𝐗𝐋𝐕

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La sala de reuniones se hallaba envuelta en un absoluto, tenso e incómodo silencio. Gyllos, que se erguía a un costado de Tichero, miraba fijamente la puerta doble de ébano de tres varas de alto y la larga mesa de madera pálida con toques dorados que se extendía delante de su amigo, quien aguardaba sentado en el asiento posicionado en uno de los extremos del mueble, una espléndida y enorme silla de arciano y madera de hierro. Ninguno de los dos había intercambiado palabra ni mirada alguna, y eso no era una buena señal.

La carnicería había transcurrido hacía semanas, casi un mes, y Tichero había volcado cada pizca de su esfuerzo en reinstaurar algo de orden en la ciudad. Pero, para su desgracia, los disturbios y saqueos eran más y más frecuentas, y tres de cuatro nobles se rehusaban a brindar sus fuerzas a Tichero o siquiera oír sus peticiones; aparentemente, muchos lo consideraban el directo responsable de las tragedias acontecidas en los últimos dos meses, y Gyllos no entendía cómo alguien siquiera podría apuntar a Tichero y acusarlo de semejantes crímenes. Su amigo no era un santo, y su filosofía de regirse por lo necesario y no lo correcto era cuestionable, pero su compromiso con Braavos era genuino y no existía prueba de que estuviera implicado en los atentados de Irnah, Oniruss, Faenorys o la otra docena de nobles que murieron previamente a la Masacre de los Siete Días, como habían motejado los ciudadanos a la guerra civil.

Gyllos sabía que las acusaciones eran un acto de desesperación de los magísteres, nobles y del pueblo llano, una acción basada en el clima de temor, paranoia y desconfianza que se había asentado Braavos luego de la masacre propiciada por el General Traidor y sus huestes. Sin embargo, era peligroso que el pueblo, ricos y pobres, esparcieran tales rumores sobre el hombre que había explotado todos los recursos a su alcance con el fin de evitar el enfrentamiento armado y las cientos de miles de muertes que acarreó el trágico evento orquestado por Essiris. Pero necesitaban un culpable, y como los conspiradores cuyas identidades fueron reveladas por las cartas íntimas de Vogeo entregadas por Viria Oniruss se encontraban pudriéndose en sus celdas, los dedos de la gente apuntaron a Tichero, la máxima autoridad del país.

«¿Cuándo los habitantes de esta nación se volvieron los unos contra los otros?». «¿En qué momentos nos convertimos en nuestros propios enemigos?». Gyllos no descifraba las respuestas a esas interrogantes ni a las más de mil que lo atormentaban.

Dromin, que también estaba en la cámara y se ubicaba a la derecha del Señor del Mar, revisaba una miríada de cartas y papiros regados encima de la mesa. Había elegido una de sus varias túnicas esmeraldas para vestir ese día, y se veía diez veces menos estresado y fatigado que una semana atrás. No obstante, todavía distinguía las bolsas negras bajo sus párpados y las líneas rojas que surcaban sus ojos. «¿Hace cuánto que no duerme?». «¿Dormirá siquiera?», se cuestionó.

Enterarse de que el norteño seguía vivo había supuesto una noticia de puro júbilo para Gyllos, serenando uno de los profundos miedos que lo aquejaban. Su reencuentro fue ameno pero breve, dado que la restauración de Braavos demandaba la completa atención y energía del maestre ponientí. Predispuesto a asistir a los desamparados y a los heridos siempre que lo requiriesen, Dromin ni siquiera pudo ponerlo al corriente de los sucesos de las semanas posteriores a la batalla o aclarar las inquietudes que lo perseguían, pero había prometido que cuidaría de Daeron mientras él sanaba y descansaba, gesto y juramento que Gyllos valoró en demasía.

Realmente era un buen amigo, y le partía el alma observarlo en esas pésimas condiciones.

La puerta del salón se abrió de par en par, y los miembros del consejo comenzaron a arribar uno a uno, sacándolo de sus pensamientos.

Uma Faenorys, que había heredado el título de magíster de su padre y obtenido el cargo de Maestra de los Susurros en el consejo por su invaluable ayuda durante la contienda, fue la primera en llegar. Aderezada de pies a cabeza con un atuendo de seda azul salpicada por detalles dorados, la joven cubría sus rasgos inferiores usando su característico abanico decorado por perlas de oro y diminutos zafiros; el rizado cabello castaño suelto derramándose sobre su espalda y hombros como un río de cobre; los orbes marrones escrutando los adornos y asientos a los laterales de la mesa con intensa y disimulada curiosidad.

Vahleenys Dras, nombrada hacía dos semanas Gran Almirante a causa de su desempeño repeliendo el ataque al Puerto Púrpura y desbaratando la barricada de navíos Essiris, se presentó poco después, saludando con una asentimiento al Señor del Mar, a Uma, a Gyllos y a los demás integrantes del consejo a medida que fueron apersonándose. Portando su atuendo de almirante, una prenda de mangas largas, hombreras adornadas por cabezas de leviatanes esmeraldas y que le rozaba los talones, junto a un pantalón reforzado con partes de cuero endurecido y unas altas botas grises, la mujer parecía más un capitán de un barco que una dama. Era corpulenta, de estatura baja, rostro cuadrado, fuerte, y hombros y nariz anchos; sus grandes ojos azules resaltaban debido a su piel broncínea, y sus labios partidos por una cicatriz permanecieron inmóviles en una recta línea horizontal. Su cabello negro, contrario al de Uma, iba recogido hacia atrás en un rodete, sujeto por un prendedo sencillo de hierro.

