𝐗𝐕𝐈𝐈𝐈

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—¿Está seguro de esto?

—No, ni de broma —respondió Garson—. Es lo más arriesgado y estúpido que jamás hice, pero dudo que nos quede de otra.

—Podríamos escapar saltando la muralla.

—No tenemos idea de cuántos de esos ballesteros hay afuera; me rehuso a malgastar sus vidas en base a la suposición de que no estamos rodeados —replicó, agarrando uno de los escudos de bronce y madera que descansaban en la pared, la luz que se filtraba por las ventanas fluyendo a través del metal. Miró a los soldados dornienses que lo acompañaban, quienes alzaron sus escudos—. ¿Listos?

—Sí, señor —contestaron al unísono.

—Entonces, ¡conmigo!

Garson pateó la puerta doble que conectaba con el patio exterior de la mansión de los Oliross, abriéndola de par en par. El Señor de Lanza del Sol levantó su escudo, cerrando el caparazón de planchas de madera y metal que componía junto a sus hombres. Rápidamente, corrieron hacia la puerta que los conduciría al exterior de la muralla, con la esperanza de que alguno de ellos fuese lo suficientemente veloz como para regresar al palacio de Tichero y solicitar refuerzos.

Los dardos y saetas no tardaron en caer sobre la formación, golpeándolos con la fuerza abrumadora de una tormenta, hendiendo sus escudos, astillándolos. Garson observó a través de una brecha en el escudo que sostenía la silueta de uno de los tiradores. Pero, desgraciadamente, no pudo ver con claridad el tono de su atuendo ni algún símbolo que indicase a cuál familia pertenecía.

Apretó los dientes, chasqueando estos en un gesto de rabia. Sin embargo, la frustración no lo detuvo, sino que lo hizo avanzar más deprisa. Luego de un eterno recorrido de apenas unos metros, con los escudos aún en alto, Garson y sus hombres cargaron contra las puertas principales, que se sacudieron al recibir el impacto del grupo de veinte. No obstante, no cedieron.

«Maldición», espetó Garson para sus adentros, retrocediendo junto a sus guardias. «Si tan solo esos hijos de puta de los Oliross nos ayudaran...», la guarnición de setecientos soldados en los barracones y la mansión habían rechazado su plan, no por considerarlo una idiotez, que lo era, sino por no querer dejar desprotegido a su señor.

Garson prefirió no discutir, si bien pudo haberles echado en cara que no habían velado por su seguridad ni estado presentes cuando una saeta se enterró en el cuello de Ballio y estuvo a punto de matarlo. Aun así, comenzaba a arrepentirse de no golpearlos ni arrastrarlos a participar en su misión suicida.

Nuevamente, poniendo toda sus energías en la acometida, embistieron el portón, provocando que una de las ocho bisagras se partiera.

—¡Otra vez! —clamó Garson.

Pero su tercer golpe se vio interrumpido por una segunda tormenta de proyectiles. Los escudos volvieron a frenar la mayoría, pero uno o dos dardos se colaron gracias a los diminutos espacios que separaban los escudos, clavándose en el costado de uno de sus hombres.

De no estar la vida de Myriah y el destino de su nación y el de Braavos en riesgo, hubiera parado y auxiliado al herido. Sin embargo, la situación requería sacrificios, y ese buen soldado sería uno de muchos que morirían. Todo tenía un precio. Garson lo había aprendido a lo largo de sus años de regencia en Dorne.

—¡Vamos, carguen!

Dos arremetidas después, solo restaban seis bisagras, pero el soldado lastimado trastabillaba y el diluvio de dardos y flechas que impactó con sus escudos desestabilizó la estructura del caparazón. Pese al daño que los escudos habían sufrido, continuaron atacando el portón, los trozos de madera y las saetas desparramados por el empedrado como las hojas de un árbol en pleno otoño.

Garson, tras la quinta carga, silbó dos veces, cambiando su maltrecho escudo por uno que llevaba en la espalda. Sus hombres, demostrando que lo escucharon minutos antes mientras planeaban la estrategia, cambiaron sus escudos, justo a tiempo para repeler una nueva andanada de flechas y dardos.

Sin embargo, un proyectil logró darle a uno de sus soldados en el ojo izquierdo, enterrándose hasta las plumas en su cavidad ocular. De inmediato, otro tomó su lugar y los demás tuvieron que acercarse entre sí, compactando el caparazón. Garson estiró su brazo y recogió el escudo del caído, retrocediendo y atacando a la puerta de madera por sexta ocasión.

La tercera y cuarta bisagra golpearon el suelo, así como también el rostro del hombre herido por los dardos, un charco de sangre creciendo bajo su cuerpo inerte. Y romper la quinta, la sexta y la séptima les costó cinco almas más de sus compatriotas, sobreviviendo a duras penas trece soldados, de los cuales cuatro tenían enterrados en sus brazos, piernas, lomos y hombros dardos o flechas rotas.

Garson no era la excepción, pues una saeta le había atravesado el muslo derecho, y un dardo, la mano izquierda. Además, la pérdida de sangre, que manaba de las heridas en sus brazos, mejillas, mentón y frente, empezaba a nublar sus sentidos. Pero, pese a la vista borrosa, las llamaradas de dolor que calcinaban su cara y extremidades, volvió a retroceder, decidido a derribar el tambaleante portón.

No podía rendirse, no cuando del éxito de aquel intrépido y estúpido acto dependían tantísimas vidas. El recuerdo de Myriah, su querida hija, reavivó el menguante fuego que lo mantenía de pie, desvaneciendo la niebla que confundía su audición y visión. Se negaba a morir, no sin haber asegurado el futuro de su amada hijita.

—¡Carguen! —gritó, su voz como un trueno.

—¡Pero, señor...!

—¡Hagan lo que les digo! —volvió la mirada, viendo a sus hombres con firmeza, determinación—. ¡¿Acaso nos hemos amilanado antes frente a los dragones de los Targaryen o cuando los piratas de la Triarquía invadieron el palacio del Señor del Mar?!

—¡No, señor!

