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—¿Aún respiras?

—No gracias a ti —dijo Daeron, agitado, sin aire, amagando con caer de bruces al suelo. Se apoyó en sus rodillas, conteniendo las ganas de vomitar.

Garren sonrió, recargándose en una de las paredes del callejón en el que se habían escondido.

—Eres resistente, más de lo que esperaba —carcajeó; parecía no faltarle el aliento ni un poco. Daeron no percibió gota de sudor alguna, mientras que él, en cambio, transpiraba profusamente, como si cada ápice de agua en su cuerpo escapar con desesperación.

—Vete a la mierda —espetó.

—Qué gran bocota. ¿Así le hablas a Gyllos?

—No, solo a imbéciles como tú.

—De ser un imbécil, no te hubiera salvado el pellejo tres veces, ¿o no?

—Eres un imbécil de todas formas —tosió Daeron.

—¿Palabras tuyas o de tu maestro?

Daeron apretó los dientes, frunciendo el ceño.

—Eres un imbécil, como Kyarah y Qhuaalo, como los malditos magísteres y los nobles, como los traidores bastardos que están por ahí sueltos.

—¿Crees que soy uno de ellos?

—Dímelo tú.

Garren entrecerró los párpados, inclinándose hacia adelante, pero no borró su sonrisa.

Daeron, que no retrocedió, mantuvo el contacto visual con el yitiense, debatiéndose en un breve pero tenso duelo de miradas, los iris verdes del espadachín reflejando el brillo violeta de los suyos.

—Bien. ¿Quieres la verdad? No soy uno de los idiotas que metieron a los sucios piratas de la Triarquía a esta ciudad —confesó Garren, y su tono, firme, seguro, no poseía ni una pizca de mentira.

—¿Por qué debería de creerte? —cuestionó Daeron, severo.

—¿Mis acciones no son suficiente prueba para ti? —enderezó su espalda, apoyando su mano en el pomo de su espada—. Te rescaté de la muerte tres veces, chico, y no pedí ni las gracias.

—Quizás estás tramando algo.

—Sí, ciertamente. Planeo tomarme una cerveza dentro de unas cuantas horas y pasarla bien en compañía de dos señoritas que conocí anoche.

—¿De verdad? —Daeron arqueó una ceja, incrédulo.

—Sí, ese es el mayor plan en mi agenda. O, bueno, lo era hasta que unos locos de mierda decidieron empezar una guerra civil y luego comenzaron a matarse entre sí. Desde que esta puta locura se desató, no puedo limpiarme el culo tranquilo sin que Forassar se ponga histérico. Créeme, muchacho, si hay alguien Braavos que desea que esto termine, ese soy yo.

—¿Solo porque tu magíster no te deja en paz?

—Y porque los bastardos hicieron que los mejores burdeles de la ciudad cerraran hasta que la crisis se resolviera. Además, estoy cansado de vigilarte.

Una punzada de terror atravesó a Daeron, quien se irguió, con los ojos abiertos de par en par.

—¿Me vigilabas? ¿Desde cuándo? —preguntó, atónito, ocultando su temor.

—Desde antes de que Forassar me lo pidiera —respondió—. En sí, fue una coincidencia: Mero me envió a explorar los alrededores de la mansión de los Oniruss, para averiguar si es que Viria y Fera eran traidores o si conspiraban en contra de él u otros magísteres. Sin embargo, esa misma noche, tú te apareciste en las inmediaciones y entraste en la casa de Viria en búsqueda de no sé qué.

—Pero ¿por qué me salvaste, entonces?

—¿Por qué siempre debe haber una razón para cada puta cosa? —bufó Garren—. Vi que Fera te perseguía, y como nunca había peleado con ella, quise enfrentarla y dejarte escapar; si habías robado o sencillamente querías espiar de cerca a Viria, no era de mi interés.

—¿Y la vez en que me rescataste y también a Gyllos?

—Tras tu espectáculo en la casa Oniruss, Forassar me encargó que te siguiera a todas partes, por eso sabía dónde estabas.

—¿Cómo supiste quién era?

—Lo deduje rápido; o, al menos, tenía la intuición de quién eras. Creí que serías un espía contratado por Tichero. El bastardo puede que sepa sostener su fachada de noble bonachón ante la gente común, pero al cabrón no le tiemblan las manos al reclutar viejos, mujeres o niños a su causa. Recién descubrí tu identidad después del incendio de la mansión Irnah.

—¿Y?

—¿Qué puedo decir? Me sorprende que seas el paladín del buen Gyllos.

—¿Se lo contaste a Mero?

—Obvio, pero uno de sus miles de espías se me adelantó —chasqueó la lengua, cruzándose de brazos—. De cualquier manera iba a oír el rumor. Fue astuto por parte de Gyllos solo presentarte a lady Uma y a Fera. ¿La grandulona te reconoció?

—No creo. —En un principio, había temido que sí, que la Quinta Espada hubiera hallado algún parecido en él y el ladrón que escapó del filo de su enorme sable; no había muchos con ojos púrpuras en el Mundo Conocido, no luego del cataclismo de Valyria. Para su fortuna, Fera ni siquiera reparó demasiado en la noticia ni en su presencia.

—Ojalá Kyarah y Qhuaalo tampoco te hayan visto bien.

—¿Qué hacían esos dos tan lejos de sus magísteres? Por lo que sé, Fera, la Cuarta y Tercera Espada de Braavos no han abandonado las mansiones de sus magísteres en semanas.

Era perfectamente consciente de las razones por las cuales Kyarah visitó el Corredor de las Ratas, pero Daeron no comprendía por qué Qhuaalo, vinculado fuertemente con los Irnah, se había alejado tanto de los distritos de lady Illora. Aunque era un hecho que la lideresa de aquella poderosa familia noble no estaba en condiciones de administrar su territorio, su hermana había tomado el gobierno de las dos Grandes Islas que le correspondían a Illora.

Según tenía entendido, no era un golpe para destronar a su señora, pero, en vista del paupérrimo estado de su familiar, la hermana menor se había puesto a la cabeza y asumido el papel que Illora, por el momento, no podía llevar a cabo.

¿Habría aprovechado su aumento de influencia para enviar a Qhuaalo a seguir los pasos de otras Espadas o cazar a los alquimistas de la ciudad? Encontrar a una Espada tan lejos de los suburbios de su magíster era, como mínimo, extraño, y Daeron dudaba que el séptimo protector de Braavos se topase con él por pura casualidad.

De repente, una oleada de dolor lo azotó. Cayó de rodillas, sintiendo sus extremidades entumecerse, y su pierna y espalda arder. Apoyó las manos en el sucio empedrado del callejón, luchando por no desmayarse. Pero el cansancio y la fatiga lo instaban a rendirse, a bajar sus pesados párpados y dormir, como un dulce susurro, una hipnótica canción.

—Mierda... —musitó, débil.

—Hey, no te vayas a morir —dijo Garren. Sin embargo, la voz del yitiense era un zumbido distante, casi inteligible—. Todavía debemos...

Y, derrotado por el esfuerzo físico, abrumado por el tormento, Daeron se desplomó. No hubo impacto cuando su cara chocó con el suelo, solo obscuridad.

...

Daeron se levantó de un salto, pero un tirón en todo su cuerpo lo obligó a recargarse de costado en una pared cercana. Derribó una pequeña mesa de madera que se erguía a la derecha de la cama que había abandonado de un brinco. Se tocó la frente con una mano, meneando la cabeza en busca de recuperar por completo el sentido.