Minutos más tarde, arribaron a la par Saahro, Amo de las Monedas, y Crellaryo, Guardián de los Tesoros. El primero, de contextura delgada y cara luenga, se había puesto su vieja y sencilla túnica turquesa, arremangándose sus vastas mangas para sostener entre sus brazos la inmensa cantidad de papeles y libros de cuentas que, se rumoraba, llevaba consigo incluso a la cama. Temblaba tanto como una rata acorralada por una manada de gatos, y Gyllos no supo si era por su timidez o el peso de sus tomos. Sus ojos verdes se incrustaron en el suelo de la sala desde el momento en que entró, y no los despegó ni al dirigirse a Tichero con un cortés ademán de muñeca.

Por su parte, Crellaryo, sonriendo de oreja a oreja, realizó un amplio gesto de mano; los anillos enjoyados de oro y plata en sus dedos refulgiendo a la luz de las antorchas, los rayos del sol fluyendo por el terciopelo y la seda anaranjada de su camisa y los bordes de bronce de su chaleco de cuero. El hombre era alto, de cuerpo regordete, brazos delgados, nariz aguileña mucho más pronunciada que la de Gyllos y papada asquerosa. Su labio superior se encontraba tapado por un bigote pelirrojo que iba de una comisura a la otra. Sufría una calvicie incipiente, pero aún conservaba un resquicio de lo que en un pasado distante fue una radiante melena rojiza en la parte posterior de su cabeza, pero arriba de esta no había pelo.

Tras el dúo, Buuqan, Ejecutor del Señor del Mar y Gran Inquisidor, se adentró en la cámara y se mantuvo mudo, dedicándoles un mudo saludo a los demás con un sutil movimiento de cabeza. Al sentarse en su respectivo asiento, no se quitó el yelmo ni el velo de tela negra que resguardaba sus rasgos; los retorcidos cuernos de cabra a los costados del casco absorbiendo el fulgor de las llamas de los braseros. Revestido con su armadura de metal oscuro, el verdugo de criminales y traidores no pronunció ni una palabra, y Gyllos tuvo que aguzar su oído para percibir su respiración. Se trataba de un hombre de altura promedio, pero su coraza y el distintivo cráneo de cabra tallado en su yelmo lo hacían lucir más grande y fornido de lo que era.

Y, por último, Mara, la Gran Sacerdotisa del Templo de Braavos, atravesó el umbral de la puerta, que cerró detrás de ella. Gyllos apretó el rubí de Escarlata, siguiendo con la vista a la mujer de tez oscura y túnica carmesí, quien caminó con pasos quedos y las manos cruzadas delante del vientre hasta llegar al asiento que ocuparía en el consejo; los toques dorados que imitaban la silueta de las llamas centelleando como los aros de fuego rojo que rodeaban sus iris marrones. La fanática religiosa escudriñaba con su vista a todos en el salón, yendo de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, hasta que sus iris se detuvieron en Gyllos. Mara esbozó una suerte de sonrisa que avivó la rabia en el interior del espadachín, el cual, tragándose su ira y fingiendo no haberse percatado de la mueca burlesca de la Gran Sacerdotisa, no perdió la compostura ni amagó con mirarla.

Tichero aplaudió, un aplauso poderoso y seco. De inmediato, los miembros del consejo centraron su atención en el Señor del Mar y se sentaron en sus lugares correspondientes. Los cuatro asientos en el lateral izquierdo los ocupaban el Amo de las Monedas, el Guardián de los Tesoros, la Maestra de los Susurros y el Gran Maestre, estando Dromin más cerca de Tichero; y, en el costado derecho, yacían la Gran Almirante, el Ejecutor y la Gran Sacerdotisa, teniendo una silla vacía en vista de la ausencia y carencia de un General. Por ende, no había nadie llenando el hueco a la derecha de Tichero, salvo Gyllos, a quien ni la peor de las amenazas lo disuadiría de colocar su culo en ese asiento.

Rebuscando entre los pliegues de sus ropajes, en los bolsillos de sus vestimentas o en las alforjas de sus cinturones, los presentes posaron en el centro de un pequeño círculo de madera enfrente de ellos unas perlas púrpuras. Todos se observaron mutuamente, y luego voltearon a ver a Tichero, esperando que hablara, pero la boca del regente no se movió ni un palmo. La tensión se palpaba en el ambiente, y un incipiente nerviosismo nació en la mayoría de los integrantes del consejo.

—Imagino que se preguntan cuál es el siguiente paso, ¿verdad? —Tichero rompió el silencio en la sala destinada a las asambleas de su Consejo Privado. Los hombres y mujeres se agitaron en sus sillas, tensándose y sudando frío, pero no hubo contestación o comentario que brotara de sus labios—. Vamos, respondan. Quiero oír sus ideas.

—Bueno... —dijo Saahro Qhilorys, Amo de las Monedas—. Ayer revisé las arcas de las mansiones de los magísteres y las que están registradas a sus nombre en el Banco de Hierro, para estimar cuánto podrían invertir en la reconstrucción de la ciudad y...

—¿Disculpe? —El Señor del Mar parpadeó, confundido, mirando con sorpresa e incredulidad a Saahro—. ¿Invertir? ¿Invertir en qué? No estamos construyendo una casa de apuestas, un burdel, un astillero, un puerto o un banco. No, señor, no se trata de una inversión ni de un préstamo, Saahro. Está muy equivocado si cree por un segundo que los magísteres, nobles o mercaderes tienen opciones. Después de la traición de Arallypho, se terminaron los acuerdos comerciales o debates financieros: ellos van a entregar una porción de su riqueza para la reconstrucción de su país, y lo harán de buena fe o me veré obligado a quitarles sus títulos y confiscar cada maldita moneda a su nombre.