—¡¿Por qué nos acobardaríamos ahora, pues?! ¡Somos dornienses, somos luchadores desde la cuna! ¡Nunca nos rendimos! —desenvainó uno de sus cuchillos y, importándole un comino la posibilidad de que una flecha le quitara dos o tres dedos, extendió su mano al cielo. La daga se asomó por encima de los escudos—. ¡Nunca Doblegado, Nunca Roto!

—¡Nunca Doblegado, Nunca Roto! —rugieron los soldados al mismo tiempo, empuñando sus espadas y lanzas cortas.

—¡Carguen!

Todos juntos, Garson y sus soldados chocaron contra la gigantesca puerta, que, con un crujido, se desplomó hacia el exterior, levantando una nube de polvo, suciedad y de pequeñas astillas, las cuales se esparcieron por la calle.

No hubo momento de descansar ni de respirar, el Señor de Lanza del Sol se puso a cubierto, pegando su espalda a una de las paredes de los callejones cercanos, esquivando decenas y decenas de dardos que se precipitaron hacia él y su grupo como un enjambre. No obstante, no uno de sus compañeros fue víctima de los proyectiles, cayendo de bruces al portón.

—Recuerden, dividanse y busquen a las patrullas de lord Tichero —No vio necesario explicarles cómo vestían los soldados de los Flaerys, cuyas armaduras cobrizas y cascos decorados con crestas de plumas arcoiris los hacían bastante reconocibles—. ¡Ahora, vayan!

—¿Qué hay de usted, señor?

Garson palmeó el hombro de su soldado, sonriendo.

—Les despejaré el camino.

Y, desenfundando su otra daga, Garson trepó por la pared del edificio en el que se había apoyado instantes atrás, subiendo al tejado. Agazapado, se movió con el pecho y el abdomen rozando las tejas doradas de la casa.

Desde el patio y las calles, era incapaz de ver claramente a los tiradores, pero ahora, en lo alto, ya podía ubicarlos con facilidad. Eran cuatro docenas, o tal vez más, cada uno portaba en sus manos ballestas o arcos largos. Y en cuanto Garson se percató de que uno de los bastardos tensó la cuerda de su arma, se abalanzó sobre aquel arquero como una pantera, enterrando las hojas oscuras de sus cuchillos en el pecho del encapuchado.

El agonizante alarido que escapó de la garganta del bastardo alertó a sus colegas, quienes se sorprendieron al ver a Garson correr en su dirección, saltando de techo en techo. Las flechas surcaron el aire, víboras aladas ansiosas de incrustar sus colmillos en su carne. Garson, sin embargo, evadió la mayoría de proyectiles al deslizarse por una de las fachadas del tejado, brincando a otra casa mientras las saetas disparadas se perdían en la distancia.

Garson miró a su alrededor, viendo que los tiradores se retiraban, buscando tomar distancia. «Oh, no, ni lo piensen», impulsándose con sus piernas, emprendió una carrera a toda velocidad hacia los cobardes arqueros y ballesteros. Estos, al voltearse, permitieron a Garson vislumbrar el reflejo del destello de sus dagas en sus aterrados ojos.

Con cortes veloces y sencillos, la Víbora Negra rebanó las yugulares de sus enemigos, dejando una estela de sangre a su paso. Giró los mangos de sus cuchillos entre sus dedos, empuñándolos a la inversa, con las hojas apuntando al piso.

Una docena de tiradores ubicados en otros tejados disparó, enviando una miríada de flechas y dardos para matarlo. Garson, escuchando el silbido del viento siendo hendido, se agachó, rodando a un lado y usando la inclinación del techo a su favor. Luego de que los proyectiles se clavaran en las paredes y tejas de las casas aledañas, Garson emergió de su escondite, saltando en el aire, envolviendo y desenvolviéndose de su túnica anaranjada, y lanzó un puñado de sus cuchillos arrojadizos a los tiradores que lo atacaron a traición.

Las hojas sin mango recorrieron se encajaron en los entrecejos, corazones y torsos de sus oponentes, quienes se arrodillaron, adoloridos, lastimados, o se despeñaron hacia las calles y canales que separaban los edificios. No obstante, mostrarse un segundo bastó para que un ballestero consiguiera asestarle un tiro en el abdomen.

«¡Mierda!», gruñó Garson, dejando escapar un grito ahogado. Se llevó una mano a la zona afectada, el líquido escarlata y tibio escurriéndose por sus dedos. El dolor era intenso, lacerante, pero se forzó a inhibirse de él, a centrar su mente y cuerpo en la batalla.

Pese a la sangre en sus manos, se aferró a las empuñaduras de sus cuchillos, determinado a terminar lo que comenzó. Oyó los pasos de los arqueros aproximándose y las cuerdas de sus armas tensándose, al igual que el chasquido metálico de las ballestas, listas para disparar.

Respiró hondo, calmando los acelerados latidos de su pecho, y cerró los párpados. Abrió los ojos, y al saltar hacia sus enemigos, un destello escarlata pasó frente a ellos, separando sus cabezas de sus hombros. Tanto Garson como el resto de tiradores se quedaron perplejos, atónitos, pero la Víbora Negra despertó primero del desconcierto, enterrando sus cuchillos en los costados y cuellos de sus rivales.

Todavía conmocionados, solo algunos pudieron apuntar antes de que el mismo fenómeno volviera a ocurrir: una estela carmesí cercenó las cabezas de cinco ballesteros, impidiendo que disparasen a Garson. Y este, aguzando su vista, pudo percibir un manchón verde claro danzar entre los tiradores, quienes caían cual moscas, siendo golpeados por tajos y puñaladas que destruían la escasa armadura de cura y las cotas de malla que los revestían.

Algunos encapuchados retrocedieron, desprendiendo un aura de pánico, y unos pocos soltaron sus armas, huyendo en cualquier dirección. Garson, moviéndose rápidamente, se apresuró a diezmar a las dos docenas de oponentes que aún permanecían en pie, extendiendo el sentimiento de terror en los supervivientes.

