Desconfianza en Dios

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Creo que no será necesario contar cómo Etihw y Kcalb tardaron horas e incluso días en convencer a sus aliados de que la paz era la mejor opción. Que los seguidores de Etihw de pronto la odiaban por haber permitido que el asesino de todos aquellos ángeles buenos escapara; que los de Kcalb se negaban a aceptar que Dios hubiera salvado el alma de todos los que habían fallecido durante la guerra. Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que ambos bandos decidieron resignarse y perdonar, dentro de lo que cabe, a sus respectivos líderes.

Lo que vino después tampoco es merecedor de demasiadas descripciones y explicaciones por parte de la autora: los bandos, anteriormente enemigos, se reunieron en el antiguo campo de batalla y escucharon el discurso que Dios y Diablo dieron en el que hablaban, con palabras tal vez un poco vacías y ambiguas, de paz, esperanza y felicidad. Pocos eran capaces de creerse toda esa palabrería; incluso a los portadores de dicho mensaje les costaba imaginar lo que decían.

Así pues, Etihw construyó un nuevo mundo.

Donde en algún momento el desierto campo de batalla se había extendido, ahora descansaban maravillosos y coloridos jardines, bosques y playas. Etihw trató de crear un lugar que inspirara paz y tranquilidad con el fin de calmar el odio que aún todos se profesaban. Finalmente, y tras hacer un recuento de todos los ángeles y demonios que permanecían con vida, erigió una aldea de casas blancas y acogedoras, justo entre los jardines, bosques y playas.

Para cualquiera aquel podría haberse considerado el paraíso; para cualquiera menos para los que precisamente lo habitarían: los ángeles y demonios aún enemistados y temerosos de la compañía de sus contrarios.

Muchos se rebelaron en huelgas y manifestaciones. Muchos, incluso, llegaron a atacarse entre ellos. Etihw no era capaz de castigar esos comportamientos, pues era realmente consciente de lo que los ciudadanos sentían, y no podía culparlos: ella se sentía igual. Pero tampoco podía quedarse de brazos cruzados, así que continuamente se encontraba a ella misma en la aldea sin nombre, solucionando litigios entre ángeles y demonios y arreglando casas o jardines que habían sufrido la ira de cualquiera de ellos.

Sea como fuere, y a pesar de lo terrible de la situación, a Etihw le gustaba estar ocupada. Así, al menos, no tenía por qué pasearse en solitario por los pasillos del gran torreón blanco que había construido al este de la aldea, donde vivía con Wodahs, Grora y otros súbditos. Kcalb, por su parte, habitaba una torre idéntica (a excepción del color negro que pintaba sus paredes de piedra) al oeste junto con sus dos fieles gatas y otros demonios. Rara vez salía de allí. Algunos decían haberlo visto pasear durante las noches de luna llena por el jardín de flores que había junto a la Torre Negra.

A Etihw esto le daba igual. Prefería seguir ignorando la existencia del Diablo. Prefería dedicarse a solucionar conflictos entre ciudadanos y a reparar cosas, como solía hacer. Prefería pasar las noches en vela preguntándose por qué, a pesar de haber hecho lo correcto, sentía esa gran presión en su pecho...

Y así pasaron los días, las semanas y los meses. De forma monótonamente ajetreada, sin cesar los problemas en la aldea, sin verle el pelo a Kcalb.

Pensaba ya Etihw que ese era definitivamente el eterno rumbo que llevaría su vida cuando, una mañana de primavera, Wodahs apareció en el saloncito de la Torre Blanca con una carta en la mano.

—Es para usted —le dijo. Ahora cubría su ojo dañado con un parche negro, negándose aún a que Dios lo curara—. Es de Justim.

La mirada de Etihw se oscureció. Tomó la carta, abrió el sello y la leyó en silencio. Al acabar, se la tendió a Wodahs y se levantó, muy seria.

—Tendré que ausentarme un par de días —le dijo con sequedad—. Los demás dioses se han enterado de esta paz que Kcalb y yo tenemos, y me parece que no les hace gracia.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Wodahs, haciendo desaparecer la carta entre sus dedos.

—Me solicitan, quieren que nos reunamos. Lo disfrazan como una simple cena de dioses, pero sé que trataran de hacer que cambie mi opinión.

Wodahs calló unos segundos, digiriendo la información. Una nueva pregunta le rondaba la cabeza: ¿Sería Etihw capaz de dejarse convencer...?

