4 | El día que sentí que me querían

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Como de costumbre, el primer mes servía para estudiar y analizar a la familia con la que vivía.

Nunca vi nada sospechoso entre Damon y Virginia; de hecho, parecían quererse de verdad. Él llegaba primero a casa y hacía la cena. Su comida estaba muchísimo mejor que la que había probado en las casas anteriores, e incluso que la del internado.

Colton pasaba la mayor parte del día en su cuarto, igual que yo.

Lo único familiar en ese lugar eran mis libros, así que decidí leer El trono de cristal otra vez. Me propuse terminar de leerlo en el auto de regreso al internado.

Odiaba el colegio. Llovía todo el tiempo y hacía frío, y yo cargaba una bandolera del hombro que me estaba destrozando la espalda.

Damon nos llevaba en coche al colegio y nos recogía; Colton se sentaba delante y yo, en los asientos traseros, me sumergía en la lectura del libro que cargase en mi mochila.

Vi la colección de poemas y obras de teatro que Virginia tenía en la sala de estar, porque jamás había entrado a su dormitorio, y le robé los sonetos de Shakespeare. Virginia había subrayado un montón de versos y hecho anotaciones.

Era lo único que me mantenía con vida en la escuela.

Odiaba la clase de matemáticas y de deportes. 

No hice amigas hasta la tercera semana. Colton, en cambio, ya tenía un grupo de chicos con los que se juntaba en los recreos. A veces pasaba cerca del escalón donde yo me sentaba sola con mi libro de poemas y me preguntaba cómo estaba.

—¿Acaso te importa? —le espeté la segunda vez.

Colton se encogió de hombros.

—Se supone que somos hermanos.

Nunca vamos a ser hermanos, Colton —repliqué, enojada—. Me iré antes de que te des cuenta y podrás quedarte con tu odiosa familia.

Colton podría sentirse en casa, pero yo no.

Hacía dos semanas, antes de iniciar el primer semestre, Virginia me había llevado a comprar mi uniforme, de talla pequeña, al almacén departamental del colegio Saint Jude. Usaría una falda lisa de color gris oscuro, camisa blanca y corbata azul, y la chaqueta a juego.

La cascada pelirroja de rizos me caía sobre los hombros el primer día de clases. Había intentado reducir el volumen pasándome las manos mojadas entre los rizos, pero en cuanto salí a la calle a las siete y media de la mañana, se me electrificó de nuevo. Todos los consejos que Elyssa me había dado no servían con mi tipo de cabello.

El tercer lunes, entré como cualquier persona normal al aula de inglés y nos sentamos en orden alfabético, según un letrero pegado en la pared.

Me tocó junto a una niña que se llamaba Celine. Me saludó con entusiasmo, aunque yo apenas entablé conversación con ella. Tenía una hermana gemela, Génesis, que estaba en otra clase.

Al ver que eran de piel oscura y se recogían el cabello indomable en lo alto de la cabeza, le pregunté a Celine cómo recogerme el pelo como ella.

—Deberías plancharlo —me sugirió—. Ven a nuestra casa. Te lo planchamos nosotras.

Celine anotó su dirección en un pedazo de papel y le aseguré que iría ese fin de semana. No sabía cómo, pero encontraría el camino aunque tuviese que caminar toda la noche.

Nos empezamos a sentar juntas durante el receso. Yo no comía, sino que escuchaba a Celine hablar sobre sus vacaciones en París, Ámsterdam y Bruselas, y me dijo que irían en ferry de Dover a Calais durante las Navidades. Cuando me preguntaron si quería ir con ellas, dije que sí sin pensarlo.

En ese momento, ni ellas pensaron en preguntarles a sus padres ni yo en pedir permiso a los Barrett. No eran mis padres de verdad. Además, Celine y Génesis parecían tener dinero, pero viajaban mucho más que los Barrett porque el horario de Virginia lo hacía imposible.

Todos los recreos durante una semana, me senté con ellas en el comedor escolar, en nuestra mesa de madera y bancas, a beber agua.