La esbelta y borrosa silueta lo apoyó en su pelea, asesinando veloz y limpiamente a los escasos tiradores restantes, que desaparecieron al desplomarse a los callejones de la ciudad. Y, previendo que escaparía, Garson atrapó a uno de los atacantes, presionando su yugular con uno de sus cuchillos y el vientre con el otro.

—No te muevas —susurró, había rabia en su voz.

El tirador, que ni siquiera había percibido que Garson se había ubicado detrás de él, se agitó en su sitio, alzando sus manos.

—Por favor... —musitó, aterrado.

—¿Suplicarás? No servirá de nada, no después de que tú y tus amigos mataron a ocho de mis hombres.

—¡Era una buena paga, tampoco es como si pudiéramos rechazar el trabajo! —se excusó, tartamudeando.

—¡Habla claro! —ejerció un poco más de presión, y del cuello de su prisionero comenzó a brotar un fino hilillo de sangre—. ¿Quién te contrató? ¿Por qué los envió a matar a Ballio Oliross?

—¡No sé quién nos pagó, no hago preguntas!

Garson amenazó con cortarle el cuello, enterrando la punta de su cuchillo en la carne del tirador.

—¡Pero mi jefe puede saberlo!

—¡Su nombre, dime su nombre!

—Faavalo, Faavalo Vanerys.

—¿Vanerys? —Garson frunció el ceño—. ¿Cómo un noble menor se las arregló para liderar a más de cuarenta mercenarios como ustedes? —No es que fueran precisamente buenos en el combate cuerpo a cuerpo, pero su puntería era buena, demasiado buena. Nadie consciente de semejante destreza ofrecería sus servicios a precios asequibles para todos.

—¡¿Es un noble?! —se giró, desconcertado, ignorando el corte en su cogote—. ¡Imposible!

—¡Por supuesto que es un noble, idiota! ¿Cómo desconoces el nombre de una de las familias más acaudaladas de Braavos?

—¡Todos los nobles son iguales! —espetó, casi rabioso—. Con sus elegantes ropas y deslumbrantes joyas, ¡nosotros somos los que hacemos el trabajo sucio por ellos!

—Aun así, sigues siendo peor que cualquier noble que haya conocido. Habla, ¿tuviste algo que ver en la muerte de Vogeo Oniruss o en el incendio de la mansión Irnah?

—¡No! ¡Soy ballestero, no pirómano!

—Eres un asesino —lo corrigió Garson—. Te pagan y tú haces lo que te pidan, independientemente de qué tan desagradable sea. Sé cómo son los de tu clase.

—¿Porque has enfrentado a otros como yo? Porque te aseguro que no hay ninguno como yo.

—No, porque fui uno de ustedes —respondió, seco.

El arquero se agitó, aterrado, abriendo los ojos de par en par. Garson captó el miedo acrecentándose en su alma a través de sus iris.

—Por favor, no sé nada más.

—Entonces, ya no me eres útil.

—¡No, espere! —suplicó—. Mi jefe es Faavalo, pero no trabaja solo.

—¿Y quiénes conspiran junto a él?

—¿Conspirar? —La confusión en su voz sonaba genuina—. ¡Estamos librando a Braavos de su corrupción!

—¿Qué?

—¡Ballio es uno de los traidores! ¡Fue el responsable de la muerte de Vogeo!

—Imposible —replicó Garson—. Ballio votó a favor del Señor del Mar cuando los magísteres se reunieron para debatir acerca de ayudarme a regresar a mi hogar.

—¿Eso lo hace más inocente que el resto de nobles? —cuestionó el encapuchado—. ¡Es tan culpable como los demás magísteres! ¡Un cobarde que se aprovecha de la guerra para expandir su mercado en Poniente y participar en los despojos de la guerra en los Peldaños de Piedra!

—Eres muy elocuente para ser un mero asesino, ¿eh? —Garson envainó la daga que sostenía con su mano izquierda, agarrando la capucha del arquero,

—¡Oye, oye, suéltame!

Garson arrancó la tela que cubría los rasgos del asesino, revelando una caballera castaña, unos ojos azules y una afilada nariz. El mercenario, cuya identidad había expuesta, quiso huir, pero sentir el frío acero de Garson rozar su yugular lo detuvo enseguida.

—Un placer verlo de nuevo, lord Vanerys —dijo, sonriente. Como los Oniruss, los Essiris y los Faenorys, los Vanerys habían sido una de las muchas familias de alta alcurnia de Braavos que se rehusaron a prestarle sus soldados, no importando cuánto dinero ofreciera a cambio de sus huestes.

—Mi hermano es lord —repuso el joven de pelo castaño, apartando la mirada.

—Ah, conque eres Qaabaro Vanerys —la sonrisa de Garson se ensanchó—. El bastardo de los Vanerys.

—¡Cállate!

Velozmente, Garson rodeó a Qaabaro, abofeteándolo con mano libre, tanto de revés como con la palma, mandándolo al tejado. Jugó con su cuchillo, haciéndolo girar entre sus dedos, y lo clavó en el muslo derecho del hijo ilegítimo del padre de lord Vanerys. Un alarido de dolor escapó de la garganta de Qaabaro, quien se retorció, pero antes de que llevase sus manos a la herida, Garson, utilizando su segunda daga, le rebanó de un corte limpio tres dedos.

—¡MALDITO HIJO DE...!

Garson lo calló de un puñetazo, escuchando el crujido del puente de la nariz bajo sus nudillos. Lo tomó del cuello del peto de cuero, mirándolo al rostro, severo, furioso.

—Contéstame, y quizás vivas.

Qaabaro, apretando los dientes, asintió lentamente, las lágrimas descendiendo por sus mejillas.

—Bien. Dime, ¿qué es lo que dice tu hermano de lord Ballio?

—Que es igual que los otros magísteres y grandes nobles. Solo quieren ir a la guerra con la Triarquía por los botines, la gloria y los tratos comerciales exclusivos con los Siete Reinos.

—Pero los Vanerys son aliados de los Forassar, ¿no?

—¿Y eso qué tiene de relevante?

—Pues, verás, querido amigo, lord Forassar también votó a favor de lord Tichero Flaerys.

