𝐗𝐗𝐕𝐈𝐈𝐈

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—¿Se fueron?

—No, aún están rastrillando la zona —dijo Lara.

—¿Cuánto nos queda?

Lara abrió la boca, la cerró, meditó un momento y después contestó:

—Tres, cuatro o tal vez cinco suburbios.

—Esos son muchos suburbios.

—Iríamos más rápido si no hubiera tantos soldados —había una sugerencia tácita en aquella afirmación.

—Lara, estás herida.

—Mi herida no duele mucho —volteó a verla, señalando el costado rajado y abollado de su armadura—. Estoy bien, en serio.

—Por las dudas, no entres en combate. —Myriah no quería que la Cuarta Espada se arriesgara de más; sin embargo, había otro motivo por el cual no la instaba a batallar: tenía miedo. ¿Y cómo no tenerlo? Su papá había desaparecido, y sus guaridas habían muerto; estaba desarmada y se hallaba en un distrito dominado por los responsables de reducir a cenizas la mansión de Ballio Oliross y todas las anteriores desgracias.

Temía por su seguridad, por la de su padre, la de Daeron y la de Lara. Si bien era consciente de que no podía hacer mucho su amigo valyrio, su progenitor, Dromin o Gyllos, no dejaría que Lara se suicidara al atacar a los soldados Essiris y Oniruss. No era cobardía, sino precaución y cautela, y la muerte temprana e innecesaria de Lara no beneficiaría a su causa; si pasaba a mejor vida, atravesada por una pica o por un centenar de flechas, la Cuarta Espada desperdiciaría sus talentos y su deceso sería en vano.

Valía más viva que muerta, como la mayoría de personas, a excepción de los criminales y la escoria que había provocado la guerra civil braavosi. Una mujer con su destreza no debía acabar de esa manera, y ella no dejaría que su coraje la condenase.

Había sido una tarea complicada, sobre todo por la actitud intrépida e impaciente de la Cuarta Espada. Juzgó que le habían otorgado el título por sus aptitudes físicas y no por su sabiduría o carácter férreo. Aun así, ella había mostrado una leve transformación durant y luego de la fallida defensa de la mansión de los Oniruss: la notaba menos imprudente y un tanto más seria. Pese a su repentino cambio, parecía ansiosa por pelear, y no la culpaba; si tuviera su fuerza y velocidad, Myriah no hubiese titubeado y habría asesinado a cuanto soldado se encontrase en su camino.

Se avergonzaba de pensarlo, porque no eran ideas que debería formular la cabeza de una princesa. Sin embargo, ¿quién no anhelaría cierto grado de retribución por el sufrimiento y el asesinato de sus familiares, de los hombres y mujeres que lucharon a su lado, de los ciudadanos que la saludaron con amabilidad y ahora lloraban, se abrazaban y escapaban? Estaba en su derecho de querer vengarse, de querer castigar por mano propia a los culpables de tales crímenes, la sangre empezando a hervir en sus venas.

Mordió su labio inferior, pero no con mucha fuerza; ya se lo había lastimado lo suficiente y, si bien dudaba que el sangrado de su boca terminase por matarla o debilitarla, no buscaba complicar su difícil situación. Era mejor prevenir que lamentar, y ya se había lamentado demasiado.

Estiró el cuello, inclinándose hacia la derecha, y se asomó por el borde de la pared a la cual había pegado su espalda. Observó a una patrulla de seis soldados ataviados con armaduras y capas grises oscuras marchar por la calle. Portaban lanzas de hierro negro, escudos rectangulares y espadas enfundadas en sus cinturones, las placas y las cotas de malla tintineando mientras andaban; el latido de su corazón acelerándose al percatarse del yelmo dorniense que colgaba del cinto del hombre que lideraba el grupo.

Brevemente, el impulso de correr hacia el sujeto, embestirlo, agarrar el casco de uno de sus soldados y romperle el cráneo a golpes. Pero fue apenas un instante, un segundo de rabia pura. Respiró hondo, escondiéndose detrás del muro, y hundió su rostro en sus rodillas. "Piensa en los demás", se dijo. "Muere ahora y Tichero no sabrá acerca de la traición de los bastardos y Arallypho". Sí, era su obligación vivir, por su país, por Braavos, por su padre y su gente.

Enderezó su postura, apoyándose en la pared, y se acercó a Lara, quien se había desplazado al extremo opuesto de la fachada de la casa. Tocó su brazo, y Lara giró su cabeza, viéndola con una ceja levantada.

—Hay una patrulla por allí, pero se están yendo.

—Si vamos por ese lado, demoraremos más.

Myriah se humedeció los labios y miró por encima del hombro de Lara.

—¿Cuántos son?

—Muchos —respondió luego de debatirse por unos momentos—. Creo que establecieron un campamento o un punto de avanzada. No lo sé. Tres grupos de seis u ocho se metieron en esas casas —se dio vuelta y señaló con su dedo.

Agachada e intentando ser cautelosa, Myriah se fijó en los edificios que se erguían a doce o veinte varas de su posición. Altas y con tejas verdes, las rectangulares construcciones de tres plantas estaban casi intactas y el ladrillo de sus paredes no presentaba daño alguno. ¿Las habrían mantenido enteras para utilizarlas como guaridas? No lo sabía. Sin embargo, sabía que los soldados en los techos, y que iban y venían por los tablones que conectaban las ventanas de las casas no eran de Ballio o de otros magísteres.

En cada uno de los seis puentes provisionales había uno o dos hombres, y en cada tejado, tres, a lo sumo cuatro. El resto de ellos estarían apostados en el interior de las casas, quizás bebiendo, quizás afilando sus armas, quizás regodeándose en su reciente victoria, si es que la consideraban como tal; al fin y al cabo, no habían encontrado a su padre ni al magíster Oliross.

"Que yo sepa", habían transcurrido horas, y era probable que, en ese tiempo, los soldados de Arallypho y de Oniruss hubieran dado con sus objetivos. Rezaba porque no fuese así, pero carecía del optimismo de Daeron y creía que, si la cosa ya era mala, empeoraría irremediablemente.

—¿Cuál es el plan?

—Si cruzamos, nos verán —dijo Lara.

—Entonces, ¿solo esperaremos?

