero ella no contuvo la potencia de sus embates. Al final, él perdió. No obstante, ninguno de los dos había salido ileso del enfrentamiento. Daeron se llevó las peores partes, recibiendo un total de diez bastonazos. Dos impactaron en su antebrazo derecho, cuatro en sus rodillas, tres en el torso y uno en la espalda que estuvo a punto de dejarlo inconsciente. Sin embargo, el paladín había atinado un par de espadazos, golpeando el costado derecho de Myriah, su hombro izquierdo y su cadera.

Myriah se movía rápido. No tan rápido como Gyllos o Garson, pero sí a una velocidad pasmosa. Pudo resistir y esquivar varias de sus feroces acometidas. Sin embargo, ella fue más ágil y atacó con más fuerza, derribándolo. Lo único que lo mantuvo de pie fue su terquedad y el deseo de no perder.

Lamentablemente, de poco sirvieron sus esfuerzos. Myriah tenía más experiencia en el manejo de armas y se encontraba en plena forma física. Tal vez podría haber triunfado si la hubiera enfrentado en igualdad de condiciones, pero eso no importaba.

Aceptó la derrota en el momento en que su espalda tocó el piso.

Sin embargo, lo incomodaba el hecho que Dromin, a quien habían acudido para que los sanara, y para evitar un regaño de sus mayores y que estos no notasen sus moratones, no hubiese pronunciado una sola palabra en un buen rato.

Tras el combate, Daeron y Myriah, maltrechos y fatigados, se encaminaron a la quinta torre del palacio, un esbelto torreón de piedra gris coronado por un techo de planchas de oro rojo que estaba ubicado en el ala oeste, en medio de la cuarta y sexta torre. Allí vivía Dromin, el maestre que trataba las lesiones y heridas del joven platinado después de cada entrenamiento con Gyllos.

A Dromin casi le dio un infarto cuando abrió su puerta y los vio empapados en sudor y sangre, lastimados y sonriendo nerviosamente. Los atendió de inmediato, pero Daeron notó la sorpresa, el horror y el descontento en sus expresiones y gestos.

Honestamente, no lo juzgaba por enojarse con él. ¿Quién se alegraría por recibir la inesperada de dos niños exhaustos, al borde del colapso y que eran, respectivamente, el paladín de la Primera Espada de Braavos y la heredera de Dorne?

«Nadie, menos el maestre encargado de cuidarlos», pensó, apenado. «Pero, si no aclaro la situación, meteré en problemas a Myriah».

Daeron abrió la boca, pero Dromin lo interrumpió antes de que hablara.

—No.

—¡Pero, Dromin, puedo...!

—No quiero oírlo —dijo el maestre, viéndolo con severidad. Tomó un nuevo par de vendajes y empezó a retirar los viejos—. Ustedes dos tienen suerte de que Gyllos y Garson no se enteraran de esto.

—¡Señor Dromin, no fue mi intención golpear tan fuerte a Daeron! —intervino Myriah.

Dromin la miró, serio.

Myriah se agitó en su lugar.

—No se preocupe, princesa —dijo el ponientí—. No estoy enojado, solo decepcionado. Se supone que ambos son bastante maduros como para andar peleándose entre sí.

—¡Pero no estábamos peleando! —repuso Daeron, cerrando un ojo mientras Dromin le pasaba una crema por la rodilla, donde Myriah lo había golpeado con el palo.

—¡Es verdad! —afirmó la dorniense—. Estábamos practicando, nada más.

—¿En serio piensas que soy tan tonto, Dromin? —preguntó Daeron, quejándose por lo bajo.

—No lo sé —sacudió la cabeza—. Dímelo tú.

—¡Oye! —protestó—. ¡Soy terco, pero no retaría a una pelea a la princesa de Dorne porque sí! —miró a Myriah, rascando su nuca—. Digo, no es como si la hubiera retado a una pelea a muerte.

—Solo era un entrenamiento —afirmó la chica—. Pero no regañe a Daeron, maestre Dromin, yo soy la que golpeó más fuerte.

«Sí, todavía me duele el brazo», Daeron apenas podía sentir y mover sus dedos.

—No, Myriah —dijo—, yo te reté. Lo lamento, no debía hacerlo.

—¡Yo me pasé! —replicó ella—. Te pido perdón si es que te pegué muy duro.

—Myriah, en serio, esto no hubiera pasado si yo...

—¡Basta! —rugió Dromin.

Daeron y Myriah se agitaron y tensaron, quedándose tan quietos como dos estatuas, sus ojos clavados en Dromin. El platinado oía los frenéticos latidos de su corazón y los de la princesa dorniense. Jamás había visto al viejo tan alterado, tan... furioso.

El maestre suspiró larga y pesadamente, y luego retomó su labor de vendar y las lesiones de ambos jóvenes.

—Me disculpo, no fue mi intención asustarlos —había profundo arrepentimiento su voz, vergüenza—. Si dudo de ti, Daeron, es porque eres temerario, lo suficiente para atacar a un pirata que te triplicaba en tamaño y no retroceder —recordó Dromin, y el aludido frunció el ceño—. En cuanto a usted, princesa, está claro que heredó algo del carácter de su padre.

