Párpados cerrados.

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La primera vez que Richie se animó a besar a Eddie fue durante su visita al hospital.

Si, ahora lo recuerda. A Eddie se le había roto el brazo luego de su heróica entrada a la casa de Neibolt Street. Qué, si le preguntaras a él, te diría que nada tenía eso de heróico, sino más bien impulsivo y estúpido.
     Recuerda también la forma en la que discutió con Bill luego de que la señora Kaspbrak se llevara a su hijo en el auto no sin darles un buen sermón y jurarles que el pequeño Eddie no volvería a relacionarse con ellos. Claro que eso era algo que Richie no tenía ni la más mínima idea de cumplir, y estaba seguro —a pesar de que en esos momentos el grupo parecía desmoronarse— que ningún integrante del club de los perdedores se tomaría enserio esa declaración, la cuál no sería impedimento para volver a verlo.

Pero Richie fue el primero en desobedecerla, por supuesto.

No pasó ni un día antes de que su energética presencia se presentara en el hospital de Maine, en donde, no muy lejos de la habitación, aún se podía escuchar a la madre de Eddie discutir con un par de enfermeras acerca del mal cuidado que le brindaban a su pobre y desamparado hijo.
      Parece mentira que pasó veintisiete años sin recordar siquiera su nombre porque, ahora, la imagen de los ojos de Eddie mientras le miraba desde la cama parecen estar tan presentes en su mente como si se encontraste viviendo ese momento otra vez. Recuerda la sonrisa dubitativa y su mirada firme, como si ya se esperara que entraría por esa puerta justo entonces. Quizá no precisamente él, pero sí alguno de ellos, sin importar realmente si era Richie, Bill, Beverly o alguien de los demás. La cuestión es que parecía saber que uno de sus amigos entraría, como si la idea de no volver a verlos —como declaró la señora K el día ayer— le pareciera tan subrealista como a él.

—¡Pero que tenemos aquí! —exclamó Richie, a penas al entrar— ¡Este pobre chaval tiene el brazo fracturado! ¿Pero que ha pasado, señorrr? ¿Acaso se cayó de un árbol o decidió combatirrr a un payaso asesino? —lo que comenzó con su bienamada voz de caballero sureño pasó a convertirse a mitad del camino en la clásica de Pancho Villa, como si por un momento hubiese olvidado hasta de su hombre cuando Eddie, contra todo pronóstico, comenzó a reír.

—Esa es la voz más horrible que he oído, Richie.

Tozier se acercó, con la cautela de quien se aproxima a pedir disculpas. Pero pareció arrepentirse quedando a dos metros del camastro de su amigo, quién le miraba con algo que fue incapaz de descifrar, lo cual no hizo más que ponerlo nervioso. Para cuando Eddie ladeó su expresión dedicándole una sonrisa, el rizado se animó al fin a sentarse en la silla a un costado del chico de brazo enyesado.
      Veintisiete años más tarde, Richie pensaría que todo ello estaba predestinado: desde la distracción de la madre de Kaspbrak que jamás se enteró de que estuvo allí, hasta la serenidad que parecía tener su amigo. Algo bastante extraño en él, quién no podía pasar un minuto sin soltar su típica verborrea sobre medicamentos y, en ese caso, de la importancia del espacio personal: pues para aquel entonces el chico de lentes ya se encontraba a una escasa distancia de él.

Quizá eso lo controló todo. Quizá permitió que lo besara ese día para que, cuando le viera morir años después, su devastación fuese mayor.

—¡No puedo creerlo! —chilló luego de un rato de charla— ¿De verdad Bill te golpeó el rostro?

—¿Es que no me crees, Eds? ¡Y lo peor de todo es que tú gorda madre no estaba allí para besarme la herida!

Comunmente, Eddie le hubiese soltado un par de insultos, pero en esa ocasión tan solo se limitó a reír. Había cierto toque en sus facciones que expresaban algún tipo de alivio, pensó. O tal vez solo alucinó.
      Sea cual sea la verdad, el hecho de Eddie, quizá por cansancio, no hubiese hablado en esa ocasión, permitió que Richie se animara a soltar un reclamo audible mientras el otro aún reía.