Si bien su pierna había mejorado significativamente, la espalda le dolía horrores. No obstante, sus extremidades no se movían tan rápido como a él le gustaría; desconocía cuánto tiempo había dormido, pero, en definitiva, no había bastado para que sus heridas sanaran ni el agotamiento se despejara.

Exploró la cámara en la que se hallaba con su mirada. Era un cuarto sencillo, cuatro paredes, una puerta, cero ventanas. Pocos muebles, una cama simple y la mesita que había tumbado, sobre la cual no reposaba nada, por suerte.

Tanteó su cintura con su mano derecha, y su miedo y nerviosismo se apaciguaron al comprobar que, en efecto, Colmillo seguía colgado en su cinturón. Soltó un suspiro de alivio, relajando sus músculos y permitiéndose sentarse en la cama.

Por unos segundos, no formuló interrogantes, no imaginó escenarios, no cuestionó qué hacía allí, dónde yacía, cómo había llegado ni quién lo había traído. Tenía mil y una ideas, pero se rehusó a oírlas. Durante unos efímeros instantes, despojó su mente de toda paranoia e inquietud, y descansó.

Había dormido mal por semanas. Luego de que los piratas asaltaran el palacio de Tichero e intentasen secuestrar a Myriah, el sueño le era complicado de conciliar. Y aquello empeoró después del atentado contra los Irnah y la muerte de Loreoh Forassar.

No podía dormir tranquilo, no con los traidores que anhelaban destruirse los unos a los otros, arrasando Braavos en el proceso. No podía dormir tranquilo. no a sabiendas de que cientos de miles de personas peligraban por culpa de la ambición, la arrogancia y la codicia de unos pocos nobles que buscaban acaparar más y más; matar a sus antiguos aliados, atando los cabos sueltos de su fallida operación, o hacerse con el control de la ciudad, beneficiándose del caos.

«Fui tan estúpido», se maldijo a sí mismo. ¿Quién se había creído para considerar el único capaz de salvar a Braavos? Era un niño con un título elegante, el aprendiz inexperto de una leyenda que no había entrenado más de un mes con su maestro. No estaba listo. Jamás lo había estado.

¿Cómo se había visto lo suficientemente preparado para enfrentar a experimentados espadachines? Ni siquiera pudo pelear contra Kyarah o Fera cuando estas lo atacaron; Saecyl lo hubiera matado de no haber caído por la fachada del tejado-

¿Cuál era su gran plan para desbaratar la conspiración que se gestaba en la nación? ¿Continuar espiando nobles hasta recabar la información que buscaba, aguardando por meses y meses con la esperanza de que alguno de los traidores se quebrase y escupiera la verdad? ¿Hallar una carta que detallara todo lo ocurrido, los nombres de los responsables y el inicio de aquel movimiento? Las cartas de Vogeo no habían logrado más que complejizar un caso ya complicado.

Y, tras descubrir a los culpables, conocer sus motivaciones y planes, ¿qué haría al respecto? Era un mocoso, un chico de ocho años, no un gran señor noble, no un héroe, no una Espada de Braavos. Carecía de la fuerza, talento, habilidad, rapidez, inteligencia, astucia, riqueza y poder requeridos si deseaba encarar a los traidores por sus incontables crímenes.

Aceptar la petición de Tichero fue un error, una tontería, una insensatez. No había provocado más que desgracias ni averiguado nada importante o que arrojara una mota de luz sobre el aura de misterio que envolvía el complot. En vez de ayudar, causó problemas e instó a los bastardos a deshacerse de sus antiguos compañeros, desencadenando los recientes y trágicos acontecimientos sucedidos en las últimas semanas.

El incendio de la mansión de los Irnah, el asesinato de lord Loreoh, la muerte de una docena de nobles menores, príncipes mercaderes, comerciantes de renombres y familiares de los magísteres... Todas aquellas personas habían perecido por su culpa, por haberse infiltrado en la casa de los Oniruss movido por el deseo de entender qué ocurría, quiénes trataban de destruir la paz de la Ciudad Secreta y por qué.

Pero no había conseguido más que fracasos. Ninguno de sus fútiles intentos de solucionar la situación podría verse como una victoria a medias, puesto que no logró descifrar nada que los hiciera estar un paso más cerca de resolver la docena de enigmas que afrontaban.

En realidad, se encontraba lejos, lejísimos de hallar las respuestas que anhelaba. Y no había señales de que su investigación y trabajo rindieran frutos a futuro, no tras su patético desempeño en su papel de espía.

No merecía la confianza de Tichero, tampoco la de Gyllos. Les había fallado, y no solo a ellos, sino también a Dromin, a Myriah, a Garson, a cada alma en Braavos. A Emma, a los niños del orfanato, a los chicos que mató en pos de sobrevivir en los reñideros de rata... Había fallado.

—Te ves fatal.

Daeron giró su cabeza, clavando sus ojos en la figura de Garren, recargado en el marco de la puerta.

—¿Dónde estoy?

—En un sitio seguro.

—¿Por qué?

—Porque sería un desperdicio dejarte morir. Tranquilo, esta no entra en tu cuenta de deudas conmigo.

Daeron frunció el ceño, los antebrazos apoyados en las rodillas.

—¿Qué es lo que quieres de mí?

—¿Yo? Nada —confesó—, pero mi jefe, por otro lado...

—¿Forassar?

—Sí, está interesado en lo que tienes que decirle.

—¿Y por qué iba a hacerlo? No hay garantía de que no vaya a matarme después de que le revele lo que sé.

—No creo que tengas opción.

—No... Supongo que no.

Daeron respiró profundamente, se puso de pie y caminó hacia Garren. Al atravesar el umbral del portal, vio que el largo pasillo que se extendía enfrente de él era custodiado por dos docenas de guardias, cuyas armaduras verde oscuras reflejaban la luz de las antorchas incrustadas en las paredes.

Recorrió el corredor lentamente, detrás de Garren, observando por el rabillo del ojo los detalles en las corazas de los guardias. No había blasón en sus petos ni en las capas grises que portaban en su hombrera derecha, pero sí distinguió un grabado similar a los trazos de las monedas que decoraban las paredes de las casas de apuestas en el Gran Mercado. Y esas sucursales, casi en su totalidad, le pertenecían a los Forassar.

«Oh, mierda», pensó, oyendo los latidos de su corazón acelerarse y sintiendo su miedo crecer poco a poco.

Sabía que hablaría con el infame Mero Forassar, pero Garren no le había dicho dónde se encontraban, aunque Daeron, gracias a la presencia de tantísimos soldados, terminó por deducir cuál era el edificio en el que se despertó y exploraba.

Sin embargo, se reservó sus inquietudes y especulaciones. Dudaba que Garren fuera a brindarle la información que necesitaba. Odiaba andar a ciegas, pero no tenía de otra. Forassar le llevaba la ventaja, y por mucho. Así que, hiciera lo que hiciese, no había forma de prever cuál sería su jugada o con qué lo atacaría.

Tocó con sus dedos la empuñadura de Colmillo. En aquellos momentos, su arma le otorgaba cierto consuelo, pero, en realidad, era un placebo, una falsa sensación de seguridad, de que todo saldría bien. No obstante, viendo a los soldados que se apostaban a sus flancos y a Garren, comprendió que no poseía chance de vencer a través de sus escasas habilidades marciales. Si desenvainaba su cuchillo, estaría muertos antes de desenfundar la hoja.

«Ejercita tanto la mente como el cuerpo», las enseñanzas de Gyllos se repitieron en su cabeza, y Daeron supo que era tiempo de poner a trabajar su seso, no sus músculos.