—¡No es verdad! —clamó—. ¡Lord Forassar...!

—¿Les dijo que había votado en contra y que el voto de lady Irnah inclinó la balanza a favor de Tichero? —inquirió Garson.

Qaabaro abrió la boca, y luego la cerró.

«Ajá», pensó el Señor de Lanza del Sol. Sin embargo, no estaba seguro de que Forassar fuera la mente maestra detrás del atentado al palacio de Tichero, tampoco del secuestro de los herederos de las casas ni del incendio de la mansión de Illora.

Era de público conocimiento que lord Mero Forassar era el detractor más férreo del Señor del Mar, algunos incluso decían que lo odiaba a muerte. No obstante, cuando fue a visitarlo, si bien no lo recibió en su lujoso hogar, echándolos desde el balcón de su estudio, Garson reconoció en Mero no a un tirano o a un traidor, sino a un hombre de negocios, ambicioso, astuto, arrogante, codicioso, carente de vergüenza.

Aquello no era más que una suposición. Un juicio efímero basado a partir de un rápido vistazo a quien era, de acuerdo al mismo Gyllos, «un bastardo desalmado». Pero, si dejase que las primeras impresiones y los prejuicios ajenos lo hicieran influyeran en sus opiniones, sería un regente terrible. Y estaba lejos de ser uno.

Tichero le había comentado que Forassar era un hombre de negocios, uno que sabía adaptarse y renovarse, perdurando por más de quince años en el mercado. Por lo tanto, reflexionó Garson, no podía tratarse de uno de los traidores, dado que, si poseía una ínfima cantidad de seso, Mero no hubiese atacado su propia nación ni provocado las estrictas regulaciones en el mercado marítimo. Dicho evento tuvo que haber supuesto una gran pérdida en sus ganancias, y no había nada peor para un mercader que las pérdidas financieras.

«Estoy sacando conclusiones apresuradas», sacudió su cabeza, despejándose de toda especulación.

—¿Quiénes son los colaboradores de tu hermano? —Garson se arrancó la única manga intacta de su túnica, rompiéndola en dos y vendando las manos de Qaabaro.

—Trabajamos solos.

—No, no es cierto —aseguró—. Unos nobles menores no serían capaces de comprar el fuego valyrio que se utilizó en el incendio de la mansión Irnah.

—¡Ya lo dije, nosotros no fuimos!

—Creo más en las leyendas del Norte que en tus mentiras, Vanerys.

—Se lo juro, señor. No nos involucraríamos jamás con esos putos alquimistas. Pero los bastardos Flaerys...

—¿Los hijos del hermano sádico de Tichero? —Dromin los había mencionado en las asambleas, pero el maestre, el regente y la Primera Espada no habían ahondado demasiado en el tema—. ¿Qué tienen ellos?

—Uno de mis espías vio al señor de la casa metiéndose en uno de los callejeros del centro de la ciudad. Al parecer, un gremio de alquimistas se refugiaba allí, y Vhabarro Flaerys les pagó una fortuna.

—¿Para fabricar fuego valyrio?

—No lo sé. Mi agente dijo que las monedas en las arcas tenían el símbolo del flamenco de los Flaerys, de los bastardos. Es apenas diferente al de la familia de Tichero, pero reconoces fácil sus monedas porque su flamenco levanta una pata y...

—Entendí —interrumpió Garson—. Ve al grano.

—El punto es que, días después, mi espía descubrió que Arallypho Essiris irrumpió en la sede secreta de los alquimistas, pero estos se habían ido.

—¿Adónde?

—Lo mismo se preguntó mi hermano, y hasta hoy no consigue localizarlos.

—Carajo —espetó Garson, tanto por la rabia de no saber el paradero de los fabricantes de la letal sustancia como por el dolor que, cual mar embravecido, lo golpeaba a cada segundo con más potencia.

Garson se sentó en las tejas, respirando agitadamente, luchando por no perder el sentido. Alzó la mirada, y frente a él se manifestó una mujer esbelta, de pecho abultado y cintura fina. Trató de ponerse en pie, pero las piernas le fallaron, y antes de que cayera sobre el techo, la misteriosa dama de ropajes verdes lo atrapó, recostándolo con cuidado.

—Muchas... gracias... —dijo, débil.

—No hay de qué, pero no te vayas a morir, idiota. —La enigmática fémina se irguió y caminó hacia Qaabaro. Blandía una espada fina y larga, similar a la de Gyllos, pero no era un sable, sino que la hoja tenía forma de aguja. El acero poseía un tono carmesí vibrante, una vara puntiaguda de sangre cristalizada unida a una empuñadura curva.

—¿Quiénes son tus amos, bastardo? —interrogó al tirador, su cabello negro ondeando al viento.

—Ningún braavosi es amo de... —Qaabaro no terminó la frase, pues un grito de agonía brotó de su boca al ser apuñalado en su ingle por la espada de la mujer.

—Responde. ¿Quiénes son tus amos?

—¡Maaro Vanerys, Giriano Oniruss, Laveera Irnah, Biranna Thoralys y...!

Justo en ese momento, una flecha se incrustó en la frente de Qaabaro. Este, con los labios entreabiertos, soltó un último suspiro y paró de retorcerse de dolor. Garson y la mujer dirigieron sus ojos al punto de origen del disparo, alcanzando el Señor de Lanza del Sol a vislumbrar la silueta de un encapuchado, la capa que colgaba de sus hombros desapareciendo al zambullirse en los callejones de Braavos.

Si bien se encontraba más que decidido a perseguirlo, sus heridas solo retrasarían a su salvadora, y aunque trató de instarla a seguir al asesino, una serie de alaridos de guerra lo estremecieron. Garson se incorporó, observando a nuevos arqueros y ballesteros acercándose por los tejados, pero estos iban vestidos con armaduras escarlatas y en sus petos refulgía el blasón de un jaguar verde.

—¿Oniruss? —cuestionó al aire—. ¿Vienen a ayudarnos?

—No —respondió la mujer de prendas esmeraldas—. Vienen a matarnos.

