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𔗫. un anuncio terrorífico.
©thg. 2024.

𔔀 capitulo uno.

🍊...












—Amber, ya te lo he dicho...

Pero nunca me escucha. Así es ella.

—Sí, tu familia es más importante y toda esa mierda. Haz como que tampoco te necesito en la víspera de los juegos y vete ya —dice, lanzándome encima mi camisa oscura y suelta.

La agarro al vuelo mientras salgo de su cama, la sábana se enreda en mis piernas y me hace tropezar un poco. Consigo mantenerme en pie y la veo envolverse en la manta para darme la espalda. Aún así, su mal humor no me afecta.

Así que me acerco con paso ligero y le deposito un suave beso en la cabellera rubia que tiene desperdigada por todos lados. Esta deslumbra bajo los minúsculos rayos de sol que se asoman con pena por la ventana, pero sus hombros tiemblan, está llorando. Abraza su pequeña almohada como si su vida dependiera de ello.

Y la entiendo, claro que sí; todos tememos la cosecha de mañana. Porque es el Vasallaje de los Veinticinco y allí, maldita sea, todo puede pasar.

Esta tarde los presidentes de Panem, aquellos que dirigen y cuidan de los distritos bajo su mando nos contarán lo que se hará mañana, y no puede importarme menos.

Me coloco la camisa rápidamente al escuchar pasos afuera de la habitación de mi novia, y sin decir nada más, agarrando mis zapatos de cuero desgastado con una mano, abro la única ventana de allí y salgo por ella. La cierro con cuidado solo para ser recibido por un desagradable fresco que sí, me hiela hasta los huesos. Después abandono la vivienda de la chica que es un año mayor que yo, y con la que llevo saliendo un par de meses, mientras me encamino hacia La Veta. En otras palabras, mi hogar.

El Distrito 12, el mío, es el peor de todos: el más pobre, el más feo y el más de todo. A veces me dan algo de envidia la gente que vive a las afueras de La Veta, porque están mejores acomodadas que las de mi barrio y sí, ni siquiera sé cómo una chica tan reluciente cómo Amber Dynevor se ha fijado en alguien como yo. Aún así, claramente no pienso ser yo quien la haga entrar en razón.

Mientras camino por el empedrado que me devuelve a casa, no puedo dejar de pensar en lo cómoda que es su casa, llena de aromas a queso tierno ( a montones ) y a leche. Litros y litros de leche fresca. Es una vida que jamás será la mía. Aunque sí agradezco tener mejor relación familiar, por supuesto, porque Amber no se lleva muy bien con sus padres. A diferencia de mí, claro. Respiro profundamente, intentando tener en mente que la vida es injusta y que lo único que podemos hacer es aguantarnos.

El camino se hace más duro y empinado, alejándome de la zona mercantil y acercándome a la pobreza que define mi vida. Las casas se vuelven más destartaladas, las calles más sucias y llenas de infinitos baches. Veo a lo lejos a los mineros del carbón que se dirigen a su jornada laboral, ya que a esas horas de las mañanas salen a trabajar como cualquier otro día. Los únicos días en qué no lo hacen son en las cosechas, como mañana.

Distingo rostros cansados y duros que me devuelven la mirada, y sé que ese es el destino que me espera si logro sobrevivir hasta los 19. Aunque actualmente a mis dieciséis lo veo muy imposible. En el Distrito 12 la tasa de mortalidad es muy elevada, y realmente te puedes hasta morir de un pequeño resfriado. Así que no tengo muchas esperanzas de conseguirlo.

Cuando me adentro más profundamente en La Veta comienzo a calarme los zapatos con rapidez, ya que a esta hora suelo ver muchas caras conocidas y no tengo ánimos de que chismosos me vengan a hablar solo para distraerse, para que pregunten sobre mis pies desnudos, por supuesto.

Sin embargo, ya con los zapatos en su lugar, parece que la suerte no está de mi parte porque cuando noto una mano sobre mi hombro, caliente y suave, sé que tengo que fingir una sonrisa que realmente, no me nace. Al alzar mis ojos, me encuentro con un rostro jovial y sonriente a pesar de la paupérrima situación que nos cae encima a todos. Es Rick Grey, un hombre amable, de cabellos claros y mirada asertiva.

Si no me equivoco, vive a varias cuadras más abajo con su mujer y dos hijos pequeños. No los he visto mucho, pero seguro que son clavados a este hombre. Mi madre, Leah Abernathy, una mujer realmente empática y positiva —a diferencia de mí— se lleva con este hombre, y muchas veces los encuentro hablando en el porche de mi casa. En otras ocasiones, veo hablando a mi madre con su mujer, Maggie Grey. Ella siempre parece apunto de llorar.

Me supongo que solo viene a saludar y trato de no mostrarme incómodo ante su toque. Mi madre suele decir que tengo que ser acomedido con todo el mundo, porque nunca se sabe cuándo tengan que devolverme un favor. Yo le suelo decir que habla tonterías todo el tiempo.