Quizás no había posibilidad de ganar por medio de la fuerza, pero, tal vez, a través de la astucia escaparía de donde fuera que estuviese.

Era consciente de que no era el más perspicaz; no obstante, se las había arreglado para sobrevivir en las calles de Lys y Braavos, y semejante hazaña no la lograba alguien con escasas luces. Si bien no entendía ni un ápice de astronomía, alquimia o política, se las había ingeniado durante sus cortos pero intensos ocho años de vida cada vez que la velocidad de sus pies y la potencia de sus golpes no bastaron.

Aunque, claro, una cosa era afrontar los desafíos de los bajos suburbios, y una muy diferente, a un magíster conocido por sus nulos escrúpulos y cuya terrible fama lo hacía un ser infame y pseudo legendario entre la nobleza y el pueblo llano. De acuerdo a los rumores, Forassar tenía más madera de Gran Amo que de magíster, y su lista de fechorías escalaba desde estafa y soborno, hasta actos aberrantes como engendrar una decena de hijos ilegítimos (frutos de violaciones, según los rumores) y asesinar a rivales políticos y comerciales.

Daeron tendía a creer que una mirada alcanzaba para conocer a cualquier persona. Siempre tuvo buena vista, y al ver a la gente, la mayoría de las ocasiones conseguía «leer» sus intenciones, sus personalidades, sus historias. Desgraciadamente, aquello conllevó a que creyera saber todo acerca de todos, consolidando imágenes prejuiciosas de quienes lo rodeaban, impulsado por su desconfianza y temor.

Pero estaba errado, Gyllos, Tichero y Dromin se lo demostraron, también Myriah. Era imposible conocer al entero a alguien con una mirada, así como era imposible conocer al entero a alguien por chismes o historias divulgadas por sus enemigos y el común.

Por mucha información que Forassar hubiera recabado de él y por mucho que lo estudiara, era ilógico que supiese quién era en verdad, cuál era su pasado, qué lo había motivado a lanzarse a una misión tan peligrosa o cuánto había sufrido, cuánto había aprendido, cuánto había comprendido luego de cruzarse con Gyllos, cuánto valor le daba a sus promesas.

Forassar no lo conocía, y Daeron no conocía a Mero, pero pronto se conocerían.

El pasillo culminaba en una escalera de amplios peldaños plateados, por la cual Daeron y Garren ascendieron. No había ventanas a los laterales, confirmando lo que el platinado había sospechado: no lo encerraron en una torre, sino bajo tierra.

Ignorando aquel escalofriante detalle y que nadie lo habría oído si hubiera gritado, siguió a la Segunda Espada, deteniéndose al reparar en que los escalones culminaban en una nueva madera, reforzada con barrotes de hierro. Luego de abrirla, Garren lo invitó a pasar, y Daeron no protestó, esperando a que el yitiense la cerrase, para después reanudar el recorrido.

Daeron contempló las paredes de ladrillo grisáceo, los relucientes pilares con granates, zafiros y esmeraldas engastados en la piedra y el techo abovedado, que era adornado por miles, millones de monedas que conformaban un extraño entramado, un tapiz de bronce, hierro, oro, cobre y acero, el cual parecía tener vida propia. El salón al que entraron era lujoso, alto y amplio, y las torres de piedras preciosas se alzaban a sus costados, sosteniendo elegantes balcones que corrían por las seis paredes que constituían la enorme cámara.

La luz del sol se derramaba por el suelo, filtrándose por los estrechos ventanales de vidrio tintado. Y aunque a Daeron le tentó la idea de apreciar la belleza de aquella sala por horas, no detuvo su andar, pisándole los talones a Garren.

—¿Te gusta lo que ves?

—¿Todos los magísteres de Braavos son tan presumidos?

—Me preguntaba lo mismo hace años. Pero, al parecer, solamente los más ricos gastan cantidades ingentes en agrandar y decorar sus mansiones. Es una especie de competencia para ver quién la tiene más grande.

—Ya veo...

—¿Nervioso?

—No.

—¿En serio?

—... No...

—¿Solo sabes decir no?

—No.

Garren carcajeó.

—Relaja el culo, chico, Forassar no es tan malo.

—Gyllos me contó que era una sanguijuela avariciosa y cobarde.

—Pues, es una descripción bastante acertada.

—Entonces, ¿por qué dices que no es tan malo? —Daeron arqueó una ceja.

—Bueno, ¿tienes idea de quién era Xhabarro Flaerys? ¿El hermano loco de Tichero?

—Sí, él me dijo quién era. Lo apodaban el Tirano de los Mares.

—De tirano tenía mucho, pero el desgraciado nunca pisó un barco. El asunto es que Forassar ayudó a Tichero a destronarlo.

Daeron parpadeó, sorprendido.

—No me jodas.

—Créelo, chico, yo estuve ahí, Después de que tu maestro me diera una paliza en Myr, viajé a Braavos por una temporada y participé en la Batalla de las Cenizas de la Laguna.

—¿La Batalla de las Cenizas de la Laguna?

—¿Omitieron ese detalle? —Garren lo miró por encima del hombro, volviendo de inmediato la vista al frente y realizando un gesto con la mano, quitándole relevancia—. Fue la pelea en la que los cinco magísteres de Braavos y el Señor del Mar se unieron para derrotar a Xhabarro.

—Vencieron.

—Vencimos —confirmó el yitiense—, pero a un precio jodidamente caro. ¿Cuántos soldados tiene Braavos?

—Esto... —«¿A qué viene esa pregunta?», se cuestionó—. Treinta y dos mil, cuarenta si sumamos las tropas de las casas menores.

—Casi le atinas —rio—. Antes de la batalla que libramos ese día, la ciudad estaba protegida por cien mil soldados.

Daeron guardó silencio por unos instantes, digiriendo las palabras de Garren, los pasos de ambos resonando en las paredes aledañas.

—¿Cincuenta mil murieron ese día?

—Ese mes —corrigió—. La batalla duró treinta días.

—Es una locura... —musitó, atónito.

—Braavos nunca se recuperó, militarmente hablando. El comercio prosperó, también la política y las relaciones con países extranjeros. Pero Tichero y su antecesor no quisieron volver a meterse en broncas con ningún vecino.

—¿Y qué tiene que ver Forassar en esto?

—Que, si no fuese por él, tu querido maestro Gyllos estaría muerto.

Un temblor de terror estremeció a Daeron.

—¿Qué?

—Mero, en ese entonces, no era un puto magíster, era un gran noble, y apoyaba a Xhabarro.

—¡¿Qué?!

—Es un hombre de negocios, de estadísticas, de probabilidades. Si ve que tiene más beneficios de un lado que en el otro, sin duda elegirá el primero. Y Mero, luchando a favor de Xhabarro, que tenía una flota de mayor tamaño y mercenarios experimentados, contrató a los Tigres de Jade para que mataramos a Tichero y a Gyllos; pensando que ganaría el favor de Xhabarro si asesinaba a su hermano traidor —relató.

» Pero no resultó. El día en que el asesinato debía suceder, las tropas de Tichero derrotaron a las de Xhabarro en el distrito de los Irnah, recuperándolo de un plumazo al romper las barricadas que habían levantado los mercenarios del Tirano de los Mares. Aquello derivó en que Xhabarro y sus aliados se atrincheraran en los pocos distritos que dominaban en el este, pero los barcos del Señor del Mar, los Faenorys y el resto de sus rivales les cortaban su vía de escape por agua, y las huestes de los demás, por tierra.