Y después, besó su mejilla.

Una caricia torpe y temerosa al principio, como suave brisa de primavera o una tela de seda. Después, ese simple tacto pasó a formar chasquidos exagerados mientras Richie depositaba besos en toda la extensión de su rostro, tal y como una madre besaría a su hijo con todo su afecto maternal.
      Quizá Eddie Kaspbrak percibió el afecto de Richard Tozier de esa forma y por ello se dejó hacer, riendo por un rato. O tal vez, muy en el fondo, era algo que siempre quiso hacer con él por motivos muy diferentes.

—¿Ves? ¡No es tan difícil! La señora K solo tenía que hacer esto, ¡Alguien debería enseñarle modales! —si su voz sonaba más nerviosa y temerosa de lo usual, nadie se habría dado cuenta. Tuvo esa oportunidad, de besar su tersa mejilla, recibiendo su suave sonrisa risueña y se sintió perdido, hechizado.
      Pero al cabo de un momento, Eddie lo alejó, con esas suaves carcajadas todavía brotando de sus pequeños labios.

—¡Me has dejado tu saliva en todo mi rostro! ¡Eres un asqueroso, Richie! —no obstante, su sonrisa ensanchada delataba su falso enojo.

Y eso fue todo, nunca más volvieron a mencionar algo respecto a eso, así cómo tampoco se volvió a repetir. Era una simple broma, ¿No es así? ¿Tenía algo de importancia eso, acaso? Solo eran algunos besos en el rostro entre entre un par de infantes...

Pero, para Richie fue lo que faltaba para que se diera cuenta de que ese sentimiento de calidez que le abarcaba cuando estaba en su compañía era muy diferente al que experimentaba con el resto de sus amigos. Y, si nos vamos más lejos, era muy diferente a todo lo que experimentaría con sus amoríos futuros con mujeres en su adolescencia y adultez.
      Ese juego bastó para que se percatase de que amaba a Eddie, como jamás volvería a amar a nadie más. Y ese hecho no hizo más que asustarlo.
      ¿Estaba bien? ¿Estaba bien que siquiera volver a besarlo? ¿Estaba bien sentir que podría morir por Eddie Kaspbrak si fuese necesario?

¿Estaba bien amar a alguien más por sobre ti mismo? Peor aún, ¿y si ese alguien era otro hombre?

Dios mandó la destrucción de Sodoma y Gomorra puesto que estaba lleno de homosexuales. Eso había oído en la iglesia a la que su madre siempre le obligaba a asistir.
      El simple pensar que él era uno de ellos hizo que los ojos le dolieran, nunca antes había agradecido tanto llevar grandes gafas. No, imposible. Tal vez se estaba apresurando a sacar conclusiones. Si, seguro era eso. Iría a casa, dormiría una siesta y al despertar pensaría que las chicas eran lindas, si, con sus grandes ojos y mejillas redondas. ¡Beverly! Ella era muy bonita, casi tanto como...

...como Eddie.

Pero eso no pasó. Llegó el día siguiente, y el otro, y uno más. Y lo único que había conseguido era que la certeza de querer a Kaspbrak estuviera más presente. No lo quería como Stan quería a Mike o a Bill, sino como Ben y Bill querían a Beverly.
       Quería tomar su mano cuando estuviese asustado, quería verlo reír de sus malos chistes, quería estar para él cuando tuviese sus ataques de asma, quería besar sus mejillas sin buscar un pretexto para hacerlo.

Lo quería hacer todo, siempre que él estuviese a su lado.

Pero no, no podría.

Porque no era correcto.

Tal vez estaba enloqueciendo, pensó. Y se lo confió a Stanley, quien notaba su mirada triste, sin esa alegría que le caracterizaba. Tan solo mostrando pesadez, incertidumbre, miedo. Lo vió dejar correr sus lágrimas que se deslizaban por sus mejillas.

—Creo que me gusta Eddie —. Y rompió en llanto, la brutalidad que sintió cuando lo dijo, al fin, en voz alta lo hizo sentirse sucio, corrompido. Como quien va a la estación de policía para confesar un asesinato— Por Dios, Stan..., Yo, yo... me gusta Eddie. Lo siento tanto, perdón, perdón.

