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—Esto es un mala idea, chicos. ¿Saben que sí algo sale mal podría derrumbarse? No creo que me estusiasme mucho la idea de ser enterrado vivo...

Y ahí estaba Eddie Kaspbrak. Veintisiete años más tarde, Richie creería escuchar su incesante verborrea con tanta claridad como si estuviese a un costado suyo, hablando como aquel día sobre sus múltiples inseguridades acerca de la casita subterránea que Ben Hanscom había sugerido.
      Resultaba inquietante, hasta cierto punto, si considerábamos que un par de días atrás no recordaba nada de su pasada infancia en ese lugar de perdición. Pero ahí estaba, y aseguraba ver con claridad la expresión significativa que Bill le lanzaba mientras Ben intentaba explicar el porque eso no pasaría. Y aún así, Eddie continuaba diciendo que era algo muy arriesgado.

—¡Por el amor de Dios, Eds! —se oyó decir a sí mismo con un tercer oído; el de la memoria—. Deja tu paranoia, ¡Nuestra querida Parva es un excelente arquitecto! Pongamos nuestras vidas a su disposición, y si morimos, podremos reclamarle después —. El jadeo angustiante que Eddie dejó escapar por el simple hecho de oír la palabra muerte le hizo reír, lanzándose rumbo a Kaspbrak para apretarle las mejillas como solía hacer mucho más frecuentemente en las últimas semanas.

Claro que no fue necesario reclamar nada, pues al final resultó tan perfecto como se planeaba. Era apenas un agujero de metro y medio de profundidad que, para principios de julio, ya servía como club secreto para los siete integrantes de los Perdedores.
     Número que se reduciría años después, desde luego, porque para cuando Mike Hanlon decidió llamarlos a todos para un recuentro, Stan Uris yacía con los antebrazos abiertos en una habitación de su gran casa.

Muchas de las cosas que habían hurtado de sus respectivos hogares de niñez aún estaban allí, sorprendentemente. Cómo la pequeña radio de Richie, derrumbada en algún rincón llena de polvo con las pilas gastadas. Beverly aún recordaba la música que solía emitir ese aparato desde que ponían un pie dentro del lugar y solo deteniéndose cuando el último de ellos decidía marcharse, con frecuencia solía ser Ben. Nombres como Tommy Sands y Pat Boone, porque eran los únicos cuya señal podía captar ese viejo y gastado radio desde allí abajo.
       O los cómics que Eddie donó con más lástima que deseo de cooperar. De ellos ya solo quedaba retazos húmedos y podridos que con dificultad podría saberse que solían ser antes de hoy.

Y, por supuesto, la arcaica hamaca que Mike encontró abandonada entre las cosas que su padre tenía en el granero.

Resultaba gracioso, de hecho. La casa club apenas y tenía espacio suficiente para ellos y un par de pertenencias, por lo que todos tenían que sentarse en el suelo apenas cubierto por algunas tablas.
     A excepción de aquel que llegase primero, por supuesto. Ese tendría el privilegio de adueñarse de la hamaca durante el tiempo que deseara.
      Bueno, eso opinaban todos, excepto Eddie Kaspbrak. Si era verdad el hecho de que habían acordado repartirse el tiempo para estar allí, nadie lo recordaba, exceptuandolo a él, desde luego. Seguramente, si Stanley Uris hubiese estado con ellos veintisiete años después, sería el que más tendría presente en la memoria los incesantes reclamos del más pequeño del grupo respecto al uso de la hamaca, quién, además, parecía ser el único molesto con el hecho de que Richie la hubiera monopolizado casi por completo.

No era nada especial, en realidad. Eran niños, después de todo. ¿Comodidad? Por favor, si ellos no podrían decir si había diferencia alguna entre dormir en el suelo o en una cama de plumas —cosa que en su adultez dejaría de ser de ese modo, y Bill sería el primero en sufrir dolores de espalda insoportables con solo haber tenido una mala posición de sueño—.
      Mike no tenía ningún inconveniente en sentarse en el suelo, Stan tampoco siempre y cuando pusiera una manta sobre él, por supuesto. Beverly, Ben y Bill mucho menos. Así que el uso de la hamaca se reducía a ellos: Richie y Eddie. Eso era algo que todos tenían muy claro, que ese objeto les pertenecía a ellos: podrían pelearla tanto como quisieran, pero al cabo sabían que terminarían compartiendola. Lo sabían como quien sabe que si dejara de respirar, moriría.

