Rompecabezas.

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—¿Podrían tener más cuidado con esas cajas? ¡Gracias!

Dio un sorbo al contenido de su inhalador para el asma, con notable enfado e inconformidad.
      A sus treintaicinco años Eddie Kaspbrak era un hombre bajito de cara tímida y aconejada, pero poseía un carácter envidiable y una paciencia tan pequeña que no podía empeorar. O eso creía, porque ahora, mientras un montón de desconocidos transportaban sus cosas a lo que sería su nueva vivienda —casa porque, en el fondo, algo le decía que jamás sería un hogar—, Myra estaba segura de que el hombre estaba a nada de sufrir un colapso nervioso.

—Eddie, cariño, por Dios. ¿Podrías calmarte? No es bueno para tu asma estresarte tanto.

—Lo siento, Marty —. La mujer rió, como cada vez que la llamaba de ese modo—. Es solo que..., odio las mudanzas.

Myra Kaspbrak cerró la puerta cuando el último trabajador salió por ella cargando un par de cajas, a sabiendas de que sería el que terminara —por hoy— el transporte a la gran casa que habían adquirido en Long Island. Luego, guió a su esposo al único sofá que les quedaba en esa residencia de Queens, para invitarlo a relajarse un poco.
      Por aquella época, Myra estaba lejos de parecerse a la mujer en la que se convertiría cinco años después. Pero, aún así, media seis o siete centímetros más que su esposo y era bastante corpulenta. Eddie no necesitaba acudir a un psiquiatra para saber que, de cierta forma, había cometido incesto psicológico al contraer matrimonio con la mujer que ahora le cuidaba con la misma obsesión con la que su madre lo hacía antes de morir de un ataque al corazón a sus sesenta y cuatro años de edad. ¿Por qué se había casado con ella, entonces? Tal vez porque las viejas costumbres siempre prevalecen. Quizá por eso era también que seguía aferrándose a su inhalador con tanto ímpetu a pesar de que, al cabo, no era más que agua de grifo.
 
Pero Eddie rechazó su invitación y, en su lugar, inhaló un buen sorbo de su inhalador antes de seguir guardando viejos libros en cajas nuevas. Porque, por lo visto, las anteriores —en donde habían permanecido resguardadas en el sótano desde hacía ya varios años— se encontraban en un estado lamentable.
      Myra suspiró, y se dispuso a ayudarlo. Por un momento, Eddie pensó que quizá, después de todo, ella no era tan semejante a su difunta madre. No: porque si Sonia Kaspbrak hubiese estado allí, le obligaría a tomar una siesta mientras argumentaba que su cuerpo era frágil.
      «Tu no eres como los otros niños, Eddie» pareció decirle la voz de su madre, que, a pesar de haber muerto tiempo atrás, seguía hablándole con frecuencia como si fuese un fantasma. «Tienes un organismo muy débil, debes de ser cuidadoso».

Pero Myra no era su madre. Porque ella, su esposa, se dispuso a ayudarlo, sin decir nada más para intentar convencerlo de descansar un poco.

—Si me hubieras dicho que odiabas tanto las mudanzas, habría insistido en que esta casa es suficiente para nosotros —dijo, después de un rato—. Es nuestro hogar, después de todo.

Hogar.

No.

No era su hogar.

Él no respondió y se dedicó a seguir empacando sus arcaicas pertenencias con el entrecejo fruncido, gesto que siempre adoptaba cuando estaba absorto en una tarea.
        Concentrado. O por lo menos hasta que Myra dio con unos viejos álbumes de fotos, encantada cuando vió una fotografía de un Eddie recién nacido en brazos de su joven madre, cambiando la página otra vez, aparecía su esposo con un traje de marinero en lo que figuraba ser su primer cumpleaños. Una más, y otra, y otra.

—¿Cómo es que jamás había visto esto? —exclamó la mujer, con un tono embelesante en la voz—. Estoy casada contigo y hasta ahora caigo en cuenta de que no sé nada de tu niñez.

—Sabes que no me gusta hablar de eso, Myra—. Eddie habló, con un tono de inquietud e intranquilidad. Por algún motivo su cuerpo había reaccionado alerta ante la palabra niñez.

—Lo sé. Pero jamás supe porqué, ¿Tienes malos recuerdos?

