Prólogo

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Toda herida se cura, todo lo malo acaba superándose, después de todo ¿No era el tiempo la mejor medicina? Al menos eso es lo que intenta venderte la gente para que puedas mirar a la vida sin ese velo gris que te hace perderte los mejores momentos con las personas que amas, que aún eres capaz de amar.

Dicen que las cosas después de un tiempo dejan de dolerte, al menos un poco. Dicen que el corazón deja de oprimirse con cada de bocanada de aire que tomas, que la herida se va cerrando aunque la cicatriz se quede marcada como símbolo de que todo había pasado, pero a la vez como recordatorio del dolor que una vez sentiste, pero nadie me dijo lo que costaba cerrar una herida como aquella, una herida que sangraba, que se abría otra vez con un solo pensamiento mío, porque la herida que él me causo fue de las más dañinas, de las que no sanan nunca.

Y tal vez yo fuera una de las personas del mundo que más confianza tenía en aquella famosa sabiduría popular de la que os hablé antes, pero esta vez debía admitir que aquello era totalmente incierto, que el dolor nunca desaparecía, seguía ahí, con la misma intensidad, con el único respiro de poder reprimirlo durante algunos instantes, fingir que no está y poder ser feliz de día, durante unos instantes, hasta que por la noche, en la soledad de mi habitación, el dolor, la angustia y el resentimiento decidieran volver a atormentarme, siendo ellos los monstruos a los que yo tenía miedo, deseando ser libre de aquella situación, pero contradictoriamente, adorándolos, puesto que solo ellos mantenían una llama que a la vez que me mataba me llenaba de vida, un arma dañina de doble filo, la venganza.

Me estaba consumiendo, era algo que no valía la pena negar, llevaba años consumiéndome como una llama consume a una vela. Sentía que me convertía en cenizas poco a poco como si alguien me hubiera prendido fuego, y tal vez es que así fuera, que mi corazón hubiese comenzado a morir el día que se fue ella, aquel verano del setenta y seis.

Recordaba todo lo relacionado con ella como si fuera algo que hubiera pasado relativamente pronto y no hace toda una vida. Tenía muchos recuerdos a su lado, increíblemente perfectos en su mayoría, momentos de felicidad, de goce, momentos más amargos, pero igualmente inolvidables, por el mero hecho de estar con ella.

Momentos que me hubiera gustado rememorar con ella a mi lado, sosteniendo mi mano como debía haber sido, mirando conmigo como la vida pasaba ante nuestros ojos. Algo por lo cual habría sido capaz de pagar toda mi fortuna y más. Porque esos recuerdos tan maravillosos ahora dañinos, me recordaban lo que había perdido, me recordaban a ella, haciendo que su ausencia sea más fuerte, más notoria, más dolorosa, haciéndome sentir como si la hubiera dejado atrás, cuando era yo el que se había quedado paralizado en el tiempo, y no ella.

Todavía recordaba cuando la conocí, aquella fiesta de Nochevieja hacía tanto tiempo, mucho antes de que toda aquella desgracia me achacase de golpe. En esos días en los que era tan feliz.

Francesco Montreal, ese era yo, hijo de Niccolo Montreal y Sara Ferragni, además de nieto de Leandro Montreal y Fiorella Fenice, los capos de la mafia más poderosos de Italia. En aquellos tiempos yo era joven, muy joven, tenía diecinueve años y toda una vida por delante, por no mencionar que yo en mis tiempos era todo un galán de los setenta, rico, con cabello negro y ojos azules, igualito que mi nieto hoy en día, salvo que yo iba con traje toda la semana, pero bueno, eran otros tiempos.

Aquel uno de Enero del recién estrenado 1971 todos los hombres y mujeres de la alta sociedad siciliana nos encontrábamos en el cotillón de Nochevieja del club de campo, las cortinas blancas dejaban entre pasar la luz de la luna en la sala de baile, donde los jóvenes nos habíamos quedado divirtiéndonos mientras nuestros padres fumaban y charlaban sobre negocios arriba.