—El asunto es delicado, mi Señor —mencionó Saahro, nervioso, aclarando su garganta e intentado disimular su inquietud con una temblorosa sonrisa—. Los Irnah han perdido su mansión hace poco y el noroeste aún no tiene magíster; el distrito sur carece de uno también y ha sufrido graves daños durante el ataque de Arallypho; los Oniruss están luchando por mantener las cosas en orden en el oeste, pero los herederos de Essiris se rehusan a aceptar su ayuda y varios nobles menores están ganando poder e influencia a causa de los subordinados de Arallypho que los Capas Violetas capturaron y encarcelaron.

—Recuperamos el oeste, señor, pero a un gran precio —dijo Uma Faenorys, recientemente nombrada Maestra de los Susurros y magíster del distrito este—. Y todos sabemos que Viria Oniruss no permanecerá por demasiado tiempo en el puesto de magistrada. Hemos reestablecido el orden en los distritos occidentales gracias al esfuerzo de los Capas Violetas y Rojas, pero, con los Capas Celestes y los Capas de Acero disueltos y encerrados, nuestras fuerzas no dan a basto.

—En tan solo siete días, casi cuarenta mil soldados murieron —anunció Vahleenys Dras, Gran Almirante de la Flota de Braavos, a quien habían ascendido tras la muerte de Arallypho, que había ostentado ambos cargos—. Una dos cuartas partes de nuestro ejército fue destruida, y decenas de nobles, grandes o menores, están desprotegidos, y sin guardias merodeando por las calles, es cuestión de tiempo para que los bandidos y criminales empiecen a hacer de las suyas.

—¿Y qué hay de la flota? —cuestionó Saahro.

—Cincuenta galeras hechas añicos y veinte dromones decorando las inmediaciones de la Entrada de la Laguna y el Puerto Púrpura. Romper el bloqueo de Arallypho nos costó más de lo que pensamos... —admitió, frustrada, arrugando el entrecejo y cerrando sus puños sobre la mesa.

—Si no fuese por usted, Vahleenys, nuestras rutas de suministros y comercio hubieran seguido estancadas —comentó Uma—. Fue un movimiento ingenioso atacar a los barcos de Arallypho cuando el Señor del Mar atacó el Fuerte de Hierro.

—Basta de halagos, ¿sí? —Interrumpió Crellaryo Thelon, Guardián de los Tesoros—. Estamos discutiendo cuánto nos llevará y cuánto nos costará devolver Braavos a la normalidad.

—¿Normal? —Gyllos abrió la boca por primera vez en horas—. ¿Cómo pretende que algo vuelva a ser normal luego de que una guerra civil azotó nuestro país?

—No es por ofender, Primera Espada, pero usted no es miembro de este Consejo y no tiene derecho a...

—¿Derecho a qué? —preguntó, severo, entornando los ojos—. Déjeme aclararle un par de detalles, Crellaryo. Usted, junto a la mayoría de los que están en esta mesa, a excepción de Uma o Vahl, se escondió en su mansión cuando miles de hombres y mujeres daban la vida allá afuera, y yo estuve junto a esos hombres y mujeres. Los vi pelear, los vi morir, y no detrás de una ventana de cristal tintado, sino de frente, a dedos o palmos de distancia —relató.

» Y, como yo, decenas de miles de otros observaron fallecer no solo a esos valientes soldados, también a sus amigos y familiares, quienes murieron a manos de los perros de Essiris. Sus cuentas son exactas, Vahl, veinte mil soldados murieron, pero no nos olvidemos de los demás. Según Kyarah, Quinta Espada de Braavos, habrá entre cincuenta a sesenta mil muertos en las piras funerarias, y eso que no han acabado de sumar cadáveres.

—Es una exageración —bramó Crellaryo, pasmado.

—Quizá no se haya percatado todavía, señor Crellaryo, pero, en la guerra, las bajas de los ciudadanos duplican o triplican a las de los soldados. ¿Espera que la gente vuelva a su actividad cotidiana después de que setenta, ochenta, noventa o tal vez cien mil de sus hermanos y hermanas murieran en una guerra que devastó su hogar? ¿Realmente piensa que, de la noche a la mañana, todo quedará en el olvido? ¿En serio es tan ingenuo?

Sonaba cruel, pero era la verdad. Braavos había sobrevivido, pero con incontables cuerpos apilados en las calles, cientos de edificios reducidos a escombros, calles, avenidas, puertos y mercados plagados de huecos o manchados de sangre inocente. Nadie, ni siquiera el fuerte pueblo braavosi, más dividido y fragmentado que nunca debido a las atroces acciones del general traidor, se recuperaría de un momento al siguiente de semejante catástrofe.

Braavos era una nación poderosa, unida por un pueblo que había sabido hacer a un lado sus aspiraciones personales y abocarse a la labor de erigir un reino en el que, independientemente del color de la piel, del cabello o de los ojos, cualquiera en busca de libertad tuviera un lugar donde refugiarse y vivir a salvo de los terrores y tiranos que acechaban y gobernaban el continente. Si bien había peleas internas y la corrupción poco a poco se gestó en el corazón del país y sus ciudadanos, estos siempre se mantuvieron fieles a sus máximas y procuraron anteponer el bienestar de su ciudad a la integridad individual de cada uno; a excepción de casos particulares, claro. Sin embargo, aunque Arallypho no los había asesinado ni erigido un nuevo Braavos pavimento por sus huesos y cenizas, había roto ese pacto y escupido en sus ideales de una forma sin precedentes.

Había vuelto a hermanos contra hermanos, a padres contra hijos, a amigos contra amigos, a braavosis contra braavosis. No había sido un evento aislado; fue un acontecimiento de proporciones inimaginables que se había cobrado cien millares de almas y, sobre todo, quebrantado la hermandad de los braavosis. Un daño que, sin dudas, era peor que una puñalada directa a su orgullo nacional. Los monumentos desmoronados, los cuantiosos gastos monetarios o el caos de los distritos no eran comparables a la falta de esperanza y el recelo que había vislumbrado en las miradas de las personas en las calles.