Sin embargo, no se atrevió a formularla. Tan sólo suspiró, cruzó los brazos tras la espalda e hizo una reverencia a Dios a modo de despedida.

—Espero que vaya bien —deseó.

Etihw sonrió fríamente y abandonó el salón, dirección a su habitación. Se cambiaría el vestido y se marcharía.

En cuanto la perdió de vista, Wodahs también se desvaneció, teletransportándose así a la Torre Negra, hogar de su hermano.

Y es que Etihw no lo sabía, pero Wodahs estaba constantemente visitando al Diablo. Al fin y al cabo, seguía siendo su hermano mayor; y, además, ahora las cosas parecían ir bien entre ellos. Eso alegraba enormemente a Wodahs. También le agradaba ver la expresión de culpabilidad que se formaba en el rostro de Kcalb cada vez que este veía el parche que cubría la cuenca vacía donde alguna vez había descansado su ojo. Wodahs sabía que era el mejor medio para recordar a ambos, Dios y Diablo, lo terrible que había sido la guerra y por qué no debían retomarla bajo ningún concepto.

Entonces, y como ya se había dicho, Wodahs apareció esta vez en el salón de Kcalb, que se encontraba sentado en un magnífico trono de piedra negra y brillante, claramente solo y aburrido. Era cierto lo que se rumoreaba: no salía más que en las noches de luna llena, ya fuera por orgullo, repulsión ante la aldea y sus ciudadanos o, tal y como Wodahs creía firmemente, por mera timidez y vergüenza.

Porque sí, Kcalb era extremadamente tímido. Y más ahora que sobre sus hombros caía la culpa de cientos de muertes de ángeles. ¿Cómo podría salir y cruzarse con todos los familiares y amigos de los fallecidos? No se sentía digno. El Diablo sintiéndose culpable, quién lo diría. Pero era así, y en cierto modo, Wodahs lo sabía.

—Hermano —saludó, esta vez sin reverencia, a Kcalb—. Creo que debemos hablar.

Kcalb se estremeció, como siempre y para satisfacción de Wodahs, al ver el parche de este. Se irguió en el trono, algo alegre de que por fin llegara alguien para charlar y alejar el aburrimiento, y sin mirarlo a los ojos le dijo a Wodahs:

—Sí, sí, de acuerdo. ¿Por qué no jugamos al othello mientras me cuentas?

Pero Wodahs negó con la cabeza.

—Se trata de un asunto muy serio, mi señor. Preferiría hablarlo sin juegos de por medio.

Kcalb resopló.

—Está bien —dijo, algo decepcionado. Estaba harto de tanta seriedad y aburrimiento—. Cuéntame, entonces.

—La señorita Etihw —otro estremecimiento sacudió a Kcalb al escuchar tal nombre— ha partido hace un rato. Esta noche se reunirá con los demás dioses en una cena, y temo que estos traten de persuadirla de que nuestra paz es una terrible idea.

Realmente aquella noticia inquietó a Kcalb, que se levantó de golpe.

—¿Cómo? ¿Tú crees que ellos intentarán hacer semejante cosa? —dijo, alterado.

Wodahs asintió. Sabía que, a pesar de todo, a Kcalb le importaba esa promesa que Etihw y él tenían, incluso cuando no podía dejar de odiarla y temerla. Este se pasó una mano por el largo cabello plateado y comenzó a pasearse de un lado para otro de la oscura habitación.

—Eso sería sin duda un gran problema. Un gravísimo problema —murmuraba para sí—. Desde luego sé que a esa mujer no le termina de convencer esta paz, que no se siente cómoda en presencia de los demonios y que aún me detesta a muerte... No sería difícil convencerla de que rompiera nuestra promesa y acabara conmigo y mis aliados... Nada difícil, no... Oh, Wodahs, ¿qué vamos a hacer...?

—Por ahora, señor, sólo podemos tener paciencia —respondió Wodahs, también nervioso pero disimulándolo de maravilla—, y confiar en que Etihw pensará en el bienestar de todos antes que en llevarse mejor con los demás dioses.

Aquella noche Kcalb fue incapaz de dormir. El cielo estaba nublado y ni siquiera había luna llena, pero sintió la gran necesidad de abandonar la torre para que le diera un poco el aire. No dejaba de pensar en las palabras de Wodahs, y se imaginaba sin parar cómo sería el regreso de Etihw: de pronto reuniría a todos sus soldados y una vez más atacarían. Y esta vez, lo sabía, Kcalb perdería y moriría, y todo lo creado con tanta paciencia y voluntad durante aquellos últimos meses quedaría en el olvido.