«Lo que faltaba», Garson, haciendo acopio de sus menguantes fuerzas, se reincorporó, siendo ayudado por la espadachín, que cruzó uno de sus brazos por encima de sus hombros.

—Gracias...

—Ahórratelo. Si no salimos vivos de esta, no habrá nada que agradecer. Lo único que debemos hacer es regresar a la mansión y cerrar el portón.

—Me temo que esa no es una opción; lo tumbamos.

—¡¿Qué?! —lo miró, seria, incrédula.

—Los soldados de la mansión atrancaron la puerta y destruyeron la llave cuando se enteraron de que queríamos pedir apoyo del exterior —relató—. No teníamos alternativa.

—Por los menos dime que tus hombres escaparon.

—Eso espero.

—Ojalá los dioses estén de nuestro lado esta vez —suspiró la mujer, dando media vuelta y encaminándose a la mansión, ayudando a Garson a caminar.

«Dudo que los Siete y la Madre Rhoyne pudieran hacer algo que nos salvara del lío en el que estamos metidos», pensó Garson, cojeando de su pierna, oyendo los gritos y las pisadas de los soldados Oniruss a sus espaldas y en las avenidas cercanas.

...

—No.

—Gyllos.

—No, Tichero.

—Pero...

—No. Prefiero perder la pierna ya mismo.

—Pareces un niño berrinchudo.

—¡Cualquiera parecería un niño berrinchudo si su mejor amigo busca a una Sacerdotisa de R'hllor para sanarle su pierna herida y no a un cirujano!

—Discúlpenme —dijo la rubia apostada delante de la puerta del cuarto, ataviada con una preciosa túnica carmesí, llamando la atención de ambos amigos. Su tono era educado, suave, cálido, y su tez, broncínea.

La presencia de la muchacha, que no habría de tener ni veinte años, resultaba incómoda para Gyllos, no por su apariencia, sino por el aura que la rodeaba. Una energía que volvía el ambiente más pesado, caliente y, extrañamente, sombrío.

No había maldad en el rostro de la joven, pero su mirada estremecía a Gyllos, en el mal sentido de la expresión. Había algo sobrenatural en esos iris azules, algo... mágico. Mágico y oscuro.

—Le aseguro que no dolerá. Durará uno o dos segundos.

—Perdóneme, señorita, pero no es el dolor lo que me preocupa. —Gyllos se sentó en uno de los costados de la cama, apretando los dientes al sentir su pierna arder por el movimiento—. Lo que me preocupa son los efectos de su magia.

—Imagino que me considera una de esos estafadores y falsos brujos de los bajos fondos de Braavos, ¿verdad?

—Mentiría si dijera que no.

Gyllos no le temía a la magia. Aquella fuerza invisible que los Sacerdotes Rojos, los magos de sangre, los hidromantes, las hechiceras que encabezaban los aquelarres y sacrificios en nombre de la Cabra Negra o los feligreses de Bakkalon canalizaban a través de sus sortilegios y rituales era una fuente de poder ilimitada, que algunos usaban para atraer a más gente a sus cultos o para beneficiarse de una u otra forma. Nadie que supiera manipular dichas artes místicas empleaba sus habilidades antinaturales en pos del prójimo gratis, y Gyllos no esperaba menos de la joven sacerdotisa.

Todos, hasta los más incultos y poco versados en el mundo de la magia, sabían que los fanáticos del dios R'hllor eran un grupo poco amistosos y que se valían de cualquier pretexto para sumar más miembros a sus filas. Sin embargo, las Ciudades Libres no los veían como un peligro.

En sí, no constituían una amenaza, pues, si bien su ejército de creyentes sumaba un total de cientos de miles, ninguno poseía aptitudes marciales; a excepción de su cuerpo militar, la Mano Roja, el cual apenas contaba con cuatro o cinco mil efectivos. Y sus sacerdotes y sacerdotisas, o al menos los pocos capaces de manipular las llamas, predecir el futuro y, en muy escasas ocasiones, revivir a los muertos, no eran ni por asomo tan poderosos como lo habìan sido siglos atrás, cuando los dragones aún surcaban los cielos de Essos.

Aunque no le rezara a un dios en particular, Gyllos no confiaba en los seguidores del Dios Rojo. Y su recelo aumentó al enterarse que una de sus «elegidas» se había ofrecido a sanar su pierna sin pedir ni dos monedas a cambio de semejante milagro. La propuesta se le hacía demasiado buena como para ser real.

¿Por qué Mara, la Gran Sacerdotisa de Braavos, mandaría a una de sus discípulas a presentarse ante el Señor del Mar, cuando jamás se había mostrado interesada en relacionarse con el regente de la ciudad? Y, es más, ¿cuáles eran sus verdaderos motivos? Dudaba que fuera un acto de altruismo puro, Quizás, si aceptaba, tuviera que recurrir cada mes a los sacerdotes, pagándoles una cuota para que su pierna no se desintegrara en un torbellino de llamas. O, tal vez, buscaban acercarse a Tichero y ganarse un puesto entre los nobles de la corte, donde podrían expandir su influencia religiosa.

Había cientas de razones, y Gyllos no visualizaba que alguna de ellas los condujera a un futuro mejor. Pero, aun así, la posibilidad de salir de la cama y volver a la acción lo tentaba poderosamente. Braavos, más que nunca, necesitaba su presencia en las calles. No es que quisiera elevarse por encima de los soldados Flaerys y las demás Espadas, sino que era una realidad.

Según los informes que Daaro le había entregado hacía un día, la criminalidad había prosperado en su ausencia, al igual que era cada vez más común observar pequeñas riñas entre grupos de soldados de diferentes magísteres y nobles. El primo bastardo de lord Essiris había muerto en circunstancias misteriosas, y el nieto de lord Caerio fue encontrado flotando en uno de los canales del distrito norte. Las familias estaban comenzando a mover sus cartas, tratando de aniquilar a sus enemigos antes de que estos se les adelantaran.

