La infancia

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Nunca quise mirar atrás. Pero puedo afirmar que tuve una infancia desastrosa, pero maravillosa viéndola desde otro ángulo.

Nací y crecí en un barrio de emergencia, junto con dos hermanos y dos hermanas: Adolfo, Ángel, Ester, Palmira y yo, Désirée.

Cuando niños eramos muy audaces, nos educaron para no sentir miedo a nada. A mi madre la humildad no la caracterizaba, si no la inteligencia.

Ella se había casado muy joven con Alberto, su novio de la escuela. Pero luego de tener a mi hermana menor Ester, nuestro padre murió de un infarto fulminante. En ese preciso momento mi madre hizo que nuestra piel se engrosara de valor y salgamos adelante.

Lo que para muchos era adversidad, para nosotros era normal, no teníamos estructuras sociales arraigadas en nuestra piel, no pensábamos en las imposibilidades, aunque si existían.

En la mañana íbamos juntos a la escuela, estaba dentro del pequeño vecindario donde habitábamos. Entonces todos éramos amigos, todos teníamos las mismas manchas y agujeros en la ropa. En ese entonces no existían las cargas emocionales, no había estrés.

Por la tarde salíamos a buscar botellas de plástico en los botes de basura. Juntábamos muchas, las enjuagabamos en el patio con una manguera que nos prestaba Doña Rosa, la vecina de al lado.

Cuando teníamos cien envases reunidos, las llevábamos en una gran bolsa de arpillera, a la casa de Miranda.

El padre de Miranda tenía un campo a quince minutos a pie. Ahí tenía reunido a su pequeño ganado. Dos vacas lecheras, que por cierto era todo su negocio y las adoraba con gran devoción. Entonces había un binomio perfecto, nosotros le vendíamos las botellas vacías para que el hombre las reutilice. Entonces salía a las férias callejeras a vender su producto lácteo. Sin refrigeración y a la buena de Dios.

Don Fernán, era el hijo de Doña Rosa, padre de Miranda, nuestra mejor amiga. La madre de ella salía con mi madre todas las mañanas a vender pan casero a la calle. Nuestras familias eran todas comerciantes y así conseguíamos salir adelante día a día.

En esa época solo nos preguntábamos si podríamos comer, todos eramos profetas de un singular cariño sincero.

Entre tantas correrías pasaron los años y así llegaron los tiempos más tempestuosos. Era el año 2001, el país afrontaba una crisis política y económica terrible. La inflación se había disparado notablemente y la gente del barrio comenzó a enloquecer paulatinamente. Llegamos a un punto de no poder comprar siquiera un kilo de harina para que mi madre haga los panes para salir a vender.

Buscamos ayuda desesperadamente, comenzamos a ir a los comedores comunitarios de las parroquias. Ibamos todos ensimismados, muertos de hambre, con un tupperware en las manos y una cuchara en la otra. El personal de la iglesia nos trataban muy bien, sobre todo el cura párroco Tristán.

Generalmente querido por su extrema bondad y mansedumbre. Muchas veces había riñas dentro de la parroquia, porque el que viene de otro barrio tiene que pagar derecho de piso, como si fuésemos forasteros o unos bolcheviques.

Por suerte Tristán siempre imponía el orden y les regañaba diciéndoles que lo importante es que la hospitalidad, sea nuestra religión.

Recuerdo que mamá le brillaban los ojos al ver al cura defendiéndonos. Ella dijo que Tristán es el hermano mayor de una amiga, Mercedes y solía decir que siempre le emocionó su inocencia primitiva que irradia alegría de una alma virgen, noble y sencilla.

Tristán en esa época era un joven buen mozo, poseedor de unos ojos color cielo. Siempre pensé que mamá deseaba emprender una suerte de seducción con él, pero de solo pensar que era un cura, creo que sus planes serían desbaratados.

...

Estábamos atravesando una época de miseria extrema, donde teníamos que pensar en cada movimiento, en cada paso para conseguir siendo firmes. Sobre todo yo, que tenía catorce años y era la hermana mayor.

Mamá había conseguido que una vecina le otorgue un préstamo de cinco mil pesos, préstamo que fue hecho sin un recibo ni documento alguno, ciertamente a la buena fe.

Recuerdo que esa noche mamá llegó del supermercado con comida y cocinó un guiso de arroz con pollo. Literalmente comimos hasta reventar.