¿Malos recuerdos? Kaspbrak repasó esa pregunta en su mente un par de veces. Tal vez sería más sencillo si pudiera decir que sí, pero eso sería equivalente a mentir. Eddie no tenía malas recuerdos, pero tampoco buenos porque, simplemente, no recordaba nada de su infancia. Tal vez algunas cosas, pero, más que recuerdos, parecían simple datos que su mente repetía como una grabadora. Algo que no traía nada a su sentir. Y lo peor de todo, es que no le parecía raro, como si poseer amnesia tan intensa que ni siquiera te percataras de ella fuera la cosa más normal del mundo.
       Así que no respondió. Pero detuvo sus acciones para escuchar el sonido de las hojas siendo cambiadas una a una por los regordetes dedos de Myra Kaspbrak, y oyendo, como un susurro, su voz opacada —por los intensos latidos de su propio corazón— mencionando las fechas que venían abjuntas a las fotos del álbum: Enero de 1980, septiembre de 1985, invierno de 1987...

Verano de 1989.

Eddie reaccionó como reaccionaría un ladrón al ver a los dueños de la casa que asaltaba entrar por la puerta. Miró sus propias manos temblar de un extraño miedo, incomprensible, irracional. Sus grandes manos de adulto, las cuales, dentro de cinco años, en 2016, recuperarían una antigua cicatriz hechas justamente en esa fecha: 1989.
       Cuando ella habló, con su fuerte voz haciendo eco en el salón casi vacío, Eddie se sobresaltó muy desagradablemente. Casi figuraba ser un gran susto.

—Parece que la humedad ha estropeado estos álbumes, Eddie —informó, ajena al pánico que parecía tener preso a su esposo—. Estas fotos están totalmente irreconocibles.

Él volteó a ver, con lentitud, como si creyera que un monstruo saltaría a su rostro en cuanto lo hiciera. «Es una tontería, Edward —se regañó—. Los monstruos no existen» pero, por alguna razón, había cierta duda en esa afirmación.
      Se asomó al álbum, notando a lo que se refería Myra. Las fotografías figuraba haber sufrido una inundación que les arrebató su consistencia. Pero, de manera extraña, las partes en las que se encontraba su rostro, sonriendo con joven ilusión, estaban intactas.

¿Qué era?

¿Por qué se sentía así?

Había algo que estaba dejando pasar, pero ¿Qué?

—Tal vez..., es obra de la tortuga —dijo, antes de darse cuenta de que lo hacía. Con ojos vacíos y expresión cavilosa. Cómo si su voz sonara ajena a él, casi dicha por otra persona.

—¿Qué?

Eddie dio un respingo cuando pareció volver en sí, y Myra percibió una palidez fuera de lo usual. Pero parecía volver a la normalidad junto con una extraña confusión en su rostro. Cómo si la voz tan clara que había salido de sus labios lo sorprendiera y aterrara al mismo tiempo.

—Eddie, ¿De que demonios hablas?

—No importa. Lo he olvidado —sus ojos parecieron recobrar vida, pero ella, como él, continuaba asustada—. ¿Qué me decías, Marty? —él creyó que la oiría reír, como siempre. Pero esa vez no lo hizo.

—Qué el agua ha arruinado mucho de este álbum...

—Oh, no me extraña. En el sótano siempre hay humedad.

«En Derry llovía mucho. A veces los sótanos se inundaban. A veces hasta las cloacas se inundaban. Lo sé porque estuve ahí, estuve ahí porque... ¿Por qué?»
       Cuando su esposa cambió una vez más la página, con inseguridad en la mirada, Eddie clavó la suya en la fotografía siguiente, también parcialmente estropeada excluyendo la parte en la que estaba él, que era prácticamente la mitad.
        No se distinguía nada del otro pedazo, pero, por la posición de su propio brazo, impulsado a ese extremo, uno podía deducir que tomaba la mano de otra persona.
      Fue cuando cayó en la cuenta de que álbum era ese: en un principio, Eddie comenzó a robar fotografías del álbum de su madre. Fotos que él consideraba vergonzosas, porque sabía que, siempre que llegaban visitas, Sonia Kaspbrak sacaba a relucir un gran álbum de cubierta roja con todo el orgullo del mundo, como si presumiera un trofeo en lugar de ese viejo libro de capturas de baja calidad.

Así que, cuando tuvo la edad suficiente para desarrollar la vergüenza, las hurtaba con el fin de que nadie más viera.

Al comienzo planeaba quemarlas, pero cuando tuvo la caja de fósforos en sus manos le consumió el remordimiento. Si se iba a portar mal, por lo menos no lo haría tanto. ¿Qué diría su padre si lo viese haciendo eso?
      Asi que simplemente las ocultó debajo de su cama. Eso sí lo recordaba, quizá porque en nada se relacionaba con los acontecimientos de ese verano en que..., ¿En el que qué? ¿Qué había pasado en esa época de 1989?