—¿Por qué lo dice, Señor Dromin? —Myriah arqueó una ceja, confundida.

—Porque Garson nunca ha rechazado un duelo, según he oído, sea provocado o no —contestó—. Además, nunca había visto a Daeron tan malherido. Se ve que es tan apasionada como su padre al combatir.

Daeron sintió un contundente golpe a su orgullo, pero lo recibió de brazos abiertos. De repente, una punzada de dolor lacerante escaló por su antebrazo derecho. Inspiró fuertemente por los dientes. Dromin, que revisaba aquella zona, mojó sus dedos en un ungüento pálido y empezó a cubrir el brazo de Daeron con la crema.

Poco a poco, el chico de cabello rubio plateados relajó su expresión y músculos, respirando con cierto alivio.

—Tendrás una docena de moratones por la mañana, pero esto evitará que te impidan dormir —explicó el norteño, envolviendo en vendajes el antebrazo del chico—. Recuerda...

—Nada de esgrima ni danza del agua —repitió Daeron, adelantándose a las palabras del maestre.

Dromin, con la frente arrugada, lo miró, grave.

Daeron tragó saliva.

—Hablo en serio esta vez. No quiero verte fuera del palacio en una semana —aquella advertencia sacudió al muchacho, que se limitó a asentir. El ponientí dirigió sus ojos a la princesa de Dorne—. Y a usted, lady Myriah, le insisto en que guarde reposo y oculte esas heridas si no desea preocupar aún más a su padre.

Myriah, cabizbaja, jugó con sus dedos, nerviosa.

Avergonzado, Daeron apretó las manos, la vista clavada al suelo de piedra.

Dromin se recostó en el respaldo de su silla, acariciando su barba con semblante pensativo. Y, pese a la pena, Daeron elevó el rostro, viendo a la cara al vetusto maestre de iris grises. Era como si estuviera estudiándolos, desentrañando sus seres capa por capa. Al cabo de unos momentos, Myriah, mordiéndose el labio inferior, también levantó su mirada.

—Niños —dijo Dromin, más sereno—, por favor, sé que acaban de pasar por una experiencia... difícil. No estoy seguro qué locas ideas vuelan por esas mentes suyas, pero no arreglarán lo sucedido ni se volverán más fuertes entrenando de esta manera. Son jóvenes, muy jóvenes, y admiro que intenten mejorar juntos, pero no lograrán más que lastimarse si se exigen demasiado.

» Nadie los culpa por lo de los piratas. Nadie espera que se conviertan en grandes guerreros de la noche a la mañana con apenas ocho años. Y nada de lo que ocurrió fue su culpa. Entiendo que pueden sentirse responsables, incluso cabe la posibilidad de que se crean débiles o cobardes por haber sobrevivido. Pero no es así. No son débiles ni cobardes. Son más fuertes y valientes que muchos guerreros y nobles.

» ¿O es que acaso olvidaron como todos los asistentes y sus escoltas abandonaron el salón a excepción de Garson, Gyllos y sus soldados? Ninguno de ellos se ha disculpado ni mostrado arrepentimiento alguno por habernos dejado en un momento tan crítico. Pero ustedes estuvieron ahí afuera por quién sabe cuánto tiempo, peleando, entrenando, buscando fortalecerse... o castigarse.

Daeron parpadeó, atónito. La expresión de Myriah delataba su conmoción, su desconcierto. Los dos se miraron, y luego observaron a Dromin,

—Yo... —empezó Daeron—. Yo solo quería entrenar con Myriah. Quiero decir, pensé que eso nos ayudaría a...

—¿Desahogarse? —Dromin arqueó una ceja—. Imagino que sabías que ella te ganaría, Daeron. Te conozco, no eres tonto. Quizás no eliges bien tus peleas, pero reconoces la fuerza de un rival en cuanto lo ves. Seguro que sabías que Myriah saldría airosa.

Dudó un instante, debatiéndose sobre cómo contestar. No deseaba molestar a la princesa de Dorne, pero negar la realidad que había escondido detrás de sus buenas intenciones sería hipócrita.

—Sí —respondió—, sabía que Myriah me ganaría.

—Y usted, lady Myriah, ¿por qué aceptó luchar con Daeron a pesar de ser consciente de su estado?

—Él me desafió —contestó la princesa.

—¿Eso es todo?

—No... Yo... Necesitaba golpear algo —confesó—. Es lo que hago cuando estoy enojada. ¡No quería lastimar a Daeron! —alzó sus manos—. Pero... Pero no pude controlarme durante la pelea.

—Myriah, yo... —dijo Daeron, pero ni siquiera sabía qué decir ante eso. Cuando enfrentó a la princesa, era plenamente consciente de que esta acabaría por darle una paliza brutal. Era lo que buscaba, lo que se merecía. Si bien la charla con Gyllos había serenado su mente, todavía no conseguía deshacerse de la culpa y la rabia, la sensación de impotencia. Comprendió que Myriah padecía lo mismo al verla entrenar. La furia contenida en sus golpes y la frustración palpable en sus ademanes, voz y cara confirmaron sus sospechas. Retarla no solo había sido un plan para que ambos desfogar sus emociones, sino también de finalmente pagar por sus errores.