Contemplar la decadencia de sus hermanos y hermanas le partió el corazón a Gyllos. Apenas habían transcurrido unas semanas, y el carácter amable, compasivo, gentil, noble y solidario de las personas a las cuales había protegido se había visto desplazado y reemplazado lentamente por una actitud hostil, egoísta, desconfiada y desdeñosa. Un proverbio común decía que la gente en tiempos de necesidad se unía más que nunca, pero Braavos parecía haber adoptado un comportamiento completamente opuesto, y una creciente desilución y consternación se fraguaban en el interior de Gyllos. No dejaría de asistir a las víctimas ni renunciaría a su puesto y responsabilidades de Primera Espada, pero ver a su país en aquellas deplorables condiciones representó un contundente y despiadado golpe a su visión un tanto idílica de Braavos.

Arallypho los había herido de gravedad. Su nación se hallaba agonizando, y si no hacían algo pronto, perecería.

—Mi amigo Gyllos está en lo cierto —dijo Tichero—. Recobrar la grandeza de nuestra patria y la confianza de nuestro pueblo no será una tarea sencilla o que podremos lograr en unos días, semanas, meses o años. Pasamos por tiempos de crisis, y debemos procurar que los ciudadanos se unan o, al menos, no inicien una segunda guerra civil.

—Mis sacerdotes y sacerdotisas están trabajando en la unificación del pueblo llano —comentó Mara, sentada en medio de Saahro y Vahleenys, las manos cruzadas sobre su regazo, sus orbes barriendo la zona, escrutando las caras de los demás—. La fe es una luz para la gente de Braavos, un faro en la oscuridad que ha esparcido Arallypho, y muchos han encontrado un refugio e incluso un nuevo propósito en la alabanza al Señor de la Luz. Nuestras bendiciones nos han permitido ayudar a los afectados por la guerra, pero varios se han mostrado reacios y desconfiados de nuestra palabra.

—Imponer una religión no es fácil, ¿eh? —preguntó Gyllos, cínico.

Mara lo miró por el rabillo de su ojo, soltó un suspiro y meneó la cabeza.

—Es libre de creer lo que quiera, Primera Espada, pero los hechos hablan por mí. Si los soldados que lord Tichero despidió no se han alzado en armas o han reclamado los distritos para ellos, es gracias a mis esfuerzos y lo de mis allegados.

—Sí, en cambio, usted les ha ofrecido integrarse a la rama militante de su iglesia.

—La Mano Roja es el brazo armado del R'hllor. No sirven a ningún hombre o mujer del Templo del Corazón Rojo, solamente responden al mismo R'hllor.

—Y, como su dios no puede hablar y se comunica a través de los Grandes Sacerdotes o Sacerdotisas de su iglesia, usted tiene un ejército de dos mil soldados a su disposición. Si no contamos a los miles de feligreses que la siguen con un fervor inhumano, por supuesto.

—Gyllos, Mara, por favor. —Tichero alzó ambas manos, acallándolos sin elevar la voz—. En la última reunión habíamos aclarado que este tipo de discusiones se realizarían en privado. Pueden arreglar sus diferencias y pelearse luego, ahora lo que nos compete en esta asamblea es llegar a un convenio acerca de los recursos que necesitaremos para comenzar la reconstrucción de Braavos y cómo conseguirlos sin desencadenar otra guerra.

—Concuerdo —dijo Uma—. Tenemos que hallar una manera de convencer a los grandes nobles y a los nobles menores de apoyarnos.

—Muchos no están interesados. —Saahro juntó sus manos a la altura de la barbilla—. Les preocupa perder lo poco que les queda tras la guerra.

—Requisamos varias de las arcas de los nobles traidores que murieron durante el conflicto, pero aún no decidimos qué haremos con los que capturamos, y por ende, no estamos en derecho de confiscar sus fortunas y bienes —explicó Crellaryo—. Sus herederos, que recientemente se les dio por aparecer, se enojarán si les arrebatamos el oro y la plata que sus padres y antepasados adquirieron por siglos.

—A ver, a ver. —Los detuvo Buuqan, el Ejecutor—. Discúlpeme, señor, pero ¿está planeando despojar de sus riquezas a los hijos de los nobles que se rindieron luego de la muerte de Arallypho? —interrogó, conmocionado, mirando a Tichero.

—Sé que eres lento de pensamiento, Buuqan, pero intenta seguir el ritmo de la conversación, ¿quieres? —comentó el Guardián de los Tesoros.

—Es que... no lo entiendo —confesó el Ejecutor—. Comprendo que necesitamos fondos, pero ¿por qué jugar con fuego? ¿Por qué arriesgarnos a iniciar una nueva guerra?

—Porque, por si no te diste cuenta, nuestros recursos no bastan —contestó—. Una quinta parte de las arcas del palacio ya se ha gastado en alimentos, agua, materiales para que los curanderos hagan bien su trabajo y en la creación de refugios provisionales para la población.

—Ni la mitad de los cargamentos que compramos en Pentos, Qoho, el Dominio y las Tierras de la Corona han arribado, así que ese precio se duplicará cuando los suministros desembarquen —agregó Saahro.

—Las arcas del palacio continúan rebosando de lingotes y monedas de oro, y no dudaré en abrir las bóvedas de los Flaerys, tampoco las que están a mi nombre en el Banco de Hierro —aseguró Tichero, posando sus palmas delante de su barriga—. Pero, si bien gastaré una buena cantidad de mi fortuna, endeudarme o vaciar por completo las arcas de la casa Flaerys y el palacio del Señor del Mar no es una opción.

—Debemos ser precavidos, mi Señor, y aclarar nuestras prioridades —vociferó Dromin—. Charlamos de arcas, herederos, reconstrucción, religión, pero hace no más de dos semanas que reabrimos nuestros puertos, y las rutas marítimas por las cuales solían navegar nuestras embarcaciones están infestadas de piratas y corsarios.