—Nada de eso.

—¿Daremos un rodeo?

—Tardaríamos mucho.

—¿Por los callejones, pues?

—Por los callejones —asintió—. Retrocederemos. Demoraremos más en llegar a los distritos de los Faenorys, pero es la única opción que no implica enfrentarnos a los traidores Essiris.

—¿Estás segura?

—Si Arallypho es listo, y lo es, habrá bloqueado los puentes y canales del norte. Concentrará todos sus soldados y recursos en evitar que los Forassar y los que se pelean en el Gran Mercado vengan hacia acá; no considerará a los Faenorys una amenaza, intentará fortificar el norte, no el este. Las calles estarán menos abarrotadas de patrullas.

—Bien. —Myriah se convenció de que las suposiciones de Lara eran certezas, reales. Pero una vocecilla en sus adentros le repetía incesantemente que, si los soldados se habían apoderado tan rápido de la casi totalidad del distrito, era un hecho que se habrían asentado en los límites del territorio de los Faenorys, ya previendo la huida de los supervivientes de los Oliross, ya aguardando la orden de invadir las Grandes Islas de Uma.

De tratarse del segundo caso, sus esfuerzos serían infructuosos. No, no podía permitirse formular pensamientos de esa índole. "Saldrá bien, tiene que salir bien". Era peligroso, pero la alternativa de internarse en el centro de Braavos no era más placentera ni menos peligrosa.

—¡Oigan, ustedes! —bramó una voz desde las alturas—. ¡Quietos!

Myriah alzó la mirada y se horrorizó al advertir que quién le gritaba era uno de los soldados de aquel puesto de avanzada. "Oh, mierda", su corazón se aceleró de golpe, martillando su pecho.

Sacándola de su parálisis momentánea, Lara tomó su mano y echó a correr. En respuesta, las piernas de Myriah reaccionaron solas y se movieron por su cuenta, los edificios y calles a su alrededor tornándose borrones rojos, grises y dorados.

La boca de Lara se abría y cerraba, pero Myriah no escuchaba más que zumbidos inteligibles, murmullos apenas audibles. Pero entendía lo que decía: "Corre", Y eso hizo. Corrió como si se la llevara el diablo y fuese el mismísimo demonio el que la perseguía y no un par de soldados traidores.

No volvió la mirada ni se detuvo. Picó espuelas, aumentando la velocidad de sus pasos a cada segundo. Cuando Lara dobló en una esquina, ella la siguió; cuando Lara esquivó a una tropa de soldados virando e ingresando en un pasillo lateral, ella la imitó; cuando Lara desenvainó su espada, ella buscó en su cinturón algo con lo que defenderse, una hebilla, un cuchillo, un pedazo de vidrio, pero sus dedos no tocaron más que el cuero y el metal de los adornos.

Recorrieron callejón tras callejón. Por mucho que sus muslos y los pulmones estuvieran calcinándose la carne, Myriah no paró de correr. No reconocía las calles o los edificios. Le dolía todo, estaba cansada y decenas de puntitos de luz plagaban su visión.

"Frena". "Descansa", "No vale la pena", susurraba esa maldita vocecilla, incitándola a rendirse. Pero Myriah se rehusó. Sacudió la cabeza, y se impulsó, dando zancadas, tratando de alejarse de quienes iban detrás de ella. No le aterraban las horrendas prácticas de las cuales la harían partícipe si la capturaban, sino que, de caer en sus manos, jamás lograría llegar a coronarse como Princesa de Dorne, tampoco vería a su padre o a Daeron de nuevo, y Myriah no planeaba dejar que aquello aconteciera.

Tenía tanto que decirle a su padre, tanto que contarle a Daeron sobre Dorne y todavía no había atrapado a los conspiradores. Morir era la ruta fácil, la manera de los cobardes. Arrojarse a un canal y ahogarse; atajar con el rostro una flecha del enemigo; instarlos a matarla de una limpia estocada en el pecho o un mazazo en el cráneo... No, nunca le había gustado lo fácil, y no renunciaría a su responsabilidades como futura regente y a sus deberes como persona para con Braavos y sus habitantes en pos de una salida sencilla al problema que confrontaban.

No les disparaban, se percató tardíamente. Por ende, las querían vivas. "¿Saben quiénes somos?", era lo más probable. Arallypho de seguro les había ordenado capturarlas, no asesinarlas. Pero no pretendía ponerse en peligro por una especulación, menos aún con la vida de Lara en riesgo. A ella estaban buscando, sí, pero ¿y a la Lara? La respuesta pasó a escasos palmos de la mejilla de la Cuarta Espada al emerger de los callejones.

Una hoja de espadas rasgó el cabello castaño de la braavosi, quien contraatacó con un tajo cegador a la yugular del soldado Essiris que las emboscó. Myriah ayudó a que Lara no se desplomara en el suelo al desenvainar su arma; el brusco ademán la había sacado de balance y que se tocara el costado con su mano libre no le brindó una imagen alentadora acerca del estado de Lara. ¿Se habrían abierto sus heridas? ¿O acaso se encontraba agotada?

De pronto, reparó en que se hallaban en medio de una calle. Rodeadas por cadáveres de soldados revestidos con sus armaduras y civiles que aún preservaban sus coloridos ropajes, Myriah estudió el horrendo escenario, aguantando las ganas de regurgitar el pan duro que habían robado de una cantina destruida; el fétido aroma a muerte impregnando el aire.

—¡Alto! —clamaron varias voces al unísono.

Myriah dio un vuelta completa sobre sus talones y vio, desconcertada y con el corazón en la garganta, que había soldados por doquier. En los techos, las callejas y en los dos extremos de las calles, adonde fuera que mirase los rayos del sol se reflejaban en las opacas armaduras de los hombres y mujeres de capas oscuras, quienes las apuntaban con sus arcos, ballestas y lanzas.

"¡No, no, no!", pensó, desesperada, dirigiendo sus ojos de izquierda a derecha en un fútil intento de encontrar una salida. No había nada, ni una mísera brecha en los muros de los escudos que bloqueaban las rutas de escape.

—Myriah —dijo Lara.

