13 | El día que adoptaron a Elyssa

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La segunda semana de enero, Damon me llevó al hospital tal como dijo que haría.

Yo, en chándal y con los rizos anaranjados en una coleta baja, como Virginia, medio dormida porque eran las ocho de la mañana y estaba mareada por el hambre, lo seguí por las escaleras y los pasillos del hospital.

Aquel lugar no me molestaba.

Damon, con su bata blanca mal puesta y la mascarilla negra, me abrió las puertas hasta la sala donde me tomarían sangre. Él no lo hacía, sino que se paraba junto a la enfermera que lo hacía.

Me quité el abrigo, que dejé sobre mis rodillas, y tendí el brazo derecho para que me ataran el elástico sobre el codo.

La enfermera me preguntó qué libro estaba leyendo en esos momentos y yo, aunque tardé un momento en arrancar la conversación, pude entablar una breve conversación sobre la trama de Aprendiz de asesino. Los capítulos eran demasiado largos, por lo que tardaba bastante en avanzar mi lectura, pero llevaba la mitad del libro y sabía que no sería el típico libro de fantasía épica.

Era gracias a Damon que todos en su trabajo sabían que yo amaba los libros con mi vida.

—Solo he leído una obra de teatro, El mercader de Venecia —le confesé a la enfermera cuando me preguntó—. Mi madre me lo prestó.

Damon no dijo nada, pero sé que, debajo de su mascarilla negra, sonrió, porque se le achicaron los ojos.

Después de que me presionaran el algodón contra el brazo, Damon me acompañó a la planta baja. Salimos por el mismo pasillo, él cerró la puerta y luego bajó las escaleras conmigo, hacia el estacionamiento.

—En casa te explicaré los resultados —me dijo.

Se colocaba la bata para acceder a los pasillos que le convenían, pues en realidad Damon era uno de los dueños del hospital. Cuando estaba en el internado y oía de ellos, sabía que tenían dinero porque todos decían que Damon era inversionista.

Pero no.

Es pediatra.

Damon había heredado dinero de su hermano Eskander. Ahorró una parte para nuestra educación (la cual no fue necesaria porque ninguno de los dos fuimos a la universidad), otra para el retiro de ellos e invirtió la última en las acciones del hospital.

No conocí a Eskander, pero había visto fotos de él en varias ocasiones.

Damon tenía una foto de Eskander enmarcada en la entrada, junto a fotos de la boda de él y Virginia, y a Navidades pasadas. También encontré una Polaroid de Eskander entre los papeles médicos del cajón de los Barrett, en su dormitorio, mientras buscaba la libretilla que estipulaba mi tipo de sangre.

La otra ocasión fue en casa de Elyssa, pero eso lo contaré después de explicar lo que ocurrió con mis resultados.

Damon se sentó conmigo en la sala esa tarde, alrededor de las cuatro, antes de que llegara Virginia. Sacó los resultados de la analítica de la funda de plástico y me guió a través de las palabras y los números. Siendo honesta, no entendía mucho, pero veía que mis resultados quedaban por debajo de los parámetros mínimos y, aunque no lo expresaba por fuera, por dentro mi orgullo crecía.

Es decir, estaba bajando incluso en mis análisis de sangre. Cuanto menor era el número, más orgullosa estaba. El día que usara una talla doble cero, sería la persona más feliz sobre la faz de la tierra.

—¿Sabes qué significa esto? —inquirió, mirándome a los ojos.

Yo tragué saliva. Sobre mi regazo, mis puños apretados sudaban.

Damon no me rozaba, aunque no me habría sentido incómoda si lo hubiera hecho. Él siempre me protegía. Se acomodó el cabello de color chocolate, que le columpiaba sobre el hombro, tras la oreja, en espera de mi respuesta. Yo me encogí de hombros.

