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𝐒𝐈𝐍𝐍𝐄𝐑'𝐒 𝐏𝐑𝐀𝐘𝐄𝐑
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𝐄𝐍 𝐂𝐎𝐀𝐋 𝐂𝐑𝐄𝐄𝐊, 𝐈𝐍𝐂𝐋𝐔𝐒𝐎 las sombras tenían eco.

Heather Andrews lo había aprendido hacía un par de años atrás, el día de su cuarto cumpleaños.

Aquella vez, su padre la había obligado a arrodillarse bajo la cruz, sujetando su hombro con más fuerza de la necesaria. Le exigió que pidiera perdón al Señor por haberle faltado el respeto durante la cena, cuando escabulló un trozo de tarta dentro de su boca antes de acabar con la oración que siempre recitaban a la hora de comer. La pequeña intentó explicarle a su padre que no había cometido ninguna falta. Tan solo tenía hambre, ¿qué pecado podría cometer su estómago? Sin embargo, Fred Andrews hizo caso omiso a los sollozos de su hija, tirando de sus bucles dorados en un claro mensaje: calla, levanta la cabeza y comienza a rezar.

Heather nunca olvidaría el miedo que sintió ese día. La oscuridad que trepaba por cada esquina de la capilla, la madera enterrándose en sus rodillas descubiertas, la iracunda tormenta que azotaba las ventanas. Por primera vez en su corta vida, no quería rezar, aterrada de que, de pronto, el Cristo crucificado cobrase vida bajo la penumbra. Se preguntó entonces si Lucifer y su padre tal vez eran hermanos, viéndolo salir de la capilla con la espalda recta y el pecho inflado

Un año después, todavía escuchaba el susurro de las sombras cada vez que pasaba frente a la modesta capilla que descansaba al lado de su casa, ubicada en el barrio más adinerado de Coal Creek. Heather creía que las paredes gritaban su nombre, chillando y rogando como si intentasen advertirle de un peligro desconocido. Cuando se lo contó a su madre, ella solo rio; la mujer ni siquiera separó los ojos de la cocina mientras preparaba aquel platillo que le encantaba a su marido. Le dijo que era graciosa, que seguramente había heredado aquel sentido del humor de su padre.

A partir de entonces, Heather tuvo que temerle a la capilla en silencio, y la llegada del año 1955 no hizo más que empeorar las cosas.

Aquella noche, la pequeña se había levantado de su cama con el corazón en la garganta. Había despertado con el corazón en la boca después de tener una pesadilla y, como de costumbre, iba en busca del consuelo de su hermano mayor. Sabía bien que intentar entrar en la habitación de sus padres resultaría en una bofetada: su padre insistía en que debía respetar su espacio; su otro hermano, Michael, simplemente le diría que volviese a su cama y que dejara el llanto para la almohada.

Pero Todd noél sí la escuchaba. Era diferente, era especial.

Siempre estaba ahí para ella, y era el único que le creía cuando decía que, al soñar, a veces olvidaba cómo respirar.

El problema era que, durante las noches, a Todd Andrews le gustaba escabullirse a aquella capilla que a ella tanto le aterraba.

Heather había descubierto el pasatiempo nocturno de su hermano hacía un tiempo atrás, pero nunca se atrevió a decírselo por miedo a recibir un regaño. Sabía también que su hermano solía llevar a un desconocido con él cuando escapaba de casa, una vez apagada la luz de la recámara de sus padres. Era un chico de la de edad de Todd, quizás un poco mayor, quien lo esperaba todas las noches en el patio trasero.

La niña tenía una vaga imagen de su hermano saliendo por la ventana, dirigiéndose a los brazos de aquel extraño. Recordaba haber visto cómo se perdían uno en el otro, cómo sus labios se juntaban y se abrazaban, tal y como lo hacían sus personajes favoritos en las películas cuando decían estar enamorados. La única diferencia era que, en la pantalla, siempre veía a un chico y una chica; jamás dos chicos, jamás dos chicas.

No obstante, Heather no lo vio como algo raro. Le enterneció, pues desde muy pequeña había sido una romántica empedernida. Cualquier muestra de romance era una fantasía para ella, y aquello que veía entre su hermano y el desconocido... tenía que ser amor.

Así pues, conociendo el paradero de Todd, la rubia se vio obligada a recolectar toda su valentía para poder dirigirse a la capilla. A pesar de que el miedo reptaba como una serpiente por su espalda, se dijo a sí misma que aquel era el lugar donde seguramente estaría su hermano; no podía simplemente regresar a su habitación cuando no podría volver a conciliar el sueño. Había rezado un par de veces antes de levantarse, convencida de que, tal vez, Dios y la Virgen podrían reemplazar los malos sueños por unos más agradables. Sin embargo, no la habían escuchado, y Heather supo que tan solo le quedaba una opción para mantener la calma.

Así que fue, tiritando en una mezcla de frío y nervios.