Se volteó, confundida, y denotó la resignación en el semblante de la Cuarta Espada. ¿Se había rendido? No podía rendirse, no debía rendirse. Ella no planeaba hacerlo, ¿por qué Lara bajaría sus brazos y...?

De repente, la mujer desenvainó su segunda hoja y se la tendió, dedicándole una sonrisa socarrona.

—¿Cómo era el lema de tu casa? ¿"Nunca Vencido, Nunca Inclinado"?

Myriah no supo si estaba burlándose o solo trataba de aligerar el pesado ambiente. Concluyó que daba lo mismo. Agarró la liviana espada y envolvió la empuñadura con sus dos manos, pegando su lomo al de Lara.

—Nunca Doblegado, Nunca Roto —corrigió Myriah, la visa clavada en el soldado de enfrente.

—Buen lema —rio Lara.

—Ha sido un placer, Lara.

—Igualmente, Myriah. Eres la niña más ruda, testaruda y astuta que he tenido la fortuna de conocer.

—Tú eres la mujer más inquieta e intrépida que he tenido la desgracia de conocer.

Lara carcajeó, meneando la cabeza.

—Si hubieras conocido a mi hermana, opinarías otra cosa. Pero me temo que tendré que esperar un poco para presentarlas.

—Es una lástima —tragó saliva duramente, las cuerdas de los arcos tensándose, las barreras de escudos abriéndose—. Te veo más tarde.

—No, niña. Me parece que iremos a lugares muy distintos.

—No estés tan segura.

Lara soltó una carcajada, y un grupo de soldados abandonaron la formación y se encaminaron hacia ellas, espada en mano.

Myriah inspiró hondo, adelantó un pie y enderezó la espalda. "Pronto nos reuniremos, padre".

Una lanza surcó el aire y, en vez de empalarla, atravesó el cráneo de uno de los efectivos de Essiris. Al volverse, el resto de los soldados que habían dejado atrás los muros de escudos observaron, conmocionados, como una andanada de flechas, la cual cubrió el sol por un instante, se abalanzaba sobre ellos. Decenas y decenas de flechas cayeron en picada, enterrándose en las corazas, yelmos, petos y escudos de los invasores. Los que se habían acercado a Lara y Myriah murieron acribillados, pero ni un proyectil estuvo siquiera a un dedo de rozarlas, creando una suerte de círculo de flechas y dardos alrededor de ambas.

Gritos de guerra resonaron en las inmediaciones, y los soldados de Arallypho y Viria se vieron empujados al centro de la calle por guerreros de armaduras broncíneas y del tono del cobalto; las capas arcoíris y azules ondeando al viento. "¿Soldados Faenorys y Flaerys?", Myriah no le dio importancia a cómo se las habían arreglado para irrumpir en el distrito de los Oliross, sintiendo una mezcla de alivio y emoción inflar su pecho al ver a los efectivos de Tichero y Uma acudir en su ayuda.

Los arqueros en los techos se prepararon para disparar, pero los ballesteros Flaerys abatieron a un tercio de los tiradores, obligándolos a descender o retroceder. Un grupo de hombres y mujeres Faenorys y Flaerys se aglomeraron en torno a ellas, elevando sus escudos por encima de sus cabezas y llevándolas a uno de los callejones que habían liberado a base de empujar a la calle a sus enemigos.

—¡Princesa Myriah, Cuarta Espada! —dijo uno de los soldados, más alto que sus compañeros—. Soy el Comandante Janarro, me envía la Primera Espada de Braa... Gyllos, Gyllos me envía —se corrigió—. La magíster Uma Faenorys nos ha prestado unas cuantas de sus tropas para rescatarlas.

—¿Gyllos y Uma? —Myriah parpadeó, incrédula. ¿Cómo había Gyllos conseguido disuadir a la hija de Loreoh de ayudarlos? Es más. ¿lo había hecho sin consultar con Tichero? ¿Qué le había prometido o brindado a Uma para que esta los apoyara en su misión?

—¡Sáquennos de aquí! —bramó Lara—. Arallypho se enterará de esto, y si lo hace antes de que salgamos del distrito, estaremos muertos.

—¿El General Arallypho está detrás del ataque a la mansión Oliross? —Janarro se mostró impresionado, pero había un atisbo de terror y duda en su voz que preocuparon a Myriah.

—Lo escuché hablar con los soldados que revisaban los escombros de la mansión —se apresuró a responder, firme—. Nos buscaban a mi padre y a mí, y también al magíster Ballio.

—Demonios... —masculló Janarro, molesto—. Muévanse, pues. No sé cuánto resistirán los Capas Verdes.

—¿Qué pasa con ellos? —preguntó Lara mientras avanzaban por los callejones, el estrépito del acero contra el acero y los alaridos de los soldados reverberando a través de las paredes.

—Pudimos reagruparlos, al menos a los que sobrevivieron al asalto. Vimos las catapultas que usaron en nuestro camino y a varios Capas Verdes aprisionados en las ruinas de una posada, así que destruimos la mayoría de las armas y los liberamos. Están cubriendo nuestra ruta de escape.

—¿Hacia el noreste? —inquirió Myriah.

—Hacia el noreste —asintió Janarro—. Rápido, las patrullas de los Capas de Acero nos perseguirán como moscas a un pedazo de carne podrida.

Myriah no objetó en lo absoluto, siguiendo a Janarro y sus hombres. Se quedó al lado de Lara durante su huida, y luego de un rato, arribaron a un amplio y largo puente, donde soldados de capas verdes, azules y arcoíris luchaban en contra de los guerreros revestidos por cota de malla y yelmos de un tono gris oscuro. Algunos lanzaban a sus oponentes por los bordes; otros, mataban a sus enemigos con un tajo o estocada; la sangre manando por el empedrados en grandes charcos y finos ríos, manchando los parapetos; el canal tiñéndose de rojo. Con dificultad, se abrieron paso entre la multitud, atropellando a los que se ponían delante. Gracias a una hendidura en uno de los escudos de los guardias que las protegían, Myriah pudo vislumbrar a dos lanceros Essiris que cargaban en su dirección, los cuales fueron abatidos en seco por los arqueros en el extremo oriental del puente.

