El lavarropas

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Recibí otra maldita carta por la mañana, justo cuando estaba saliendo para empujar mi carro por el barrio, recolectando todo lo que encontraba útil en los basureros.
Apenas vi el sobre con el logo de la Procuraduría Federal de Protección del Ambiente, sentí un escalofrío recorrerme la espalda. «Segundo aviso», decía, pensé que alguien me está denunciando, y no sé si es mi vecino Ramón.

Rompí el sobre con manos sudadas y saqué la carta. Al leerla, sentí como si me hubiera caído un ladrillo en la cabeza. No solo me notificaban de una denuncia ambiental en mi contra, sino que también habían pegado fotografías de la fachada de mi casa, como si fuera una multa de tránsito. «Fuente contaminante», decía el documento. «Infractor ambiental». Parecía me estuvieran acusando de un crimen atroz.

Empecé a caminar en círculos por la el jardín trasero murmurando entre dientes para mí mismo. Ramón, mi vecino, siempre había tenido problemas conmigo. Odiaba a mis gatos y las ratas que, según él, invadían su casa y el desorden que se acumulaba en mi patio. Pero esta vez era diferente; esta vez se trataba de una segunda denuncia formal.

—¡La puta madre! —grité al aire, golpeando una silla vieja que casi se cae al pasto.

Mi madre, que estaba en la cocina, salió apresurada al escuchar el alboroto.

—¿Qué pasa, Elmer? ¿Qué te ocurre?

Entré y le tiré la carta sobre la mesa sin decir nada. Ella la levantó con calma, ajustando sus anteojos y empezó a leerla. Mientras lo hacía, su rostro se deformaba. Sabía que la situación era grave. No se trataba solo de que el vecino se quejara; ahora había una institución oficial de por medio.

—Vamos a tener que hacer algo —dijo finalmente, dejando la carta sobre la mesa con un suspiro. —Esto ya no es un chiste. Tenemos que limpiar el patio, organizar todo. Vamos a tener que poner las gallinas en un gallinero, que no anden por todo el jardín, porque eso está atrayendo a los bichos. Y los árboles… —su voz se quebró un poco— …vamos a tener que cortar los árboles.

La miré incrédulo. Mi madre hablando de cortar los árboles. Árboles que habían sido plantados por generaciones anteriores, que nos daban fruta entre la primavera y el otoño. No podía creer lo que estaba diciendo.

—¡No, mamá! ¡Los árboles no! Eso no tiene nada que ver con la contaminación. ¡Que se jodan los vecinos si les molesta!

—Elmer, escúchame. No podemos seguir así. Están diciendo que nuestra casa es una fuente contaminante. ¡Nos van a echar a patadas de acá si no hacemos algo!

Fruncí el ceño, mordiéndome el labio inferior. Sabía que tenía razón, pero la idea de cortar los árboles, de quitar la parra de uva, me revolvía el estómago.

—Quizás —dijo, intentando ser razonable— lo que quieren es que quites toda la chatarra. Las chapas, los fierros. Eso es lo que debe estar molestando. Podrías venderlo todo de una vez antes de que esto se ponga peor.

Me quedé callado. Sabía que el montón de chatarra era parte del problema, pero para mí, era más que basura. Eran objetos que podrían servir algún día. Si había una gotera en el techo, las chapas serían útiles. ¿Y los gatos? Se habían reproducido tanto como las gallinas. No era mi culpa.

—No —dije firmemente—. Los gatos son míos, los necesito aquí. Y las chapas… tarde o temprano servirán. No podemos deshacernos de todo, mamá.

Ella me miró cansada.

—Elmer, si no hacemos algo, van a venir las autoridades y nos van a echar. Ya te lo digo. ¿Sabés qué? Podríamos llevar algunos gatos a un refugio. No todos, claro. Podemos quedarnos con siete perros y diez o quince gatos. Y las gallinas en el gallinero. Mantendríamos el control del ambiente, y no molestaría a nadie.

—¡No, mamá! —respondí con vehemencia—. ¡No voy a deshacerme de mis gatos ni de mis chapas! Esas cosas son importantes. Todo eso que ves ahí tiene un valor. Tal vez no ahora, pero lo tendrán en el futuro.

Mi madre suspiró, sacudiendo la cabeza. Era una batalla que habíamos tenido mil veces y siempre llegábamos al mismo callejón sin salida. Finalmente, mi madre, decidió hablar con el vecino Ramón pensando que podría aclarar la situación.

Cuando llegó a su puerta, Ramón la recibió con una sonrisa forzada.

