Memorias de alma 2

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Estaba ardiendo en fiebre, la levantó y la colocó en su cama. La arropó y otra vez pasó su mano por la frente de la mujer palpando su temperatura. Mientras buscaba el agua, millones de pensamientos irrumpieron en su cabeza.

Una batalla entre la decisión de salvarlo o solo dejarla morir, comenzó en su subconciente. Se preguntaba si habría sido su manada la causante de su perdida. Ella no podía pues era demasiado joven.

Recordaba a su padre, a su madre siendo desgarrados por las fauces sangrientas de un cerco de lobos feroces. Monstruos que eran iguales a ella. Él solo pudo esconderse tras la sombra de un árbol. Aprovechando mientras los animales cenaban la carroña, una carroña que portaba sus mismos apellidos, corrió dejando detrás lágrimas y los restos de aquellos que fueron sus padres, ahora irreconocibles.

La cuidó, opacando con dificultad sus pensamientos, hasta que pudo levantarse. Le dolía el cuerpo y no quería comer, estaba muy débil. El cazador cuidaba de ella con cierta ternura recriminatoria pero con amor en sus gestos, sentía algo por el animal salvaje. Todo el deseo se sincronizaba con sus cuidados. Un deseo que había reprimido durante días y que adjudicaba por todo su autocontrol y juicio.

Quizás sea un buen momento para revelar este dato: los lobos solo pueden emparejarse una vez en sus vidas. Así sucedió. Ella sentía en él el olor a sentimientos guardados, dolor y sangre de los suyos, aun así no podía dejar de estremecerse cuando el cazador la tocaba.

Nunca trató de guardar sus instintos más arcaicos, aunque solo fuera por un momento.
Una mañana, el cazador se encontró otra vez con aquel cuerpo tembloroso entre sus brazos, buscando calor. Tocó sus labios suavemente sin despertarla, su espalda y luego su ombligo. Un gemido fue la respuesta de la joven. Abrió los ojos y lo miró con cierto destello de curiosidad. Llevo sus labios hasta aquel robusto cuello de hombre, lamiendo, mordiendo.

—Lo siento—cerró los ojos y pareció meditar por un momento—quizás esta vez no podré solo soportarlo.

Por primera vez, ambos vieron sonrisas en sus rostros. Aquel semblante endurecido por los años ahora era el de un hombre con deseos y quizás, sueños. Saboreaba sus labios, primero con delicadeza, lo que hacía tanto tiempo anhelaba. Aspiraba su pelo gris sintiendo como si corriera desnudo entre los árboles, libre de tantas ataduras mundanas. Siguió besando y tocó todo su cuerpo mientras ella sonreía y gemía debajo de él. Nunca habían experimentado un éxtasis tan enorme. Para la joven era algo totalmente nuevo y excitante, para él una delicia que había olvidado.

Realmente nunca había sentido nada como aquello.

Así pasaron horas descubriéndose como lo que eran, salvajes, entre gemidos y gruñidos. Experimentaron aquellos orgasmos hasta que amaneció. Profanaron sus cuerpos hasta que no hubo una gota de pureza en ellos. La noche próxima fue lo mismo, y la otra y la siguiente. Hasta un nuevo día, aquel aroma extraño y mágico impregnaba la madrugada y la aurora boreal se erguía a lo largo del cielo. Aquella noche, hubiera sido difícil dormir si ambos no hubieran estado tan exhaustos. Ella lo presentía y sabía, que quizás era aquella su última noche, pero durmió. Se acurrucó en los brazos duros que la protegían del frío suelo.

El cazador despertó y frente a él solo veía un hermoso pelaje plateado. Había cambiado su forma. Era ahora un lobo grande y hermoso que ocupaba gran parte de la cama. El miedo lo recorrió y la apartó con tal fuerza que el animal fue arrojado de bruces contra la pared.

Gimiendo de dolor levantó la vista hacia su amado pero lo único que vio en sus ojos fue miedo y desprecio. Ninguno comprendió el dolor del otro.

Abriéndose la puerta, sonó un disparo al aire. Ella comprendió, era la hora de marcharse. No solo eran aromas, todo lo que sintió había sido real, todo aquel dolor estaba dentro de él. Salió corriendo adentrándose en el espeso bosque de pinos. Como un instinto salvaje, como único sabía llorar, aulló deshaciéndose del dolor. Aquella partida le desgarraba el alma y sabía, no podía hacer nada. El cazador se tumbó detrás de la puerta que se cerró a la par que ella marchaba y en muchos años, pudo llorar. Oyó como ella sufría por él y aquello destrozó su ser en pedazos.

Ese día ella encontró a su manada y él no pudo dormir sin todas aquellas botellas como analgésico. Era mejor el alcohol que los recuerdos. Todas las noches dormía en el suelo sintiendo frío, aunque se acomodaba lo más cerca a la chimenea que podía.

Un mes pasó y por fin un día él salió a cazar, tenía los ojos rojos, aunque la causa era difícil de predecir. Tambaleándose, salió a caminar con dificultad. Tiró la botella a la nieve y se acomodó la escopeta en la espalda. Tropezaba con cada rama, cada piedra, pero volvía a levantarse.

Sintió lobos a los lejos después de caminar un poco, y por un momento tuvo una chispa de esperanza que fue acallada por el deseo de un cazador hambriento, sediento de sangre. Cargó la escopeta y preparó su cuchillo. Solamente eran tres, uno negro que parecía de algunos años. Pensó que sería fácil a pesar de su tamaño. Había uno más joven, de pelaje blanco que se confundía con la nieve y unos ojos amarillos. Y por fin se dejó ver, el alfa, un gran lobo gris de ojos pardos, apareció de entre los árboles con paso autoritario, mientras los otros se preparaban para atacar.
El cazador dio un paso atrás, pareció darse cuenta del brillo en los ojos del alfa, allí dentro había una mujer. Aquella que amaba y que sin darse cuenta había ido a buscar.

Se bajó rápidamente del árbol donde se había subido, antes de que ellos llegaran al claro. Quizás para tocarla, alzó la mano, pero los otros se lanzaron audaces contra el cazador resguardando a su alfa. Ella corrió a defenderlo pero no podía contra los dos, gruño y ambos se apaciguaron, pero ya era demasiado tarde. La polvora de la escopeta, acabada de disparar y la sangre del lobo más viejo, ya teñían la nieve. El pelaje del alfa se erizó, mostrando su cólera, ahora incontrolable. Dominada por sus instintos, se lanzó contra su cuello y en sus oídos escuchó un suspiro que imploraba por la muerte.

Inmediatamente lo soltó, desangrándose, y corrió acompañada del lobo blanco. Dejando detrás a un hermano y a su único amante. Por primera vez un animal lloró, no aulló, lloró, derramó lágrimas por su amor. Tampoco miro atrás, quizás su sentido de grupo había sido más fuerte que su amor, o ya sabía que aquello ocurriría.

Aquella noche la pasó despierta, aullando, rogando por su alma. La aurora boreal dibujada en el cielo compartía su dolor. El corazon desgarrado por la perdida aulló hasta quedar exhausto. Cuando amaneció y todos despertaron había alguien nuevo en la pequeña manada. Un lobo de gran tamaño, con el pelaje tan negro como la noche anterior, abrió los ojos por primera vez, ojos manchados de la sangre mas salvaje.

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