Rápidamente, Myriah, Lara, Janarro y los demás miembros de la escolta se apresuraron a llegar a la seguridad del distrito gobernado por Uma Faenorys. Pero el retumbar de cientos de pasos detrás de ellos hizo que Myriah volteara y se percatara de la horda de soldados Essiris que las tropas de bronce y cobalto batallaban por retener; era una marea de capas oscuras, yelmos negros y lanzas de hierro que era a duras penas frenada por el muro de escudos conformado por los soldados que las habían rescatado previamente. Cien, doscientos, trescientos. No sabía la cantidad exacta, pero eran muchos, muchísimos, más de lo que los defensores del puente y sus salvadores podrían enfrentar y superar. Se basaba en cifras aparentes y en lo que veían sus ojos, pero ni siquiera la destreza y experiencia de sus hombres había derrotado a los números de los Essiris y Oniruss.

Hablando de los Oniruss, ¿dónde...?

—¡Flechas! —exclamó Janarro.

Al levantar la vista, Myriah entornó los ojos, percibiendo las finas siluetas de los proyectiles disparados por los hombres y mujeres en los tejados del suburbio que habían abandonado.

—¡Escudos! —rugió el comandante Flaerys, dándole un fuerte manotazo en el lomo a Myriah—. ¡Corra y no dé la vuelta, nosotros la protegemos!

—¡Ya escuchaste! —dijo Lara, tirándola de un brazo y forzándola continuar corriendo.

Le dolían las piernas y su agitada respiración evidenciaba que sus pulmones se hallaban a punto de colapsar, al igual que cada hueso de su cuerpo. Sin embargo, haciendo acopio de las menguantes energías que le sobraban, se impulsó una vez más, moviendo sus cansadas piernas. De repente, algo se encajó en su hombro, el fuego invisible del dolor esparciéndose por su espalda y brazo. Trastabilló, pero recuperó el equilibrio. No se detuvo. Dio una, dos, tres zancadas, y después saltó, rodando por el suelo y escuchando el crujido de la madera partiéndose.

Sosteniendo su espada, Lara se agachó a frente a ella y palpó su hombro. Myriah pensó que esa era su manera de felicitarla por haber sobrevivido o una forma de relajarla, pero la lacerante punzada que recorrió su lomo y brazo refutó tal idea en un segundo.

—Quieta —dijo la Cuarta Espada, tirando un fino palo de madera a un costado, las plumas al final de este delatando que era parte de una flecha.

"Oh, no", pensó Myriah, débil, mareada, fatigada, adolorida; la sangre que emanaba de su herida calentando su espalda. Los párpados le pesaban y sus oídos no captaban más que balbuceos que no comprendía. Lara la sacudía, y abría y cerraba la boca velozmente; nada, no escuchaba nada.

Giró la cabeza, los portones fueron sellados por los soldados de Uma, pero Janarro y los otros no habían entrado. Trató ponerse de pie; no obstante, sus piernas no respondieron, tampoco sus brazos ni sus ojos, que terminaron cerrándose y dejando que la oscuridad, el silencio y el frío la engulleran.

...

—¡Abran paso! —exclamó un soldado, cargando a otro sobre sus hombros.

—¡Tráelo aquí! —bramó Dromin, terminando de vendar lo que había sobrevivido del dedo de uno de los guardias de la mansión de Viria Oniruss.

El soldado llevó a su compañero hasta la posición de Dromin, quien se agachó para revisarlo. Frunció el ceño al despojar al hombre de su peto abollado y advertir los huesos rotos y la carne hundida. Era una herida grave, muy grave.

Alzó la vista y extendió su mano al soldado.

—Cuchillo.

—¿Qué?

—¿Deseas que tu amigo sufra o que muera rápido?

—Pe... Pero usted es el mejor cirujano de...

—Soy un cirujano, no un dios. No puedo sanarlo, así que solo queda darle misericordia.

—Yo... —los labios del soldado temblaron.

—No tienes que hacerlo tú —dijo Dromin, gélidamente sereno—. Entrégame el cuchillo, vamos —lo apuró abriendo y cerrando los dedos de su mano.

Durante un momento, el soldado amagó con ponerse de pie y marcharse. Se irguió, sí, pero no sin antes darle la daga a Dromin. Luego, se marchó corriendo hacia el exterior, ya para continuar defendiendo la muralla, ya para no presenciar la muerte de su hermano de armas.

Meneó la cabeza. Desenfundó el acero del arma, en cuya impoluta hoja vislumbró el reflejo de su cansado y viejo rostro, y después presionó la punta contra el pecho del lesionado guerrero. Este, que batallaba por respirar y escupía sangre, retorciéndose en agonía, se quedó estático un segundo, y tras aquel instante dejó de moverse.

Inspiró hondo, limpió la hoja del cuchillo en su túnica esmeralda, que se había oscurecido, tornándose roja o del color de las hojas de los árboles de hierro más viejos. No se había limpiado en horas, ni siquiera se había puesto una prenda sobre su lujosa pieza; los soldados necesitaban atención médica y él era el único, junto a los escasos curanderos de la mansión, que podía tratar sus lesiones y no matarlos en el proceso; o, en caso de no haber salvación para los lastimados, darles su merecido descanso de una manera indolora y veloz.

Se había especializado en tratar con gente incurable, con soldados portadores de tajos y puñaladas mortales, con enfermos sin posibilidades de supervivencia. Ingenuamente, durante sus primeros años de vida intentó hallar una cura a todos los males, uno que incluso sanara lesiones que matarían a cualquier hombre o mujer. Y, por supuesto, había fracasado.

Allí, rodeado por cadáveres, soldados retorciéndose de dolor y cirujanos que iban y venían, Dromin sintió que su mente lo devolvía al pasado, a su hogar, al Norte, a la Guerra de los Tres Inviernos. El olor a sangre, el pútrido aroma de la muerte desplazado por el frío viento de las montañas, la nieve bajo sus botas de cuero; la empuñadura del cuchillo que sostenía recordándole a la de su hacha. Si los braavosi no estuvieran vistiendo las armaduras rojas de los Oniruss y se hallaran embotados en andrajosas pieles y cotas de mallas magulladas, Dromin los hubiera confundido con los hombres de los Karstark, los Umber, los Stark o los demás soldados que lucharon en aquel cruento conflicto.