Sí, Kcalb amaba ese mundo. Realmente lo amaba y tenía esperanzas puestas sobre él. Sabía que, con el paso del tiempo, ángeles y demonios se acostumbrarían a vivir juntos, que Etihw y él tal vez podrían llegar a llevarse bien o, al menos, a fingirlo. Quería creer todo aquello, pero si Etihw se dejaba influenciar en aquella reunión, sin los dioses le hacían ver lo disparatada que era aquella paz... Entonces, todo acabaría.

—No lo permitiré —gruñó Kcalb, observando el cielo cubierto de nubes.

Al día siguiente, Wodahs ordenaba la habitación de Etihw a la espera de su regreso. El corazón le latía con fuerza en el pecho; sentía gran miedo de lo que Dios pudiera anunciarle una vez volviera a casa.

La puerta se abrió repentinamente, sobresaltando al ángel. Se giró y se encontró con una agitada Grora, la cual también portaba un parche y vestía de blanco, con el pelo recogido en los largas coletas.

—Ángel jefe —dijo, dirigiéndose a Wodahs. Parecía, además de nerviosa, airada—. Tienes visita.

Algo confuso, Wodahs se dirigió al salón de la Torre Blanca. Y cuál no fue su sorpresa al encontrarse allí, destacando con su traje y capa negros, a su hermano, que lo miraba con seriedad desde el centro de la sala.

—¿Hermano? ¿Qué haces aquí? —Wodahs se acercó a Kcalb con la intención de echarlo— Sabes que no puedes estar aquí —dijo, olvidándose de formalidades y de hablarle de "señor" y de "usted".

—Esperaré aquí a... Etihw —respondió, él mismo dudando de sus palabras—. Quiero ser el primero en conocer los detalles de esa reunión. Al fin y al cabo, la decisión tomada por Dios me concierne totalmente.

Wodahs quedó mudo. Lo que su hermano decía y hacía era una locura, pero tampoco podía negar que la presencia de este en la Torre Blanca lo calmaba un poco. Sería más fácil enfrentarse a Etihw si fuera necesario con él por ahí.

Así pues, ambos se sentaron en un cómodo sofá blanco y esperaron en silencio durante lo que parecieron (y, probablemente fueron) horas.

Cuando por fin Etihw apareció envuelta en luz en el salón, Wodahs y Kcalb se levantaron velozmente con el corazón en la garganta. Etihw estaba de espaldas a ellos, con un vestido blanco tan largo que arrastraba por el suelo, y el pelo, casi de misma longitud, recogido en una afilada diadema de diamantes blancos.

A pesar de no haber visto a nadie, Etihw supo al instante QUIÉN estaba en su salón, y su rostro blanco se tiñó de ira. Sin volverse, dijo lo siguiente:

—Wodahs, llévate ahora mismo al señor Kcalb de mi torre. No tiene permitida la entrada.

Los dos hermanos se miraron, pero ninguno habló. Ante ese irrespetuoso silencio, Etihw bajó el rostro y se volvió completamente.

—¿Acaso no me has oído, Wodahs? —Nuevamente sin respuesta, Etihw se vio obligada a dirigirse directamente al Diablo— Kcalb, creo que será mejor que se marche.

—Disculpe la intromisión —respondió Kcalb con toda la tranquilidad posible—, pero me marcharé en cuanto nos hable sobre la reunión a la que asistió ayer por la noche.

Etihw lanzó una mirada asesina a Wodahs, que tenía la vista clavada en la punta de sus zapatos negros. ¿Le había hablado a Kcalb de la cena con los dioses? ¿Y le había contado también sus sospechas? Lo que le faltaba, ya ni siquiera podía confiar en su más fiel aliado...

Tras unos segundos larguísimos de lucha interna, Etihw terminó suspirando y se dejó caer en su trono blanco. Sabía que aquellos dos no se marcharían por propia voluntad hasta que ella hablara. Y se sentía demasiado cansada como para recurrir a la violencia... Ah, y claro, la paz. No podía recurrir a la violencia por la paz. Casi se le había olvidado.

—Está bien —se rindió—. Os contaré. Y después, señor Kcalb, espero que se vaya usted de aquí y que no tenga que volver a verlo nunca más. 

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