—Buenos días, Sr. Grey. —Él me sonríe y me palmea el hombro con una risotada. Yo miro a todos lados, sin saber qué le hace gracia.

Por suerte, parece bastante hablador esta mañana.

—Buenas serán, sí, Haymitch. —Me mira de arriba a abajo, a mi poca ropa y cabello descolocado y entonces agrega: —¿Has pasado la noche fuera, verdad?

Yo muerdo mi labio inferior, porque sí de algo conozco a este hombre, es de que sabe calar a las personas a la primera.  A veces pienso que tiene un tercer ojo, no lo sé.

Me pone de los nervios, pero en el buen sentido.

—Bueno, ya sabe..., En vísperas de la cosecha... —Dejo la frase a medio terminar y este de inmediato asiente, como si entendiera de lo que hablo.

Y no dudo de que no lo haga, claro, porque alguna vez en su juventud pasó por lo mismo, seguramente. Se dedica a suspirar levemente para fruncir su ceño; luego recupera su rostro de buen humor y dando una mirada hacia adelante, hacia sus compañeros, me sacude el cabello.

—Anda, date prisa en volver. Y, de mi parte, mándale saludos a tu madre y al pequeño Daryl cuándo se despierten —dice, mientras con un corto y rápido movimiento de manos, regresa con el resto de su grupo.

Lo veo irse, seguido de otra muchedumbre y alguien más llama mi atención: Jorge Brown. Un hombre alto, de contextura grande pero de hombros caídos. Sus dedos ennegrecidos y su rostro melancólico me remueve el estómago de un lado a otro. Hace unas cosechas atrás, perdió a su mujer y su hijo pequeño por culpa de una mala época de hambruna. Ahora sólo le queda una hija, Brenda Brown, y supongo que eso es lo único que lo mantiene a vilo cada día.

Subiéndome un poco la estrecha camisa por el cuello, prosigo mi camino cabizbajo, hasta finalmente llegar a mi calle. Es una de las principales y mi casa, aunque pequeña y deteriorada, es el único hogar que conozco. Sus paredes grises me resultan nostálgicas y muchos recuerdos me embargan al verme a mí, de pequeño, corretear de aquí para allá de la mano de mi padre.

Murió hace cinco años por un accidente en las minas, y todavía me parece verlo por todas partes.

Me detengo a varios pasos delante del porche, sin quererlo, dirigiendo la mirada al frente, hacia la casa de delante. Otra cosa gris y con aspecto ruinoso. No obstante, no es eso lo que quiero ver; no, es a ella. A la chica que me vuelve loco desde qué éramos pequeños.

Siempre hemos sido vecinos, aunque realmente creo que no me conoce. A lo mejor solo de vista, pero dudo que sepa mi nombre. En clase siempre está con su mejor amigo/novio, el creído de Owen Rogue, que no es más que un chico fuerte y bien acuerpado para su edad y de boca suelta. A mí me cae mal, pero bueno, tampoco soy quién para hablar.

Mi madre suele decir que tengo algo de carácter y que por eso, no tengo muchos amigos. A mí no me interesa tenerlos, porque mi grupo aunque pequeño, para mí es suficiente.

Me saca de mis pensamientos el hecho de que justo por una ventana de uno de los laterales de la casa, sale de ella Owen. Tiene la camisa un poco por fuera de los pantalones y una sonrisa boba plantada en los labios. Veo cómo se despide rápidamente y cómo, más veloz que un rayo, da una vuelta por detrás y se aleja corriendo hasta su casa. Y por suerte, esa se ubica muchas cuadras más abajo.

Después me quedo allí plantado, en silencio y a esperas de verla, pero tras unos minutos de breve espera, simplemente sacudo los zapatos antes de subir por el porche de mi casa. Hoy tampoco. La puerta se abre con un leve crujido y volviendo a sacudir los zapatos en la entrada, para quitarme los restos de tierra húmeda, cierro la puerta con un ligero sonido.

Me quedo esperando a qué salga mi madre a regañarme por no venir en toda la noche, pero no lo hace. Por eso, viendo que tengo el tiempo justo gracias al único reloj colgado de la pared de la cocina, tomo una pincelada de fruta; unas manzanas y unas peras algo blanduchas, y me dirijo hacia la única habitación de la casa.

Allí me encuentro con que mi madre y mi hermano pequeño, de tan solo diez años, están arremolinados entre trapos sucios intentando darse calor mutuo. Sí, nosotros no teníamos para comprar sábanas de mejor calidad como Amber; las últimas las habíamos gastado para enterrar al gato mugriento de mi hermano. Era una cosa fea y negra, de ojos verdes, que murió tras ser golpeado varias veces por los Vigilantes de la zona; según ellos, solo querían divertirse un poco y luego, fue demasiado tarde.