La mayoría de los norteños pecaban de algo: falta de imaginación. Todos los que participaron en la guerra que se prolongó por tres largos inviernos utilizaron corazas idénticas, diferenciándose apenas por los grabados en sus hombreras o petos. De no llevar un estandarte o no colgarse una bandera con el símbolo de su casa, lo más probable es que dos aliados terminasen confundiéndose por enemigos en el campo de batalla y, enfervecidos por el baño de sangre, se mataran entre sí.

Dromin había aprendido rápido que no valía el esfuerzo ni los recursos mantener vivo a un soldado que jamás volvería a pelear, a caminar o a hablar. Su padre le había mostrado cómo finiquitar a los malheridos, a los lisiados, a los enfermos. Y, por muchos años, Dromin había renegado de las lecciones de su progenitor.

Buscó la manera de sanar a los incurables, de rescatar de las garras de los dioses oscuros a quienes yacían tumbados en camillas o la helada nieve. Pero, a pesar de sus intenciones, no había conseguido nada. Ni siquiera pudo salvar a su madre cuando se contagió de escalofríos, viéndola morir mientras tiritaba.

Fue una época difícil después de que su madre partió al más allá. Perdió el rumbo, y adoptó las horrendas costumbres que su padre practicaba luego de una gran batalla, o una masacre, o un saqueo. O siempre que lo consideraba necesario. Sin embargo, para su fortuna, no era un maldito bastardo desalmado, y los valores inculcados por su madre acabaron haciéndolo recapacitar y abandonar esa deshonrosa vida a la que su frustración, rabia y rencor hacia sí mismo lo habían arrastrado.

No obstante, aunque repudiaba a su progenitor, mantendría presentes alguna de sus enseñanzas. ¿Con qué motivo? Simple: incluso de los peores individuos se podía sacar algo bueno. Y si bien le desagradaba segar las almas de soldados, civiles y nobles, terminar con su sufrimiento era mejor que dejarlos pudrirse en el suelo por un deseo egoísta y tonto de querer salvarlos a todos.

—¡Maestre Dromin! —clamó una cirujana, acercándose a él a paso ligero.

—¿Sí? —preguntó, sacudiendo su cabeza y despertando de sus pensamientos—. ¿Qué ocurre?

—La magíster Viria quiere...

Dromin elevó una mano, deteniéndola. Espiró profundamente, y con bastante trabajo se incorporó. La muchacha le alcanzó sus muletas, y él le agradeció dedicándole un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Muchas gracias.

—Sígame, por favor —dijo la cirujana, dirigiéndose a las escaleras en mitad del gran salón principal que subían, bifurcándose hacia la derecha e izquierda.

"Malditas escaleras", espetó en sus adentros. Las rodillas aún le dolían y sus piernas no se habían recuperado; no obstante, hacer esperar a la gente era de mala educación, y Dromin no quería enfadar a la anfitriona que lo había forzado a hospedarse en su mansión por sospechas infundidas a causa del miedo y el recelo a los demás magísteres. Quizás se habían aliado, pero hace horas que no veía a la magíster por ninguna parte, tampoco a su guardia personal ni a la Quinta Espada de Braavos.

"Estará escondida en sus aposentos o alguna habitación secreta", reflexionó. Era común en Braavos que los miembros de la nobleza mandaran a construir cámaras ocultas y pasillos desconocidos para el resto de los habitantes de sus edificaciones; los asesinos contratados por rivales políticos eran una cotidianidad, y muchos magísteres y nobles preferían refugiarse en sus escondites privados a recurrir a sus guardias y admitir su debilidad. Pero lo que enfrentaban no era un mercenario pagado por Essiris, sino dos mil Capas de Acero que asediaban la vivienda de los Oniruss por tierra y por agua.

Poco a poco, los soldados de los Essiris estaban mermando las fuerzas y los números de la guarnición, y la comida, el agua y el descanso no abundaban, mucho menos el optimismo. Y Viria, por dos días enteros, se había abocado a ayudar a los trabajadores y soldados. No era una buena guerrera ni una excelente médica, pero Dromin la había visto repartiendo agua, alimentos y cooperando a la hora de coser heridas o reponer las flechas de los arqueros en la muralla. Aun así, no había atisbado su figura en medio de la aglomeración de soldados moribundos, criados y cirujanos en el amplio salón de bienvenida ni en ninguno de los cuartos contiguos.

No la culpaba por haberse retirado a sus aposentos o a sus recámaras ocultas en las paredes, el techo o el piso. Cualquiera que no estuviese acostumbrado al tétrico e irónicamente bello arte de la guerra se refugiaría de aquel horror; a veces, Dromin lamentaba haber perdido ese miedo más que racional hacia los conflictos bélicos, el estrépito del acero, el crepitar del fuego, el silbido de las flechas, los alaridos de dolor y los gritos de furia de los hombres.

Se decía que los norteños temían solo a la ira de sus dioses y a los regaños de sus madres, que habían sido despojados del inherente terror a la muerte propio de los humanos. Mentira. Dromin había conocido a suficientes cobardes y presuntos "héroes" que podría rellenar un tomo de seiscientas páginas con sus nombres. Los norteños eran plenamente susceptibles al miedo. Quizás no les asustaba el frío, ni las tormentas o el crujir de las ramas por las noches, pero sí tenían miedo a los lobos, a los osos, a los gigantes, a los salvajes, a los Otros.

Dromin se había vuelto inmune a las aberraciones de la guerra por una sencilla razón: vivió tantísimo tiempo en ella, que le resultaba imposible estremecerse o vomitar ante los sanguinarios escenarios que dejaba detrás una batalla masiva donde dos ejércitos se mutilaban el uno al otro por motivos banales. A excepción de unos cuantos veteranos y ancianos, Dromin era uno de los únicos habitantes del Norte al que no le aterraba la posibilidad de morir. Si había abandonado su patria no era porque huyera, sino porque se había cansado de derramar sangre inocente y no poder hacer más por las gentes que liberarlas de su tormento al decapitarlas.

Era una locura querer salvar a cuanto hombre o cuanta mujer se cruzase en su camino. Pero lo intentaría, si es que no fuesen un caso perdido, claro; de lo contrario, haría lo que su padre le había enseñado a hacer desde los cinco años. No obstante, él era más que un asesino, más que...

