Oculto entre letras.

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Había algo que no estaba bien en él.

Richie lo tenía muy en claro, porque evidentemente algo debía estar mal dentro de sí para que últimamente estuviese reaccionando de forma tan irracional con todo lo que respecta a Eddie Kaspbrak.

—Estás enamorado —. Había dicho Beverly Marsh cuando le contó cómo se sentía. Claramente excluyendo a toda costa el nombre de la persona que estaba involucrado en su desorden mental.
     Richie no dijo nada, porque era algo que ya había tomado en cuenta desde hacía mucho, y era justo por eso el porqué estaba empeñado en decir que había algo mal en él.
      Existía realmente una delgada brecha entre el concepto de la amistad, del cariño y el del amor. Tan delgada que le costaba mucho percibir con sus escasos trece años de edad. Porque lo único que notaba era la belleza de Eddie, lo único que sabía era que lo atrapaba y admiraba.
       Pero, ¿Es que no sentía lo mismo con el resto de los perdedores? Richie admiraba la valentía, liderazgo y perseverancia de Bill, el tartaja. O la inteligencia y destreza que Ben Hamscon demostraba tener. ¿O que me dices de la terquedad y vigor de Bev? Y así podría seguir con Mike o Stan.

Pero, Eddie...

Eddie era otro caso.

Y es que él también tenía sus puntos fuertes y que todos notaban, como su infinita percepción de lo que era el compañerismo: no importaba cuántas ganas tuviese de huir, si veía que estabas en problemas, sin duda se tragaría sus deseos para tenderte una mano.
      ¡O su asombroso sentido de la orientación! Cuando comenzaron a jugar en los Barrens se llegaron a extraviar una buena cantidad de veces, pero Eddie estaba allí: y siempre encontraba el camino a casa sin problema ni intranquilidad alguna. Ahí fue cuando comenzó a creer que podría seguirlo hasta el fin del mundo si se lo pidiera, y lo único que tendría que decir al respecto sería, «¿Cuando partimos?»

Pero, además de eso, Richie sentía quererlo por motivos mucho más sencillos dentro de lo cotidiano e insignificante.
      Los pequeños detalles, que le hacían feliz: sus sonrisas sinceras, sus respiraciones agitadas o su perfil perfecto. Sus pómulos enrojecidos por cólera, o en su boca pequeña que jamás se estaba quieta. Richie estaba seguro de tener grabado a detalle el rostro de Eddie, guardado tanto en su mente, como, sin saberlo, en su corazón. Fotografiando sus gestos al hablar, y sus palabras que tendían a expresar inseguridad.

Si, lo amaba.

Y por eso había algo mal en él.

Porque estaba seguro de que no era normal ese deseo de admirar sus labios rojizos que le incitaba a robarle muchos besos o buscar siempre un pretexto para estar un rato consigo. Había algo más que amistad, porque era muy cierto que necesitaba acercarse cada vez más, conocerlo más todavía, susurrarle cosas al oído para escucharlo reír y contemplarlo detenidamente. Estaba seguro de necesitar más de él. Cada vez más.

Pero jamás lo expresaría, desde luego que no. Era algo que se guardaría por siempre. Eddie jamás tendría porqué enterarse de que soñaba con deslizar sus dedos por sus pequeñas y pecosas mejillas antes de besarlas, hablarle de cerca y así el aroma de su cabello.
      Un sueño que se transformaba en deseo, pero que así permanecería.
      Y solo le queda algo por hacer cuando el impulso de acercarse le abarcaba de forma abrupta: Hablar.
     ¡Por supuesto! No por nada su apodo era Bocazas. Quizá nadie notó jamás que había comenzado a parlotear y bromear más de lo usual, o de que ahora se la tomaba mucho más con Eddie: quizá ni el mismo Kaspbrak se percató de eso. Nunca percibió algo siquiera, ni cuenta se dió del giro de los sentimientos de Richie quién, hasta hace poco, solo le consideraba un buen amigo.

Pero así era, porque cada que Tozier comenzaba a entrar en panico a causa de lo abrumante que a veces eran sus propios sentimientos, bromeaba.

—Hey, Eds, ¿Por qué no nos cuentas que se siente tener a Úrsula viviendo en tu propia casa? —decía, reprimiendo sus emociones cuando Eddie lo atrapaba observándolo sin discreción alguna. Sus latidos desbocados solo parecían tranquilizarse un poco cuando Eddie fruncía el entrecejo olvidándose de la mirada injustificada que había recibido de su parte con anterioridad para reclamarle, abalanzarse contra él y golpearlo.
      Bill era el primero en intentar calmarlos, después de todo, era su labor como líder velar por el orden y bienestar de todo el club de los perdedores —resultaba un tanto irónico, de hecho. Considerando que más tarde los impulsaría a todos a entrar a Neibolt Street—. Aún así, lo hacía con cierta diversión y más que compromiso que por otra cosa. Al cabo, sabía que Eddie sería incapaz de lastimar a Richie, y que los comentarios de bocazas del grupo solo eran bromas.