Damon no nos daba dinero para pagar el almuerzo en la escuela, sino que nos preparaba un sándwich, una manzana y una botella de agua, pero yo siempre tiraba el sándwich.

Con Celine y Génesis, yo pasaba desapercibida. O eso creía.

En el aula de matemáticas, había una niña que se burlaba de mi color de cabello y mis pecas.

Estaba medio acostumbrada porque siempre había alguien que se alarmaba ante la posibilidad de la diversidad, pero odiaba atravesar el pasillo con el corazón en la garganta por si me empujaba contra la pared. Así que empecé a recogerme el pelo para no llamar la atención.

Soportar las risas de Isabella, la niña de la clase de matemáticas, no era tan difícil porque solo era una clase al día. En vez de llamarme por mi nombre, me llamaba por apodos y me seguía hasta el recreo con sus amigas para acorralarme. También se reía de mí cuando me tocaba responder a los profesores, pues me ponía muy nerviosa y me temblaba la voz.

Creí que no pasaría a más, hasta que, de un modo u otro, se enteraron de que era una niña custodia.

Entonces empezó a decir que nadie me quería, que mis verdaderos padres me odiaban, que los Barrett me habían adoptado solo por el dinero y que me tirarían muy pronto.

En clase de deportes, cuando me sentaba en el escalón, me encerraba en un círculo con sus amigas y me chantajeaba. Decía que si no le daba dinero, le diría a todos que tenía enfermedades horribles y que los del orfanato me habían encontrado en la basura.

Entonces dejé de ir a clases de matemáticas y de deportes.

Me escondía en los baños durante esas horas o bajaba a la biblioteca a leer. Nadie me preguntaba nada, pero mi estrategia duró solo cinco días, porque el viernes, mientras esperábamos a Damon a la salida de la escuela, Colton me preguntó dónde había estado durante la hora de deportes.

Recelosa, lo miré.

—En clase.

—Mentirosa.

Chasqueé la lengua. La ventana de su aula a quinta hora daba al recreo, justo cuando mi grupo salía a clases de deporte.

—¿Por qué no te metes en tu propia vida? —espeté.

—Si te están molestando, tienes que decírselo a Vir...

—Déjame, Colton. Puedo sola.

Llamaron a Virginia cuando me perdí cinco clases de matemáticas y recuerdo que se sentó con Damon a hablar conmigo esa noche. No recuerdo nada de lo que dijeron, pero, por lo menos, no me sentí regañada. No les hice caso de cualquier modo.

Seguí escondiéndome en los baños y en la biblioteca, y mis calificaciones bajaron considerablemente.

Citaron a los Barrett en el salón un jueves a las siete de la tarde y les dijeron, delante de mí, que yo estaba causando disrupción en las lecciones, que tenía problemas para sujetarme a la autoridad y que había estado robando cosas de las mochilas de las otras niñas.

Creí que me regañarían, porque Virginia estaba visiblemente molesta, pero regresamos a casa en coche y, una vez en la sala de estar, mientras Colton estaba en su cuarto, me preguntaron si ocurría algo. Dije que no.

—¿Has estado robando?

Apreté los dientes hasta que me dolió la mandíbula.

—Sí.

Vi a Virginia fruncir el ceño.

—¿Por qué? Si necesitas algo, nos lo puedes pedir.

—No necesito nada.

Me salió la voz forzada y ellos debieron de pensar que los estaba desafiando. Entonces Virginia resopló, se echó el cabello hacia atrás porque su paciencia se estaba agotando y Damon le acarició una rodilla.

—Estamos preocupados por ti, Anja —dijo, y se me secó el alma.

Él casi nunca expresaba nada, pero en esa ocasión, entendí perfectamente por su tono que sí estaba preocupado. Apreté los puños cerrados sobre mi falda del uniforme, sellados los labios.

Me preguntaron qué ocurría, me dijeron que me darían lo que necesitara y que, si quería cambiar de escuela, lo harían.

—Nada de esto es fácil —me dijo Virginia—, pero podemos volver a empezar todas las veces que haga falta. Necesitamos que hables. Si no, no entenderemos lo que quieres decir.