«Qué estúpido fui». A su vez, Myriah lidiaba con sus propios demonios, con su propio remordimiento, su propia ira. Ella era la futura regente de Dorne, la heredera de un hombre tan fuerte como Garson Martell. Tenía que llenar unos zapatos bastante grandes, y aquella presión Daeron creía entenderla, compartirla.

No podía estar más errado.

Él era el paladín de Gyllos, el más diestro, veloz y afamado de los espadachines. Y si bien debía demostrar estar a la altura y ser un digno sucesor, no sucedería a su maestro como la siguiente Primera Espada de Braavos. Aquel no era un manto hereditario. Mientras que, por el contrario, Myriah debería gobernar un país, ocuparse de sus habitantes, mantenerlos a salvo y lidiar con la constante amenaza de las otras seis naciones de Poniente.

Quizás ambos eran niños con enormes expectativas y responsabilidades sobre sus hombros, pero la carga de Myriah era más pesada que la de Daeron, mucho más pesada. Y la presión que suponía aquel peso, sin duda, acarreaba un estrés mucho mayor al de soportar los rumores que los nobles esparcían acerca de su persona.

«Soy un reverendo idiota», pensó Daeron.

Con cuidado, puso su mano izquierda en el hombro de Myriah, quien desvió la mirada, agarrando su pantalón con fuerza.

—Myriah, perdóname. No fue correcto provocarte.

—Pero... te golpeé.

—Aun así, yo empecé. Sé que te preocupa no estar a la altura de tu padre, defraudarlo, decepcionar a tu gente. Pero no debes parecerte a él.

Ella giró su cabeza levemente.

—Es que... la gente adora a mi padre. Es un hombre bravo, fiero, bizarro... inteligente a su manera. Yo no creo poder llenar su puesto cuando se retire.

—Si me permite, lady Myriah —habló Dromin—. Daeron tiene un buen punto. Todos adoran a los guerreros como Garson, es verdad; pero, a veces, lo que se necesita es un erudito, un político o, sencillamente, alguien con corazón y determinación. Y usted posee ambas.

—¡Exacto! —sonrió Daeron—. Si no tuvieras corazón, no estarías arrepentida por haberme golpeado o por haberte escondido durante el ataque. Y estás decidida a convertirte en una buena gobernante.

—Sin duda, princesa, es excelente con la lanza, pero su verdadera fortaleza es su corazón —señaló el maestre—. Debería dejar de preocuparse por asuntos políticos por el momento y aprovechar esta etapa de su vida. Aun es joven. Está bien que se quiera preparar, pero, ahora que es una niña, disfrute los placeres sencillos antes de que los problemas de liderar una nación la abrumen de adulta.

Myriah, con los ojos abiertos de par en par, los miró con sorpresa.

—Yo... Yo agradezco sus palabras —dijo después de unos instantes, dedicándoles una tierna sonrisa a ambos—. Trataré de seguir sus consejos, maestre Dromin.

El viejo ponientí asintió.

—Y, en cuanto a ti, muchacho —miró a Daeron, quien se tensó como acto reflejo—, un poco más de lo mismo. La corte no te conoce, así que te recomiendo gozar de dicho privilegio hasta que el día de presentarte a Braavos llegue. No sé superarás o siquiera igualarás a Gyllos, pero no miento cuando digo que serás una persona digna de admirar. Lo demostraste en la fiesta y acabas de demostrármelo ahora mismo.

Atravesado por una oleada de conmoción, Daeron entreabrió los labios, cerrándola de inmediato. Aquel era el primer cumplido que Dromin le daba, y era uno considerable. ¿Genuinamente creía que terminaría siendo alguien que los demás idolatrasen? ¿Él? ¿Un esclavo nacido en Lys? No lograba concebir un escenario semejante, pero la idea no le desagradó en lo absoluto.

Dromin se levantó, desperezándose, los eslabones de la cadena alrededor de su cuello tintineando.

—Bien, mi trabajo ha terminado. Les sugiero ir a sus habitaciones y descansar. Este fue un día muy movido, más de lo normal.

—¿Por qué lo dice, maestre Dromin? —preguntó Myriah, ladeando su cabeza.

—Ah, por supuesto —acarició su barba—. Ustedes no lo sabían.

—¿No sabíamos qué? —Daeron frunció el ceño.

—Tichero y Gyllos se reunieron con los magísteres de la ciudad hoy por la mañana.

—Por eso mi padre ha estado tan nervioso —dijo Myriah.

—¿Por qué Tichero va a una asamblea fuera de su palacio? —cuestionó Daeron—. ¿Es por el atentado?

—Así es —afirmó Dromin—. Incluso los nobles que viven en la primera y segunda planta del palacio se han retirado durante unos días a sus hogares. Al parecer, les aterra que se produzca un nuevo ataque.

—¡Eso es absurdo! —protestó Daeron.

—En realidad —repuso Myriah—, es normal que piensen de esa forma. Es tonto, sí; pero están asustados. Según lo que leí, nunca nadie antes había atravesado los muros de la ciudad sin el permiso del Señor del Mar y las aduanas.