» Al final, Forassar decidió que luchar por Xhabarro no tenía sentido, y nos mandó a la mansión en la que se escondía. Los Tigres de Jade matamos a todos los presentes, y aunque registramos el sitio, no encontramos a Xhabarro. Si Mero no nos hubiese enviado a asesinar a los partidarios de Xhabarro, si no los hubiera traicionado, la guerra se habría alargado por los dioses saben cuánto tiempo.

—Entonces, Forassar ya ha traicionado antes —comentó Daeron.

—Por buenos motivos —repuso Garren—, o eso quiere que los otros crean. Es un hombre bastante práctico.

—Bastante doble cara.

—Dime, ¿tú qué hubieras hecho en su posición?

Daeron, aturdido por el relato y la pregunta, no supo qué responder.

—¿Habrías preferido luchar hasta el final por un tirano como Xhabarro, o traicionarlo, ya por oro, ya por gloria, ya por salvar a gente inocente?

Aun mudo, Daeron intentó visualizarse en aquel tiempo, en aquella Braavos tan distante y surreal, y encarnar el papel de Forassar. Pero no era Forassar y tampoco había interactuado con Xhabarro. Sin embargo, hizo el esfuerzo de imaginárselo todo, y nada más materializarse ese tétrico escenario en su mente, no tardó en formular una contestación a la interrogante de Garren.

«Lo hubiera traicionado», concluyó. Y, a pesar de tener la respuesta, no la compartió con el yitiense, porque sabía que había sido hipócrita e injusto. Quizás Forassar tuviera sus razones para apuñalar por la espalda a Xhabarro, muy distintas a las suyas, pero, al final y al cabo, había salvado las vidas de cientos de miles.

Oyó a Garren soltar una ligera carcajada, tal vez debido a su repentino mutismo. Daeron no reaccionó a la risa de su escolta; estaba en su derecho a reírse de él, por abrir la boca de más, por no haber aprendido tanto como creía.

Ambos continuaron caminando en silencio, dejando atrás el ostentoso salón, los golpes de sus botas reverberando en los muros de los pasillos. Las paredes del lugar eran de ladrillo gris, pero no había tapices en ellas, sino intrincados murales confeccionados con millares y millares de monedas de distintos tamaños y formas, las cuales apenas se besaban entre sí. Paisajes de hierro y acero, retratos de personas de oro y plata, bestias mitológicas de bronce y cobre, aquellas obras de arte aderezaban las paredes como si se tratasen de exquisitas pinturas, los rayos del sol dotándolas de una vibra antinatural.

Contrario al palacio que habitaba Tichero, en los corredores no había armaduras, vasijas ni exóticos artículos en estanterías de cristal duro, y las alfombras eran todas de un verde similar al de las escamas de los cocodrilos. No consideraba fea la casa de lord Forassar, en lo absoluto. Pero, en cuanto a primeras impresiones y lujosidad, el bastión del Señor del Mar ganaba rotundamente.

Siguió a Garren por un largo tramo de escaleras de piedra que se enroscaban sobre sí, asemejándose al caparazón en espiral de los caracoles en el patio de Tichero. Y luego de ignorar varias puertas mientras subían y subían, finalmente se detuvieron delante de la última de todas.

—¿Listo? —preguntó Garren.

Daeron lo miró, el ceño fruncido, la mano derecha cernida en torno a Colmillo.

—No.

—Pues, qué mal. —Garren se encogió de hombros, abriendo la puerta.

La luz entró de golpe, derramándose en el piso e iluminando las escaleras. Daeron alzó una mano, cubriéndose el rostro. Entornó los ojos, y al salir, se halló a sí mismo en un balcón gigantesco, lleno de estatuas de piedra negra y rejas de acero en los bordes. Giró en redondo dos veces, contemplando las picas que enmarcaban la terraza, los ídolos de roca y las galerías repartidas por el sitio, de techo de vidrio verde. Y en el firmamento, el sol bañando la ciudad con su brillo dorado.

—¿Adónde...?

—Bienvenido a mi humilde morada, joven paladín —lo saludó una voz desde el centro del jardín sin plantas o árboles.

Al voltearse, Daeron observó que, encima de dos peldaños de piedra, amparado por un techo de madera negra, yacía sentado en una silla de arciano un hombre delgado, muy delgado, de rostro luengo; en su cabeza se notaba una incipiente calvicie, y en su afilada mirada... Nada, Daeron no descifraba qué escondía, qué pensaba, qué planeaba, qué quería.

Vestía un atuendo verde esmeralda con detalles plateados, y portaba uno o dos anillos en cada dedo, rematados por relucientes joyas. Extendió una de sus manos en gesto de invitación, señalando la silla en el extremo opuesto de la mesa.

Daeron, sin apartar la vista, se acercó, subiendo por los escalones y, posteriormente, tomando asiento. Por algún inexplicable motivo, se sentía intimidado y sus dedos, cerrados alrededor del mango de su cuchillo, temblaban. No llevaba la capucha que cubría sus rasgos puesta; despertó sin ella. Aunque ocultara o desviara su rostro, Forassar podría ver sus expresiones, sus ademanes: no habría forma de engañarlo.

—Es un placer —dijo, asintiendo a modo de saludo y respeto.

—Diría lo mismo, chico, pero me contaron que tú fuiste el responsable de robarle a una querida amiga mía. —Forassar se reclinó en su silla—. ¿Es eso verdad?

—Es verdad —asintió de nuevo.

—¿Y qué le robaste?

—Cartas, señor. Nada más.

—¿Cartas? Qué cosa tan valiosa —sonrió Forassar, llevándose una mano al mentón—. Dicen que equiparan y superan en precio a cualquier tesoro.

—Eso explica por qué la Quinta Espada me persiguió.

—Sí, en cierta medida.

Forassar chasqueó los dedos, y un par de sirvientes, apostados en las columnas de madera que soportaban el peso del techo, pusieron dos cotas en la mesa y las llenaron de vino, luego se retiraron.

—Es vino del Rejo de Poniente —agarró su cáliz de plata, agitándolo suavemente—, es una exquisitez poco común en Essos. Aquí lo que abundan son los complots, no el buen vino, ¿o no?

—Me temo que sí. —Daeron meneó su cabeza—. Toda esta situación es... horrible.

—Para alguien de tu edad, tal vez. Pero, para los adultos y los viejos, es el pan de cada día —bebió un sorbo de su copa, tiñendo sus labios de un rojo escarlata—. Te acostumbrarás.

—No creo.

—Bien, bien. Eso te mantendrá con vida —volvió a arrimarse la copa a la boca, degustando su contenido carmesí—. Ahora, dime, chico, ¿cuál es tu nombre?

—Imagino que ya lo conoce.

—Sí, pero me agradaría escuchar de tu parte.

Daeron respiró hondo, enderezó la espalda y se recostó en el respaldo de la silla.

—Soy Daeron.

—¿Y?

—Solo Daeron.

—¿Sin apellido? ¿Sin mote? ¿Sin familia?

—De Lys. No sé, nunca entendí cómo se usan los apodos.

—Daeron de Lys. Daeron de Lys. Daeron de Lys —degustó el nombre, pronunciándolo con varios acentos, lenta y rápidamente. Hizo una mueca—. No, no, demasiado insípido.

—Con todo respeto, señor, no creo que me haya secuestrado para hablar de nombres o apodos.