Aún así, nadie hizo nada, nadie se quejo y mi madre y yo, fuimos los únicos que nos encargamos de darle a Coco, —como se llamaba el gato— un entierro más o menos digno. Daryl, mi hermano, suele llorar en las noches. No lo ha olvidado.

Por suerte, todavía tenemos a mano un buen colchón. El de siempre, en el que una vez, dormimos los cuatro juntos; mi madre, mi padre, mi hermano y yo. Ahora casi no paso las noches en casa porque el simple hecho de hacerlo, me trae buenas memorias que nunca volverán. Me duele, y por eso siempre acabo huyendo a casa de Amber.

Ella me acepta, quizás porque le doy pena y quiere hacer una buen acción en su vida, no estoy seguro, pero disfruto todo lo que puedo. Mi madre no sabe que tengo novia, mucho menos Daryl, y siempre piensa que estoy en casa del chino.

Él siempre me secunda cuando mi madre pregunta por mí, es un buen amigo.

«Venga, Haymitch, que no tienes todo el día», me recuerdo para agarrar otros pantalones y cambiármelos deprisa. Estos son más gruesos y calientes. Luego tomo una pequeña bolsa con agujeros en el que meto las frutas de mis manos y me la cuelgo al hombro.

Vuelvo a mirar a mi familia, allí temblando un poco y no lo pienso antes de colocar la chaqueta de cuero de mis manos sobre sus cuerpos. Hoy no la iba a necesitar de todos modos.

Después, vuelvo a salir de casa a paso raudo.

Mientras me baña la cálida luz del amanecer, corro viviendas abajo para acercarme al campo desastrado que llamamos todos aquí la Pradera. Hay una alta alambrada metálica rematada con bucles de alambre de espino que la protege, y eso es básicamente también todo lo que rodea el distrito, pero no me dejo afectar por ella. Después de tantos años escapando aquí, uno ya aprende algunos trucos.

Eso sí, se supone que debería estar encendida para achicharrar a todo aquel se acerque las veinticuatro horas o para evitar tener de nuevo un ataque de jaurías de perros salvajes, pumas solitarios y, en ocasiones especiales, osos. Fue un asco tenerlos merodeando por las calles un año después de la muerte de mi padre, pero ahora la electricidad funciona solo en la noche, a partir de las siete de la tarde. Así que como ahora no hay riesgo de quemarse con ella, paso con total tranquilidad por debajo de la valla.

Me arrastro por ella, ensuciándome todavía más la ropa y paso al otro lado.

Cuándo me encuentro con una vista que corta el flujo de aire de mis pulmones, esos árboles altos y esbeltos, no tardo en atravesar todo el follaje para alcanzar mi objetivo: un hueco situado cerca de dos arbustos raídos y en el que me espera mi buen amigo, el chino.

En realidad no es chino, si no que tiene descendencia asiática, algo de su tatarabuelo si no me equivoco, pero a mí me gusta tomarle el pelo de esa manera. Nuestro lugar secreto está lo bastante lejos como para que nadie nos tome en cuenta, pero lo suficientemente cerca como para poder escapar de cualquier animal salvaje de los alrededores. Se supone que es ilegal, además, adentrarse en La Pradera y mucho más cazar, como hace mi amigo; pero solemos tener cuidado y hasta el momento, nadie nos había puesto la mira encima.

Otras veces pienso, en que el Capitolio, la ciudad que dirige todo nuestro país —Panem, claro— se pierde de cosas maravillosas como estas, solo por el lujo de las riquezas y de las joyas.

A esos payasos sí que no les envidio de nada.

—¡Hasta que apareces, flaco! —dice con ese tono de voz alegre, y sarcástico.

Escuchar su apodo de hace años me saca una sonrisa. Me siento muy cómodo a su lado, siempre ha sido así desde que nos conocimos antes de la muerte de mi padre. Solo le supero por un año, porque él tiene quince, pero es bastante más avispado que yo. Muchas veces me sorprende lo asertivo que suele ser, y también, lo imprudente que se vuelve cuándo algún Vigilante se sobrepasa con alguien de La Veta.

Tomo asiento a su lado, mientras observo su pelo negro alborotado, piel aceitunada, y sus ojos oscuros y ligeramente achinados. Ambos somos (con nuestras familias) unos inadaptados en La Veta. A él lo rechazan por su aspecto.

A mí por culpa de mis padres, ambos; toda mi familia tiene el cabello rubio y ojos claros, y es porque mis padres (en su juventud) formaban parte de la pequeña clase de comerciantes que servía a los funcionarios, los agentes de la paz y algún que otro cliente de la Veta. No tengo entendido muy bien a qué se dedicaba mi madre antes, pero mi padre llevaba un boticario. Uno de esos lugares en los que se solían crear remedios a partir de cualquier hierba medicinal. Se conocieron por la torpeza natural de mi madre, y bueno, se enamoraron y abandonaron una vida de comodidades para acomodarse en La Veta. Ni siquiera sé cómo tomaron esa decisión; mi madre suele decir que huyeron por amor, algo así.