—Veo que visitó la biblioteca, lady Myriah, sabia decisión —mencionó Dromin, contento.

—¡Es una biblioteca hermosa! Tantos libros... —Myriah meneó la cabeza—. En cualquier caso, es entendible que a los nobles le incomode la idea de compartir techo con mi padre y conmigo. Nosotros causamos este desastre.

—¡No digas eso, Myriah! —clamó Daeron—. Tú no tienes la culpa de que tu padre se aliara con la Triarquía.

—Aun así, los magísteres y nobles no confían en nosotros, no después de lo ocurrido hace dos días —explicó la dorniense—. Mucha gente murió, y todo porque el orgullo y el odio cegaron a mi padre.

—Lo mejor será dejar que las aguas se calmen —comentó Dromin—. Los nobles olvidarán pronto ese trágico incidente. Hay otros asuntos que requieren de su atención.

—¿Cómo cuáles? —Daeron no pudo contener su curiosidad. «¿Qué es más importante que resolver el cómo entraron a su ciudad los asesinos de sus familiares?», pensó.

Dromin se aliso su túnica esmeralda.

—No me malinterpretes, Daeron. Seguramente sacarán a relucir el tema cada tanto o cada que se dé la oportunidad de opinar al respecto. Pero ningún noble moverá un solo dedo por averiguar qué ocurrió. Cualquiera que se involucre en esto estaría pisando terreno peligroso.

«Pero Gyllos y lord Tichero están investigando a los posibles culpables». Un escalofrío recorrió la espalda del platinado. No creía que su maestro tuviera muchas dificultades para vencer a cuantos asesinos y mercenarios enviaran en su contra, y si bien el Señor del Mar se encontraba excelentemente protegido y escoltado día sí y día también por su guardia personal, dudaba que a los conspiradores les temblara la mano al planear sus muertes.

«Estarán bien». «Se cuidan la espalda entre ellos», ambos conformaban un equipo bastante formidable. Tichero era el cerebro, y Gyllos, la espada. Pocos podrían enfrentarlos y derrotarlos si trabajaban juntos. Sin embargo, la idea de un grupo de magísteres y poderosos nobles complotando en las sombras aún lo consternaba.

¿Cuál sería su próxima jugada? ¿Se aprovecharían de la ausencia de varios huéspedes en el palacio? ¿Explotarían la mancha en la reputación de Tichero y Gyllos que había dejado el fallido atentado? ¿O acaso trazarían una nueva e intrincada estrategia con el fin de secuestrar a Myriah y matar a Garson? Demasiadas interrogantes y ninguna respuesta.

«Supongo que tendré que cuidar de ellos hasta que lo descubra», concluyó Daeron.

Quizás no era un guardia, un soldado o una Espada de Braavos, pero era el paladín de Gyllos Forel e ignorar el riesgo constante que corrían las vidas de Garson y Myriah Martell en Braavos sería una falta a las lecciones de su maestro.

Además, la princesa le caía bien, le agradaba. Junto a Gyllos, era quien le había demostrado que no todos los nobles eran unos corruptos hijos de perra que disfrutaban con el sufrimiento ajeno. Ella lidiaba con sus problemas, con sus demonios, y no utilizaba eso como excusa para dañar o desdeñar a terceros.

Lo último que deseaba era que una de las pocas nobles que trataban al resto de gente con amabilidad fuese víctima de otros nobles que solo buscaban conseguir sus egoístas metas.

—Muy bien, ya se está haciendo tarde —dijo Dromin, los rayos rojizos del atardecer filtrándose por sus ventanas—. Ustedes deberían regresar a sus cuartos, darse un baño y...

—Descansar —dijeron Daeron y Myriah al unísono. Los dos se miraron y rieron.

Dromin se cruzó de brazos, meneando la cabeza. Daeron vislumbró una leve sonrisa detrás de la frondosa barba marrón salpicada con hebras blanquecinas.

El paladín y la princesa se despidieron del maestre, agradeciéndole por haberlos sanado, y luego se encaminaron a sus cuartos. Myriah se alojaba con su padre en la segunda planta del palacio, y aunque insistió en que sabía cómo llegar, Daeron la acompañó de todas maneras hasta la puerta de su cuarto.

—No tendrías que subir y bajar antas escaleras —advirtió Myriah, preocupada—. Tus heridas...

—Estaré bien —aseguró él, pero lo cierto era que cada palmo de su cuerpo le gritaba que se tumbara en el suelo y parara de moverse por cinco segundos. Siguieron recorriendo el segundo piso del edificio, un tanto más pequeño que el primero, pero mucho más decorado y ostentoso, incluso más laberíntico. No obstante, no tardaron demasiado en hallar la puerta que correspondía a la recámara de Myriah: era la única con media docena de guardias dornienses apostados a sus costados—. Sospecho que esa es la tuya.

Myriah rio ligeramente.

—Supones bien.

—Bueno, si me disculpas, iré a hacer lo que Dromin recomendó —«Para variar», pensó. No solía obedecer al buen norteño. Hizo un saludo con su cabeza y dio media vuelta.