Mi copa se encontraba medio vacía, la canción de Let it be sonaba en un tocadiscos mientras esperábamos al grupo de jazz que debía llegar de un momento a otro, para celebrar las campanadas que apenas unos minutos atrás acababan de sonar. Mi mejor amigo, Alessio, acababa de marcharse a sacar a una chica a bailar, una joven actriz llamada Sofía, y mientras, allí me encontraba yo, observando bailar a la gente, apostando conmigo mismo que sucedería al final de la noche, quién se llevaría a su dama a su habitación de hotel mientras sus padres se encontraban distraídos y quién se llevaría una bofetada antes de terminarse la copa.

- ¿En qué piensas?- sentí una voz suave y femenina justo a mi derecha sacándome de mi ensoñación, como una suave caricia que me hizo regresar a la tierra. Una dama de vestido azul de prussia, con la falda de gasa y el corpiño de seda, de manga larga y con la espalda abierta se encontraba a mi lado.

Mirarla a los ojos fue como despertar, y tratar de describirlos resultaba inútil, porque nadie podría describir una obra tan divina como aquella, con una base azul grisácea, con trazos de un verde marino, con un centro de ámbar, alrededor de la pupila, y con una corona amarilla rodeando todo aquello, como los pétalos de un girasol rodean su estigma. Pequeñas motas castañas salpicaban aquella bóveda de ensueño, completando aquella obra maestra con broche de oro, pero sin dejar en inferioridad al resto de su rostro, tan hermoso como aquellos ojos que me habían hechizado.

Sus labios eran rojizos y de aspecto suave, sus pestañas largas y oscuras, su nariz perfilada y delicada. Su piel bronceada se veía brillante y sana, como si hubiera estado tomando el Sol, y su cabello largo y castaño como el chocolate, recogido en un elegante moño. Definitivamente aquella chica parecía una princesa, o más bien, un ángel que acababa de bajar del mismo cielo, porque podré haber pasado mi vida hablando, pero en aquel momento, y por primera vez en mi vida, me quedé en silencio.

- ¿Te has quedado mudo?- escuché su suave risa mientras daba un pequeño paso hacia mí, permitiéndome aspirar su olor a perfume caro, tan dulce como su propia voz.

-Solo trataba de expresar con palabras lo que estaba pensando- la acompañé en su risa, con las mejillas ligeramente sonrosadas por la vergüenza, ofreciéndole mi mano para poder besar la suya, como mi abuelo me había enseñado que debía hacer cuando me encontraba ante una dama.

- Soy Chiara- la chica sonrió ligeramente al sentir la presión de mis labios sobre su mano y seguidamente posó su mirada en la mía, con una expresión indescifrable en el rostro, más compleja que la misma Gioconda de Leonardo Da Vinci.

-¿Quieres bailar?- jugueteé con su mano, que aún se encontraba sobre la mía, tirando ligeramente de ella hacia la pista, incitándola a bailar.

-Solo si después me invitas a tomar una copa. - Chiara ensanchó su sonrisa y se dejó guiar a la pista, acercándose para rodear mi cuello con sus brazos, balanceándose al compás de la canción.

-Eso está hecho- acepté, acercándola de la cintura a mi cuerpo, acortando la distancia entre nosotros, siendo detenido por su mano, que se posicionó sobre mi pecho en un gesto lento y seductor.

- Shh- me cortó cuando traté de preguntar qué sucedía- más despacio Francesco, que acabas de conocerme- rió ligeramente y continuó bailando, dejándome algo sorprendido de que supiera mi nombre.

-¿Sabes quién soy?- pregunté confuso.

- ¿Acaso alguien aquí no lo sabe, Montreal?- Chiara sonrió mientras alzaba ligeramente su ceja, como si acabase de decir alguna tontería.

-Es de mala educación contestar una pregunta con otra pregunta- dije mordiéndome el labio, totalmente atrapado por el encanto de aquella chica a la que acababa de conocer.

-Tal vez es que me gusta dejarte con la intriga- susurró junto a mi oído, con un aire misterioso, incitándome a acercarla aún más a mí, atrapándola entre mis brazos, para ser yo quien esta vez le hablaba en voz baja.

-Pues debes saber que soy bueno sonsacando información. -Una sonrisa se extendió por su rostro ante aquella oración, provocando que se acercara a mis labios, sin llegar a tocarlos.