—¿Yo? ¿Secuestrarte a ti? —había presunta ofensa en su voz—. Me duele que pienses que sería capaz de semejante aberración, muchacho —negó con un ademán de muñeca—. No, no, no. Yo te rescaté. Bueno, Garren lo hizo.

—¿Por qué? Si se puede saber, claro.

Garren, quien se había apoyado en una de las columnas, rio a sus espaldas, el leve sonido de sus dedos tamborileando sobre la empuñadura de sus espadas zumbando en el aire.

—Verás, Daeron —empezó Forassar—, Garren me comentó que hay algo extraño en ti, parecido a ese algo extraño que tiene tu maestro, Gyllos Forel.

—¿Y qué es ese «algo»?

—En definitiva, no es el cabello, tampoco los ojos —señaló el magíster—. Déjame preguntar, ¿te crees especial por tus rasgos?

—No —respondió, enseguida, sin vacilación.

—Pero eres valyrio. Lo más cercano a un dios que hay en la tierra, según las palabras de tus ancestros.

—Y según mis palabras, señor, soy una persona, nada más ni nada menos —«Si fuera un dios, ya me habría ido volando de aquí y terminado con toda esta maldita locura», pensó.

—Curiosa respuesta —admitió Forassar, sonriendo, masajeando su barbilla—. En cuanto a las razones de Garren para salvarte, esos son asuntos suyos; en cuanto a las mías, son más sencillas.

—¿Y cuáles son?

—Quiero saber todo lo que sabes.

—No sé mucho, señor.

—No me cabe duda, pero cada pizca de información es valiosísima, sobre todo en época de caos, tergiversación y rumores. Así que, por favor, dime lo que sepas. No me hagas insistir —su tono, por un instante, se tornó severo, amenazador.

Y aquella pequeña muestra, provocó que Daeron se agitara ligeramente en su asiento. Tragó saliva y se acomodó en su silla.

—Lo que sé es que Vogeo Oniruss era un traidor y que estaba coludido con gente peligrosa.

—Ah, el pobre Vogeo —meneó la cabeza, apenado—. Ese bastardo no sabía cuándo poner límites a sus ambiciones.

—Y también sé que hay un grupo de alquimistas especializado en la ciudad. Más precisamente, en el centro, en su territorio, y que sus soldados los están buscando.

—Sí, sí. Los recuerdo. Un viejo antepasado mío los resguardó en el ático de su mansión cuando escapaban de Poniente hace como tres o cuatro siglos. Los Descendientes del Fuego, ¿verdad?

Daeron asintió.

Forassar chasqueó la lengua.

—Esos malnacidos. Nunca confíe en los alquimistas, pero los protegía para que no revelasen sus secretos a mis contrincantes.

—Una buena estrategia —dijo Daeron.

—Fue un error —aseveró Forassar—. Debería haber usado su propio fuego valyrio en su contra, carbonizarlos hasta los huesos.

—¿Por qué lo dice?

Forassar entrecerró los párpados, bebiendo otro sorbo de su copa.

—Es bastante simple: los alquimistas no son de confiar. Son como ratas, parientes de esas alimañas. Escurridizos, tramposos, sucios, feos y, además, traicioneros. Hace un tiempo, descubrí lo muy hijos de puta que pueden ser. ¿Sabías que uno me dio una fórmula para sanar a una de mis hijas, pero no completamente?

—No habrá encontrado la cura, mi señor. —Daeron había escuchado la historia por parte de Frallo, el alquimista del Corredor de las Ratas, pero fingió no conocerla.

—El muy bastardo sabía cómo fabricar la cura, lo sé. Lo vi en sus ojos. Pero me engañó, y debo gastar cuatrocientas monedas de hierro cada mes para que mi hija pueda caminar —con un nuevo chasquido de dedos, un criado llenó su copa de vino, la cual depositó en la mesa.

—Es una suma considerable.

—Lo es, pero es una que cualquier padre pagaría por sus hijos.

—¿Incluso si son bastardos?

—Incluso si es bastardo, sobre todo si su madre fue alguien a quien amaste —añadió. Daeron alcanzó a percibir un deje de melancolía en su tono. Forassar bebió de su copa—. Pero tampoco estamos aquí para conversar de amor o hijos; abordaremos ese tema cuando crezcas.

—Si es que crezco, señor.

—¿A qué te refieres? —preguntó, arqueando una ceja.

Daeron miró a los lados, a Garren, quien seguía jugando con su espada, y a los criados, y luego clavó su vista en Forassar.

—Sabe a lo que me refiero.

—Ah, ¿crees que te mataré?

—Es lógico pensarlo, señor.

—¿Es lógico pensarlo de mí?

—De todo magíster o noble que pida información del aprendiz del que es el mejor espadachín de la nación y, a su vez, el mejor amigo del Señor del Mar, quien también es su mayor rival, lord Forassar —explicó Daeron.

Mero lo miró detenida y tendidamente, calibrándolo, estudiándolo. Y Daeron, si bien sintió estremecerse cada hueso de su cuerpo, incluida su mismísima alma, se mantuvo firme, viendo a Forassar a los ojos.

—Comprendo tu preocupación, pero no debes temerme, chico —contestó Forassar—. Bueno, en realidad, sí, sí debes temerme.

De repente, Daeron se tensó al experimentar el frío toque del acero contra su garganta. No se movió, no gritó, pero tampoco quitó su mano de Colmillo. Observó el arma que acariciaba su yugular, reconociéndola de inmediato: la fina hoja medio curva delató a Garren. No era la espada larga que decapitó a Saecyl, la basilisco, sino la espada corta que colgaba junto a la primera en su cinturón.

—Es lo que la mayoría de imbéciles en esta ciudad no entienden —suspiro pesadamente, masajeando su frente—. Me toman por tonto, por pusilánime, por inútil, como si decidieran olvidar colectivamente todo lo que he hecho por ellos.

—¿Traicionarlos y conspirar a sus espaldas? —preguntó Daeron, aun con la hoja en el cuello—. De seguro eres uno de ellos, ¿no? Un asqueroso traidor. Odias a Tichero, todos lo saben.

—Mucho cuidado con esa boquita tuya. No estás en una situación en la que ser desafiante y valiente te favorezca, muchacho —advirtió Forassar—. Y no, no soy uno de esos estúpidos bastardos. Ciertamente existen diferencias entre Tichero y yo, pero jamás me aliaría con los patanes de la Triarquía, ni intentaría secuestrar a una princesa y matar a un regente ni comenzaría una campaña de exterminio contra otros magísteres.

—¿Por qué no? —gruñó Daeron—. Siempre has anhelado el poder.

—¿Eso dice Tichero de mí? Y yo que creí que éramos amigos —sonrió, cínico—. Sí, me gusta el poder, pero mucho más el oro, y no ganaría ni una mísera moneda de hierro si causara la actual crisis que vivimos.

—¿Te refieres al cierre indefinido de los puertos?

—Y al de las cantinas, al de los burdeles, al de las casa de apuestas, al de los teatros, al de las posadas... —dio un golpe a la mesa, y pese a su flaqueza, el impacto resonó por los alrededores—. ¡ESTA MIERDA ME HA COSTADO MÁS FORTUNA QUE LA BATALLA DE LAS CENIZAS DE LA LAGUNA! —rugió, furioso.

» ¡¿Tienes una mínima idea de cuánto oro perdí este mes?! ¡¿Cuánto he tenido que organizar, reorganizar, reorganizar y reorganizar mis negocios y reubicar a mis trabajadores?! ¡Apenas sí conseguí invertir en un par de fraguas en ese apestoso corredor de mierda!