—Daeron, espera —Myriah lo detuvo.

Extrañado, el valyrio la miró.

—¿Sí?

—Gracias —dijo ella, confundiéndolo todavía más—. No te agradecí por haberme salvado antes.

—Oh... No es nada. Lo habría hecho por cualquiera. No iba a esconderme mientras te secuestraban.

—Igualmente, gracias. Te debo una. Verás que la próxima seré yo quien te salve —afirmó, determinada, sonriente.

Daeron sonrió, divertido ante tal declaración.

—Esperaré con ansias ese momento.

Ambos se despidieron con un apretón de manos y un asentimiento, sus ojos clavados en los del otro. Luego, cada uno se dirigió a su habitación.

Daeron, tras bañarse, cambiar sus vendajes y beber un vaso de agua, se tumbó en su cama, y pronto la fatiga lo venció. Sus pesados párpados se cerraron, y la obscuridad lo abrazó.

...

—¿Alguna novedad, capitán Noros?

—No, señor Gyllos. No hemos encontrado nuevas pistas.

Gyllos asintió, serio, su mano izquierda apoyada sobre el pomo carmesí de Escarlata.

—Sigan buscando. Si necesitan más hombres, hágamelo saber.

El capitán de los guardias Flaerys, revestido con su armadura cobriza y su yelmo coronado por una cresta de plumas multicolores, se llevó una mano al pecho, golpeando su peto y se retiró.

Gyllos recorrió el destrozado puerto con la mirada, entornando los ojos, escrutando los escombros, la madera quemada, los barcos medio hundidos y las manchas de sangre seca impregnadas en el piso. Aun se podía percibir el olor de los cadáveres y el aroma metálico de la sangre en el aire.

Creía haberse acostumbrado al perfume que dejaba una carnicería detrás después de lo acontecido en Myr, pero estaba equivocado. Aquella atmósfera pesada y asfixiante le daba náuseas, le recordaba malos tiempos, malas acciones, malas decisiones. No obstante, olvidarlas implicaría renegar de sus errores, de sus pecados, y él no era un hombre que negara sus equivocaciones.

Sin embargo, lo ocurrido en Myr, lo que hizo en Myr, no se comparaba en lo absoluto a la contienda en el Puerto Púrpura. Había traído el caos, la desesperación y la muerte a miles de almas inocentes. Los ecos de los gritos suplicantes de aquellas pobres personas reverberaban en lo profundo de su memoria y lo atormentaban en sueños.

«Es lo menos que merezco», pensó.

Tichero y su nación no lo habían condenado ni reprendido por sus actos. Al contrario, lo recibieron con alabanzas, fiesta, vino, comida y honores. Pero Gyllos se había sentenciado a sí mismo a revivir ese día por más de diez años y a servir hasta el momento de su muerte al Señor del Mar y a su pueblo. Sabía que merecía estar encadenado y abandonado en la peor celda de la Roca, pero no podía permitírselo, no cuando Tichero y Daeron lo necesitaban a su lado.

«Pagaré, tarde o temprano». «La Muerte no se ha olvidado de mí; reclamará mi alma, antes o después». Y cuando eso pasará, Gyllos no se opondría ni protestaría. Si no cumplía su condena en vida, lo haría en el más allá.

Se sacudió aquellos pensamientos de encima, centrándose en el ahora.

Aunque la contienda en el Puerto Púrpura no había sido tan desastrosa en lo que refiere a pérdidas humanas, habiéndose incendiado veinte galeras, cuatro barcoluengos y cinco de los doscientos veinte muelles, muchos guardias de distintas familias braavosi cayeron en batalla.

Setenta y cinco piratas se habían quedado en los puertos, presuntamente ocultos en los barcos, mientras que los otros ciento cincuenta se dirigieron al palacio, y los primeros consiguieron matar a cuarenta soldados braavosi antes de que Garson, sus hombres, los refuerzos de Tichero y él se apersonaran.

No hubo supervivientes del segundo grupo. Muchos fueron acribillados a flechazos por los guardias del palacio cuando trataron de huir por los patios o escalar los muros, y los demás murieron en el salón, atravesados por el acero de Dorne y Braavos. Por suerte, apresaron a una decena de piratas y mercenarios en los muelles durante la batalla. Sin embargo, ninguno de ellos parecía dispuesto a hablar.

Por supuesto, Gyllos no era de los partidarios de usar inquisidores o torturadores que hicieran cooperar a los prisioneros. Sí, aquellos hombres eran corsarios sin honor y asesinos a sueldo, pero eran hombres, personas. Lo correcto sería sentenciarlos a una estancia permanente en la Roca; no obstante, muchos magísteres exigían respuestas a sus incesantes preguntas y presionaban a Tichero, quien, a pesar de su compasión y generosidad hacia el común de Braavos, no se mostraba de acuerdo en tratar con la misma amabilidad a los que asesinaron a sus soldados.