-Prueba entonces- me retó, a lo que yo contesté con un beso lento pero apasionado, que desembocó en una noche de riñas entre dos mafias, la Égida de los Montreal y la Cosa Nostra de los Montalbani, sin que ninguno de nuestros padres accediese a aceptar de buenas a primeras que sus hijos fueran como Romeo y Julieta, en una versión menos suicida y tal vez más alocada, pero, que culpa teníamos nosotros, si apenas éramos dos jóvenes de casi veinte años metidos de lleno en los locos y descontrolados años setenta.

Ese sin duda fue un buen principio, un buen principio para una gran historia con un final no demasiado feliz para ninguno de los dos, y ojo, he de aclarar que nuestras familias no tuvieron nada que ver en ello, mi familia acogió a Chiara al poco tiempo de salir, y los Montalbani se tuvieron que aguantar cuando su hija se fue de casa para casarse con un Montreal.

Chiara tenía carácter, de eso no había duda, era una mujer fuerte, aventurera, con una bondad angelical y una picardía demoniaca, era lista, cautelosa, y era el amor de mi vida.

A finales del setenta y uno nos casamos, y en el setenta y dos tuvimos nuestro primer hijo, Luca. Un niño de cabello negro y ojos azules, igualito a su padre, pero con parte de la belleza de su madre, el aspecto de todos los Montreal.

Fuimos felices. Me hizo el hombre más feliz del mundo y eso nadie podrá quitármelo nunca, nadie podrá quitarme esos recuerdos, esos momentos en los que vivimos la paz que precedía a la tormenta. Hasta aquella noche, la noche que cometí el peor error de mi vida, toparme en unos negocios con Alexey Kozlov, capo de la Bratva, la mafia más poderosa de Rusia y una de las más poderosas del mundo, compartiendo el primer lugar junto a la mía propia, la Égida.

Era tan joven y tan idiota que creí en mí, confié que podía ganarle el negocio al mismo Diablo, y olvidé que la mente hace más que cualquier otra cosa en el mundo. Así que cometí el error de seguir mi ambición y arrebatarle el casino más próspero de Las Vegas al hombre más cruel del mundo. Alexey.

Alexey era de mi misma edad, tenía dos hijos, uno de su esposa y otro de una amante que a saber de dónde había salido. Solo lo había visto una vez, en Las Vegas, acompañado de lo que en su día fue su familia.

Era un hombre alto, algo más que yo, con la piel pálida y los ojos de un azul helado, eléctrico y frío como Siberia, a diferencia del azul del color del mar de los Montreal. Su cabello era oscuro, negro como la noche, al igual que el mío, y su rostro se salpicaba de pecas en la zona de la nariz y las mejillas, los rasgos Kozlov, que al igual que los Montreal, eran todos prácticamente iguales.

Aquel hombre era como una planta carnívora y yo en su día fui la mosca que por tratar de quitarle alimento termina por convertirse en su presa. Era una persona engañosa, que era capaz de dar miedo con su sola presencia.

Él es una persona que te deja mover la ficha primero porque el ya va cien jugadas por delante de ti, su mente es privilegiada, es el arma más poderosa con el que puede atacarte, y en su día no me di cuenta de eso. Me dejé llevar por lo que quiso hacerme creer y perdí parte de lo que en su día quise como a nada.

Aquella tarde del 1976, como decía antes si la memoria no me falla, me encontraba en casa, comentando con mi padre las nuevas redes de tráfico de armas entre la costa Siciliana y Napolitana.

Chiara había salido con Luca a comprar ropa y alguna cosa para el niño que estábamos esperando, nada extraño, un recorrido de cualquier tarde por el centro de Sicilia acompañada de varios hombres que se encargaban de cuidar de su seguridad.

El arrepentimiento y la culpa me embargaban cada vez que la recordaba saliendo de casa con aquella sonrisa que me dirigía, quizás de haberla retenido ese día en casa, nada de ello habría llegado a pasar, quizás de haber ido con ella podría haberla protegido de todo.