El chico tragó saliva. Sin saber que decir. Recordó cuando Bill le dijo, una semana atrás, lo mucho que gustaba de Bervely. Y era tan opuesto a lo que ahora presenciaba. Bill estaba avergonzado, Richie lloraba. Stan se burló de Bill, mientras que a Richie le miraba con lástima. ¿Por qué? Se preguntó. ¿Por qué era diferente? Ambos estaban enamorados y se lo confesaron a un amigo, ¿Entonces por qué era tan diferente?
      Uris siempre se había considerado el pilar adulto de su grupo de amigos, y eso nadie lo discutía. Si uno quería saber de construcciones le preguntaba a Ben, si querían orientación luego de perderse Eddie era el indicado, ¿Liderazgo? Bill Denbrough a su disposición. Pero, ¿Consejos? Para eso estaba Stanley Uris, el integrante que siempre estaba al margen, el que sabía lo que era correcto y cuando uno estaba actuando impulsivamente. Era la seriedad, la mente cuerda que impedía que el club de los perdedores se lanzara al abismo por un simple arrebato de locura.

Pero siempre hay una primera vez, pensó mientras batallaba por saber que hacer mientras Richie lloraba a su lado. Y ese día lo fue: el primer día en que dejó de sentirse como un adulto para darse cuenta de que realmente solo era un niño de trece años. Un niño que no entendía que estaba pasando, aún cuando en el fondo lo hacía.
      Richie era diferente a Bill porque Bill quería a una chica. Mientras que esté primero... quería a otro chico. Si, eso lo entendía. Cómo también el hecho de que la Biblia decía que estaba mal. Que en Derry ya habían asesinado a personas por serlo.

Pero, ¿Por qué? ¿Que había de diferente en el amor?

Stanley Uris, que moriría veintisiete años más tarde en una bañera con los antebrazos abiertos, por primera vez, no tuvo un consejo para dar.
      Parecía querer ver el mundo en su desnudez, sin las reglas de la sociedad. Quería saber que pasaba, en que parte la realidad se perdía, quería abrir lo ojos y comprender porque eso estaba mal. No quería saber porque la iglesia lo consideraba malo, tampoco porqué las personas asesinaban. Quería percibir una luz, quería entender el amor.

Y lo hizo. Porque, cuando abrazó a Richie, él creyó sentir todo el cariño que le transmitía, sintiéndose unidos entre sollozos, entendiendo sus heridas, el dolor; escuchando lamentos y consolando sufrimientos.
     Cuando un hombre se percata de lo grande que es el mundo, todo comienza a transformarse. Y nada más importa. Percibe su propia existencia como algo subjetivo, es difícil no ver el amor. Pero también era difícil verlo, concluyó. Observó a su amigo, pero no era ese cuerpo delgaducho de grandes gafas y playeras hawaianas. No, ese no era Richie. Podría ser su cuerpo, pero él era más que eso, su verdadera existencia era solo una esencia; un alma. Vio sus ojos llorar por amar a Eddie y supo que no podría haber nada de malo en eso, dijeran lo que dijeran.

—Te amo —diría Stanley, comprendiendo el amor, pero sin saber explicarlo. Lo amaba, porque sabía que el amor no era solo romántico, lo amaba como podría amar a su padre, o como amaba observar pájaros en el parque—. Los amo tanto a todos. ¿Entiendes? Los amo, porque juntos somos acendrados, Richie. Y no hay de malo en el amor, ¿No lo crees?

Recuerda que jamás respondió, pero eso se le grabaría en la mente todo la vida. Incluso cuando se vió en la involuntariedad de olvidarlos a todos recordaría sus palabras. ¿Quién las dijo? No lo sabría, pero estaban allí. Presentes.
       Para cuando se enteró de su suicidio, casi treinta años más tarde, supo que algo muy malo debía estar sucediendo si Stan el pilar razonable, había decidido retirarse del juego. No era de extrañar que los demás pensaran igual, mandando al demonio a Mike Hanlon por haberlos hecho volver a esa pesadilla.
       ¿Qué habría pasado si hubiese dejado la ciudad tal como pretendía? No lo sabría, pero era muy probable que, aunque el recuerdo de Uris no le hubiese talado la conciencia, él no podría podido marcharse de cualquier modo. Porque eso los quería allí.