El resto de la historia la sé muy bien; mi padre murió, y ahora vivimos como podemos mientras mi madre se gasta lo poco que nos queda en el alcohol. La pérdida de mi padre la volvió una borracha y bueno, aquí estamos.

—Toma. —Le tiendo los trozos de fruta y mi corazón aletea al verle sonreír de oreja a oreja.

No hay que hacer grandes cosas para ganarse su aprecio, es un buen chico. Uno de los mejores, podría admitir por todo lo alto si no temiera elevarle el ego que bastante subido lo tiene ya. Aunque claro, se lo tiene merecido porque nadie es capaz de cazar a un lobo como él. Y sí, solo con su daga familiar. Un arma minúscula, dorada y aunque afilada, a mi parecer algo endeble.

Sus padres se la dieron como regalo hace unos meses y nunca deja de lucirse con ella.

—¿Estsbds nervjdks? —Yo niego con la cabeza al escucharle hablar con la boca llena.

—Traga y me dices, chino.

Entonces mastica más deprisa, para dejar la manzana a medio acabar y repite:

—Qué si estás nervioso por lo de mañana. —Me hundo de hombros sin saber muy bien qué decir.

Mañana es cuando llega la cosecha; un ritual o tradición que se repite cada año por culpa de los " Años Oscuros ", una época en la que unos rebeldes intentaron rebelarse contra el poder del Capitolio. Por culpa de ellos, ahora cada año, en los Juegos del Hambre ofrecen a dos chicos, una del género femenino y otro del masculino para luchar en una arena a muerte. Solo puede quedar un vencedor. Se eligen, pues, una pareja de cada distrito —que son doce— y solo de un rango elegible de entre 12 a 18 años de edad. Una mierda, lo sé.

Ava Paige y Coriolanus Snow son los presidentes, una pareja de esposos que lleva amargando la vida de todo el mundo desde tiempos inmemoriales.

Yo trato de no pensar mucho en ello porque solo conseguiría deprimirme, más de lo que ya lo estoy, claro. Y sinceramente, ni siquiera tengo ganas de eso.

Esta tarde, a eso de las siete, los presidentes darán un comunicado televisivo para contar qué se hará de especial este año. Porque a diferencia de los años pasados, este año toca un Vasallaje de los Veinticinco y estos suelen ser los juegos más sangrientos, según mi madre.

Nadie sabe qué esperarse este año y de solo imaginarme lo que pueden hacer solo para que los Juegos sean divertidos e interesantes, me dan ganas de vomitar lo poco y nada que tengo en el estómago. Sacudo la cabeza para preguntarle al chino si él lo está.

—A ver, un poco sí, pero hay muchos chicos..., Quiero pensar a pesar de todo, que si salgo, tú cuidarás de mis padres. Eso es lo único que me importa. —Yo asiento, esperando lo mismo de su parte.

Muchas veces hemos hablado del tema, y hemos llegado a la conclusión de que si llega el caso de que alguno de los dos salga escogido en los Juegos, sin llegar a pensar lo peor y por mucho que duela, el otro se encargará de cuidar a la familia del tributo escogido.

Esa fue una de nuestras primeras promesas al conocernos.

—¿Qué tal tu cacería? —pregunto en busca de cambiar de tema.

El chico de cabellos oscuros y camisa sin mangas se levanta emocionado del suelo, para alcanzar un matorral y meter sus manos dentro. Después con una ligera sacudida saca un ciervo pequeño que cuelga sobre sus hombros. El asombro se clava en mi rostro y me levanto de golpe, soltando la bolsa en el proceso.

—¡La ostia, Minho! —Me acerco a su lado para cerrar los ojos del animal y sin poder creerme lo que ha hecho—. ¿Cuánto crees que te den en el Quemador?

El Quemador no es otra cosa más que la sede principal del mercado negro en el que se compran artículos prohibidos, tales como bebidas alcohólicas, objetos para cazar y otros bienes obtenidos ilegalmente, como por contrabando o como hace Minho, y algún que otro arriesgado.

—Una fortuna, eso seguro.

Ambos nos reímos, felices por su victoria. Él da varias vueltas con el animal encima de sus hombros hasta que tropieza con algunas piedras y cae al suelo de espaldas. Me burlo de su golpe, entre carcajadas y mientras lo ayudo a levantar, pienso decirle que lo patoso le viene de familia hasta que ambos damos un respingo al ver caer una flecha hecha de madera sobre el ciervo muerto de nuestros pies.

Ni siquiera nos da tiempo a apartarnos cuándo vemos salir a mi vecina de entre los arbustos. Y sí, maldita sea, es ella. No es ninguna imaginación. Su piel morena y sus rizos oscuros son bañados por la luz del sol, y nos mira a ambos con una sonrisa. Minho bufa, para mí sorpresa, y se acerca a su presa, señalándola.