» De acuerdo a los testimonios de los capitanes y tripulaciones que permanecieron en altamar mientras nosotros lidiábamos con Essiris y sus lacayos, defender la totalidad de las vías les resultó imposible, por lo que se limitaron a retener las más esenciales. En otras palabras, tenemos caminos seguros y que proveerán de comida a Braavos, pero es menester retomar las sendas en altamar si queremos recobrar la estabilidad económica del país.

—La Triarquía ni siquiera conoce qué tiene en su poder —dijo Vhaleenys, la rabia danzando en sus iris castañas—. Esos desgraciados asaltaron nuestros buques cuando estábamos desprevenidos y se asentaron en nuestras rutas como si les pertenecieran. Señor del Mar, si me concede el honor, la Flota de la Libertad partirá enseguida.

—Hey, hey, hey. Alto ahí, chica. —Intervino Crellaryo—. Recién terminamos una guerra, ¿y tú quieres meterte en otra?

—Lamento coincidir con el Guardián de los Tesoros, pero no estamos en un buen momento política, social, económica o militarmente —habló Uma, moviendo su abanico—. Nuestro general se reveló como traidor y, al morir, nos dejó desprotegidos, desmoronando la cadena de mando de la milicia. Una de las Espadas de Braavos ha muerto, la Segunda desapareció y la Primera, Cuarta y Quinta recibieron lesiones que, de no haber sido gracias a los sortilegios de la Gran Sacerdotisa Mara y la experiencia del Gran Maestre Dromin, hubiesen sufrido el mismo destino de Qhuaalo. Y eso no es lo peor, sino que, como bien ha dicho Gyllos, perdimos alrededor de cuarenta mil soldados, ya por destierro, encarcelamiento, destitución o haber muerto en combate.

—¡Cuarenta mil! —Resaltó Crellaryos—. ¡Cuarenta mil soldados! ¿Y tú propones comenzar una guerra contra la Triarquía con los treinta o cuarenta mil que a duras penas sobrevivieron? Dioses, ni siquiera sé si nuestras tropas rozan siquiera los treinta mil efectivos.

—Si contamos a los heridos y a los recientes reclutas... —empezó Saahro, en un tímido murmullo, jugando con sus dedos—. No creo que los números estén a nuestro favor, Gran Almirante. Y las guerras, como verá, cuestan, y mucho. Demasiado.

—Lo entiendo, en serio; pero las rutas marítimas son esenciales para el comercio braavosi, y si la Triarquía descubre qué son y en dónde están asentadas sus naves, enviarán a sus flotas y será imposible sacarlos de allí. —Vahleenys miró a todos de izquierda a derecha, clavando su vista en la figura fofa de Arallypho, quizás buscando el apoyo de alguno de sus compañeros—. ¿Creen que las bajas durante la Masacre de los Siete Días fueron devastadora? No tienen idea de cuántos más morirán si el Alto Consejo establece uno o varios bloqueos.

—Los mercenarios y piratas de la Triarquía se encuentran congregados en los Peldaños de Piedra y las Tierras de la Discordia. —Uma hizo un ademán con su mano libre sin detener el vaivén de su abanico, que cubría la parte inferior de su rostro—. Tratan de invadir los territorios de los volantinos, Qohor y Pentos, y su obstrucción en el Mar Angosto parece no tener fin. A pesar de los meses de lucha, Corlys Velaryon y Daemon Targaryen no han expulsado a las tropas de Myr, Lys y Tyrosh, por lo que sé y dicen los chismes. Lo único que detiene al Alto Consejo de centrar su atención en nuestras rutas son los Dothraki; me han contado que están muy hambrientos de conquista y un caudillo infame los dirige.

—¡Al fin esos salvajes sirven para algo más que no sea destruir, matar, robar y violar! —clamó Crellaryo, riendo—. ¿Lo ve, Gran Almirante? No hay de qué preocuparse. Deje que los Señores de los Caballos y sus incursiones distraigan a la Triarquía.

—Distracción o no, es cuestión de tiempo para que los miembros del Alto Consejo o algún capitán corsario lo suficientemente astuto se percate del valor de las rutas —señaló Dromin, severo—. Y, en cuanto lo sepan, tendremos que emprender una campaña de liberación, y entraremos en guerra abierta con la Triarquía. Es inevitable, ellos no se retirarán y tampoco negociarán; y si negocian, nos traicionarán y se irán con las manos llenas.

—Entonces, ¿cuál es su sugerencia, Gran Maestre? —cuestionó el Guardián de los Tesoros, hastiado—. Si queremos recuperar las vías, tendremos que pelear, y Braavos no puede prescindir de sus soldados, no ahora.

—Pero —dijo Saahro—, si no expulsamos a los piratas, nuestros suministros, ingresos y poder se reducirán y, en consecuencia, la reconstrucción de Braavos se retrasará y la comida escaseará.

—Nos hallamos en una encrucijada, mis colegas, pero su perspectiva es limitada. —Mara meneó la cabeza, escondiendo sus dedos en las amplias mangas de su vestido—. Están tratando de solucionar esto por cuenta propia, en lugar de acudir a sus aliados.

—¿Cómo dice? —Buuqan no comprendía nada a juzgar por su tono.

—R'hllor provee, y mis hermanos y hermanas en las otras Ciudades Libres, también —respondió la Gran Sacerdotisa—. La Mano Roja del Templo del Corazón Rojo es una fuerza considerable, y sus filas están conformadas por fieles guerreros que no dubitarán en pelear en nombre de mi señor. Afortunadamente, en las últimas semanas, las eminencias de las demás iglesias alrededor del mundo han aceptado reunirse y discutir el asunto sobre la Triarquía, sobre el crimen que sus integrantes han cometido contra nuestro señor.