La primera vez que la usaron juntos Stan estuvo a nada de sacar su lado maternal para ir a propinarle un buen golpe a ambos. Discutieron como acostumbraban, siendo aún más insoportables considerando que el espacio estaba reducido y todos comenzaban a sentirse sofocados.
       Uris sabía que había algo más a raíz de aquella actitud. Si, era verdad que Tozier era un caso total, pero, por alguna razón, la tomaba especialmente con Eddie. Consideraba que la única razón por la que Richie intentaba a toda costa ser el primero en llegar para tomar su sitio era porque sabía que él estaría allí para reclamale y terminar colándose en el sitio. Por una parte era tan evidente que a veces se preguntaba cómo era que nadie más se percataba del enamoramiento que Richie parecía tener. Es decir, cualquiera podría saber lo mucho que Bill y Ben gustaban de la única chica del grupo, pero, el bocazas, siendo igual o más evidente que ellos..., ¿Por qué nadie más lo sabía?

La cosa fue que, al cabo —y para alivio suyo—, ambos aprendieron a compartir. Y rápido se volvió un hábito tan común que, incluso cuando Eddie llegaba antes, procuraba dejar un espacio para que Richie, en cuanto llegara, se colocara al lado suyo.

El lugar de Richie siempre sería al lado de Eddie.

E, inconscientemente, todos lo sabían.

Todos tenían presentes con tanta naturalidad que, allá donde fueran, debían reservar un espacio para ellos, juntos. Siempre juntos.

En el club, una cabeza a cada extremo de la hamaca era lo habitual, pero a veces, muchos los habían visto dormir allí con los rostros juntos y casi totalmente abrazos. Extrañamente a nadie le pareció anormal ni algo para que sospechar que había algo allí más que amistad. Porque, ¡Eran Richie y Eddie! Ellos eran así. Un par de amigos bastante peculiares, que probablemente justo por ello a Tozier le costó tanto percatarse de lo que Stan ya sabía:
     Qué amaba a Eddie..., Joder, ¡Claro que lo hacía! Y fue un día de esos, en que compartían la hamaca, que lo notó.

Solían dormir allí de vez en cuando, y, cuando eso pasaba, al resto de los perdedores le resultaba natural salir para dejarlos en paz. Era como algo predestinado, algo que debía ser así y que nada tenían porqué cuestionar. Simplemente era así, y eso bastaba para ellos.
      Ese día, décadas después, luego de abandonar el escenario tras olvidar todo el programa como consecuencia directa de la llamada que Mike Hanlon realizó desde Derry, lo recordaría. Recordaría la ocasión en la que la venda pareció caer de sus ojos permitiéndole ver lo evidente. Recordaría ese amor que sintió en su infancia, y no solo lo recordaría, sino que también lo sentiría como fuego quemante dentro de su pecho.
       El Eddie de trece años de su memoria suspiraba mientras abría sus ojos, mirando los suyos a través de las grandes gafas que usaba. Sus ojos, siempre tan expresivos, parecían desnudarle el alma, observando a través de si mismo. Sintió que lo quería, sintió lo mucho que lo amaba.

Sintió que el único propósito de su vida era amarlo a él.

Y percibió que solo le quedaba acercar sus labios a los suyos, sellando ese amor con un beso. Pero, por supuesto, no lo hizo. Y en su lugar, le apretó las mejillas y le llamó ogro dormilón.
  
Y, mientras le oía refunfuñar y procurar librarse de él sin caerse de la hamaca, supo con certeza que jamás olvidaría ese sentimiento tan potente.
       «Pero lo hiciste» se recriminaría más tarde mientras tomaba un vuelo totalmente improvisado rumbo a Derry, Maine. Sin saber realmente lo que le esperaba en ese lugar.