—Significa que puedes comer pastel si quieres —murmuró lentamente—. Necesitas subir estos niveles, cielo. No sé si te da miedo la comida, o si simplemente no te gusta comer... pero lo entiendo. No tienes que hacerlo de golpe. Podemos ir poco a poco, seguir una dieta... Hay una pediatra en el hospital que te puede ayudar con tu propio menú.

Sabía que Damon quería ser mi pediatra, a pesar de que nunca me lo había dicho. Una parte de mi corazón se retorció cuando lo oí mencionar a otra pediatra, así que le dije que no era necesario, que comería mejor a partir de entonces.

No me hizo ni caso: la siguiente semana, tenía una cita con la pediatra. La odié, sinceramente. 

Tuve mi sesión a solas, pues Damon me esperó en el pasillo, lo cual empeoró las cosas.

Me hizo un montón de preguntas sobre qué comía en un día, si sabía lo que era la anorexia y si vomitaba. No me creyó cuando le dije que no. Me dijo que la ropa me quedaba demasiado grande, que tenía demasiado vello en los brazos para mi edad, criticó mi cabello apagado y mis uñas amarillas, y me acusó de estar forzándome el vómito. Fue la peor experiencia que alguna vez tuve con una doctora.

Rompí a llorar, estresada porque daba igual que le dijera que nunca había vomitado, que no sabía forzarme el vómito y que no quería hacerlo: ella seguía acusándome de que sí lo hacía y de que debía confesar cuanto antes.

Al final, me hizo una dieta de dos mil calorías diarias, llamó a Damon, que me sacó de allí en cuanto me vio llorar, y le conté todo lo que había pasado.

—No me caía bien de todos modos —musitó en el coche.

Revisó mi dieta, se la entregó a Virginia y, entre los dos, se propusieron seguirla lo mejor que pudieran por mi bien. Pero sin importar cuánto ellos lo intentasen, yo seguía comiendo lo menos posible, saltándome el desayuno, contando calorías y haciendo ejercicio hasta quemar, aunque fueran, cien calorías al día.

Quería que se olvidasen de mí, de modo que empecé a fingir que comía lo suficiente. Funcionaba: manchaba platos que dejaba en el fregadero, no me ocultaba cuando comía fruta y siempre tenía barritas de cereal en mi cuarto. Y durante un largo tiempo, pude engañarlos.

Durante esa época de "falsa recuperación" de mi desorden, regresé a la escuela. En el instituto, era más fácil no comer que en casa. No me preocupaba tirar la comida allí, pues jamás la encontrarían. Fue entonces cuando, por fin, Damon encontró padres para Elyssa, como le había prometido hacía un año, más o menos.

Tenía sentido: incluso si lo hubiera hecho antes, los procesos legales, papeles y juicios tardaban tiempo, y los niños debían cumplir cierto tiempo en un hogar custodio antes de ser adoptados. Era el procedimiento más tedioso del mundo, así que los padres que adoptaban necesitaban armarse de paciencia con la agencia y el juez.

Todos los viernes (a menos que hubiese algún cambio de planes), Damon y Virginia me llevaban al internado a visitar a Elyssa.

Ella, que se sentaba de piernas cruzadas en su cama, me pintaba las uñas mientras me hablaba de lo poco que había ocurrido en la agencia. Una nueva pareja había empezado a visitar el orfanato, pero como siempre, se fijaban primero en los bebés. Era más fácil incorporarlos a la familia desde niños.

—El otro día vino una mujer —me dijo—. Se parece a la señorita Hughes, pero es rubia. Es la amiga de Damon. Él me dijo que vendría, ¿te acuerdas?

Fruncí el ceño.

¿Amiga de Damon? Si Damon tenía más amigas aparte de Anne, Virginia perdería el sueño por las noches.

El día antes de las vacaciones de Pascua, Damon nos recogió del instituto. Era abril y hacía calor, para variar, y la humedad crecía junto con las temperaturas. Nos preguntó cómo estábamos y Colton empezó a hablar de sus amigos.

—Cielo.