Si me hubiera acercado a ella, antes de que pasara por el umbral de la puerta, y le hubiera besado con todo el amor que sentía por ella. Quizás mi alma habría encontrado un descanso hace tiempo, teniendo al menos eso como consuelo, el haber sentido sus labios una última vez. Pero nada de eso ocurrió, yo me despedí con un asentimiento de cabeza cuando oí su voz en la entrada, lista para salir.

Con la seguridad y tranquilidad, de que nos reencontraríamos en la cena, con la promesa de una vida, juntos.

Estaban de camino a casa cuando el ataque comenzó. La primera bala le pegó directa en el vientre, matando cualquier indicio de vida que hubiera en su interior, esa fue la que más dolió, porque mientras que yo, ajeno a todo aquello, me encontraba trabajando tranquilamente, Chiara veía morir a nuestro futuro hijo, mientras ella misma comenzaba a desangrarse ante los ojos de Luca. Los guardaespaldas de mi esposa trataron de cubrirla con sus cuerpos, de sacarla de allí y matar a aquel francotirador, pero fue inútil, una segunda bala atravesó su pecho y se llevó la vida de un guardaespaldas en el proceso. Otro de esos hombres, Carlo, logró sacar a mi hijo de aquella locura sin salir herido en el proceso, mientras que el resto se veía enzarzado en un absurdo tiroteo del que solo dos de seis salieron con vida.

Las noticias llevaron rápidamente aquella desgracia a todos los hogares, pero nadie sabía con certeza cómo había sido, ni los mismos hombres que se habían visto envueltos en ello eran capaces de explicar algo de lo ocurrido, solo podían decir que Chiara había muerto en la calle, tirada sobre el asfalto rodeada de los cuerpos de quienes la protegían.

Me faltó tiempo para correr cuando llegó a mis oídos la noticia de lo ocurrido, sintiendo desfallecerme, como el peso de unos años que no tenía me aplastaban sin piedad, deseando llevarse consigo un último aliento de mi parte, sin llegar a lo lograrlo, dejándome hecho pedazos por dentro.

Roto y desolado conducía con velocidad por las calles de Sicilia con un único pensamiento en mente, con unos recuerdos puestos en bucle sintiendo como las lagrimas descendían por mis mejillas, siendo incapaz de de apartarlas por tener que mirar hacia la carretera, mientras apretaba el volante con fuerza, dejando mis nudillos completamente blancos, intentando controlar mis sentimientos, reprimiendo los sollozos que me atacaban.

Casi estrellé el coche por no parar en los semáforos hasta llegar al lugar de los hechos, con la esperanza de que aún quedase algo de vida en ella, algo que pudiera salvar a quien yo tanto quería, pero solo la vi ahí, con los ojos abiertos y encharcada en sangre, con su adorado vestido azul pintado totalmente en rojo y su piel, que en su día estuvo besada por el sol, se encontraba tan pálida y fría como la nieve.

Abracé su cuerpo, sintiendo aquel líquido pegajoso adherirse a mis manos y a mi cuerpo. Quería desaparecer, dejar atrás todo y hacerme daño para castigarme, porque aquello había sido mi culpa, culpa de la avaricia, del deseo de poder que había sentido. Me odiaba, me culpaba por todas las pérdidas, sentía un vacío en mi vida que únicamente ella podía llenar y se había ido, para siempre, había abandonado este mundo con apenas veinticuatro años de edad y me había dejado solo con un niño que había visto morir a su madre.

Cuando llegué a casa mi hijo se encontraba llorando, totalmente roto y desolado por la pérdida. La casa estaba vacía y triste sin ella, sin vida, como si el mundo en sí fuese quien hubiera muerto aquella tarde.

Recuerdo ponerme mi habitual traje negro después de limpiarme la sangre y marcharme con Luca a la playa, en busca de un lugar donde virar en silencio sin tener que ver las fotos y los recuerdos que Chiara había impregnado en la casa. Y cuando volví, solo pude hacer una cosa. Firmar una carta con mi propia sangre, declarándole la guerra a Alexey.

Porque si la sangre se paga con sangre, él iba a tener que derramar demasiada para poder completar mi venganza, y hasta que no viera el cuerpo de Alexey en el asfalto mi vida no iba a poder terminar. Éramos dos seres que no podían existir mientras el otro siguiera con vida, y esta vez, no iba a ser yo quien se fuera.

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