» ¡Me vi rebajado a comprarle propiedades a la puta de los Faenorys, para rascar algo de ganancia al refugiar a las ratas de esta ciudad, que se esconden y chillan en lugar de ayudar! ¡Y tuve que hacer un préstamo al maldito vejestorio Essiris porque quería reforzar el condenado bastión ese y Tichero le dio el visto bueno!

Forassar, con el rostro congestionado de ira, tomó su boca, volcando una buena cantidad del vino y tragando de un sorbo el resto. Se limpió la boca con la manga de su atuendo, lanzando el cáliz a un costado, que fue inmediatamente sustituido por uno nuevo gracias a la rápida acción de uno de los criados, quien sirvió más vino de una jarra que cargaba consigo.

Daeron era consciente de que la economía de Braavos había sufrido un gran golpe por culpa de los atentados y el «desacuerdo» con la Triarquía, pero nunca se había imaginado que las cosas estuvieran así de mal. Claramente, un par de semanas lejos de las rutas comerciales no desencadenaría la destrucción de Braavos; no obstante, si la situación se prologaba indefinidamente, la tragedia no demoraría en acontecer.

—No eres el primero en llamar traidor —continuó Forassar—. Pero ¿por qué me insultas de semejante forma? ¿Acaso Tichero susurra sin que yo me dé cuenta?

—Sé lo de Xhabarro.

—Ah, conque a eso se debe —bebió un sorbo de vino—. ¿Solo por una tontería del pasado? ¿Nada más? ¿Por eso me insultas? Hasta los retrasados de la ciudad saben acerca de...

—Y también sé que no me matarás.

Forassar frenó su brazo, evitando que la copa besara sus labios, y lo contempló, aturdido.

—¿Por qué estás tan seguro? —hizo la copa a un lado.

—Porque no matas gente sin un buen motivo: mataste a los aliados de Xhabarro por conveniencia, no porque sí.

—Es verdad, pero conoces la historia de mi desdichada hijita y su terrible situación. No puedo dejar que alguien al tanto de tal vergüenza salga vivo de estas paredes.

«Bien jugado», pensó Daeron. «Frallo hizo bien al no venderte la pócima entera». «¡Eso es!».

—Pero no me matarás.

—¿Por qué no lo haría? Tengo una razón más que justificable.

—Si lo haces, jamás conocerás los nombres de los sospechosos de haber matado a Loreoh Faenorys —respondió.

Forassar frunció el ceño, afilando su mirada.

—¿Qué?

—Como oíste. Loreoh no se mató, fue asesinado.

—El idiota se colgó.

—Tú eres el idiota por creer semejante mentira, Forassar. Sabes que no es cierto.

—¿Por qué su hija encubriría su homicidio?

—Dile a tu perro que envaine su espada, y entonces hablaré.

Forassar entornó todavía más los ojos, los párpados casi rozándose.

—Estás jugando con fuego, chico.

La cuchilla de Garren hendió levemente la piel de su cuello, y Daeron sintió un fino río de sangre manar de la cortadura y descender por su yugular. Pero, aun así, no tembló ni suplicó perdón.

—Hazlo y nunca sabrás por qué Uma mintió.

La punzada de dolor en su garganta lo llenaba de miedo, pero no iba a retroceder. Aquello no era una prueba, sino un asunto de vida o muerte. Una negociación mortal que solo podía tener dos resultados: su muerte o su supervivencia.

Pese a la penetrante mirada de Forassar, Daeron no apartó sus iris de él. Se enfrentaron en un duelo intenso, breve, peor que cualquier batalla física que hubieran librado. Los ojos del magíster escrutaban su rostro en búsqueda de verdades, y los de Daeron, desafiantes, se mantenían clavados en los de Forassar, observándolo, analizándolo, retándolo.

De repente, Garren retiró su espada, metiéndola de regreso a su vaina, y si bien Daeron experimentó la necesidad de inhalar profundamente, se contuvo. Inspiró por la nariz y se acomodó en su asiento, prestando nula atención a la sutil herida en su cogote.

—Tienes agallas —admitió Forassar.

—Vete al infierno.

Forassar rio.

—Esa actitud te matará uno de estos días.

—Pero no hoy —afirmó Daeron, aunque dudaba que fuese así.

—Quizás, quizás... Ahora, cuéntame sobre Uma y sus razones por las cuales optó por disimular la muerte de su padre y divulgar que Loreoh se suicidó.

—Loreoh era un cobarde. Según sé, difundieron la noticia camuflando su muerte como un sucidio porque era lo lógico: cuando tu padre, un hombre sin pelotas, es asesinado, lo último que quieres es que la gente te apunte a ti. Además, debido a los tiempos que vivimos en la ciudad, la sorpresiva muerte de un magíster levantaría demasiadas sospechas —explicó Daeron.

—Una jugada inteligente, sin duda. Uma lo mató para quedarse con el poder.

—Lo dudo, señor —repuso—. Ella estaba durmiendo.

—Pudo haber contratado a un sicario o sobornado a alguien de la guardia personal de su padre.

—Todos los guardias se encontraban en las puertas del estudio de Loreoh. —O, al menos, eso habían dicho, incluido su capitán—. Nadie dentro del torreón pudo haberlo matado.

—Entonces, un asesino a sueldo se infiltró y mató a Loreoh —inquirió Forassar—. Interesante. ¿Cómo hizo un mortal para escalar casi cien varas de altura, matar a un magíster sin alertar a sus guardias y luego escapar?

—Yo trepé treinta varas de muralla con dos picos a punto de romperse —recordó—, y apenas tengo ocho. Alguien con más experiencia y mejor equipo podría lograr tal hazaña fácilmente.

—Cierto, cierto, muy cierto —masajeó su barbilla—. Pero solo un individuo extraordinario sería capaz de... Oh...

—Las Espadas de Braavos, sí —asintió Daeron.

—¿Por eso lo ocultó Uma?

—Sí, y porque una de las sospechosas del asesinato es la anterior protectora de su padre, Kyarah, la Sexta Espada. Ella estaba en la mansión al momento de la muerte de Loreoh.

—¿Y los demás candidatos?

—Te lo mencionaré a todos, pero antes quiero que me jures que saldré de aquí con vida.

Forassar carcajeó, echándose hacía atrás en su silla.

—¿Pretendes negociar conmigo?

—Pretendo intercambiar información por algo de igual valor: mi vida.

—Tu vida no vale un comino, chico.

—Toda vida es invaluable —replicó, severo—. Dicen que la información no tiene precio, pues bien, para mí el valor de la vida de cualquier persona es imposible de calcular. Si quieres que te revele lo que sé, no me matarás y me dejarás ir.

—No puedo hacerlo, chico, aunque quisiera —meneó la cabeza, fingiendo pena—. Mi hija...

—Prometo no hablar sobre ella —alzó una mano en señal de juramento.

Forassar soltó un bufido divertido.

—¿Por qué confiaría en tu palabra?

—Porque no creo en dioses, señor, sino en las promesas. Una vez, alguien me prometió que me cuidaría, que me protegería hasta el final, y cumplió, pero...

«Pero ella murió», rememoró cuando apuñaló al hijo de lord Rogare, cuando Emma sufrió un trágico destino a manos de los soldados de Lys, cuando provocó que cientos de almas fueran segadas injustamente, cuando huyó.

Respiró hondo, enderezándose, y miró a Forassar.

—Las promesas son más importantes y sagradas que deidad o posesión ninguna, señor. Puede confiar en mí.

—Y, sin embargo, tú no confías en mí. Imagino que es normal; después de todo, no me conoces.