—Esta es mi presa, Greene. No te atrevas a jugar con ella. —Y sin mediar palabra, le saca la flecha de la chica y se la lanza a los pies. Ella lo recoge con gráciles movimientos.

Yo sigo mirándola flipado, porque las veces en las que nos cruzamos son contadas con los dedos. Y aparte de algunas miradas en clase, como dije antes, dudo mucho de que si quiera sepa cómo me llamo. Somos bastantes en clases, y al ser de mi año, dudo que pueda recordar los nombres de todo. Teniendo en cuenta, además, de que siempre se la pasa pegada a su novio  a pesar de que el otro es un año mayor que ella.

Viste una cazadora gris y pantalones oscuros. Su cabello lo lleva recogido en una coleta, como acostumbra, y en sus manos descansa un arco de madera; probablemente creado en estos mismos bosques, no lo sé. Guarda el carcaj en su espalda, en su funda, y se ríe para hablar con mi amigo.

—Era una pequeña broma, es que me lo habías dejado a huevo, chico —responde, para chocar palmas con el chino.

Yo observo sus interacciones con la boca abierta porque no me creo lo que veo. Que mi amigo la conoce, y me sorprende incluso más que al parecer se lleva con ella. Aunque claro yo nunca le he dicho que me gusta, y a pesar de que estoy con Amber, nuestra relación es más de compañía. No hay mucho amor de por medio, pero eso sí, estar con ella en la cama es un lujo.

De todas maneras, la chica Greene, habla en bajo con el otro y veo cómo saca unas ardillas muertas de su cinto. Ella le pasa dos a Minho, y Minho corta una buena pata del ciervo con un rápido y conciso movimiento. Entonces y solo entonces, entiendo lo qué hacen.

Un intercambio, están en un chanchullo, o algo así al parecer.

Veo cómo ella sonríe tras unas palabras de mi amigo y me sorprende cuándo me habla.

—¿Haymitch, verdad? —pregunta, ladeando un poco la cabeza.

Yo trato de recordar cómo se respira normalmente y acariciándome la nuca, me asombra que sepa mi nombre. Aparentemente no había pasado tan desapercibido como creía.

Termino asintiendo, no confiando en mis palabras ni en las tonterías que pueda decir.

Ella me regala una sencilla sonrisa y señala hacia arriba, fuera de La Pradera.

—¿Cómo estás? Ayer escuché unos gritos, y bueno, las luces de tu casa estuvieron encendidas hasta muy tarde. —Habla, mientras se cuelga la pata del ciervo en un hombro.

De nuevo, trato de que no se me note mucho la sorpresa en la voz al enterarme de lo bien que sabe un poco de mi situación familiar. Aunque claro, en parte creo hasta yo que todos los de la cuadra cercana se enteraron de la discusión de anoche. Hicimos bastante ruido. En pocas palabras, llamé a mi madre "borracha" y ella me llamó "desagradecido". La cosa no acabó muy bien.

Y aunque le prometí al pequeño Daryl que me quedaría esa noche en casa, después de aquello no pude hacerlo. Hui con el rabo entre las piernas, no me arrepiento.

—¿Me conoces? —Minho observa nuestro intercambio de palabras con una sonrisa pícara. Como lo detesto en estos momentos.

—Bueno..., Somos vecinos desde que tengo memoria, literalmente nuestras casas están enfrente una de la otra —añade, con obviedad, sacudiendo los hombros—. Pero, no hace falta que me respondas, no hemos hablado nunca, así que...

—Estoy bien, gracias. —De nuevo, me recuerdo el consejo de mi madre.

Ella asiente sin decir más, para después desaparecer en dirección a La Pradera. Yo me quedo viendo cómo se marcha hasta que Minho me codea la espalda y me habla con ese tono socarrón que detesto. Yo todavía no puedo creer lo que acaba de pasar.

—No sabía qué estuvieras pillado por ella, ni que la conocieras.

Yo niego todo de inmediato, mientras siento que se me calientan las orejas.

—No estoy pillado por ella, y eso va más bien por ti, ¿de qué la conoces?

Se hunde de hombros mientras se limita a decirme qué han cazado algunas veces juntos. De ahí su trato de intercambio. No hago más preguntas mientras tomamos esa señal para irnos. Recogemos nuestras cosas, y entre que me cuelgo la bolsa vacía en el hombro y Minho vuelve a tomar al ciervo en sus brazos, regresamos por la empinada colina hasta la alambrada.

Con un poco de esfuerzo y tirones, conseguimos pasar al animal muerto y sin una pierna por debajo de la cosa metálica para separarnos. A mí no me gusta mucho pasar por el Quemador, porque la jovenzuela de Sae siempre tiene la mala costumbre de preguntar por mi madre y eso siempre me pone de mal humor. Mi madre compra constantemente la bebida en ese sitio.

—Nos vemos, rubio.