—Por favor, no suba, maestre Dromin —dijo una voz grave y firme; el sonido de sus botas resonando al bajar por los escalones.

Mirando hacia arriba, Dromin clavó sus ojos en los de Fera. Mastodóntica y con brazos como troncos, la gigantesca mujer descendía por la escalera central; la luz de las lámparas de aceite arrancando destellos a su calva.

—Oye, chica, ¿es que acaso estás ciega? —cuestionó Fera, señalando las piernas de Dromin—. Es un señor de setenta años con las rodillas lastimadas. ¿Cómo se te ocurre que podría subir tantas escaleras?

—Yo... Yo solo seguía órdenes de la magíster Viria —se defendió al muchacha, tensa como un cervatillo asustado.

—Por favor, Quinta Espada —intervino Dromin—. No hay problema; estaré en un momento en el despacho de la magíster Viria.

—No lo creo —dijo Fera, entornando los ojos; los brazos cruzados sobre el ancho pecho blindado por una placa carmesí de metal—. Quédese aquí, maestre. Tú —apuntó a la cirujana con un dedo, y esta se agitó en su sitio—, ve y dile a Viria que, si tanta urgencia tiene por hablar, bajará de su cuarto en este instante.

—Quinta Espada, yo...

—¿Qué? ¿Eres sorda o hablo en yitiense? ¡Ve, ya!

La cirujana se sacudió y ascendió por los escalones a una velocidad impropia de una curandera, levantando una nube de polvo en su camino.

Fera la observó por encima del hombro hasta que giró, tomando la escalera derecha y desapareció. Luego, soltó una carcajada, volteándose a ver a Dromin.

—De nada, anciano. Te ahorré un viaje que hubiera lo poco que te queda de rodillas.

Dromin se aprontó para protestar y afirmar que aquello no era necesario. Sin embargo, negar el pésimo estado de sus articulaciones inferiores sería inútil y mentir nunca había sido su fuerte. Meneó la cabeza y esbozó una ligera sonrisa, camuflada por su frondosa barba.

—Muchas gracias, Quinta Espada.

—Es un placer, viejo —sonrió, rodeó sus hombros con su brazo derecho y lo ayudó a dar media vuelta y descender por la escalera—. Me recuerdas a mi abuelo, ¿sabes?

—¿En qué sentido? —Dromin arqueó una ceja, esperando lo peor; Fera no era de esas mujeres amantes de la poesía o buenas con las palabras.

—También usaba muletas. Pero él no era tan alto. Además, era un amargado y un borracho de mierda. Tú eres agradable —mencionó, calmada y risueña.

—Se nota que usted lo tenía en alta estima.

—Oh, sí, muy alta. El idiota no podía mantenerse en pie sin esos bastones, pero era bueno peleando. Aún con ochenta años seguía pateándole el culo a los niños que se hacían pasar por espadachines.

—¿Lo admira por golpear niños?

—Por niños me refiero a imbéciles de quince o veinte años.

—Ah, ya veo... —Dromin no supo si conocer aquel detalle lo tranquilizaba o lo preocupaba.

—En fin, basta de hablar del viejo decrépito de mi abuelo, que en paz descanse. ¿Cómo está usted? ¿Sus piernas mejoraron?

—No duelen mucho, pero moverlas me cuesta bastante —confesó; jamás temió mostrar su vulnerabilidad frente a otros.

—¿Y las heridas de flecha?

—He padecido peores lastimaduras.

—Es un hueso duro de roer, ¿eh?

—Eso me han dicho. La mala hierba nunca muere.

Fera soltó una carcajada, palmeando su hombro.

—Quinta Espada, perdone que cambie de tema, pero ¿cuántos soldados nos quedan? —preguntó, serio—. No he podido salir de la mansión en días y he contado ciento veinte muertos y doscientos heridos.

La expresión de la mujer se endureció y una sombra le cubrió sus rasgos.

—Nuestras tropas son muchas, pero los soldados Essiris tienen mejor puntería. Están reduciendo los números de la guarnición del muro a un ritmo... preocupante —musitó, caminando junto a Dromin hacia uno de los costados de la escalera—. Aún tenemos dos mil soldados* allá afuera, lanzando jabalinas, dardos y flechas día y noche. Pero los bastardos empezaron a usar escalas.

—¿Qué hay del portón de adelante y del puerto?

—Los barcos de Sallyrhos no están atacando. Disparan dos o tres rondas de virotes de sus ballestas gigantes, pero no se han acercado al puerto*. Y los intentos de sus soldados de romper las puertas principales fueron en vano; nuestros arqueros derriban sus muros de escudos con flechas de fuego y hacen retroceder a los demás.

—Pensé que tomarían el puerto por asalto.

—Yo también. Pero desembarcar frente a una muralla de treinta varas de alto y veinte de grosor protegida por cientos de soldados armados hasta los dientes con arcos no es una buena jugada.

Dromin procesó la información, acariciando su barba castaña grisácea, y luego miró a Fera.

—¿Cree que Sallyrhos está detrás de esto?

—No. —Fera ni lo había meditado antes de responder—. El viejo es un patriota, y a menos que se haya vuelto loco, no puede ser quien haya desatado este maldito infierno.

Sinceramente, Dromin no había considerado ni por asomo a Sallyrhos un traidor. Era un buen hombre, un excelente general, un gran braavosi, fiel a su nación y a su familia, demasiado anciano y cansado como para percatarse de lo que acontecía bajo sus narices en el Fuerte de Hierro. El pobre anciano había vivido más que la mayoría de sus hijos y nietos; si bien el tiempo fue cruel con él, seguía profesando un amor fanático por su país, que no había menguado pese a la corrupción de los magísteres, era evidente que no poseía la fuerza ni el vigor de hacía décadas.

¿Cómo no compadecerse de Sallyrhos? ¿Cómo no comprender su frustración y la congestión en su rostro en las asambleas? Los Essiris habían sufrido grandes pérdidas en años recientes. Gracias a la escasez de guerras que luchar y revueltas que sublevar, los guerreros de Braavos decayeron en fama y prestigio, viéndose en la obligación de aprender los jaguez del comercio y las sutilezas de la política. Habiendo cumplido veinte años, Sallyrhos presenció el inicio del llamado "Siglo de Oro" de Essos, el cual no había llegado a los cien años, sino que recientemente había alcanzado los cincuenta.