—¿Qué estás tratando de decir? —La interrogó Gyllos, serio, directo, cortés.

—Hace unos años, cuando la Triarquía nació, los soldados de las ciudades masacraron a los feligreses del Templo del Corazón Rojo y encadenaron a los Grandes Sacerdotes y Sacerdotisas a los altares de mi dios, para luego derrumbar los templos con ellos dentro —relató, y Gyllos, asombrado, percibió un deje de lástima, rabia y tristeza en la mirada de Mara, quien enseguida respiró hondo y prosiguió—. El Sacerdote Supremo de Volantis de aquel momento decidió no actuar; su ciudad había padecido una terrible derrota por culpa de la Triarquía y no deseaba arriesgar más vidas. Pero un nuevo Sacerdote Supremo se ha levantado y nos ha ordenado a los sacerdotes y sacerdotisas del noroeste atacar al Alto Consejo.

—Así que su «Santo Ejército Rojo» se está alistando para una guerra con Myr, Lys y Tyrosh. —Gyllos sonrió, divertido, y chasqueó la lengua; sus yemas tamborileando la empuñadura de Escarlata—. Cuánta casualidad y conveniencia.

—No es casualidad, Primera Espada, ni azar o una jugada política —replicó Mara, educada, serena, grave—. El Supremo Sacerdote es el heraldo en la tierra del Señor de la Luz, su representante y elegido. Los Tigres de Volantis y tres de los cinco templos del oeste de Essos respaldan su causa.

—Creo que ha olvidado un diminuto detalle, Gran Sacerdotisa: los Capas de Tigres y los soldados esclavos de Volantis se redujeron cinco a uno tras que la Triarquía los apalizara. —Gyllos se había enterado de la matanza gracias a las noticias que los comerciantes ponientíes y yitienses compartían con los mercaderes y las cortesanas de los burdeles. Si bien habían transcurrido cuatro años del conflicto, no pensaba que Volantis se hubiera repuesto de los embates del Alto Consejo; además, eran un pueblo esclavista, y Braavos no trataba ni comerciaba con tiranos—. ¿Debo recordarle que estamos en Braavos. que somos braavosis? No le estrecharemos la mano a los Elefantes y Tigres de Volantis; sería una traición a todas nuestras tradiciones.

—Quizá suene loco, pero la Primera Espada tiene un punto —dijo Crellaryo.

—Respeto su religión, Gran Sacerdotisa, pero no pactaremos con hombres y mujeres que encadenan y azotan a su pueblo —declaró Tichero—. El más importante de los valores de Braavos es la libertad. La misma libertad que defendimos, que nuestros antepasados batallaron y sangraron por obtener, y no ensuciaré su memoria aliándome con unos esclavistas —sentenció, calmo, pero con la seriedad en su voz hizo que esta reverberar en las paredes cl cuarto como el rugido de un dragón pese a que no elevó el volumen.

—Somos braavosis, Gran Sacerdotisa —dijo Buuqan—, y no traicionaremos a los primeros de los nuestros. Supongo que usted y sus hermanos son libres de marchar contra la Triarquía, pero es su pelea.

—También es la nuestra —afirmó Vahleenys—. Me rehúso a trabajar con esclavistas, como todos en esta sala, pero no estamos en la obligación de jurarnos eterna lealtad o luchar codo a codo con ellos.

—¿Qué recomienda? —Dromin arqueó una ceja.

—Cuarenta mil. —Se puso de pie, abandonando su asiento. Se reclinó, apoyando sus palmas en la mesa, escrutando el mapa de Braavos—. Nuestras filas suman cuarenta mil soldados braavosis en total, y si les agregamos a los Capas de Tigres, lo esclavos de Volantis, sol guerreros de la Mano Roja y los feligreses del Templo del Corazón Rojo, contaríamos con, como mínimo, sesenta o setenta mil efectivos. Los Peldaños de Piedra están hechos pedazos, y las tropas de la Triarquía y los hombres de la casa Velaryon, desgastados.

—Sé qué vas a proponer. —Interrumpió Crellaryo—. Y no sucederá.

—Piénsenlo —continuó Vahl, viendo a sus compañeros—. Los Capas de Tigres habrán engrosado y reforzado sus filas en estos cuatro años, y la iglesia de R'hllor ha aumentado su número de creyentes. Desconozco si saben blandir una espada o están adiestrados en los rudimentos de la táctica y el trabajo en equipo, pero podrían apoyarnos en la pelea.

—Estás... Estás demente —comentó Saahro, en un susurro de incredulidad absoluta—. Aunque los Capas de Tigre rozaran los veinte mil soldados, y la Mano Roja, los diez o quince, y nosotros envíasemos a la totalidad de nuestra armada, no bastarían. La Triarquía estuvo años fraguándose bajo las narices de los Arcontes de Tyrsoh y magistrados de Lys y Myr, su ejército, según los agentes de Tichero, superan los ochenta mil, y eso solo si contamos a las milicias de cada ciudad. Han comprado los servicios de decenas de compañías de mercenarios y docenas de flotas de piratas, y sus números han ido creciendo desde que se apoderaron de los Peldaños de Piedra.

—Las guerras no se ganan con números, Amo de las Monedas —mencionó el Ejecutor.

—Ciertamente, pero marcan una diferencia fundamental entre las posibilidades de lograr una victoria avasallante o una derrota desastrosa —replicó Dromin, acariciando su vasta barba.

—Gran Maestre Dromin, la fe también es esencial. —Mara se irguió, observando uno por uno a los integrantes del Consejo—. Sin fe, sin esperanza, sin propósito, los soldados pierden. No obstante, la Mano Roja y los feligreses del Señor de la Luz poseen un objetivo claro y su ferviente deseo de ajusticiar a los responsables de blasfemar el nombre de su dios y a los asesinos de sus hermanos los motiva como el oro a los tyroshi.