No importaba lo mucho que discutieran, porque en fondo todos sabían que se querían. Y quizá Richie lo amaba mucho más de lo que le hubiese gustado.

—¡Puedo ver tu vagina! —sería lo primero que se le ocurriría decir entre el pánico se tener al chico que le gustaba usando la hamaca de la casa subterránea al mismo tiempo que él. Sintiendose nervioso y procurando ocultar su rostro con el cómic que leía. Eddie tampoco notaría el rubor que tenía su amigo al tenerlo tan cerca. Jamás notaría que todas las bromas que hacía eran producto de no saber cómo reaccionar ante sus sentimientos.

Qué, en las palabras que siempre le decía, se escondía el inmenso cariño que sentía por él. Tan sutiles, que no distinguió en ese entonces. Que siempre tenían un mensaje que parecía pedir socorro. Por favor, Eddie. Te amo tanto que duele. Tanto que tengo miedo de perderte. Tanto me he decidido ocultarlo para protegernos.

No se lo diría, ni ese verano ni probablemente veintisiete años más tarde cuando volvieran a verse.
      Pero, algo le decía que, esa vez en la que Bill cortó sus palmas con un trozo de cristal, que Eddie lo sabía. Tal vez inconscientemente, pero lo hacía.
       Recuerda haberse colocado a su lado para brindarle apoyo con unas palmaditas cuando ese pedazo de botella rota pasó por la pequeña —en comparación al resto de las manos de los perdedores— palma de Eddie Kaspbrak.
      Cuando Mike Hanlon lo llamara para volver a reunirlos a todos, esa sería una de las primeras imágenes que volverían a su mente. El de tomar la mano de su chico y la de Denbrough para cerrar un círculo en la que formaban una promesa que, por lo menos seis de ellos, cumplirían en su adultez. Pero, también recuerda que, aún cuando el rito se terminó y todos comenzaron a dispersarse, él seguía aferrado a la mano de Eddie: solo porque se sentía natural. Tan normal para sí como para Kaspbrak, que lucía igual de cómodo al sentir sus manos entrelazadas.

No obstante, cuando se percatara de la mirada de diversión que Stanley Uris le lanzaría antes de dar la vuelta y marcharse, notaría también lo que hacía. Logrando que el tacto normal se volviera tenso, nervioso. Por lo menos de su lado.
      Así que hablaría, desde luego. Porque es era su escape desazón hormigueante que le calaba el alma y hacía latir su corazón con locura.

—Puagh, ¡Maldición, Eds! ¡Tu mano está sudando tanto como tú gorda madre cuando me acuesto con ella!

—¡Pues entonces sueltala, asqueroso estúpido!

Pero Richie no lo hizo, y guardó silencio. Eddie lo agradeció muy en el fondo.

Esa vez regresaron a casa juntos, con las manos entrelazadas y sangrantes.
     Fue la primer vez que Tozier no diría ningún mal chiste para calmar sus nerviosismo, pero el rubor en sus mejillas enrojecidas y su sudor corporal lo delataban. Así como la sonrisa de tonto que poseía sus labios. Por un momento que sabía a eternidad, se daría cuenta entonces de que sentían el mismo cariño mutuo.
      Se miraron al rostro, con impaciencia. Probando de su amor, como lo que eran: un par de niños.  Sintiendo en su entrelazar de dedos la calidez de su persona, en lugar de la frialdad de indiferencia que Richie creyó que experimentaría.
       Pero, claro. No era lo suficientemente fuerte como para soportar ese momento de amor sin querer explotar, así que, cuando hubieron llegado a casa de los Kaspbrak, el silencio se rompió. Tal vez si no hubiese hecho, Eddie hubiese besado sus labios, impregnando su sabor en el otro por toda la eternidad.

Pero no fue así, porque habló antes.

—Bien, cabeza de moco. Sé que odias separarte de mi pero hemos llegado a tu casa y tu madre se pondrá furiosa si descubre que la estoy engañando con su encantador hijo.

Eddie lo golpeó en el pecho.

—Eres un imbecil, Tozier.

—Y aún así, estás perdidamente enamorado de mi.

Risas apagadas, un breve ademán de despedida y recordatorio para ir a los Barrens al día siguiente con el club de los perdedores. Eddie Kaspbrak se alejó de él, para entrar a su hogar, mientras él lo miraba desaparecer por el marco de la puerta.

Algún día, se dijo.

Algún día dejaría su miedo y le diría la verdad detrás de sus constantes burlas. Eso eso podía esperar, pensó. Porque tenían algo muy lindo y no deseaba arruinarlo.

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LizXinn. © 2019

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