—Usted tampoco sabe quién soy —aseveró.

—Eres el paladín de la Espada de Braavos. Un mocoso malcriado que se ve a sí mismo como un héroe cuando, en realidad, no puede ni limpiarse bien el culo.

—Y usted, un magíster engreído que se cree la gran cosa, pero que apuñala por la espalda a sus aliados en cuanto no le ve más beneficios y cambia de bando a conveniencia.

Ambos se observaron mutuamente, envueltos por un abrumador silencio. Por varios momentos, ni Forassar ni Daeron dijeron nada, dedicándose a verse, a batirse en aquel tenso enfrentamiento, hasta que...

—Bien —dijo Mero—. Cuéntame qué tanto conoces y vivirás. Pero no te irás de esta mansión.

—Pero...

—Esos son mis términos, chico —sentenció Forassar.

—¡Eso no...!

—Acepta, muchacho —sugirió Garren a sus espaldas—. No obtendrás un trato más favorable.

—Soy el paladín de Gyllos Forel, no puedo...

—Serás libre después de que cada uno de los traidores esté muerto y que no me quepan dudas de la veracidad de tus afirmaciones. —Forassar cruzó sus dedos sobre su vientre—. ¿Te parece un buen acuerdo?

«No, la verdad no», pero no fue eso lo que contestó. En cambio, dijo:

—Sí.

—Muy bien, ¿cuáles son los otros sospechosos?

—Caera, Garren y... Gyllos —respondió, tardándose unos segundos antes de pronunciar el nombre de su maestro, de su salvador.

—Ah, así que el buen Gyllos...

—No te atrevas a hablar de él —advirtió, grave, serio, los ojos brillándole de un peligroso tono violeta.

Forassar se sacudió en su asiento, pero no perdió la compostura.

—Bueno —se aclaró la garganta—, como imaginarás, Daeron, mi socio Garren es inocente.

—Según sé, también se lo acusó de matar a Vogeo Oniruss. Esta es la segunda vez en la que es sospechoso de asesinar a un magíster.

—Pero es inocente. —Forassar bebió un sorbo de su copa dorada—. Verás, el día de la muerte de Loreoh, Garren estaba vigilándote, y no salió de esta residencia hasta que uno de mis hombres le dio la noticia de que habías abandonado el palacio de Tichero junto a tu amiguita dorniense.

—Y Gyllos había estado en el palacio toda la noche y la madrugada —confesó Daeron—. Dromin determinó que Loreoh ya había muerto cuando Gyllos salió del palacio.

—Entonces, Kyarah y Caera son las únicas candidatas restantes —concluyó Forassar. No obstante, añadió—: O, quizás, algún herrero, por encargo de un bastardo cuya identidad desconocemos, haya fabricado un arma similar a la de ellas, Gyllos o Garren con el objetivo de inculparlos.

"Dromin barajó esa idea", Daeron lo había escuchado hablar en reuniones acerca de aquella y muchas otras más probabilidades. Eran mil pistas, mil teorías, pero no había ni una sola respuesta. Todo era bruma, y en lugar de despejarse con el tiempo, el complejo panorama se oscurecía y se volvía más y más denso.

Sin embargo, esa diminuta mota de luz, esa pequeña especulación, era una esperanza a la que aferrarse. Y Daeron no iba a soltarla, no hasta comprobar qué tan real era.

—¿Tiene culpables en mente? —cuestionó a Forassar.

—Sí —se llevó el borde de la copa a los belfos, sorbiendo de su interior, los labios teñidos de rojo—. Pero me temo que no es de tu incumbencia, chico.

—Por favor, tengo que saber —dijo, disimulando su desesperación.

—Lo lamento, pero te involucraste mucho. Estás obsesionado, tanto como para ponerte en riesgo, invadir la propiedad de una magíster y enfrentar no a una, sino a dos Espadas de Braavos y a un basilisco —se levantó de su asiento, alisando sus elegantes ropajes—. Eres un chico interesante, Daeron, pero morirás pronto si continúas por este camino.

—Mero, por favor..., tengo que saber.

—Lo lamento, pero.

—¡Tengo que saber! —Daeron se levantó bruscamente, tirando su silla al erguirse.

Oyó el suave silbido del acero desenvainándose detrás de él, por lo que se detuvo en seco. Rígido cual soldado, pero con su mirada incrustada en la figura de Forassar, lo vio dirigirse a los peldaños de la tarima.

—Forassar, necesito saber...

—Es una lástima que no nos hayamos encontrado tiempo atrás, Daeron —admitió, parándose en el primer escalón, el más cercano al suelo—. Pero los dioses actúan de maneras misteriosas. Si lo que te preocupa es el bienestar de tus amigos, tranquilo, no les tocaré ni un pelo.

—¿Qué vas a hacer? —arqueó una ceja.

—Resolveré los problemas que Tichero ha demostrado no ser capaz de solucionar y terminaré con esta locura —respondió.

—¡Forassar, espera! —Daeron no se movió de su sitio, el acero de Garren silbando en sus oídos, un gélido escalofrío trepando por su médula—. ¡No podrás tú solo! ¡Colabora con Tichero!

Forassar lo miró por encima del hombro, la rabia ardía en su semblante, serio, pero rabioso a la par. Daeron se estremeció en su sitio.

—No.

—Entonces, eres un...

—Que no recurra a él y que no lo apoye, no significa que ame menos esta ciudad o sea un traidor —replicó Forassar—. Braavos es un buen país, un lugar seguro, rico, pacífico. Aquí es donde mis antepasados y yo erigimos nuestra riqueza, y no voy a permitir que una banda de conspiradores, víboras, sanguijuelas y ratones la destruyan por sus caprichos.

—Tichero podría ayudarlo a encontrar a los culpables. Si no lo hace por la gente, hágalo por el oro en sus arcas, por todo lo que ha construido —dijo Daeron, casi suplicante.

—Por supuesto que no lo haré por las personas de esta ciudad. Puede que no lo veas todavía, pero no solo hay serpientes en la corte, chico. Eras un esclavo, ¿no? Se nota por las marcas en tu cuello. Verás —con un amplio gesto de brazos, señaló a la ciudad que se extendía detrás de los barrotes en los bordes del balcón—, si la vida de cualquiera de ellos dependiera de entregarte a tus antiguos amos, no lo pensarían dos veces.

—Te equivocas.

—¿Seguro? Yo lo veo bastante claro. Es más, si debieran venderte por un buen matrimonio, un hijo sano, una mansión, una bolsa de monedas, una tira de carne o, quizás, por un pedazo de pan rancio, lo harían sin dudar.

—Cállate.

—Quizás Garren si haya visto algo inusual en ti, Daeron, pero lo único que yo veo es a un niño tonto que se sacrificaría por gente que no vacilaría a la hora de enviarlo a morir.

Daeron apretó los puños y los dientes.

—Estás mal, Forassar.

—Como digas —hizo un ademán despectivo con su muñeca—. ¿Qué sabré yo de las personas, con mis treinta y ocho años de experiencia, en comparación a ti, con menos de una década de edad?

—No sabes nada.

—No lo sé todo, pero sé muchas cosas —afirmó, caminando hacia la puerta por la que había entrado minutos antes.

—¿Cómo qué?

—Como que tu maestro no podría haber masacrado a diez mil myrienses de no ser por mí.

Aquellas palabras golpearon a Daeron cual toro embravecido, sacudiéndolos de pies a cabeza. Por unos segundos, perdió la capacidad de hablar, hasta que la recobró y, confundido, preguntó.