—¿Cómo es que cabemos aquí todavía? —preguntaría entre carcajadas serenas un Eddie Kaspbrak de cuarenta años cuando bajaron por primera vez en casi treinta años a ese sitio ahora repleto de telarañas y polvo cuando, en el pasado, Stanley se encargaría de mantener impecable todos los días.
     Claro, ahora la casita club les quedaba pequeña, y eso que ahora eran seis en lugar de siete... ese pensamiento hizo temblar a Eddie, a sabiendas que, una vez se enfrentaran a Eso, ese número podría bajar todavía más.
       Percibiendo esa intranquilidad, el adulto de gafas intentaría calmarlo invitándolo con un gesto de mano a sentarse a un costado suyo, cabe mencionar, sobre esa obsoleta hamaca mientras Bill se preguntaba cómo era posible que ese sitio hecho jirones fuese capaz de soportar el peso de Richard Tozier sin ceder ante él.

—Venga, Eds —. «Sientate a mi lado, Eddie»—. ¿Qué no piensas reclamar tu sitio?—. «Quiero estar cerca de ti; déjame sentirte junto a mi otra vez»—.
Esta parte sigue siendo propiedad tuya —.  «Déjame amarte una vez más, aunque en realidad jamás dejé de hacerlo.»

—¿Estás loco, acaso? ¡Esa cosa se romperá en cualquier momento!

—¿Y acaso importa? No es como si la altura que la separa del suelo fuese mucha.

De alguna manera, lo consiguió. Eddie dejó de pensar en lo que les depararía si decidían entrar una vez más a Neibolt Street y, cuando Richie tiró de su mano para acercarlo, Kaspbrak se dejó hacer, encantado —aunque eso era algo que jamás admitiría en voz alta—.
       Terminaron juntos una vez más sobre ese sitio, mientras los perdedores que aún quedaban les miraban con una pizca de diversión y genuino asombro. Cómo si aquello que solo Uris notó en su momento ahora se les revelara de forma abrupta. Pero nadie dijo nada, y continuaron hablando entre ellos, fingiendo no prestarles atención, mientras ellos se perdían solo para volver a encontrarse.

Su respiración lenta sobre su rostro, verle directo a los ojos. Frente a frente, como un espejo.

Encantados, riendo y jugueteando como los dos viejos amigo de infancia que eran.

Solos, en una habitación llena de personas.

Y, por un momento que después cuestionarían, se sintieron correspondidos. No habían secretos, no podían ocultarse nada. Eran transparentes, tal agua de manantial.
      Solo un momento. Hasta que, al fin, la hamaca cedió y ambos terminaron de bruces contra el suelo febril. Solo un momento, que creerían producto de su imaginación cuando volvieron a reír y darse golpes amistosos mientras se culpaban mutuamente sobre la caída.

Un momento que no se repetiría sino hasta que Eddie se encontrase con el pecho perforado y la mirada agonizante bajo Neibolt Street.

Richie tendría pesadillas con esa imagen por un par de semanas. Oyendo la voz entrecortada y el dolor que parecían derramar a pesar de intentar estar siendo valiente. No, no lo intentaba, lo estaba haciendo.
       Eddie los vió llorar, aunque sus cuerpos eran solo figuras distorsionadas siendo opacados por la incesante y luminosa luz que parecía llegar del horizonte.

—Eddie, por favor...

Se esfumaba. Se esfumaba.

Sabía que se estaba muriendo.

—Resiste un poco, ¿De acuerdo? Te..., te sacaremos de aquí—. Tanto dolor, tanta soledad—. Todo estará bien, ¿Entiendes? Todo... todo estará...

Sabía que hasta allí llegaría todo, pensó en Myra y en lo desconsolada que estaría cuando nunca recibiera noticias de él.
     Pero, pensó más en Richie, quién estaba hincado frente a él mirándolo con dolorosa desesperación. Pensó que lo último que le diría era esa estúpida broma, porque, aunque intentaba hablar para decir otra cosa, para consolarlo y hacerle entender que todo estaría bien, que no se preocupara, su voz no se dignó a salir.

Y mientras lo intentaba, cerró los ojos.

Y Richie creyó que el que acababa de morir, era él.

(...)