«Ya ha llamado a los Hombres Rojos de Essiris esta mañana», recordó. «Tienen fama de ser peores que los inquisidores de la Fortaleza Roja». «Esos piratas merecen estar en una jaula, pero la tortura es excesiva». Después de todo, pensaba Gyllos, si llegasen a esos extremos, se rebajarían a su nivel y estarían cayendo en un espiral de violencia interminable.

Él había estado ahí, consumido por la venganza, embarrado de sangre hasta las sienes, con un volcán de rabia ardiendo en su pecho, y no permitiría que su nación entera fuese arrastrada hacia aquel ciclo sin fin.

—¡Señor Gyllos! —clamó un soldado a lo lejos.

De inmediato, Gyllos se dirigió a paso firme y veloz hacia el origen del llamado.

Junto a un tenderete al cual habían alcanzado las llamas, un joven guardia de armadura del color del cobalto y un casco adornado con un cuerno en cada lado sostenía algo entre sus manos.

Al principio, la Primera Espada no reconoció lo que era. Parecía un pedazo de madera chamuscado, y cuando lo tocó con sus dedos, el hollín manchó sus yemas, revelando la verdadera coloración de la madera: dorado.

—Aurocorazón —dijo Gyllos, frunciendo el ceño.

—Así es —asintió el soldado—. No he visto otro tablón como este en todo el lugar, mi señor.

—¿Seguro?

—Sí. Hemos rastrillado la zona de pies a cabeza, pero lo único raro que encontré fue esto, al menos hasta ahora.

«Solo hay tres casas de Braavos que comercian con la madera de las Islas del Verano: los Flaerys, los Faenorys y los Oniruss». Era extraño que una pieza de aquel raro material hubiese sobrevivido al incendio arrasó con varios barcos y muelles. Los registros se habrían quemado, sí, pero un cargamento de aurocorazón valía demasiado como para que el dueño no reclamara una debida compensación por los daños... a no ser que escondiera algo.

Tichero sostenía la teoría de que los piratas se habían inmiscuido en Braavos gracias a compartimentos secretos en los barcos. Era una idea absurda, pues no había galera alguna que pudiera albergar en su interior a tantísimos piratas y mercenarios sin que la tripulación estuviera enterada. La posibilidad no era tan remota. Tenía sentido: ocultar a los invasores en sus navíos, y luego quemarlos para borrar toda evidencia. Los documentos en donde se detallaba a quién pertenecían dichas galeras y dromones se volvieron ceniza en un cruel giro de buena suerte para sus enemigos.

Estaban con las manos vacías, perdidos, careciendo por completo de pruebas sólidas. Únicamente se apoyaban en suposiciones y teorías, pero aquel pedazo de madera dorada era un comienzo. Gyllos especuló que, tal vez, accidentalmente uno de los tablones que transportaban los barcos se había salvado del fuego, lo cual significaba que los Faenorys o los Oniruss, o ambos, estaban involucrados en el atentado.

Quizás las familias de los magísteres habían pactado un acuerdo comercial con la Triarquía. Sin embargo, era imposible que las embarcaciones de los Faenorys, que solo comerciaban con Pentos, Poniente y las Islas del Verano, y los Oniruss, quienes se habían dedicado por siglos a intercambiar mercadería con Qarth, Volantis y los príncipes de las islas veraniegas, hubieran logrado atravesar los Peldaños de Piedra intactas. Hace meses que los últimos envíos de aurocorazón habían arribado a Braavos. El riesgo de sortear las defensas del centenar de islas controladas por los sicarios del Alto Consejo no valía la pena; no era tarea fácil arribar a las Islas del Verano tras que la Triarquía se asentara en los escombros del puente que alguna vez unió Poniente y Essos.

Cabía la posibilidad de que un cargamento antiguo hubiera llegado recientemente al Puerto Púrpura, pero también podía tratarse de un engaño, una prueba plantada para incriminar a los Faenorys, a los Flaerys y a los Oniruss. Los magísteres de la ciudad tenían la sangre lo suficientemente fría como para realizar un acto tan atroz y vil. Después de todo, uno o varios de ellos habían infiltrado a cientos de piratas en la ciudad. ¿Qué les impediría falsificar evidencia ycastigar sin justificación a otros nobles?

Gyllos sacudió la cabeza. Tomó el tablón dorado ennegrecido por la ceniza.

—Buen trabajo, soldado. Iré a informarle al Señor del Mar sobre este descubrimiento, mientras tanto, dígale al resto que...

—¡Señor Gyllos! —exclamó otro guardia, uno que usaba una armadura hecha de oro rojo.

La Primera Espada de Braavos se volteó y llegó a la punta este del puerto en un destello. Desconcertado por su velocidad, el soldado que lo había llamado giró con brusquedad, tenso.

—¡Dioses!

—¿Qué ocurre, soldado? —preguntó Gyllos.

—Yo... Esto... —el hombr extendió su mano, mostrándole un trozo de tela maltratado y chamuscado, el símbolo de un toro azul de cuernos dorados en su centro.

A Gyllos, y de seguro también a cualquiera que viera aquel emblema, no le costó demasiado relacionar la cabeza del fiero animal de majestuosa cornamenta con una de las más poderosas casas de Braavos. Aquello acababa por confirmar sus sospechas: alguien intentaba inculpar a los Faenorys.