No sabía cuándo, ni cómo o quiénes, pero la guerra civil estallaría tarde o temprano, si es que no había dado inicio. Gyllos era consciente de que su presencia no era sinónimo de victoria, de que no era la reencarnación del Guerrero. No obstante, se rehusaba a permanecer en cama, acostado, luchando por ignorar el negro mañana que le aguardaba a Braavos si no actuaba.

Sin embargo, ¿cuál sería el precio a pagar si optaba por confiar en las antinaturales artes de los Sacerdotes Rojos en lugar de esperar a que su pierna sanara? ¿La Muerte lo castigaría por haber interferido en el curso natural de las cosas? ¿Acaso R'hllor le quitaría algo como pago por su salud? No lo sabía, y le aterraba que las deidades se pusieran en su contra; ya tenía suficiente lidiando con los ojos juzgones de los nobles y las tribulaciones políticas.

—¿Habrá alguna consecuencia?

—Toda acción la tiene —respondió la sacerdotisa, serena.

—¿Tendré que rezar a tu dios para que mi pierna no se pudra?

—Pese a la creencia popular, mi dios es uno generoso, o lo es de tanto en tanto. Si lo hace sentir más tranquilo, tiene mi palabra de que R'hllor no desea dañarlo.

—¿Hablas con tu dios?

—Solo cuando él me lo permite.

—¿Y te dijo por qué Mara te envió?

—Mara es mi superior, sí; pero ella no me envió. R'hllor me encomendó el sagrado propósito de sanar la pierna de un guerrero herido. Vi su rostro en las llamas, señor Gyllos, y mi dios me susurró su nombre al oído mientras contemplaba cómo se metía en las llamas profanas, artificiales, y rescataba a lady Irnah —relató la sacerdotisa, sus ojos iluminándose tenuemente—. Cualquiera que no le tema al fuego es digno de la bendición de mi dios, y él quiere recompensarlo.

—¿En serio? —Gyllos se cruzó de brazos—. ¿R'hllor me quiere regalar salud por casi haber muerto carbonizado? ¿El mismo dios que obliga a niños esclavos a prostituirse y reclutar más gente a su causa?

—Como le dije, R'hllor es un dios magnánimo cuando debe serlo. Si bendijera a los falsos seguidores y a quienes no han probado su valía, no sería distinto del Gran Otro. Usted, al contrario, probó merecer su bendición, y creo que el Señor de la Luz tiene planes que lo incumben, señor Gyllos.

—¿A mí? —arqueó una ceja—. ¿Por qué un dios se fijaría en mí? Soy un mortal y no puedo manipular la magia.

—Desconozco el por qué; los dioses obran de maneras misteriosas. Y, por favor, es demasiado modesto. Es la Primera Espada de Braavos, Gyllos Forel, el hombre que siempre consigue lo imposible. No se rebaje al nivel de esas falsas Espadas y el resto de personas.

—¿Perdón? —frunció el ceño, entrecerrando los párpados—. ¿Qué quiere decir?

—Usted es la Primera Espada de Braavos, señor Forel. No tiene nada de común y ordinario. Si el Señor de la Luz me mostró su rostro en mis visiones y me reveló su nombre, es porque usted ha captado su interés, y los humanos, por lo general, no solemos llamar la atención de los dioses.

» Solo los más fuertes, astutos y poderosos logran que las deidades los reconozcan y bendigan. Y, desde mi humilde opinión, usted se ha ganado a pulso su posición y mucho, mucho más. No existe guerrero que equipare su talento ni habilidad con la espada o que supere su velocidad.

—Eso no me hace más que nadie, señorita —repuso Gyllos, severo, tranquilo—. Mi importancia no supera a la de los ciudadanos de esta ciudad ni a la de ningún hombre, mujer, anciano o niño en Essos, Poniente o más allá del Mundo Conocido.

—Y, sin embargo, R'hllor lo eligió a usted. Podría haberme mostrado la cara de una niña desamparada, de un viejo enfermo, de una madre en pleno parto, de un hombre apuñalado en el corazón, y en vez de ellos, el Señor de la Luz me guio hasta usted.

—Entonces, su dios es tan cruel como se rumorea por ahí.

Gyllos se irguió, inhibiéndose del intenso y lacerante dolor que trepaba por su pierna enyesada. Deslizó suavemente sus pies, acortando los tres o cuatro metros que lo separaban de la muchacha vestida de rojo, quien amagó con retroceder al verlo aparecerse frente a ella.

—Dígame, ¿cuánto cree que vale la vida de la gente? —cuestionó, grave, apuntando con su dedo a la ciudad, la cual se extendía detrás de su ventana, enorme, majestuosa.

—Todas las vidas de los mortales son insignificantes a ojos del Señor de la Luz —respondió ella, sin apartar la mirada.

—Para mí, jovencita, cada vida es invaluable —replicó—. Ancianos, adultos, niños, bebés... Indistintamente del color de su piel, de sus iris, de su cabello. Indistintamente de su reputación y riqueza. Indistintamente de la pureza de su sangre o de sus orígenes. Cada vida, de cada hombre, mujer o infante inocente, es invaluable, braavosi o no.

—¿Incluso la de los tiranos?

—Ellos ya no son inocentes, tampoco humanos. Así como los ladrones, violadores y asesinos que cometen crímenes por placer, los tiranos merecen un castigo, y yo soy ese castigo. Soy quien protege a los indefensos, quien se asegura de que ellos no sufran, quien se encarga de que vivan en paz.

—Acepte el regalo de mi dios, pues.

—¿El regalo de un tirano? No gracias. —Gyllos se dio media vuelta, caminando hacia su cama—. Prefiero que mi pierna se pudra antes que recibir la bendición de un dios cruel.

—Gyllos —intervino Tichero, acercándose a él—, por favor, piénsalo. Las personas te necesitan.

—Tichero, no...

—¿Y qué harás mientras Braavos arde, eh? —preguntó el Señor del Mar, serio. Gyllos no recordaba la última vez que lo escuchó tan severo, tan enojado, tan desesperado—. ¡Los ciudadanos que tanto te esforzaste en proteger están en peligro! ¿De verdad piensas quedarte en cama dos semanas en lugar de sanarte ahora?