Pero Kaspbrak ya no tenía memorias más allá de eso, y no las tendría por otros cinco años hasta que recibiera una llamada desde Derry que haría que su auto chocara contra otro.
       No obstante, lo recordase o no, sabía, muy en el fondo, que al cabo de un tiempo, otra clase de fotos se unirían a ese lugar de fotografías robadas.

Fotos del club de los perdedores.

Luego de que Mike Hanlon encontrara una cámara instantánea en casa —sus padres jamás se darían cuenta de su desaparición, diría cuando Ben Hanscom le cuestionara en si no tendría problemas con donarla a la casa subterránea— él y sus seis amigos comenzarían a fotografiar mucho de los momentos en los que se reunían. Ya sea en los Barrens, donde pasaban gran parte del tiempo, como dentro de la cuidad. Las fotos conseguidas se guardaban en una caja de zapatos dentro del club, desde luego.

Y, la foto que miraba ahora, que incluso se atrevió a arrebatar el álbum de las manos de su esposa para ver mejor, se trataba de él y Richie bocazas Tozier. En lo que sería su primer día como pareja.

Pareja. ¿Estaba bien decir que lo habían sido? Tenían trece años y estaba experimentando, por primera vez, la atracción romántica hacía alguien más. Atracción que había sido difícil de aceptar, por cierto. Al ser ambos dos chicos y, peor aún, vivir en Derry.
       Recordaría, años después, que Richard había besado sus labios un día cuando el resto de los perdedores todavía no llegaba a la casita subterránea. Pero, cuando Eddie le miró, luego de separarse y con temor a ser rechazado con repulsión, en sus ojos, a pesar de la sorpresa, no existía ni un solo rasto de algo negativo. Y, en su lugar, había ilusión, comprensión. Amor.
       Así que volvería a besarlo, como lo harían un par de primerizos como ellos. Tan solo un roce, con escaso movimiento. Tozier tomaría las mejillas enrojecidas de Eddie y este, a su vez, empuñaría sus manos sobre su playera.

Hasta que Stan Uris ingresara con un salto al lugar.

Eddie se sobresaltaría tanto que buscó a tientas su inhalador, mientras Richie se apartó como si hubiese recibido una patada. Estaba listo para ver sorpresa en su expresión. Pero, si es que lo había, poco se notaba. Porque, en su lugar, solo había diversión y una especie de vergüenza.
         Más tarde ese día, todos los integrantes del grupo estarían al tanto de lo sucedido ahí abajo durante sus ausencias. Pero, contrario a lo que podrían esperar, ellos se lo tomaron con absoluta normalidad. Cómo si, en el fondo, lo supieran. Aún cuando en realidad no lo hacían.

Sería el mismo Stan quien tomaría esa foto cuando Richie se atrevió a —al fin— unir sus manos y entrelazar sus dedos, siendo recibido con natural afecto y recompensado con una brillante y tímida sonrisa.

—Eddie, ¿Ocurre algo?

Mrya Kaspbrak vería a su esposo sonreír con melancolía cuando la yema de su dedos acariciara la parte estropeada de esa foto. Cómo si, inconsciente, recordara lo sucedido aquel día. Comenzaría a notar que su mente, poco a poco, formaba una imagen transitoria y cargada de epifanía. Sin embargo, justo cuando esos detalles perdidos, pero cargados de un aparentemente olvidado cariño, parecieran volver para hacerle recordar los tiempos que compartieron en su pasado, Myra, su presente, los haría olvidarlos de nuevo.

—¿Quién estaba en esa fotografía? —preguntaría con afecto, aliviada de que esa expresión fantasmal de antes se hubiese esfumado por completo de su cónyuge.

—No lo sé —. Respondería con total honestidad—. Supongo que no lo recuerdo. Pero estoy seguro de que alguien muy importante—. Entrecerraría los ojos, intentando que el rompecabezas inconcluso que era las memorias de su infancia volvieran. Qué se armara de nuevo, pero habían partes complejas, partes difíciles de comprender que lo impedían. A pesar de eso, estaba seguro de que sentir tantas cosas a flor de piel debía significar algo. Porque parecía tener sentimientos desconocidos desbordando de su ser—. Si, sin duda. Alguien muy importante.

Ella observaría la expresión del Eddie de trece años capturado en ese pequeño cuadro. Una expresión enamorada, demostrando un cariño incondicional que culminaba en el rostro más bello que jamás hubiese visto.
        Luego, lo observó a él, con sus treinta y cinco años. Pareciendo ser un reflejo de su pasado. El mismo afecto hacía esa persona, pero con facciones más cansadas y algunas arrugas que antes no estaban allí. Pero era lo mismo, el mismo amor hacía ese que Eddie decía no recordar, y ella lo creía. Porque él jamás mentía, y en sus ojos había verdad.
         En un momento de sorpresiva revelación, Myra Kaspbrak supo que podrían estar casados. Pero que eso no significaba que tenía su amor. Observó la sonrisa de su esposo y ella también sonrió pero una lágrima rodó por su mejilla, cargada de mucha ternura.