—¡¿Qué mierda dices?!

Forassar, a un palmo de la puerta, se volteó levemente, y Daeron alcanzó a vislumbrar una sonrisa en sus labios.

—¿Ves? Sé muchas cosas que tú no.

—Pero ¿a qué te referías con...?

—No, no, no, no, no —la sonrisa de Forassar se volvió más y más nítida a pesar de la distancia que los separaba—. La información es invaluable, Daeron, y si la quieres, esfuérzate por conseguirla, o pregúntale a Gyllos; después de que te liberemos, obvio. Las cosas se pondrán feas por un rato, así que considera tu estancia en mi casa como unas vacaciones.

—¿Qué? —Daeron no comprendía nada—. ¿Cómo que las cosas se pondrán...?

—¿No te enteraste? —preguntó Forassar, cínico—. Oh, cierto, estabas durmiendo.

De pronto, despertó. Todo a su alrededor, aquel mundo que lo rodeaba, más allá de las rejas y del piso sin techo ni paredes, comenzó a cobrar vida. El ruido del distante entrechocar del acero contra el acero, los gritos de agonía, rabia y desesperación de la gente atravesando y resonando en la ciudad; el aroma a fuego, ceniza y el metálico olor de la sangre arrastrados por la cálida brisa del mediodía.

Se aproximó a uno de los bordes de la tarima de piedra, sin bajarse de esta, y contempló con horror lo que había estado ignorando de forma inconsciente por varios minutos: caos, muerte.

Enormes nubes de humo negro brotaban de tres docenas de edificios en llamas, ascendiendo y ennegreciendo el cielo azul. Aunque no los veía, Daeron escuchaba nítidamente a los braavosi correr por las calles y avenidas, saltar por los techos, nadar por los canales; los acelerados y descoordinados pasos de las multitudes que huían aturdiendo sus oídos.

Aunque el cansancio le impedía aguzar sus sentidos como de costumbre, se esforzó para divisar qué era lo que tanto aterraba a las masas, las cuales escapaban con evidente prisa. No era el fuego; en Braavos, había guardias destinados a atender accidentes de ese estilo. Demoró dos o tres segundos en descubrir el origen del masivo terror de los habitantes de la urbe.

Y, a lo lejos, por fin, distinguió las diminutas siluetas de los soldados batallando sobre los tejados de los distritos y un amasijo de barcos enfrentados los unos con los otros. Las velas celestes y azules le revelaron la identidad de los dueños de la centena de navíos que luchaban al noreste de la ciudad, cerca del palacio del Señor del Mar.

Una punzada de profundo temor atravesó a Daeron, retorciéndole las entrañas y estremeciéndole el alma. Sus manos temblaron, y tuvo que tomarse unos instantes para procesar la imagen que yacía enfrente de él.

Había estado tan inmerso en la conversación con Forassar, tan centrado en las acciones del magíster, tan enfocado en no morir, en no meter la pata, que se había desconectado de la realidad externa. Si bien estaba agotado por los combates previos y las persecuciones, tampoco ayudaba el hecho de hallarse a quién sabía cuántas varas de altura por encima del nivel del suelo. De no haber sido por Forassar y sus comentarios...

Luego de unos efímeros pero eternos momentos, regresó a su anterior posición y preguntó:

—¿Qué sucedió?

—Oh, nimiedades... Al parecer, algunos idiotas empezaron una guerra civil.

—¡¿Qué?!

—Sí, sí, como escuchas. Los Oniruss se enfrentan a los Oliross en el distrito sur. Y varios de mis colegas, los Tholarys y los Vanerys, atacaron a los Essiris sin consultarme.

—¿Por eso Arallypho nos atacó a Garren y a mí?

—Sí, probablemente —se encogió de hombros—. El problema es que los Ghellaros, lacayos de la víbora de Irnah, emboscaron a una buena parte de mis fuerzas en el Gran Mercado; hace horas que están peleando allí. Ah, y ni hablemos de la batalla naval en el distrito de los Irnah. Esos Faenorys sí que no pierden el tiempo.

—¿Uma está participando en esto?

—Sí, la perra movió ficha de repente y destruyó un par de navíos que iban en dirección al palacio de Tichero. Pero cortarles el camino causó que ambas flotillas chocaran y creasen una suerte de amasijo de madera rota, cascos destruidos y barcos a medio hundirse, y ahora sus soldados pelean con los de los Qalaros y los Aemeris sobre el agua, patéticos idiotas seguidores de Irnah —relató—. El punto es que todo se está yendo a la mierda.

—Es imposible —susurró, incrédulo, consternado—. Si hace apenas unas horas...

—Hace apenas unas horas, Daeron, Braavos lidiaba con la infiltración de piratas, atentados, la desaparición de la mayoría de los nobles de la ciudad, la muerte de dos magísteres y problemas económicos —recordó Forassar—. Yo creo que era cuestión de tiempo para que la olla reventara.

—¡Con más razón hay que encontrar a los traidores y poner fin a esta locura!

—Ya te lo dije, ¿no? Me encargaré de los malditos, pero, quizás, deje que esos bastardos que por tantísimos años me han fastidiado se maten entre sí por un rato más.

Daeron, horrorizado, dio un paso adelante, dispuesto a propinarle un puñetazo al magíster, pero el ruido de la hoja de Garren abandonando su vaina lo paralizó en el primer peldaño.

—Forassar, por favor, por lo más sagrado en tu vida, no lo hagas.

—¿Por qué no? A diferencia de ti, muchacho, entiendo lo que debe hacerse. Por años, ese grupo de infelices que se hacen llamar "magísteres" se han encargado de convertir a Braavos en un chiste, en una broma, ¡y también a mi familia! He tolerado sus burlas e indiferencia por años, incluso cuando mi padre era el que mandaba, pero no más.

» Aguardaré a que los idiotas se debiliten, y cuando estén cansados y desprotegidos... Bueno, imagino que intuyes lo que seguirá a eso.

—Pero los traidores...

—Los traidores se revelarán pronto; las crisis nos hacen mostrar nuestra auténtica identidad, sacan a relucir nuestros mayores secretos. Y yo soy muy bueno recopilándolos y usándolos. Si esos «conspiradores» fueron lo suficientemente ilusos como para causar el lío que afrontamos, terminarán por matarse solos —aseguró, despreocupado.

«No está hablando en serio». «Si matase a los magísteres, Braavos se iría a la mierda», era una tontería creer que un solo noble tuviera la capacidad administrativa para gobernar una ciudad que requería de seis magísteres y un Señor del Mar, los cuales, generalmente, no daban a basto con los problemas del día a día. ¿La prueba contundente de aquello? La guerra civil que se desarrollaba extramuros de la mansión de los Forassar.

Aun así, la firmeza, la decisión y la transparencia en las palabras de Forassar hicieron dudar a Daeron. ¿De verdad tramaba de deshacerse de sus rivales comerciales y políticos, aprovechándose de las precarias circunstancias que vivía Braavos? No tenía certeza ninguna, y eso lo aterraba.

—Forassar...

—Relájate, soy un hombre que cumple con lo que dice —se giró, internándose en el edificio—. No tocaré a tu amiguita de Dorne ni a tu maestro. Pero Tichero, si se presta la ocasión, ¿por qué habría yo de desaprovecharla?

—¡Forassar, espera...!

Y nada más poner un pie en el segundo escalón, un golpe en su nuca lo desequilibró. Trastabilló, cayendo de bruces al piso, y luego el mundo entero se oscureció.

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