» Tal vez la Triarquía tenga una hueste enorme, pero son piratas, mercenarios, esclavos, sicarios que no saben el significado de la lealtad o del honor y que rezan a dioses paganos, dioses muertos —clamó, la ira y decisión refulgiendo en sus orbes—. Mis hermanos y hermanas, desde los niños a los ancianos de la orden, son los hombres y mujeres más fieles que he conocido. Nuestro dios nos ha bendecido, y vengaremos a los caídos y a los profanados.

—Y, de paso, expandirán su fe. —Gyllos cerró su puño en torno al puño de Escarlata—. Escuché los rumores. Los tuyos no planean luchar junto a nosotros: están tramando una peregrinación, como la de los Ándalos hace siglos.

Mara le lanzó una mirada fulminante, los párpados entrecerrados y los labios fruncidos ligeramente; el fuego de la furia brillando en sus iris.

Gyllos se mantuvo firme y no apartó la vista de los iris marrones de la Gran Sacerdotisa.

—Nuestro deber es propagar la palabra de R'hllor —dijo Mara tras debatirse durante unos momentos—, pero no nos sentaremos a ver cómo los que torturaron y mataron a los sacerdotes y sacerdotisas de Myr, Lys y Tyrsoh devastan y envenenan. Aguardar a que la Triarquía toque a las puertas de los templos de mi señor no es una opción, Primera Espada.

—Tampoco esperar a que destruyan las de nuestra ciudad, Gran Sacerdotisa, ni la de las ciudades de nuestros aliados, pero no confío en gente que antepone su religión a las vidas ajenas o las metas que perseguimos —respondió—. ¿Quieren esparcir sus verdades? Háganlo, pero no disfracen sus intenciones u objetivos. Hablamos de guerra, de reconstrucción, de unificar, y usted solamente piensa en su dios.

—R'hllor nos acompaña, nos inspira, nos da la fuerza a sus devotos para afrontar cualquier enemigo, y nos dará la fuerza para afrontar y vencer a la Triarquía —aseguró Mara, alzando su tono, el cual se volvió una pizca más profundo, más agresivo; las llamas de las antorchas y los braseros avivándose de golpe, chispeando de forma sutil; la luz del sol que se filtraba por el ventanal a espaldas de Tichero intensificando su brillo, espantando a las sombras.

—Mara —dijo Dromin, tranquilo, pero tajante, gélido como el hielo y grave como el bramido de un oso—, nadie está dudando de la lealtad de tus hermanos ni del credo de tu templo, pero la Triarquía nos supera en números. Ellos son cien mil, y nosotros, con los guerreros de su fe y los volantinos, apenas llegaríamos a los setenta mil; si es que Volantis, la Mano Roja y Braavos mandaran a toda su armada, claro. Nuestros hombres y mujeres están agotados; el pueblo de Braavos, fragmentado, lastimado, casi roto.

» Volantis todavía no ha solventado las lesiones sufridas a manos de la Triarquía, y nosotros ni hemos empezado a solucionar las secuelas de la guerra. Necesitamos tiempo y ayuda, no más matanza.

Mara dirigió sus ojos al ponientí, pero el viejo norteño le sostuvo la mirada, escudriñando el rostro de la Gran Sacerdotisa. Ni uno de los integrantes del Consejo Privado se movió o pronunció una palabra, algunos desviaron la cara y la vista. La tensión era palpable en el ambiente y el calor se acrecentaba segundo a segundo, un calor abrasador y peligroso, como si la rabia de Mara estuviese manifestándose en el salón y rezumando del fuego de las fuentes de luz aledañas; las antorchas y braseros chispeando.

Desenvainando lentamente la hoja de su espada, Gyllos deslizó un pie delante del otro y se preparó para apuñalar el cuello de Mara. Esta lo miró de reojo, y un escalofrío de repugnancia trepó por su médula. Pero no retrocedió, sino que reafirmó su postura y se inclinó hacia un costado, con la mano aún sujetando el mango de Escarlata. «Dame una razón», pensó. «Vamos, hazlo». No anhelaba deshacerse de Mara a costa de la vida de ninguno de los presentes, pero no iba a desaprovechar la ocasión de quitarse de encima a la mujer que podía terminar de derrumbar los pilares que sostenían Braavos si revelaba sus secretos, sus crímenes, sus pecados.

Hubo un terrible y agónico silencio que se prolongó por un infinito y efímero instante, hasta que Mara dio un largo suspiro, y a medida que espiraba, el fulgor de las llamas y los rayos del sol se atenuaba. La mujer dio media vuelta y se sentó en su respectivo lugar, y Gyllos envainó a Escarlata, retomando su postura recta pero sin despegar su palma del pomo de su espada. «Hoy no», concluyó, tan aliviado como molesto.

—Pero, Gran Maestre Dromin —insistió Vahleenys—, si consiguiéramos convencer a las demás Ciudades Libres de apoyarnos...

—No quiero sonar cruel, Gran Almirante, pero lograríamos antes revivir a los dragones de valyria y firmar la paz con la Triarquía que reunir a nuestros vecinos bajo una causa en común. —Tichero se acomodó en su asiento, posando sus brazos en los apoyabrazos—. Puede que hace unos años hayamos tenido una oportunidad; sin embargo, Lorath, Norvos, Qohor ni Pentos están interesados en prestarnos ni uno solo de sus soldados. Nuestros tratados comerciales siguen intactos, pero los Dothraki y los mercenarios de la Triarquía asolan las fronteras de nuestros aliados, por lo que no les es viable apoyarnos en una guerra naval o en tierra; ya están ocupados defendiendo sus territorios.

—¿Entonces? —cuestionó Buuqan—. ¿Qué mierda haremos?