Pero ¿por qué? ¿Quién detestaba tanto a la familia de lady Faenorys y su viejo padre? Como todos los comerciantes, magísteres y nobles de la Ciudad Secreta, la casa Faenorys se había ganado el respeto y el desprecio de múltiples príncipes mercaderes y grandes familias. No obstante, nunca habían sufrido un ataque directo, ya por miedo, ya por falta de recursos o apoyo.

«Sea quien sea, no se atrevería a ir en contra de ellos solo». «Tichero está en lo cierto: esto no es cosa de una única persona». «Hay mucha gente involucrada, pero ¿quiénes son? ¿Por qué ensañarse así con los Faenorys?». Daba igual cuántas vueltas le diera al asunto, era incapaz de formular las respuestas a dichas interrogantes.

—Dígame, soldado —Gyllos miró al guardia de coraza y casco escarlata—, ¿dónde encontró esta bandera?

—Cerca del cuarto muelle, señor —respondió enseguida, rígido como una estatua.

—Ya veo... —«Los muelles del primero al décimo pertenecen a la familia Flaerys», recordó Gyllos. No tenía sentido que una tela con el símbolo de los Faenorys apareciera en una zona del puerto que era exclusiva de los hombres y empleados de Tichero. El misterio se complicaba, y la teoría del complot cobraba cada vez más fuerza.

«¿Por qué vincular a Tichero con el atentado?», Gyllos no comprendía el motivo de aquella jugada. El Señor del Mar había salido gravemente perjudicado debido al ataque a su palacio: destinó un buen porcentaje de oro en compensaciones a las familias de los fallecidos y en la seguridad general de la ciudad. Si había un hombre comprometido a resolver el misterio y apresar a los culpables, ese hombre era Tichero.

Todos, incluso los mendigos de la Ciudad Ahogada, sabían acerca de las exhaustivas investigaciones que Gyllos y una docena de oficiales de las casas nobles de Braavos llevaban a cabo, siendo respaldados por la autoridad del regente. Este había ordenado redoblar las patrullas en las aduanas, en la ciudad y en los puertos y suspender cualquier evento como ferias o desfiles hasta nuevo aviso.

Pese a las quejas por sus estrictos edictos temporales, nadie, ni el más crédulo de los idiotas o el más férreo de sus detractores, señalaba al Señor del Mar como uno de los posibles implicados del trágico suceso.

¿Qué ganaría Tichero destruyendo su propio hogar? Nada.

¿Qué obtenía al meter piratas a su nación y matar a los asistentes de su fiesta? Nada.

Él era una víctima y, contrario a los seis grandes magísteres de Braavos, hacía todo lo que estuviera a su alcance con tal de comprender quiénes eran los artífices del intento de asesinato en contra de Garson Martell y cuáles eran sus motivaciones para apuñalar por la espalda a su país.

—Buen trabajo—dijo Gyllos, guardando el pedazo de tela chamuscado en uno de los bolsillos de su chaleco negro—. Sigan buscando.

—Sí, señor.

El soldado se retiró. Gyllos podría haberle pedido que guardara silencio respecto a las pruebas, pero era consciente de lo inútil que habría sido. Aquel guardia de armadura rojiza era un Essiris, y en cuanto terminara su turno iría corriendo a contarle sus hallazgos a su sargento, el cual, a su vez, se acercaría a lord Essiris y le informaría acerca de aquellas pistas.

Por ende, adelantándose a ellos, Gyllos se encaminó al palacio del Señor del Mar, reuniéndose con Tichero y compartiéndole los descubrimientos y avances del caso.

La sala en la que se juntaron era una ubicada en la tercera planta del hogar del Señor del Mar. Se trataba de una cámara modesta en comparación a las demás, no muy amplia ni demasiado larga. Sus paredes eran decoradas por exquisitos tapices, y su suelo, por alfombras rojizas, su techo abovedado lleno de dibujos de guerreros combatiendo con bestias que parecían moverse debido a las sombras proyectadas por las llamas de los braseros en las esquinas del cuarto.

No había muchos muebles, únicamente un escritorio de madera de arciano y un enorme asiento acolchonado al fondo, en el que se sentaba Tichero, con las manos entrelazadas delante de su vientre. Vestido con ropajes de terciopelo y seda azul y violeta, hizo a un lado los documentos en los que trabajaba en cuanto Gyllos entró al estudio.

Escuchó atentamente las palabras de su buen amigo espadachín, y luego habló:

—Esto es grave —su expresión seria denotaba preocupación—. ¿Puedo ver esa madera y la supuesta bandera de los Faenorys?

Gyllos, que había traído consigo el tablón chamuscado, lo colocó con cuidado sobre el escritorio, asegurándose de que el hollín no manchara la reluciente superficie y los papeles. Sacó del bolsillo de su chaleco la tela sucia y se la tendió al regente, que la agarró sin importarle la mugre que la cubría.

Tichero examinó ambos objetos y miró a Gyllos.

—La bandera es falsa —dictaminó, lanzándole el pedazo de tela.