—Sí —contestó Gyllos, su tono carecía de vacilación—. No pretendo vender mis ideales al aceptar el regalo de un dios que menosprecia a esa misma gente que he cuidado por años.

—¡Esa gente morirá, Gyllos! —clamó Tichero—. ¿Es que no lo entiendes? Si Forassar, Irnah, Oniruss, Essiris, Oliross o Faenorys da la orden de atacar a algún magíster o noble, el caos se...

—¿Se desatará y habrá muertos por doquier? Sí, lo sé, maldición. No hay necesidad de repetírmelo.

—Y, aún a sabiendas de eso, de que cientos, miles o decenas de miles podrían morir si no solucionamos esto ahora, ¿prefieres dejar que el tiempo pase?

—¡No, claro que no! —exclamó, frustrado—. ¡¿Crees que si pudiera sanar tan rápido como corro no lo hubiera hecho ya?! ¡¿Crees que es fácil para mí estar en esta puta cama todos los días, conociendo lo mal que está la situación afuera?! ¡¿Crees que duermo con calma y no pienso en cuál será la próxima víctima de esos putos traidores?! ¡Sorpresa, Tichero, no es así!

—¡¿Por qué mierda rechazas la oferta de R'hllor, entonces?!

—¡Porque, si accedo, estaría rechazando el juramento que hice al convertirme en Espada! —se levantó, molesto, viendo a Tichero al rostro—. ¡Sería similar a que tu aceptaras a darle el cargo de Señor del Mar a Xhabarro para volver a ver a Nakio!

Un súbito silencio invadió la habitación. Por unos tensos segundos, no se oyó ni el aleteo de las moscas o el silbido del viento. Tichero y Gyllos, mirándose fijamente, permanecieron callados por un breve momento que se sintió eterno. Luego, el Señor del Mar suspiró, masajeando sus sienes. Y, pronto, la culpa y la vergüenza invadieron a la Primera Espada de Braavos.

—Yo...

—Gyllos... —dijo Tichero, desviando la vista, alzando su mano derecha—. Está bien. Lo comprendo —el tono seco de su amigo acrecentó el remordimiento en Gyllos.

El regente dio media vuelta, haciendo una señal con los dedos a la sacerdotisa para que lo acompañara. La muchacha hizo una reverencia a modo de despedida a Gyllos y siguió a Tichero camino a la puerta. Sin embargo, esta se abrió de golpe.

—¡Mi señor, las huestes de los Tholarys y los Vanerys están marchando en dirección a la mansión de los Essiris! —anunció un criado, agitado, la camisa manchada de sudor—. ¡Y los Ghellaros pelean con los Forassar en el centro, en el Gran Mercado!

—¡¿Qué?! —Tichero, sorprendido, desconcertado, volteó a mirar a Gyllos, que notó el asombro y el horror en los iris oscuros de su buen amigo.

«Los Tholarys y Vanerys son vasallos de los Forassar, y los Ghellaros, de los Irnah». «¿Por qué matarse entre sí?», desgraciadamente, no poseía la contestación a aquella interrogante.

Sin duda, se trataba de una estratagema. Después de todo, los aliados de los Forassar se habían propuesto atacar a los Essiris. quizás por órdenes de Mero, idea que Gyllos no tardó en descartar. «Mero nunca enviaría a sus soldados a una batalla perdida», no había nadie que pudiese vencer a los Essiris en su territorio. Alguien más estaba detrás del golpe, y lady Irnah no habría podido comandar a sus amigotes nobles a una guerra con los Forassar, dado que no había salido en semanas de la torre del palacio en la que se había recluido.

—¡Y los Ulloros y los Oniruss están causando estragos en el Canal Largo, peleando contra los Oliross!

—¿Por qué lord Essiris no me informó de esto? —preguntó Tichero, volteándose hacia el criado—. Ellos comparten territorio con Viria Oniruss, se supone que debía mantenerla vigilada.

—No lo sé, señor —contestó el chico, titubeante, temblando.

Tichero respiró profundo.

—¿Qué hay de los Faenorys?

—Lady Uma no se ha movido de su torreón desde que...

—Sí, desde que su padre se colgó —completó Tichero, y Gyllos sintió que sus entrañas se retorcían; no había estado de acuerdo con mentir acerca del fallecimiento de lord Loreoh—. Bien, envíe una carta a lady Uma. Dígale a Dromin que...

—El maestre Dromin no está, señor.

—¿Qué? —Gyllos se reincorporó de un salto—. ¿Cómo que no está?

—Salió esta mañana a comprar algo. Según me dijo, iría al Corredor de las Fraguas; quería encontrar a un herrero que pudiese reparar su sable, Primera Espada.

Gyllos frunció el ceño, se estiró para alcanzar a Escarlata, que descansaba encima de una mesita al lado de su cama, y tras agarrarla, desenvainó el acero plateado. La hoja estaba intacta, inmaculada, sin rastro de sangre o mella.

Tichero meneó la cabeza.

—¿Por qué iba a mentir Dromin? Mejor aún, ¿por qué visitaría a un herrero?

—Supongo que buscaba a quien forjó el arma que... —miró de soslayo a la sacerdotisa y paró de hablar en seco—. Lamento pedirle esto, señorita, pero ¿podría retirarse?

—Por supuesto —sonrió la joven rubia, realizando, otra vez, una reverencia profunda y educada—. Si cambia de opinión, señor Gyllos, solo mande a uno de los criados al palacio del Señor de la Luz.

Y antes de que Gyllos rechazara la oferta nuevamente, la muchacha se fue por la puerta, desvaneciéndose sus pasos al rato. El chico que había traído las malas noticias consigo se notaba nervioso, preocupado, ¿y quién no lo estaría? Aunque intentaba mantener la compostura y no dejar que el dolor lo doblegara, para Gyllos era imposible no sentir miedo y consternación.