—Me acosté con tu madre —le diría Eddie Kaspbrak en su lecho de muerte. Le hubiese gustado decir otra cosa, algo que lo consolara o tal vez una revelación importante. Pero no, de todo lo que pudo haber salido de sus labios dijo eso. ¿Por qué? Oh, la respuesta hasta Richie la comprendería. Porque ellos eran eso, eso era su relación: Un constante parloteo y bromas de mal gusto, si había algo más en ello no importaba realmente. Porque esa era la versión real de ellos: estaban siendo ellos mismos mientras bromeaban el uno con el otro.
      Richie se enamoró del reclamo andante que solía ser Eddie y de todas sus otras facetas. Pero la que más resaltaba era esa, el ceño fruncido de su rostro y los golpes que pretendían ser rudos. Y Eddie, oh, Eddie...

Eddie se estaba muriendo.

Beverly lo sabía, Mike lo sabía, Bill y Ben también lo tenían claro.
Kaspbrak estaba esfumandose, su vida comenzaba a menguar cada vez más. Todo se tornaba más translúcido y vacilante, las figuras de quienes eran sus amigos ahora más bien parecían ser sombras vacilantes.
       Eddie lo sabía también. Pero Richie, Richie se negaba a saberlo.

—Vas a estar bien, por Dios. Eds, vas a estar bien, ¿de acuerdo? —lo decía como si el se que estaba volviendo loco no fuera él.

Pero en la  mirada de Eddie, que comenzaba a perder la firmeza, había una verdad diferente. Muestra pesadez, una incertidumbre que lo adormece y que, ese día, lo pierde.
       Se perdió. Porque todo se alejaba junto con su sangre, todo el miedo que pudo sentir antes, o inclusive el dolor. Todo se perdía para que pudiera sentirse lúcido, vacío, para que la luz, oh, la luz, pudiera penetrarlo y llevarselo de ahí. La luz tan perfecta que parecía llamarlo desde el horizonte.

Todo se perdía, excepto el amor.

Levantó con lentitud su mano para acariciarle la mejilla, él sonreía mientras Richie lloraba, porque sentía que su mundo se desmoronaba. Poco sabía de los gritos del resto para que volviesen a combatir a eso, solo sabía que Eddie estaba allí, herido, como hace veintisiete años en el hospital, salvó que está vez no alcanzaría a llegar ahí.
         Lo acerco a él, y lo besó, con sus frios labios llenos de sangre y temblor.  Probó de su dolor, que pronto pasó de lo amargo a lo dulce, por era Eddie, al cabo. Aún en su lecho de muerte, Eddie Kaspbrak tendría la esencia de lágrimas y amor. Amor hacía Richie, amor incondicional. Tozier sintió que una parte de él moría junto con Eddie cuando se alejó de él, y, en sus orbes, leería su orden de dejarlo a un lado para ayudar al resto a matar al culpable de todo.
       En ese último momento, antes de marcharse —la última vez que lo vería con vida—, se sintieron unidos entre profundos sollozos, sabiendo que compartían una misma existencia, el mismo afecto.

Más tarde lo tomaría entre sus brazos, abrazando su cuerpo sin vida muy fuerte, casi desesperadamente.

Y, mientras lavara sus gafas en la cantera antes de llorar y sintiendo los brazos de los cuatro perdedores que quedaban, comprendería que ese primer beso no lo olvidaría jamás, porque también sería el último.
       Supo con certeza que a donde fuera, lo llevaría en la mente, como un espectro fantasmal. Hallaría su mirada en cada rayo de sol y entre la luz de la luna al anochecer.

Lo sentiría, hasta enloquecer.

Porque, el día en que no lo hiciera, sería porque cerró los ojos eternamente.

Para encontrarse con él, en otra vida. Y  solo así podría dejar de llorar, ya para siempre.

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LizXinn. © 2019

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