Pero, antes de llegar, escuchó voces.

Un grito, luego otro.

Sus pies quedaron estancados en el estrecho camino de piedra que la guiaba desde la puerta trasera de la casa hasta la pequeña estructura. Pasaron un par de segundos hasta que se atrevió a dar un paso más, pero dio un salto en su lugar al escuchar un golpe, seguido de más y más gritos masculinos, cada vez más altos.

No era una buena señal—aquello era lo que siempre pasaba en casa cada vez que su padre no estaba contento con su madre. Heather se planteó que, tal vez, debía volver y esconderse bajo sus sábanas.

No obstante, fue al ver que el compañero de su hermano salía corriendo de la capilla en dirección al bosque cuando una alarma imaginaria palpitó en la cabeza de Heather.

¿Por qué huía? ¿Por qué hacia el bosque? ¿Por qué no querría estar con Todd? ¿Por qué continuaban los gritos?

Sabía que tenía que regresar; su madre siempre le había dicho que jamás se acercarse si escuchaba a dos hombres gritar. Pero la curiosidad ganó la batalla, y las piernas de Heather terminaron arrastrándola hasta la fuente del caos.

—¿¡Crees que voy a tener a un maricón como mi hijo?! ¿¡Crees que lo voy a permitir?!

A Heather ni siquiera le hizo falta llegar a la capilla para darse cuenta de que aquella era la voz de su padre.

—¡Es amor, padre! ¡Amor! —contraatacó Todd con la misma intensidad—. Pero, ¿sabes qué pasa? Que eres un infeliz, un desgraciado que no tendrá ni una jodida idea de lo que es amar en su vida. No lo mereces, no lo entenderás nunca porque–

El característico sonido de una bofetada impactó contras las paredes de la capilla.

El joven calló. Heather comenzó a correr con más fuerza en dirección a su destino.

—Te voy a liberar. —la voz de Fred Andrews resonó como un eco diabólico. Se escuchaba tan tétricamente tranquilo que la niña empezó a preocuparse; su padre era de todo menos calmado—. Dejé escapar al otro enfermo, pero a ti sí te voy a liberar de esa maldita plaga que llevas en la sangre. Tal vez así el Señor tendrá misericordia antes de lanzarte al Infierno. —Todd comenzó a rogarle al hombre que esperara, desesperado. Él solo continuó—. Solo Dios sabe que es ahí donde pertenecen los enfermos como tú.

Finalmente, Heather llegó a la escena.

Lo vio todo desde el umbral de la puerta. Sucedió rápido, en menos de un instante, antes de que siquiera pudiese preguntar qué estaba pasando. En menos de un parpadeo, su padre sacó algo de su bolsillo, cubriendo la punta del objeto con un trapo.

Vio a Todd gritar. Incluso en la oscuridad, notó la forma en la que el color abandonaba su rostro; presenció el pánico en sus ojos, así como las lágrimas que, rápidamente, empezaron a empapar sus mejillas. Su padre temblaba, fúrico, con los ojos rojos y la piel cubierta de sudor. Ambos hablaban al mismo tiempo, ambos se sacudían cada vez más. Heather no podía procesar ni una sola palabra, pues su corazón parecía latir demasiado cerca de sus tímpanos.

Solo pudo escuchar a su hemano pedir piedad a Dios antes de que estallara el verdadero impacto.

En menos de un segundo, Todd cayó al suelo.

Cuando los ojos de Heather encontraron a su padre, se dio cuenta de que lo que llevaba en la mano era una pistola.

Y entonces, paralizada, con un líquido rojo extendiéndose sobre el suelo de la capilla hasta llegar a la punta de sus pies, Heather Andrews gritó. Gritó hasta que nada más salió de su garganta, gritó hacia el Cristo que colgaba sobre el altar y gritó al cielo, pensando que, quizás, todavía estaba atrapada en una pesadilla. Pero nadie la escuchó—los Andrews vivían en el único vecindario adinerado de Coal Creek, estaban casi completamente aislados del resto del pueblo.

Nadie iría a rescatar a su hermano.

A la mañana siguiente, el taburete vacío en la cocina y las marcas violetas que su padre había dejado en su ojo la noche anterior para obligarla a callar le recordaron que todo era real.

Los sucesos de aquel tres de noviembre quedarían siempre tatuados más allá de su mente, en el núcleo de su alma, marcándola como un peón más en el macabro tablero de ajedrez que siempre había sido Coal Creek, donde el Diablo se pasaba horas sacudiendo las piezas y acomodándolas a su gusto.

Bajo el mandato de Fred, los Andrews deberían guardar el secreto de lo que había pasado para seguir siendo la familia perfecta. Todd Andrews solo sería una sombra más en aquel pueblo, y jamás extirían oraciones suficientes para regresarlo a la vida.

Desde ese día, Heather sumó a su lista otra razón más por la cual temerle a aquella capilla.

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