Alcé la cabeza, saliendo del mundo de fantasía en el que me había sumergido por culpa de mi libro. Y cuando comprobé que me miraba a través del espejo retrovisor, se me encogió el corazón en el pecho.

—Estoy bien —me apresuré a responder, saliendo de mi ensoñación.

Me había emocionado más de lo debido. No podía idealizarlo por eso. Pero se sentía bien.

—Esta noche iremos a ver a Elyssa.

Lo suponía: era viernes. Lo que no imaginaba era que no tomaríamos la ruta de siempre.

Había anochecido: gotas de lluvia refulgían en las ventanillas del coche. Como siempre, me senté en la parte trasera, metida en leggings negros y el enorme jersey gris que mi abuela me había regalado por mi cumpleaños. No hacía tanto frío, pero había llovido y yo lo usaría de excusa para que nadie viese mis brazos rasguñados.

Mientras veía las farolas derramar la luz sobre los cristales, me di cuenta de que no era el mismo camino que las otras veces. Lo había memorizado porque la ciudad no era tan grande, o al menos no recorríamos grandes distancias cuando nos trasladábamos.

—¿Adónde vamos? —pregunté al fin, cuando me harté de ver hileras de casas victorianas, paredes de ladrillo y árboles oscuros en las aceras.

Virginia, de copiloto, desvió la mirada de la ventanilla hacia el espejo frente a ellos.

—A casa de Elyssa.

¿Eso significaba que ya la habían adoptado? ¿Elyssa ya tenía una familia?

Vivía en un vecindario más bonito que el nuestro, en una casa victoriana.

Parados frente a la puerta de madera oscura, una vez subimos la escalera frontal, analicé las dos plantas de la casa. Pese a la oscuridad de la noche, el farolillo de la entrada iluminaba lo suficiente como para que viese las hojas caídas en la entrada. Había contraventanas de madera en el piso superior. Podría ser perfectamente la casa para la siguiente adaptación de Mary Poppins.

—¡Hola, Damon!

Aunque yo era la primera persona frente a la puerta, la mujer que nos abrió se adelantó a abrazar a mis padres primero. No noté tensión en Virginia en ningún momento, de modo que concluí que la única persona de la cual sentía celos era Anne Weathon, en realidad.

Se llamaba Edén Grover, usaba lentes de pasta gruesa y era la chica más delgada que hubiese visto jamás. Tendría treinta y dos años, pero el cuerpo de una niña de trece. Empecé a sentirme insegura por el simple hecho de que mis muslos eran más gruesos que los suyos, siendo yo más joven. Nos guió al interior de su casa, de suelos brillantes de madera, y una vez en la sala, frente a la mesa sobre la alfombra, nos ofreció té.

Su esposo se presentó después.

Él trabajaba en el banco de nueve a cinco, hablaba con toda la calma del mundo y sonreía dulcemente, mientras que ella gesticulaba sin parar y estaba más emocionada que nunca en su vida por ver a Damon.

No parecían pareja: él vestía demasiado formal y ella usaba un chándal gris. Parecía una de esas personas que se dedican a explorar países africanos en ropa de camuflaje y que toman fotos desde los safaris para los documentales de National Geographic.

Nos contaron cómo conocieron a Elyssa, asegurando que era exactamente la niña que estaban buscando y que planeaban adoptar a un niño también, aunque de tres o cuatro años.

Ahí, cuando la mencionaron, apareció Elyssa. Bajó la escalera del centro de la casa, con sus largas trenzas a los lados del rostro, y un cómodo pijama de cuadros rosas y negros. Me puse de pie sin pensarlo para abrazarla.

—¡Anja! ¿Por qué has tardado tanto?

Elyssa abrazaba con todas sus fuerzas. Al separarse de mí, se estaba limpiando los lacrimales, pero volvió a sonreír al ver a los Barrett. Efusivamente los saludó y abrazó con más fuerza a Damon, a quien le dio las gracias por haber cumplido su palabra.

—No sabe lo importante que era para mí —repitió en voz baja, frotándose otra vez los párpados.