La Primera Espada atrapó la evidencia en el aire, arqueando una ceja.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Porque eso no es una bandera; es un pañuelo. Normalmente, los soldados Faenorys los atan a sus lanzas o en sus brazos.

—He oído que los usan con fines estéticos —mencionó Gyllos, viendo con más detenimiento la tela chamuscada.

—Sí, y también sirven para identificar a uno de los suyos y diferenciarlos del resto.

—Es demasiado ostentoso.

—¿Y mis soldados con cascos emplumados son menos llamativos? —Tichero levantó una ceja, divertido.

Gyllos esbozó una sonrisa.

—¿Podemos concentrarnos en el hecho de que alguien busca inculpar no solo a tu casa, sino a otras dos?

—¿Por qué debería preocuparme? Es obvio que quien quiera que fuese el encargado de plantar las falsas pruebas era un estúpido.

—También pensé que podría tratarse de un engaño —Gyllos guardó el pañuelo nuevamente en su chaleco y se cruzó de brazos—. Quizás los conspiradores tratan de despistarnos.

—O, tal vez, uno de ellos ha decidido traicionar a sus compañeros cuando su plan no funcionó.

—¿Tú crees?

Tichero se encogió de hombros.

—Debemos explorar cada posibilidad, escenario o teoría. Estos tipos no tienen escrúpulos. Traicionaron a su nación; dudo que entiendan el significado de lealtad.

—Aun así, exponer a uno de sus cómplices implicaría exponerse a sí mismo —señaló Gyllos—. Estén los Faenorys envueltos o no en el atentado, apuntarlos como culpables es una estupidez. Si resultan ser inocentes, los que intentan incriminarlos se habrán delatado, y si, al final, lady Faenorys y su padre son cómplices, pues habremos descubierto a uno de los conspiradores.

—Pero, de todos modos, nos han confundido, han hecho que dudemos de nuestros supuestos aliados. Es una jugada astuta.

—Eso no aclara mucho las cosas —sus dedos tamborilearon rápidamente sobre la empuñadura de Escarlata—. Asumiendo que forman parte de un elaborado complot, ¿por qué los Faenorys traicionarían a Braavos, a ti?

Tichero se acomodó en su sillón.

—Oro, poder, gloria... Se me ocurren varias razones más.

—Son una casa que se ha mantenido neutral por siglos. Ni siquiera participaron cuando Braavos entró en guerra con Pentos. ¿Por qué optarían por actuar ahora, cuando tú, el hombre más rico de la nación, dirige el país?

—Ni idea —Tichero se puso de pie y rodeó el escritorio, las manos regordetas tras la espalda—. Tendremos que averiguar si están verdaderamente de nuestro lado o si están contra nosotros.

Gyllos asintió.

—Investigaré a los Oniruss y enviaré a algunos guardias a vigilar los movimientos de los Irnah y los Orlliros.

—No te olvides de los Flaerys —dijo el regente.

Confundido, desconcertado, Forel miró a Tichero.

—¿Qué estás...?

—Por si no lo recuerdas, tengo familia —respondió el Señor del Mar, serio pero sereno, un deje de rabia y asco se oyó en su tono.

Gyllos cerró sus dedos en torno al pomo de rubí de su espada, la sangre ardiendo en sus venas. No había olvidado los actos de aquellos sinvergüenzas.

—Esos bastardos no se merecen apellidarse Flaerys.

—No, pero seguimos compartiendo más que el apellido —meneó la cabeza, deteniéndose a un costado de Gyllos—. Como sabes, ellos son buenos en los negocios y, afortunadamente, carecen del valor para maquinar a mis espaldas, así que les permití conservar el control de una pequeña flotilla de barcos mercantes.

—Todavía no comprendo por qué los dejaste vivir...

—Un jardinero que aplasta gusanos que pueden ser de utilidad no es un jardinero inteligente.

—Son una plaga.

—No lo niego.

—¿De verdad quieres que los vigile?

—Dudo que mi sobrino haya olvidado el castigo que sufrieron sus padres. Honestamente, yo sí estaría resentido y querría vengarme.

—Tú no mandarías a matar gente inocente ni secuestrarías una niña —repuso Gyllos.

Tichero meneó la cabeza, palmeando la espalda de Gyllos, que lo siguió con la mirada mientras retornaba a su asiento.

—Me conmueve que todavía me consideres un buen hombre, Gyllos.

Aquellas palabras estremecieron a la Primera Espada de Braavos.

—Lo eres, Tichero —aseguró, firme.

—No, Gyllos —replicó, severo, una sombra cubrió sus ojos oscuros—. Un buen hombre no mandaría a uno de sus amigos más cercanos a espiar al sobrino cuyos padres desterró ni a quienes votaron para que un honorable príncipe como Garson volviera a su hogar. Un buen hombre no te pediría lo que estoy a punto de pedirte.

Gyllos tragó saliva duramente, sus dedos clavándose en la unión del pomo y la empuñadura. Respiró hondo, enderezó su postura y alzó la vista.

—¿Qué necesitas? —preguntó, disimulando su nerviosismo y su terror interno. Rezó para que Tichero no le ordenara cometer una locura o una atrocidad. 

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