«Esta bien Myra. Está bien. Eddie está enamorado. Puedes vivir con eso.»

—Subiré a empacar arriba. Llámame si necesitas algo —diría mientras observaba como Kaspbrak cambiaba de página con el mismo gesto de estar absorto. Con algo inconmensurable en su iris, pero tan inefable también.

—De acuerdo. Subiré pronto a ayudarte —. Él elevaría la mirada para mirarla y sonreírle. Ella correspondería la sonrisa con etérea fascinación. Si, estaría bien con eso, pensó. Porque ella se había casado para amarlo, y no para ser amada. Después, iría escaleras arriba y desaparecía de su vista mientras Eddie volvía a contemplar el viejo álbum.

En su infancia, había juntado cuatro mesadas para comprarlo, recordaría. Entró en la tienda y pidió en más bonito que encontró. Poco quedaba de eso, puesto que veintidós años transcurrieron desde entonces. De hecho, le sorprendía que hubiese durado tanto.

No lo sabía. Pero lo había hecho cuando Richie se fue de Derry.

Bill había sido el primero, luego Ben, ¿O fue Stanley? No lo recordaría jamás con precisión. Pero si sabría que Richie se había marchado una semana antes de que él lo hiciera. Al final, son los adultos quienes deciden el destino de los niños, y para los padres de todos los perdedores —exceptuando a Michael Hanlon, quien no se iría de ahí sino hasta sus cuarenta años— había sido prudente alejarlos de ahí, sea cual hubiera sido el motivo.
       Así que, quitando a Mike, él había sido el último. También el último en pisar la casita subterránea y llevarse consigo la famosa caja de zapatos con las fotos instantáneas tomadas en ese año. Cinco años después recordaría que, cuando Bill dejó Derry, todos los perdedores estaban allí para despedirlo, no obstante, cuando fue su turno, solo quedaba Hanlon en Maine.

—No llores, mi hermosísima Molly Ringwald —dijo una vez Richie mientras el auto en el que se alejaba William Denbrough desaparecía a la lejanía—. ¿Por qué te preocupas? Él seguirá en contacto, al cabo, no podría vivir sin nosotros— Eddie recordaría que en ese momento intensificó el agarre de sus palma contra la suya, como si fuese un acto inconsciente de temor. Pues, en el fondo, Tozier no se creería sus propias palabras. Pero también vería que Beverly sonreíra por su comentario. Quizá no se percató, pero fue una de las últimas veces que vió al club de los perdedores de esa misma forma: porque ya comenzaba a desmoronarse. A partir de ese momento, cuando el Gran Bill se marchaba, ellos se perdieron. Y no volverían a encontrarse sino hasta veintisiete años después.

Al final, cuando Eddie se fue de Derry, Mike lo abrazó y se sintió morir. Recuerda que le confesó —mientras se despedían detrás de su casa, porque su madre se pondría furiosa si lo viera relacionarse con alguien de piel negra— que se había llevado las fotos, pero, que si quería, se las podría dar.
       El chico más alto negó, y afirmó que sería mejor que él las tuviera. Porque, de alguna forma, sabía que Hanlon sería el único que no necesitaría fotografías para recordar.

Después de eso, sobrevino el olvido.

De Derry, de ese verano y la gran hazaña que hicieron, del club de los perdedores. Incluso de Richie, a quién amó con todo lo que podía.

Ahora, mientras su esposa se alejaba, no se atrevería a confesar que sintió alivio al verla irse. Pero cerró el álbum de fotos estropeada y, aunque quiso colocarla en la bolsa de desechos, terminó empacandolo también.

Tal vez no lo recordara. Pero sabía que era importa.
      Tal no supiera quién era. Pero sospechaba que lo amaba.

Cinco años después, finalmente confirmaría esa sospecha. Descubriría que, a pesar de todo, Richie jamás fue pasado y —aunque no lo supiera— perteneció a su presente aún cuando juraba amor a Myra en el altar.
      Y, cuando lo vió sonreír tras volver a encontrarse, tuvo la certeza mutua de que ese hombre, Richard Tozier, a partir de ese momento, también sería parte de su futuro.

Y ese día, finalmente, el rompecabezas de su vida se completaría.

Hasta la eternidad.

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LizXinn. © 2019

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