Su boca tenía un sabor metálico, su labio tenía un pulso propio. Sus ojos estaban llenos de un gran vacío cuando se fijó en el hombre que tenía delante de ella, mirándola con una mirada desquiciada. Ella lo miró sin expresión, sin palabras ni acciones, sin querer que el hombre la leyera como si fuera un libro abierto. Se echó hacia atrás, mirando al hombre que tenía sobre ella, sus pechos subiendo y bajando del cansancio que corría a través de ellos. Mary Jane no sabía de qué estaba cansada cuando su padre hizo todo lo que pudo haber hecho, pero no lo hizo. Los horribles moretones que se formaban en sus antebrazos eran más evidentes al ver a su madre mirándola fijamente a lo lejos. Mary Jane miró a su padre.

—No me faltes el respeto —la voz de su padre sonaba como un silencio en la casa de Mary Jane, —No nos faltes el respeto a tu madre y a mí nunca más. ¿Entendido?—

—Sí —murmuró Mary Jane, su voz sonando ferozmente mientras intentaba ocultar cualquier sentimiento.

—¿Entendido? —Su padre levantó la voz.

—Entiendo —Mary Jane miró sus uñas rotas y semicomidas, volteando sus frágiles manos. Sus nudillos sangraban frenéticamente mientras su mente recordaba los golpes que le había dado a la pared, imaginando que era su padre. Mary Jane suspiró, poniéndose de pie lentamente para dirigirse a su habitación. Cerró la puerta tras ella, y se sentó en el rincón más alejado de su habitación. Se llevó las rodillas hasta el pecho, suspirando hacia adentro y hacia afuera, concentrándose en su respiración. Miró la foto en su mesita de noche, recordando los recuerdos de cómo su padre y su madre se veían felices y ella también lo estaba. Mary Jane no podía entender por qué su padre la había lastimado a ella, una niña de 8 años.

Agarrando su osito de felpa, que su padre le regaló cuando ella nació, gritó en él. Su garganta comenzó a irritarse con el grito agudo que estaba emitiendo.

—Deja de hacerme daño —le suplicó en silencio Mary Jane, —Deja de hacerme daño. Por favor.—