—¿Se habrá resentido por lo que dijo Tichero?

—No, no. —Dromin negó con la cabeza la suposición de Fera—. Sallyrhos es orgulloso, pero no atacaría a su patria por un asunto tan trivial.

—Viria me contó que no lo dejó pelear contra la Triarquía. Yo me enojaría bastante si un par de nobles creídos me impidiera darle sus merecidos a unos piratas mugrosos.

—Es verdad, Tichero rechazó la propuesta del magíster Sallyrhos de invadir los Peldaños de Piedra. Le costó tomar una decisión, pero el Señor del Mar y los magísteres no querían entrar en un conflicto abierto con Myr, Lys y Tyrosh.

—¿Por qué no? —Fera arqueó una ceja, apoyándose en la pared que se erguía detrás de ella—. Braavos tiene... o, bueno, tenía la flota más grande. Aunque Lorath, Qohor, Pentos y Volantis se unieran al Alto Consejo, los hubiéramos vencido sin problemas. Habríamos triunfado.

—No hay ganadores en la guerra, Fera. Solo mira a tu alrededor, ¿crees que alguien saldrá triunfante luego de que derrotemos a Sallyrhos y descubramos a los traidores? Nos liberaremos de la corrupción, es cierto, pero Braavos demorará años en recomponerse, si no décadas, y nos recuperemos monetariamente tarde o temprano, pero los costos en vidas humanas no se compensarán jamás.

Fera desvió la mirada, enfadada, tamborileando su brazo con los dedos de su mano zurda.

"Quizás fui demasiado brusco", pensó Dromin, apenado. Pero era hora de que todos, incluidas las Espadas de Braavos, se percataran de que no había gloria en la guerra, de que los botines y la reputación no compensaban las muertes que acarreaban; de que no había honor en morir por la avaricia y el ego de tiranos disfrazados de santos, por el apellido de familias que los miraban por encima del hombro o con desdén.

Él lo había comprendido a las malas, tras años de carnicería y sufrimiento. Ver como Braavos se encaminaba al mismo sino que Sarnor, Valyria e Ibben destrozaba su corazón, y lo peor era que carecía de la fuerza, influencia y recursos para detener la masacre. Había fallado en hallar a los conspiradores, en parar sus planes, en evitar una guerra civil.

Daeron hizo bien en temer que aquello volviera a ocurrir, y Dromin fue ingenuo al creer que una guerra no estallaría en la más opulenta de las Ciudades Libres. Lamentaba no haber previsto tal escenario, pero lo que en serio lamentaba era no escuchar a su alumno, quien esperaba que estuviese bien guarecido en las entrañas del palacio del Señor del Mar.

Pese a su deseo de regresar y comprobar que Gyllos, Tichero y Daeron continuasen con vida, lo primero era salir vivo de la mansión de los Oniruss. Sin embargo, para lograrlo debería derrotar a los Essiris, lo cual consistía en una tarea complicada, por no decir una hazaña imposible de realizar. Pero si Gyllos había conseguido hitos improbables, ¿qué evitaba que Dromin concretara proezas dignas de leyenda?

"Que soy viejo y estoy utilizando muletas". Sus años de oro ya habían pasado. No era tan fuerte ni rápido, pero si algo no había disminuido en su persona, ese algo era su ingenio y sus conocimientos, los cuales crecieron y crecieron en las últimas tres décadas a causa de su labor como consejero del regente de Braavos y castellano de su palacio.

Era momento de parar acabar con la locura, la desgracia y el dolor de la Ciudad Secreta, y si los magísteres y las Espadas no hacían nada, él lo haría, por el pueblo de Braavos, por sus amistades, por su alumno.

—Disculpe la tardanza —dijo una voz femenina.

Dromin dio media vuelta y contempló a Viria Oniruss, escoltada por dos guardias carmesíes.

—Magíster Viria —saludó, fríamente cortés.

—Maestre Dromin, quería hablar con usted.

—Lo sé.

—Entonces, ¿por qué...?

—Porque es un anciano que se cae a pedazos y tú querías que subiera al tercer piso —interrumpió Fera—. Por favor, Viria, ¿cómo esperabas que lo hiciera?

Viria se estremeció en su sitio, y Dromin, pese a entender los posibles motivos de por qué le había pedido que fuera a la planta superior en lugar de reunirse en el salón de abajo, agradecía que Fera le hubiera dado una cucharada de realidad a la magíster.

—Fue un error de mi parte, maestre Dromin, lo admito, pero necesitaba discutir con usted un asunto urgente. Supuse que su experiencia trabajando hombro con hombro junto a Tichero me serviría —había un nerviosismo e inseguridad nada tranquilizadores en la voz de la mujer.

—¿De qué se trata? —Dromin acarició su barba, intrigado, el entrecejo arrugado.

—Es sobre la carta de mi esposo —musitó, entrelazando y desenredando sus dedos.

Fera, tras compartir miradas con Dromin y Viria, despachó a los guardias, haciendo un gesto de manos. Estos, sin rechistar, se marcharon. Luego, la Quinta Espada posó sus manos en su cinto.

—¿Qué tiene que decir al respecto? —preguntó Dromin.

Buscando algo en los pliegues de su vestido y la cota de malla escarlata, Viria sacó unas cartas, más arrugadas y amarillentas si cabe que las que Daeron había recuperado del escritorio en el estudio del difunto esposo de la mujer. La magíster le tendió los papeles a Dromin, y este, apoyándose en una de sus muletas, las tomó con cuidado.

Abrió los sobres, y empezó a leer. Tardó en digerir las palabras plasmadas en el rugoso y sucio papel. El significado de las frases y lo que implicaban lo conmocionó. Dobló las cartas cuidadosamente y se las ofreció a Fera, quien las agarró de inmediato, plegando los pergaminos con rudeza.

Dromin no pronunció ni un solo ruido, estudiando las facciones de Fera y como se deformaban en una máscara de ira pura.