Envainó a Escarlata, pero su mano izquierda no se despegó de la empuñadura, tamborileando sobre esta con rápidos golpecitos de sus dedos. Sostener el mango de oro lo tranquilizaba, le brinda cierta seguridad, control, consuelo. Pero, sin importar qué tan diestro y veloz fuera, él nada podía hacer frente a no uno, ni dos, ni tres, ni cuatro, sino ocho ejércitos.

Muchos decían que la Primera Espada de Braavos era capaz de lograr lo imposible, de concretar hazañas dignas de ser comparadas con las de héroes del pasado. No obstante, Gyllos estaba lejos de estar a la altura de los rumores.

Nadie discutía su habilidad con la espada y su velocidad, pero Gyllos era consciente de que, si bien sus aptitudes marciales le permitieron previamente vencer a una docena de hombres más altos y fuertes, jamás saldría airoso si combatía con más de cien soldados. Era un guerrero excepcional, como había descrito la sacerdotisa; sin embargo, se hallaba a leguas y leguas de distancia de la inmortalidad y la omnipotencia. Además, había triunfado, sí, pero no sin percances de por medio.

Aun así, acarició la posibilidad de mandar a llamar a la sierva del Dios Rojo y aceptar su oferta. No soportaba el hecho de que había cientos o miles de guardias peleando en las calles y no formar parte de la contienda, no porque anhelara la gloria, no; lo que verdaderamente deseaba era detener el conflicto y evitar bajas civiles e innecesarias. Pero su pierna entablada le impedía intervenir. Estar de pie ya era un tormento insoportable.

Sin embargo, no cedió a la tentación. De acceder a la propuesta de la sacerdotisa y recibir el regalo de R'hllor, estaría renunciando a sus votos como Espada de Braavos y manchando las memorias de sus allegados, amigos y familiares.

Había prometido luchar con cada ápice de fuerza por la libertad, el honor y la justicia. Había prometido que defendería a los inocentes. Había prometido que no descansaría hasta que los braavosi durmieran tranquilos. Había prometido que no consentiría que dañasen a su país. Había prometido que no rendiría sus pendones ante ningún enemigo de su nación. Y esos juramentos, para Gyllos, eran más que solo palabras, eran más valiosos que el oro, más dulces que la fama, más sagrados que los dioses, y no los quebrantaría por nada.

Se sentó en el borde de su cama, apoyando a Escarlata a un lado. Tichero seguía conversando con el criado, alterado, exaltado.

—¿Cómo procedemos, mi señor?

—Dile a Daaro que congregue las tropas del palacio en las murallas, y a Noros y a los otros capitanes, que reúnan a sus hombres en el patio de armas y en las galeras —ordenó Tichero, firme—. ¡Ve, ve!

El criado abandonó la habitación enseguida, levantando una diminuta estela de polvo a su paso.

Tichero se giró y vio a Gyllos. Ambos se miraron mutuamente en silencio.

—Me vendría bien una Espada de Braavos —dijo el Señor del Mar.

—Y a mí, un amigo que me entendiera —replicó Gyllos.

—Confieso que a mí también me hace falta.

Al dejar el cuarto, Tichero cerró la puerta tras de sí, las pisadas del regente alejándose a un ritmo acelerado de la recámara, transformándose en un distante eco que reverberaba en las paredes.

Gyllos se recostó en su cama, sosteniendo en una mano la legendaria espada de su familia, la cual no le brindaba tanta confianza y seguridad, ya no. Exhaló hondo, cerniendo sus dedos alrededor del puño y la punta de la vaina de Escarlata, intentando calmar sus nervios, su impotencia.

Normalmente, hubiese citado a Dromin o a Tichero para conversar con ellos y admitir sus inquietudes y temores. No obstante, no creía que estuviese en los mejores términos con el Señor del Mar luego de recordarle la tiránica figura de su hermano y sacar a relucir el tema de su hijo en Antigua; y Dromin, al parecer, se había escapado a realizar averiguaciones acerca del misterioso asesino de Loreoh Faenorys y Vogeo Oniruss, a quienes, suponían, había matado la misma persona.

¿Estaría bien su buen amigo norteño? ¿Por qué se había ido sin avisarle? ¿Y Garson y Myriah Martell? Recordaba que, de acuerdo a los informes de Tichero, se juntaban con nobles de la ciudad a diario, esperanzados en convencerlos de reanudar el interrumpido viaje a Dorne. ¿Qué estaría haciendo Daeron? No lo había visto desde la tarde del día anterior.

Su joven paladín avanzaba rápido en el entrenamiento. Los tajos y las estocadas de Daeron eran más y más limpias y rápidas; todavía era bastante errático a la hora de atacar y la furia en sus golpes lo perturbaba. Pero no perdía la fe en él.

La primera impresión de Daeron no fue favorable, pero, con el paso de los días, las semanas y los meses, Gyllos reconoció su auténtica naturaleza. Y aunque percibió bondad, determinación, valentía, voluntad y compasión, también vio rabia, tristeza, odio. Una vorágine de emociones de tal magnitud en un niño era preocupante, como mínimo.

No iba a rendirse con Daeron. Después de todo, no había sido tan diferente durante sus años de juventud. Tuvo la suerte de tener el apoyo y guía de su hermano, Jyrio, y la amistad de Tichero, pero hubo momentos en los que la arrogancia, la furia y el rencor lo motivaron a actuar de maneras... impropias de una futura Espada de Braavos.

Para su fortuna, los consejos de su hermano y las máximas de los Danzarines del Agua siempre lo encaminaron por el sendero del bien. Esperaba que Daeron continuara por esa senda y honrara sus enseñanzas, o que se convirtiera en un hombre bueno. Si es que alcanzaba la mayoría de edad, claro. El muchacho poseía la mala costumbre de ponerse en riesgo constantemente.

«Ojalá esté estudiando o jugando con Myriah», pensó. «Quizás está practicando; imagino que habrá querido empezar a entrenar con sus dos espadas desde el primer instante», aquel escenario lo reconfortó. «Sí, debe estar por ahí, divirtiéndose, relajándose, riéndose, durmiendo una siesta».

Fuera lo que fuese que estuviera haciendo Daeron, seguramente su mañana había sido mil veces más serena y menos estresante que la suya.

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