A Mike Hanlon le hubiese gustado hacer maletas y salir huyendo de Derry apenas salieron de esa horrenda casa antes de que cayera a pedazos. Pero no lo haría sino hasta un mes después junto con Beverly —aún— Rogan, Ben Hanscom y el resto del club de los perdedores. De hecho, también junto a Audra Denbrough, quien había llegado dos semanas atrás para estar junto a su esposo.
        Pero antes de hacerlo, pasaría la noche en mantas tendidas sobre tablas de madera a dos metros bajo tierra en compañía de todos ellos —excluyendo a la esposa del Gran Bill, por supuesto—. Decisión de la que se arrepentirían al amanecer siguiente, cuando apenas pudieran caminar de forma recta sin dejar escapar un chirrido de dolor. ¡Quién lo diría! Habían asesinado a un demonio pero no podían con una noche fuera de casa.

Richie Tozier despertaría a mitad de la madrugada repleto de sudor frío y con los ojos llenos de lágrimas antes de darse cuenta de que ese episodio repetido en que se aferraba al cuerpo de Eddie impregnando sus manos de su sangre había sido tan solo una pesadilla. Tardó en ubicar el espacio y tiempo en que se encontraba, hallandose sobre una nueva y mejorada hamaca. Miró a su costado, notando apenas —por la poca iluminación que brindaba la única lámpara del lugar— a Beverly y Ben dormidos, abrazándose con una cálida y enamorada sonrisa en sus labios. A la derecha, Mike que roncaba silenciosamente. Y, por supuesto, Bill. Durmiendo sentado, como si el sueño le hubiese ganado mientras intentaba hacer guardia o algo así.

Cerca de él, un par de muletas apoyadas contra la pared, y, por un momento, juró ver a Stan Uris sonriendo con delicadeza.

—Richie, ¿Podrías dejar de moverte tanto? —dijo Eddie, con voz sonñolienta y ojos pegados, mientras buscaba más contacto suyo mediante un abrazo.

—Lo siento, Eds, no quise despertarte.

Kaspbrak no respondió, limitandose a sonreír cuando el rizado le besó con suavidad antes de darse la vuelta para abrazarlo con más facilidad, procurando no ejercer mucha presión: Acababan de darle de alta en el hospital y su herida en el pecho aún era bastante delicada.

—¿Volviste a tener un mal sueño? —preguntaría entre susurros al cabo de un momento de pleno silencio.

—Si, pero no importa. Estás aquí ahora.

—Siempre lo estuve, Rich.

La hamaca se mecia en el poco espacio del cual disponía, con sincronía del par de corazones que latían embelesantemente enamorados.
      No necesitaron decirse que se amaban con palabras, cuando con su simple presencia lo dejaban bastante claro. Richie sonrió. Esa vez sí que selló su amor con un beso más, pero eso no le impidió apretarle las mejillas y llamarlo ogro dormilón otra vez. Oyendolo reír, encantado.

—Vuelve a dormir, Eds. No queremos que mañana te pases el día refunfuñando de sueño.

—Beep-beep, Richie.

Y, cuando dijo eso, creyó volver a tener trece años. Miró a Eddie, y juró percibir juventud de las facciones del chico mientras sonreía y volvía a cerrar los ojos. De cierta forma, estaba de nuevo ahí, frente al Eddie de expresión somnolienta y cangurera negra atada a la cadera. Ese Eddie de cuando se enamoró de él.
        Miró por sobre el hombro, y a la mañana siguiente, pensaría que lo que vió fue producto del sueño en el que comenzaba a caer. Porque juró ver a Beverly Marsh con su llave colgada al cuello durmiendo junto a Bill Denbrough, y al otro extremo, a Ben Hanscom con sus kilos de más. Por otra parte, Mike, recargado a la pared, y Stanley Uris, con su inseparable libro sobre pajaros entre las piernas.

Finalmente, durmió. Sintiendo como unos fuertes y pequeños brazos se aferraban a él, con tanto afecto de por medio, que sonrió aún dormido.

Si, sin duda.

El lugar de Richie Tozier siempre sería junto a Eddie Kaspbrak

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LizXinn. © 2019

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N/A:
Demos la bienvenida a este maravilloso evento dedicado a Reddie con un poco de Fluff.

Es la primera vez que escribo para este fandom como, por lo visto, muchos otros participantes de la ReddieWeek.
        Por lo que procuraré no alejarme mucho del cannon, dentro de lo posible, claro. Porque al final es Fanfiction.

¡Feliz comienzo de semana!

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