Nadie me escucharía de todos modos. No entenderían que usaba dos capas de ropa y estiraba las medias hasta las rodillas para que nadie se diese cuenta de que había empezado a salirme vello.

El siguiente año tendríamos natación para la clase de deportes y no soportaría que nadie se burlase de mí. Había encontrado una cuchilla en el baño que probablemente era de Colton y, aunque no era higiénico, la estaba usando porque me avergonzaba demasiado pedir una para mí.

No sabía cómo. Quería que ellos solos adivinasen por lo que estaba pasando, que entrasen a mi cuarto y descubriesen mi diario. Quería que alguien me rescatase porque yo no era más fuerte que la voz en mi cabeza.

Ni siquiera sabía comunicarme la mitad de bien que Colton.

Pero Isabella siguió molestándome. Me empujaba a propósito en la escalera y decía en voz alta que yo era adoptada y que nadie me quería. Yo ya sabía que nadie me quería, así que no me molestaba, pero sí el hecho de que me sentía terriblemente sola cuando se burlaba de mi cabello, de mis piernas y de que no tenía padres.

Incluso me había dicho que dejaría de molestarme si le pagaba, por lo que yo había estado robando dinero de las mochilas de mis compañeros. No me dejó en paz: de hecho, empeoró.

Hasta un día en clase de deportes, cuando cerraron los baños con llave y no pude esconderme a tiempo, por lo que tuve que presentarme y soportar sus burlas por mi pésimo estado físico.

Como no desayunaba, me dolía el pecho al correr y me pesaban las piernas, y en vez de sentirme más ligera, desfallecía.

—¡Déjame en paz! —le grité por fin, hastiada de su risa, cuando por fin salimos de los vestuarios con nuestras faldas y rebecas—. ¡Nada de lo que dices es verdad!

—¡Anja está sangrando! —gritó de pronto, casi con diversión, y consiguió que todos los chicos en la puerta de los vestuarios clavaran sus ojos en mí—. ¿Usas papel higiénico porque eres pobre?

Le pegué.

Estrellé mi puño en su cara y se tambaleó; la habría golpeado otra vez, pero el maestro se acercó a toda velocidad a sujetarme del brazo y preguntarme qué demonios me pasaba. Yo le grité que me soltara y acabé enviada al despacho de la directora.

Lloré mientras llamaban por teléfono a los Barrett. La directora no me dijo nada: me hizo sentar en una silla, aunque la manché de sangre. Llevaba varios días con dolores de espalda: creía que se debía a mi escoliosis auto-diagnosticada, pero no.

No tuve tiempo de buscar toallitas sanitarias en el baño de casa, así que revisé las mochilas de mis compañeras mientras estábamos en los vestuarios y, sin encontrar nada, decidí usar papel higiénico que enrollé varias veces.

Pero la sangre terminó bajando por mis piernas, el papel higiénico asomó por debajo de la falda porque se desenvolvió y nunca en mi vida me sentí más humillada.

Bajé con la cara empapada de lágrimas y una enorme mancha de sangre en la falda plisada hasta la entrada del colegio, acompañada por la directora. Me ardieron más las mejillas cuando vi que Damon se bajaba del auto. Si él se atrevía a burlarse de mí, o a decir algo estúpido, lo golpearía también.

Sin embargo, Damon ni siquiera dejó que la directora le explicase nada: me entregó una bolsita de tela celeste que traía y me dijo que me cambiase en el baño.

No me enteré de la conversación que tuvo con la directora, ni si hubo una conversación, ni tampoco me importaba. Supuse que le diría lo obvio: que había intentado robar y que estaba menstruando, como si Damon fuese ciego.

En el bolsito de tela, que probablemente Virginia habría preparado, encontré una muda interior limpia, tampones, gominolas en una bolsa y una tira de analgésicos. Saqué la botella de agua de mi mochila para tomarme uno.

Para cuando regresé a la escalera, Damon le estaba preguntando por qué no había toallas sanitarias disponibles en la enfermería.

—Parece que pagar la colegiatura no garantiza que mi hija se sienta segura —soltó sin emoción alguna.

Apreté los puños. Mis latidos, en lugar de relajarse, se volvieron a acelerar.