Minho lleva al ciervo oculto con una sábana y agradeciendo su pequeño tamaño, nos despedimos con un corto abrazo. Le sacudo el cabello observando ese rostro amable y jovial, y después salgo despedido hacia mi casa.

Como todavía es muy temprano, no pienso hacer nada más que intentar dormir. Abro la puerta de casa con un ligero sonido para sacarme los zapatos y llegar hasta la habitación. Eso sí, no cumplo mi misión final porque encuentro a mi madre y a mi hermano en la estrecha cocina.

Ambos están desayunando, y con paso ligero, trato de que no me vean. Me parece un milagro conseguirlo y finalmente alcanzo la habitación; me arrebujo en el colchón y sin ni siquiera arroparme, caigo dormido en cuestión de segundos.








Horas más tarde me despierto con un ligero movimiento en mi estómago. Siento la boca seca mientras miro hacia abajo. No me sorprende descubrir a mi hermano entre mis brazos. Parece que llevo durmiendo bastante. Daryl se esconde entre ellos hecho una bola, todo adorable con esa mata revuelta de hebras rubias, como las mías. Le doy leves caricias mientras veo como sonríe dormido.

Esa visión me resulta adorable y ni siquiera la entrada de mi madre a la habitación, consigue aplacar esta imagen de mi cabeza. Leah Abernathy se da paso al interior, mientras lleva encima un delantal y sacude sus manos en la muda que está algo deshilada por varias partes.

No me mira directamente cuándo me habla, pero me asombra escuchar de su parte una disculpa. Eso sí consigue que me incorpore de la cama, asegurándome de agarrar por la espalda a mi hermanito para no despertarle.

—Siento mi comportamiento de anoche, hijo. Las cosas... nos van bien últimamente, pero yo no me siento bien. Y no es culpa tuya, de ninguno de los dos, pero... Lo voy a solucionar, ¿está bien? Solo... solo necesito más tiempo.

«Eso, y otro par de bebidas, ¿no?», porque no se me pasa desapercibida la pequeña botella que cuelga de un bolsillo de delantal. A veces las usa para que no la pille bebiendo, pero se ha vuelto casi una rutina y resulta inútil que lo intente si quiera.

De todas maneras, asiento con la cabeza para después escuchar que nos espera la cena. Por supuesto no será mucha cosa, pero trato de no decirlo en voz alta. Ella sale a paso lento de la habitación con esa mirada esquiva y yo me dedico a acariciar las mejillas de mi hermanito varias veces. Todavía no tiene edad elegible para los juegos y me alegro de que pueda disfrutar de su niñez por dos años más, al menos.

Unos minutos después, despierto a mi hermano y ambos vamos a comer a la cocina. Resulta que he estado durmiendo casi toda la tarde y no queda nada realmente para el anuncio de los presidentes de Panem. La comida no es más que unas pocas raciones de los últimos días; un estofado de carne, que lleva más caldo que carne, a decir verdad. Unas pocas verduras y rellenado con litros de agua.

Recuerdo la presa que se ha llevado Minho hacia el Quemador, y aunque me hubiera gustado pedirle una presa, lo que sea, sé que no debía. Porque no he hecho nada para cazarlo y lo que se gana mi amigo es cosa suya. Cuando él me regala cosas que le dan, eso es otra cosa.

La cena es silenciosa, agradable más que otras noches y eso es gracias a Daryl, que habla hasta por los codos de su amiga Marie, quien siempre hace que sus clases sean divertidas. Tengo entendido que es una niña que vive casas más abajo, de pecas y cabello trenzado.

—¡Ayer cogió un lagarto de la ventana, y parecía un dragón!

Eso nos saca unas cuantas sonrisas a mi madre y a mí, hasta que llegan las siete y media de la tarda y nos reunimos en torno al televisor de la sala. Es una cosa pequeña y tenemos que darle varios golpes en el cogote para que dé una buena imagen. Cuando lo hace, tomo asiento en el único sofá de la sala (mullido, con agujeros y polvoriento) con mi madre al lado y a Daryl entre mis piernas. No creo que entienda mucho de qué va la cosa, pero permanece calmado y no hace ningún ruido cuando sale un jovenzuelo Caesar Flickerman, presentador de los juegos, a hablar de ellos. Viste un traje azulado y con un degradado verdoso, que me hace recordar a las vistas de La Pradera.

—Damas y caballeros, efectivamente, este año se celebra el segundo aniversario del Vasallaje de los Veinticinco. Y no es para nadie una sorpresa que nuestros presidentes han querido darlo todo para impresionarnos como siempre lo consiguen. Por eso, ahora vamos a recibir en vivo su comunicación del mismo Capitolio. ¡Atento todo el mundo! —comenta con humor para que la imagen ahora muestre y como había dicho, una transmisión desde la ciudad que dirige Panem.