—Mire, señora, yo no fui quien lo denunció —dijo Ramón con las manos en los bolsillos—. Pero sé que tu hijo no me aguanta. Elmer, es una persona difícil, que no tiene diálogo. Y lo de año nuevo… bueno, eso fue la gota que colmó el vaso. Se puso a tirar botellas por la calle como un loco.

Mi madre asintió en silencio, sabiendo que no podía refutar ese último punto. Yo había tenido un episodio durante año nuevo, un arrebato de frustración que había llevado a esa escena vergonzosa.

—Entiendo, Ramón.

—Pero, mire, señora, lo único que realmente me molesta son las ratas que vienen a mi casa desde su patio. Estoy poniendo la casa en venta, ¿sabe? Y si esto sigue así, nadie va a querer comprarla. Me va a perjudicar mucho. Le pido, por favor, que hagan algo. Solo quiero vender la casa y mudarme.

Mi madre volvió a casa con esa noticia y aunque no lo dijo directamente, estaba claro que Ramón también estaba harto de nosotros. El problema había escalado tanto que ahora afectaba incluso sus planes de mudanza.

—Elmer, tenemos que empezar a acomodar las cosas —me dijo mientras sudaba bajo el calor abrasador del verano. El termómetro marcaba 35 gradosMi madre, a pesar de todo, decidió ponerse a lavar la ropa en un fuentón en el patio. Aprovechando el calor abrasador la ropa se secaría bastante rápido.

Yo estaba agotado. El esfuerzo físico y el estrés de la situación me estaban consumiendo. Necesitaba un respiro, algo de sombra. Así que dejé la escoba y me fui buscando refugio en mi habitación. Allí estaba la computadora, el único lugar donde me sentía algo libre.

Me conecté y vi que Lolita estaba en línea. Tenía la esperanza de poder desahogarme con ella, aunque en los últimos días nuestras conversaciones habían sido tensas. Le mandé un mensaje:

—¿Qué estás haciendo? —le escribí, tratando de sonar casual.

—Recién vine comprar del shopping y ahora me voy a bañar —escribió la argentina—, ¿y vos qué estás haciendo?

—Ordenando un poco el patio, las chapas.—le dije cuando me respondió.

—¿Y tu mamá? —preguntó ella.

—Está lavando la ropa en el patio. En un fuentón. Ella lava a mano no como tú que tienes lavarropas y secarropas.

Hubo un breve silencio antes de que llegara su respuesta, cargada de furia:

—¿Cómo que en un fuentón? ¿No tienen lavarropas?

Mi estómago se contrajo. Sabía hacia dónde iba esta conversación.

—No, nunca tuvimos un lavarropas —respondí, tratando de no darle importancia.

Lolita explotó:

—¡Pero vos sos un hijo de puta, Elmer! ¿Cómo vas a hacer que tu madre, con casi 80 años, esté lavando la ropa a mano? ¡No debe tener ni fuerza para eso!

—No importa —le respondí, tratando de calmarme—. El lavarropas es para los ricos, y nosotros somos humildes. No lo necesitamos.

Lolita no tardó en replicar:

—¡No seas estúpido! Cualquier persona tiene un lavarropas. Hasta la gente en las villas miseria tienen lavarropas, aunque sea el más viejo.

Su comentario me golpeó como un balde de agua fría. Sentí que me estaba juzgando en cada aspecto de mi vida, como si todo lo que había hecho hasta ahora no fuera más que una serie de fracasos.

—Lolita mi madre lavó la ropa a mano toda la vida, aquí es normal no es como en tu país que son todos ricos.

—¿Por qué no dejas de decir boludeces? — escribío Lolita.

—Es que yo encuentro lavarropas en la calle, pero los vendo o les saco las bobinas de cobre, las desarmo y las vendo. Ni siquiera me fijo si los lavarropas funcionan.

—¿Algo más para agregar a tu lista? —continuó—. No tenés documento, no querés tirar tu pila de DVDs, y ahora me entero que no tenés lavarropas y que hacés que tu madre lave a mano. Y vos, con todo lo que te ensuciás entre basurero y basurero. ¡Eso es una mierda, Elmer!

Mis manos temblaban de rabia mientras leía sus palabras. No podía soportarlo más.

—¿Y vos? —le respondí, furioso—. ¡Vos que te fuiste de vacaciones a la costa, pasándola bien mientras yo me moría de angustia porque me bloqueaste!

El silencio que siguió a mis palabras fue como una bofetada en plena cara. Lolita se desconectó, dejándome furioso.

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