Todas las miradas de los miembros del Consejo se fijaron en Tichero, incluidas las de Dromin y Gyllos. Sinceramente, Gyllos estaba igual de confundido y perdido que el resto. La situación era, por decir menos, complicada, y no había una manera de resolver un problema y no provocar uno nuevo en el proceso. Si había alguien capaz de descifrar y trazar una estrategia sobre cómo proseguir sin iniciar una guerra civil o con la Triarquía ese era Tichero Flaerys.

El Señor del Mar, impasible y demostrando su imperturbable temple, reflexionó por un largo rato, en el que el ruido de su dedo golpeando la madera del apoyabrazos resonó en los muros del salón. Luego, se incorporó, cruzando sus manos detrás de su espalda, y contestó a la interrogante de su Ejecutor:

—Fortalecernos, rearmarnos, reabastecernos, reconstruirnos, y aprontarnos para recuperar lo que nos corresponde. —Tichero dirigió su mirada al Amo de las Monedas—. Saahro, te encargo la recaudación de las fortunas de los magísteres, grandes nobles y nobles menores. Diles que, si desean demostrar su compromiso con Braavos y forjar una ciudad más fuerte y rica, tendrán que aportar su grano de arena.

—¿Y qué hay de los herederos de los leales y traidores que murieron, mi señor? —preguntó el hombre menudo y pequeño—. No creo que les agraden sus decretos.

—Esos niños fueron prisioneros de Arallypho por meses; no tienen la culpa de las acciones de sus padres —argumentó Vahleenrys—. No sé si los utilizó a modo de moneda de cambio o chantaje, pero son inocentes. Los pecados de sus antecesores no son los suyos y no es justo que paguen por los crímenes que no cometieron.

—Sangre de traidor corre por sus venas, Gran Almirante —replicó Crellaryo—. ¿Dice que lo correcto es que no deban afrontar las consecuencias del accionar de sus padres? Su reputación está manchada, igual que su sangre, y si quieren probar que no son conspiradores ni perjuros, que lo hagan con hechos.

—Hablamos de niños —recordó Vahl—. Niños que los dioses saben qué cosas horrendas vieron y experimentaron. ¿Cómo podrían conspirar mientras los guardias de Arallypho los retenían en las salas secretas en el estómago del Titán? ¡Son inocentes! —clamó, indignada por el razonamiento del Guardián de los Tesoros.

—Quizás sean inocentes, quizás no. La única forma de confirmar su inocencia y lealtad es que se comprometan con nuestra causa.

—No tienes ni una mísera idea de lo que estás demandando, Crel —masculló la mujer, furiosa—. Niños, niñas, jóvenes que han visto a sus padres, madres, tíos y abuelos ser arrestados, exhibidos y humillados en las calles y canales de una ciudad que no reconocen. Están enojados, confundidos, aterrados... Por favor, mi señor —rogó, suavizando el tono de su áspera voz, viendo a Tichero—, perdone a los herederos y permítales llevar su duelo en paz.

Gyllos sintió el remordimiento carcomiendo sus entrañas, que escocieron, y la sensación de vergüenza trepando por su columna. Él había efectuado el secuestro de varios de esos muchachos y jovencitas; y sí, no los había dañado de gravedad, pero el pesar de sus acciones aún lo perseguían. Había separado a esos jóvenes de sus familias en una época turbulenta y empujado a los grandes señores a iniciar la guerra civil. Sin importar desde cuántas perspectivas lo estudiara o cuántos motivos justificaran su actos, si es que había uno lo bastante sólido que pudiera justificar raptar a decenas de niños y fomentar el odio entre sus hermanas y hermanos, era tan responsable como Arallypho de la Masacre de los Siete Días.

No había desentrañado cómo o cuándo Tichero se las arregló para desplazar a los herederos al Titán y por qué había elaborado esa jugada, pero era probable que su amigo se hubiese anticipado al bloqueo de Essiris y aprovechado para echarle la culpa por el secuestro de los nobles. Sin embargo, se apegó a la primera opción y desechó la segunda. Lo «necesario» regía las elecciones de Tichero, y encaraba las repercusiones de sus decisiones, por lo que no había razón que instara al gobernante a quitarse las consecuencias de su estratagema. O eso deseaba creer.

Se preparó para defender los argumentos de Vahl. «A los chicos no les vendría mal su oro y recursos...», pensó, pero no había terminado de formular las palabras en su mente cuando Tichero compartió su decisión.

...

Nota del Autor:

Buenos días, tardes o noches a todas y a todos, queridas lectoras y queridos lectores. ¿Cómo está el día de hoy? Ojalá bien, así como también espero que este capítulo no se les haya hecho pesado de digerir.

Como sabrán, hace tiempo mencioné en mi tablero un eilema que tenía con un capítulo, que era demasiado largo y no había ninuna mísera pizca de acción en él. Bueno, este es el capítulo. Sé que no todos los escritos deben ser trepidantes, emocionantes u ocultar giros de guión que hagan a la audiencia conmoverse, pero me gusta que mis escritos atrapen y retengan su atención, que los envuelvan a ustedes en el mundo y la historia que les muestro. Por eso, siento que este cap es uno que, seguramente, no captará tanto su interés, público mío, pues es uno mucho menos desconcertante y entretenido, tocando temas más políticos y siendo uno menos "divertido". Aunque, créanme, será necesario, así como la segunda parte de este que publicaré dentro de poco.

Aun así, me gustaría saber su opinión, ¿qué les pareció el capítulo? ¿Fue difícil de digerir o fácil de leer? ¿Les pareció entretenido o aburridísimo? ¿Dónde creen que estarán Myriah y Daeron? ¿Cuál será la decisión que tomará Tichero? Averígüenlo en los próximos capítulos del Rey de Plata.

Como siempre, muchas gracias por su atención, apoyo, dedicación y tiempo, y muchísimos éxitos a todas y a todos.

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