Suena el himno y la garganta se me contrae con puros nervios al ver al presidente Snow subir al escenario; su esposa Ava Paige, lo sigue por detrás. Ambos visten de blanco y sus rostros están resueltos y emocionados. «Psicópatas», es lo que pienso mientras Daryl juega con uno de sus pocos muñecos de trapo. Era un regalo de papá, antes mío, y ahora detesto mirarlo.

Snow lleva en las manos varias tarjetas de lectura, de esas que hacen que otras personas pongan en ellos el mensaje que se quiere transmitir de una forma más elegante. Termina el himno y el presidente empieza a hablar para recordarnos a todos los Días Oscuros en los que nacieron los Juegos del Hambre, de esos que nadie puede olvidar aunque quieran.

Este Vasallaje se hace cada veinticinco años y yo he tenido la mala suerte de nacer en uno de ellos. Si tengo la posibilidad de que mi nombre salga escogido desde los doce, ahora mismo las posibilidades pueden duplicarse por tres mil. Gracias a dios no pido teselas —que son ayudas que dan el Capitolio a cambio de poner tu nombre más veces en las urnas— porque mi madre no me lo permite. Tampoco lo necesitamos porque desde la muerte de mi padre, de alguna manera hemos conseguido mantenernos vivos.

—Este año queremos dar un nuevo significado a los Juegos, y se ha decidido por unanimidad que en este Vasallaje de los Veinticinco vamos a enviar al doble de los tributos acostumbrados. —Las ovaciones son inmediatas. Ambos presidentes muestran enormes sonrisas.

Sin embargo, a mí la noticia me hace sentir un retortijón en el estómago, que se arruga todavía más al imaginarme que me enfrento, en vez de los usuales veinticuatro tributos de siempre, ahora a cuarenta y ocho enemigos. Siento que me falta el aire porque la realidad es demasiado arrolladora. Porque eso significa que hay peores probabilidades, menos esperanza y, al final, más niños muertos. Todo se resume a un verdadero infierno, claro que sí.

Mi madre deja escapar un chillido ahogado y mi hermano se cae de mis piernas por el susto. Su muñeco ha caído varios metros alejados de su lado y la cabeza me da vueltas. La gente que veo en el televisor, la multitud, grita alocada por la noticia. ¿De verdad disfrutan con esto? ¿Con ver más inocentes morir en la arena de los juegos?

No lo soporto, no soporto ver a esos dos carcamales hablar de lo emocionantes que van a ser estos Juegos y apago la tele de inmediato. La sala se sume en un silencio abrupto mientras mi hermano nos pregunta qué es lo que pasa.

—No lo entiendo, Mitch. ¿Qué pasa? —Me llama con ese apodo que tiene la manía de pronunciar desde la muerte de mi padre. Siento que se me erizan los vellos de la nuca.

Estoy seguro de que ahora no podré dormir en toda la noche.

Eso sí, la situación empeora cuándo veo la mirada trastornada de mi madre y cuándo la veo escaparse hacia la cocina. Agarro el muñeco de Daryl, y mientras le digo que no se preocupe, se lo devuelvo. Lo dejo solo y persigo a mi madre.

No me sorprende para nada verla sacar de una de las cómodas superiores otra botella de licor, como siempre recurriendo a ella cuándo la situación la supera. Y seguro que está haciéndose locas ideas en la cabeza; por eso, me acerco a ella y la sujeto de un brazo.

Me cabrea verla así, después de disculparse encima conmigo hace un rato. Al menos pensé que esto no se repetiría hasta después de la cosecha.

—¿No has dicho que ibas a solucionarlo? No puedes recurrir a esto cuando las cosas se ponen así, mamá. ¿Por qué no...? —Claro que no me lo veo venir.

Ella empieza a temblar incontrolablemente y su hermoso rostro —porque mi madre es preciosa cuándo anda de buenas— se torna enfurecido, amargado y nostálgico. Una mezcla de todas ellas. Se aparta de mi lado, bruscamente, y me lanza la botella.

Mira que agradezco haber entrenado con Minho varias veces a escondidas porque gracias a eso, puedo esquivar aquella cosa que viene directa hacia mi cabeza. La botella se rompe en el suelo de la cocina, me parece escuchar que Daryl empieza a llorar y veo a mi madre con un rostro desencajado.

No puedo creer lo cerca que ha estado.

—Mamá...

—¡Esto es culpa tuya, por querer meterte en mi vida! ¡Déjame sola, déjame, demonios! ¡Hazlo como lo hizo tu maldito padre!

Siento que un desagradable calor se reparte por mis venas al escuchar los llantos de mi hermano más altos que antes. Sabe que estamos discutiendo, que ya no estamos bien. La misma situación de ayer, inevitablemente, se repite.

—¡¿Pero a ti qué demonios te pasa?! ¡No eres la única que ha perdido a papá, pero ya deberías de haberte hecho a la idea! ¡¿Sabes lo qué es verte así todos los días?! ¡Eres una borracha y no se puede contar contigo para...