¿Su hija? Yo no le quería de padre. ¿Quién le daba derecho de llamarme así? ¿Un papel que yo había firmado?

Pero la forma en que lo dijo, como si yo tal vez sí perteneciese en su hogar, quedó para siempre grabada en mi memoria.

Damon agarró un sudadera negra y blanca de los asientos traseros que me tendió; por fin, pude sentarme de copiloto. Eran principios de octubre y hacía frío, pero él solo usaba un suéter negro.

Se sentó frente al volante y, tras abrocharse el cinturón de seguridad, introdujo la llave en el contacto para arrancar.

—¿Te duele algo?

—Todo.

—¿Hay algo que pueda hacer para que te sientas mejor?

—Dejar de preguntar.

Se me había empapado el rostro de lágrimas, me dolía el estómago y la espalda, y aun así, tuve el valor de sostenerle la mirada. Los ojos negros de Damon no expresaban nada.

—Anja, soy pediatra.

Bufé.

—No eres el mío —protesté, y sentí que las lágrimas ardientes me abarrotaban los ojos de nuevo—. Odio este lugar. Te odio a ti y odio a Colton, y odio estar aquí. Odio el colegio. Me habéis quitado todo y... tengo que...

Damon me sostuvo la mirada cuando empecé a llorar otra vez. Se me cortaba la respiración.

Algunos mechones escapaban de mi maraña pelirroja atada a la fuerza en mi cabeza. Me sentí perdida, horriblemente confundida y sola. No volvería a pisar el colegio en lo que me quedaba de vida.

Lo vi tirar del cuello de su suéter, como si le molestase.

—Lo siento —murmuró, y clavé en él mis ojos verdes. El cabello oscuro casi rozaba sus hombros, pero se lo echaba hacia atrás—. Siento que estés pasando por todo esto. Si hay forma de hacerlo más fácil para ti...

—Sería más fácil si me devolvierais. Ya no quiero estar con vosotros, Damon.

Él tenía un hoyuelo en la barbilla que se profundizaba cuando apretaba los dientes. Eso ocurrió cuando me oyó llamarle por su nombre.

Ni siquiera Virginia le llamaba así. Ella siempre le decía príncipe; él siempre la llamaba querida. De hecho, en todo un mes, nunca les había oído llamarse de otra manera.

Vi su mano posarse en el freno de mano para alzarlo. Sus dedos seguían vendados.

—Si cambias de opinión, ¿me avisarás?

Asentí.

En ese momento, no entendí muchas cosas, pero hoy sí.

Hoy entiendo que Damon nunca consideró la idea de regresarme a la agencia. Hoy entiendo que lo único que quería era tiempo para demostrarme que, en el fondo de mi corazón, sí quería una familia. Siempre había necesitado una.

Damon me llevó a casa y, mientras yo me bañaba, calentó una bolsa de agua para mis dolores de estómago, hizo el té tal como especificaba mi formulario y me dejó los analgésicos en la mesita, junto a mis libros. Lo vi cuando salí de la ducha, ya limpia.

Más tarde, Virginia tocó a mi dormitorio para saber si cenaría y respondí que tenía ganas de vomitar. El té mató mi hambre hasta las diez de la noche.

—Iré a hablar con los padres de Isabella —me avisó.

Se había parado junto al marco de la puerta, cruzada de brazos.

Rendí los hombros.

—Solo harás que me moleste más —protesté—. ¿No podéis fingir que nada ha pasado?

—Anja, deja de creer que no importa —me cortó de golpe; estaba furiosa, más que yo—. Nadie va a molestarte en la escuela o yo molestaré a esa escuela. Tú no le debes explicaciones a alguien que no te conoce, mucho menos a una niña como esa. Y si esa niña, o sus padres, no lo entienden, haré que lo entiendan.

Nunca había tenido una madre que me defendiera, pero cuando Virginia dijo eso, tuve la impresión de que, tal vez, sí me quería. Se había remangado la sudadera porque hablaba en serio.

No supe qué les dijo a los padres de Isabella, o a la misma Isabella, pero nunca más volvió a molestarme.

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