—Mierda, Vogeo... —espetó la Quinta Espada, devolviéndole las cartas a Dromin; un acto que requirió del cada vez más menguante control de la mujer.

—Sí, mierda —dijo Dromin—. Magíster Viria, yo... Yo no sé qué...

—La verdad —respondió Viria—. Dígame la verdad.

Dromin inspiró hondamente, rascó su barbilla y acarició la cadena conformadas por eslabones de distintos materiales. Espiró y enderezó su espalda.

—Bastaría, pero podría desmoronar lo que sus ancestros y usted han construido.

—Además, hay que encargarnos de los imbéciles de afuera —añadió Fera, conteniendo la rabia y de cara a una de las paredes—. No saldremos de esta mansión hasta ocuparnos de ellos.

—No me importa lo que me pase, ya no. Lo único que quiero es encontrar y castigar a los responsables de la muerte de mi esposo y la pesadilla que vive Braavos.

—Desconocía que fuese una patriota.

—Es mi país, y era el de mi esposo, y es el de mi sobrina. Prometa que la hallará y no la involucrará en el juicio que caerá sobre mí cuando se dé a conocer esta información.

—Así será, señora. Juro que nadie perjudicará a su sobrina —aseveró Dromin, gélido, pero sincero.

—Muy bien —asintió Viria—. ¿Cómo nos desharemos de los matones de Syllorhos?

—Como lo hemos hecho con cada bastardo que creyó poder conquistarnos: matándolos, tal como mataron a mi hermano —contestó Fera, volteándose; la furia danzando en sus ojos.

—Pagarán, Fera, pero debemos ser más astutos que ellos si queremos vencerlos —razonó Dromin—. Nos superan en número y fuerza, pero tenemos una ventaja que ellos no: la muralla.

—Se te olvida el detalle que la puntería de nuestros soldados no es la mejor —replicó Fera.

—No, pero un hombre bien posicionado en las almenas vale cien jinetes o soldados.

—Si tiene destreza con el arco y la ballesta —señaló la Quinta Espada.

—Hay hombres y mujeres en sus tropas que son buenos tiradores. De lo contrario, los muros de escudos ya habrían asaltado y tumbado el portón. Tal vez no los hemos aprovechado.

—¿Cuál es su estrategia, entonces? —interrogó Viria, la ilusión iluminando sus orbes castaños.

—Planeo sobre la marcha —confesó Dromin—. Pero tengo una idea de qué táctica utilizaremos.

—¿En serio? —Fera cerró sus dedos en torno a la empuñadura que se asomaba por su hombro, desenvainando su enorme espada curva; las luces de las lámparas fluyendo por el acero—. ¿Cómo puedo ayudar?

—Organiza a los mejores soldados con la espada, la lanza y el hacha, dividelos en dos grupos y colócalos cerca de la puerta principal y la del muelle —dijo Dromin, severo cual general—. Los que sepan usar un arco y disparar sin darse en el pie se quedarán en la muralla; y los demás aguardarán se unirán a los dos grupos anteriores, escudo en mano.

—¿Dividiremos nuestras fuerzas en cinco frentes?

—No, en dos. El portón delantero y el del puerto.

—¿Qué pasará con los arqueros?

—Cubrirán nuestra retaguardia y evitarán que los Essiris nos ahoguen y abrumen con sus cifras. Los dejaremos entrar, pero nosotros determinaremos cuántos de ellos entrarán. Abriremos las puertas, los invitaremos a invadirnos, y aceptarán, por muy estrecha que sea la brecha. ¿Saben por qué los barcos no han desembarcado?

—Porque los muelles no son tan amplios —inquirió Viria, jugando con el anillo adornado por un diamante de sangre de buen tamaño—. Los arquitectos que los diseñaron me advirtieron de que apenas dos hombres podrían caminar por los muelles, uno al lado del otro. Es una estructura sólida, pero estrecha.

—Lo usaremos a nuestro favor. —Fera envainó su espada—. Si nos superan, romperemos los muelles y les cortaremos esa ruta.

—Y moveremos a los soldados del puerto al portón —agregó Dromin.

—Mandaré a mi guardia personal a proteger las entradas de la mansión. Así los criados y los heridos estarán a salvo —dijo Viria.

—¿Y dónde irá usted, magíster? —cuestionó Dromin.

—Estaré aquí, ayudando a los criados y a los cirujanos. Es lo mínimo que puedo hacer después de todas mis equivocaciones —sobó el rubí con la yema de su pulgar, cabizbaja.

—Es lo más seguro. —Fera posó una de sus manos en el hombro de Viria, quien alzó la mirada—. Intenta que no te maten, y defiende a esta gente mientras no estoy, ¿sí? —habló en un tono relajado, cálido.

—Lo haré —afirmó Viria, irguiéndose y uniendo sus manos a la altura de la cintura—. Soy una magíster, es hora de que ejerza mi deber de proteger a mis hermanos y hermanas.

—Perfecto. —Dromin comenzó a caminar, moviendo sus muletas y pies—. Quinta Espada, ¿sería tan amable de escoltarme hasta la muralla para informar a los soldados de nuestra estrategia?

Fera le dedicó una última mirada a Viria, despidiéndose de ella al palmear su brazo, y luego se acercó a Dromin.

—Será un placer, anciano —carcajeó—. Vamos a matar a esos putos Essiris.

Dromin meneó la cabeza, esbozando una sonrisa, y se encaminó a la puerta junto a Fera.

... 

Nota de Autor:

Hola, buenos días, tardes o noches, queridos lectores. Lamento no haber estado en contacto con ustedes los últimos capítulos al no dejar estas notas al final de cada capítulo, pero no hago aportes ni preguntas si no lo considero necesario. Aun así, juzgo que es buen momento para preguntarles, ¿qué les parece la historia hasta ahora? ¿Les gusta? ¿Creen que debería mejorar algún aspecto? ¿Cuál es su personaje favorito y cuál es el que más detestan? ¿Cómo creerán que Myriah y Dromin resolverán las encrucijadas en las que se encuentran? Aguardo sus comentarios y teorías, pero, antes de irme, quería agradecerles por todo su apoyo, dedicación y atención.

En serio, muchas gracias, por todo.

Sin más, yo me despido. Muchos éxitos y mucha suerte.

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