Damon respondió que sí lo sabía.

Cuando mi amiga se giró hacia mí, vi en su sonrisa que estaba feliz de verdad. Era más feliz que nunca.

—¿Quieres ver mi cuarto?

Subimos juntas, de la mano, hasta su dormitorio.

Había luces en forma de pequeñas mariposas colgadas en la pared, flotando sobre su cama. Vi su escritorio y su tocador, y el ropero en la pared. Frente a la cama, había un mapa del mundo en la pared, al igual que libros sobre diferentes países y culturas en el escritorio. Me acerqué disimuladamente hasta observar el mapa: algunos países, como Kenia, Suecia, Austria, Inglaterra, Emiratos Árabes e India estaban pintados de un tono escarlata.

—¿Qué significa ese color?

—Que ya han viajado a esos lugares. La idea es que yo viaje con ellos a partir de ahora.

Definitivamente los Grover habían hecho su investigación sobre el país del que provenía Elyssa y sus costumbres. Ella no recordaba nada, pero no eran ignorantes al respecto.

—¿A qué se dedica Edén? —le pregunté entonces.

—Es reportera, pero trabajaba para organizaciones. Por eso ha estado en tantos países.

Me explicó que había grabado reportajes de las condiciones de niños en diversos países, en particular en aquellos donde el tráfico humano o la explotación infantil era común. Había escrito libros y el dinero recaudado era donado para detener el abuso infantil o para organizaciones que investigaban enfermedades crónicas en niños.

Al bajar la mirada al escritorio, vi los libros sobre tours guiados por Kenia, estudios sobre la cultura y las costumbres, y también fotos de Polaroid repartidas entre otros papeles. Elyssa no había organizado su escritorio.

Sin pedirle permiso, tomé unas cuantas entre mis manos. Allí estaba Edén, en un camión militar. También la vi trabajando con inmigrantes, soldados y animales. Y allí, en una de las fotos, aparecía Eskander, escribiendo en un cuaderno, en el suelo. Era una foto que había sido doblada y desdoblada múltiples veces, pero estaba segura de que teníamos un cuadro enmarcado del mismo chico en casa.

—¿Le conoces? —pregunté.

—Mi madre le conoce.

—¿Y a tu padre no le molesta?

Elyssa frunció el ceño al apartarse las trenzas del frente del pecho.

—No, ¿por qué? Dice que se llevan mal, pero lo soporta porque son amigos.

—Él ya ha muerto, Ely. Es el hermano de Damon.

Inexpresiva, Elyssa me miró. Probablemente no le importaba quién era, pero me sorprendía que hablase de él en presente cuando llevaba años fallecido.

—También tiene un libro con su biografía.

Entre los libros, Elyssa extrajo uno un poco más pequeño, de portada oscura, donde se leía perfectamente el nombre de Eskander en letras de molde, sobre el subtítulo "el niño sicario". En la contraportada, decía que lo obtenido con el libro sería donado a la investigación de la degeneración espinocerebral.

No me impresionaba en lo más mínimo. Es decir, había leído libros sobre asesinos seriales, cazadores, amores no correspondidos y traiciones.

—¿Te gusta estar aquí? —le pregunté entonces, y vi la sonrisa de Elyssa ampliarse.

—Sí —murmuró—. Por fin tengo padres, Anja.

Sabía exactamente cómo se sentía. Probablemente tendría episodios de crisis, y colapsaría, y sufriría choques emocionales por los cambios que estaba viviendo, pero lo superaría.

Si Damon conocía a los Grover, entonces podíamos confiar en que eran como los Barrett: de esos padres que no se rinden, que la ayudarían a sobreponerse y nunca la abandonarían. No quería que Elyssa supiera lo que se sentía ser abandonada muchas veces. No se lo merecía.

Abrí los brazos y ella me volvió a abrazar.

En ese momento no lo sabía, pero tanto Virginia, como Elyssa, Anne y Edén estaban empezando a formar parte de la persona en la que yo me convertiría.

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