Mamá tenía que amasar los panes, hornearlos y salir a vender. Pero los días se tornaron agrios, el dinero disminuía y no alcanzaba para pagar la deuda.

La vieja prestamista comenzó a adjudicarle multas, por cada día de atraso. Hasta que un día mamá se levantó de la mesa y decidió ponerle fin a esa persecución.

La mujer escuchó agriamente a mi madre que le gritaba que necesitaba más tiempo y frente al reclamo le dijo con aspereza que tenía que darse cuenta que habían más opciones viables para salir adelante con sus cinco hijos.

Gina, si no puedes pagarme a tiempo solo hay una solución —susurró la prestamista — ; vístete con la mejor ropa que tengas y ponte de pie en esa esquina.

Mi madre al oír esas palabras palideció, pero finalmente dijo:

—Si tu hija le gusta estar de pie en esa esquina todos los días y te trae dinero, no significa que voy a vender mi cuerpo a los infames puercos.

Oíme querida —respondió alzando la voz —.¡No hables así de Margarita que es mi hija!

—La defendés porque te conviene... porque te trae la plata para después hacer negocio con los pobres.

Mi madre me tomó la mano bruscamente y volvimos a la casa.

.....

   Al siguiente día apareció en casa Margarita, la hija de la prestamista. En el barrio de decían Marga, ella era una mujer de treinta y pico, era pelirroja y tenía la piel oscurecida por tomar mucho sol en el patio de su casa.

Marga era una mujer curtida y arrabalera como su madre, boca sucia y cuchillera. A pesar de tener una gran belleza, tenía un cuerpazo el cual lo había trabajado durante años.

Los vecinos chismosos habían dejado correr un rumor, de que un médico coreano le inyectaba aceite de avión en sus nalgas de forma ilegal y con los años había conseguido tener una envidiable figura.

Ella llegó y batió palmas frente a nuestra desvencijada puerta de chapa oxidada. Quería que mi madre saliese a conversar con ella. Vestía un overol con estampado de tigre y unos zapatos amarillos, era una mujer muy estridente.

Finalmente mamá salió serena y sonriente, y la invitó a pasar a tomar asiento en el pequeño comedor de dos metros por metros.

Marga se había sentado en la orilla de un viejo y destartalado sofá floreado, y le dijo que tenía que pagar la deuda, sea como sea.

—Yo no puedo trabajar en la calle —dijo mamá con voz de indignación.

—Como que la señorita solo tiene una expresión de pureza ¿No?

—¡No te burles de mí!... yo soy pudorosa — contestó mamá avergonzada.

Margarita se echó a reír, excitadísima:

—Haceme caso —dijo mientras examinaba el cuerpo de mi madre— ; y así nunca vas a salir a flote con tus cinco hijos.

Por un momento mi madre tuvo miedo. Yo no hacía nada más que mirarla con prudencia con el rabillo de mi ojo, mientras contenía mi ira contra la hija de la prestamista.

......

Finalmente había llegado el sábado y mamá había cocinado una sopa de verduras. Ya no había nada más en la casa para comer. Las alacenas estaban completamente vacías y eso generaba estres a mi madre.

Mamá nos ordenó poner la mesa, mis cuatro hermanos y yo nos sentamos en la mesa y tomamos la sopa en un santiamén.

Ese día mamá no cenó y salí a ver que estaba haciendo. Mi madre estaba calentando agua en una olla a la intemperie.

Como no habíamos quedado sin gas en la garrafa, mi madre hizo un fogón dentro de una estructura improvisada con ladrillos y algunas ramas de árbol seco.

Después de media hora, metió la olla al baño para bañarse. Recuerdo que miré el reloj de la mesita de noche y marcaba las 23 horas. Mientras jugábamos los cinco con los naipes en la mesa. Vi que mi madre estaba vestida con un vestido muy ceñido al cuerpo, color rojo bermellón, pintándose los labios frente a un espejito de mano.

Los cinco la miramos espantados y gritamos al unísono:

—¿A donde vas?

Mamá nos dijo que en un rato iría a volver y quería vernos en la cama de inmediato.

Cuando la vi marcharse no pude dejar de mirarla. Tuve el presentimiento de que sería la última vez que la vería. Ella no pensó que iria a desarraigar a sus hijos.

Pero decidí seguir jugando e ignorar la situación. Puesto que sabía que mi madre es la mujer más fuerte que conozco, una persona hermosa y de gran corazón.

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