Su mano se levanta y me golpea la mejilla. Me voltea el rostro de inmediato y yo noto el calor repartiéndose por todos lados, no solo en donde me ha pegado. Cuándo se da cuenta de lo que ha hecho, empieza a llorar y a pedirme perdón. Pero estoy tratando de controlarme.

—Haymitch, hijo, p-perdóname Tienes toda la razón, soy el problema, yo soy... —Intenta engancharse a mi brazo para hablar, pero no tardo en separarme de su lado.

Alejo sus manos de mi cuerpo para darle la espalda.

—No estoy hoy para esto, mamá.

Y sin decir nada más, a pesar de que dejo atrás a las dos personas que más quiero en el mundo, —a parte de Minho, Rachel y Amber— salgo despedido de casa por la puerta trasera de la cocina.

Mis piernas atraviesan las viejas calles de La Veta para salir de ese hueco oscuro que se carcome cada día más mi corazón. Sé que no podré soportar más este tipo de situaciones a la larga, pero ahora mismo solo dejo de lado todo mientras me acerco a los barrios mercantiles.

Allí busco de inmediato la casa de Amber, porque sé que me recibirá con los brazos abiertos por la nefasta noticia del Vasallaje de mañana, pero antes de poder alcanzar su ventana, unas casas más abajo veo a una chica en el porche de la suya. No suele haber toque de queda, no hay Vigilantes a esas horas de la noche, y mejor, pero nadie tampoco suele quedarse hasta tan tarde en la calle.

Por eso me sorprende ver a esa chica de mi clase tirando envoltorios de dulces al suelo.

Es Maysilee Donner, una chica rubia, de piel blanca y ojos claros. Típico aspecto de los habitantes mercantiles del Distrito 12. Su familia lleva una tienda de dulces, de esos que nunca en vida probaré. No hemos hablado en ningún momento, aunque a veces la pillo mirarme en clase cuándo yo dejo de mirar a Rachel Greene. A veces me pregunto sí quiere decirme algo, pero luego siempre se vuelve hacia sus amigas y todo vuelve a ser como antes.

Su cabello rubio se refleja bajo la luz de la luna y sin quererlo, al pasar cerca de ella, finalmente repara en mí. Sus ojos se agrandan y me analiza de arriba a abajo; sus mejillas se colorean y se levanta a toda prisa del porche. Alisa su vestido de un tono azul pastel y me sonríe.

Yo meto mis manos en los bolsillos y le devuelvo la sonrisa. Cuándo estoy por dejarla atrás, escucho su voz baja hablarme entre susurros.

—¿E-estás bien? Tienes... tienes la mejilla colorada.

Me detengo en el asfalto, notando una incomodidad nacerme en el bajo estómago. Aún así, me doy la vuelta y trato de regalarle una sonrisa natural. Fallo en el intento porque creo que me sale más como una mueca airada.

—Problemas de La Veta, preciosa. Cosas que jamás alguien como tú entenderá.

Y sin más, finalmente me adelanto hasta la casa de Amber Dynevor y me cuelo por la ventana de la que salí esta mañana. Sonrío para mis adentros cuándo la encuentro despierta, y mirándome expectante. No me pregunta qué me ha pasado en la cara, solo se lanza a mis brazos y entre besos llenos de necesidad, nos acostamos en su cama.

La noche se hace larga, fría, y no puedo dejar de imaginarme miles de escenarios horribles que me pueden pasar mañana en la cosecha. Incluso teniendo a Amber a mi lado, no pego ojo y me quedo despierto hasta el amanecer. Hoy es el día de la cosecha, me repito varias veces en la cabeza cuándo entran las primeras luces en la habitación de mi novia.

No hay vuelta atrás, hoy es el día.

🏹🍊 ELSYY AL HABLA (!)

dios miooo, seis mil palabras !! no me lo creo ni yo, la verdad es que me he emocionado mucho con este capítulo y creo que he puesto muchas cosas que van con la personalidad de haymitch, además de varios canons con mi trilogía de newtmas.

amo demasiado a este personaje y el hecho de que puedo inventarme cualquier cosa relacionada con su familia, siguiendo un poco del canon de suzanne. amo esta historia y espero que os haya gustado este primer capitulo, porque a mí me ha encantado.

pronto veremos la perspectiva de rachel y estoy muy feliz de este proyecto. no tengo ni idea de si acabaré primero este o el último de la trilogía, pero ya iremos viendo. no se olviden de dejar amor, de compartir y disfrutar. porque a pesar de que se basa en mi mundo de los juegos del hambre, la gente puede leerlo de forma independiente más o menos, porque sigue siendo la historia de haymitch.

no se olviden de dejarme sus opiniones con respecto a la vida y a las personas que rodean a mitch, quiero saber qué opinan de este mundo que ando creando.

hasta la próxima actualización, mis tributos.

🏹🍊

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