Elmer

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Me llamo Elmer, y hoy es otro día de esos en los que la humedad de las lluvias apenas se atreven a cruzar las cortinas americanas, viejas y polvorientas de mi habitación. Aquí, donde las paredes parecen encogerse por la presión de las cosas apiladas a su alrededor, mi mundo se mantiene intacto, perfecto y como yo lo quiero.

Desperté temprano, como siempre, aunque no hay razón para hacerlo. Mi máquina de escribir me esperaba sobre la mesa de la cocina cubierta con una fina capa de polvo y grasa que no me molestaba en quitar. No importaba la mugre, la usaba más como adorno que para escribir en ella.

Mi verdadero trabajo, el de las palabras que comparto en redes, se lleva a cabo solo en mi mente. Allí soy un escritor serio, un hombre de letras con opiniones agudas y conocimientos profundos.

O al menos eso es lo que mis seguidores piensan. Nadie sabe que la verdad es que escribo lo justo y necesario y que me pierdo entre palabras que nunca terminan de encajar en mis historias.

Escuché un bochinche en la cocina. Mi madre, Dionisia, ya estaba despierta, preparando lo que llamaba «desayuno», un té y unas galletas rancias.

—Elmer, vení a desayunar —gritó mi madre Rosa, con una voz aguda por la edad.

—Ya voy, mamá —respondí, mientras miraba mi reflejo en el espejo roto que colgaba de una pared del baño del patio.

El exterior de la casa también estaba lleno, como siempre. Había que caminar con cuidado, evitando derrumbar alguna pila de diarios antiguos o cajas de cartón llenas de botellas de plástico. Todos esos tesoros eran importantes para nosotros. «Nunca se sabe cuándo algo de esto nos será útil», solía decir mi madre. Y yo nunca la contradecía. Era más fácil dejar que las cosas siguieran su curso, para que la vida continúe sin estrés.

Llegué a la cocina. Había una pestilencia terrible, pero no dije nada. Los gatos habían traído una rata y estaba muerta debajo de la mesa.

Mi madre estaba sentada, con su cabello canoso desordenado y su cara marcada por arrugas que parecían contar historias que ni siquiera ella recordaba.

—Hoy encontré algo bueno en el callejón —dijo mientras señalaba una bolsa de plástico rota a su lado—. Unos zapatos de tu talle casi nuevos. Solo un poco sucios, pero nada que no se pueda arreglar.

—La verdad que están bastante decentes, mamá —contesté, mientras los miraba.

Ella sonrió, mostrando los dientes amarillentos por los años. Era feliz con esas pequeñas cosas, y en cierto modo, yo también lo era. O al menos me convencía de ello.

  Comencé a desayunar en silencio, mientras ella me contaba como había pasado la mañana revisando contenedores. La escuchaba, pero mi mente vagaba por otros lugares, lugares que nunca vería en persona, pero que existían claramente en mi imaginación.

Después del desayuno, mamá se dedicó a ordenar las bolsas que había traído. Siempre lo hacía con un cuidado obsesivo, separando cada cosa según su valor y utilidad. Yo la observaba mientras me preparaba para conectarme a las redes sociales.

Ahí, entre todos esos desconocidos, podía ser alguien diferente.

Abrí la computadora portátil, una laptop antigua que había encontrado hace años, y me conecté a mi perfil de escritor. Leí los comentarios de mis últimas publicaciones, la mayoría llenos de elogios. Sonreí con satisfacción.

Nadie sospechaba la verdad.

—Elmer, ¿puedes ayudarme con esto? —dijo mi madre, interrumpiendo mis divagaciones.

—Dime, mamá. ¿Qué necesitas?

—Quiero mover esas cajas al sótano. Están estorbando aquí —respondió, señalando unas cajas llenas de libros viejos y objetos que no recordaba haber visto antes.

Me levanté a regañadientes y la ayudé a levantar las cajas. El sótano estaba aún más lleno que el resto de la casa, pero siempre había un lugar para algo más. Bajamos con cuidado, asegurándonos de no tropezar con los escalones rotos, ni con las telarañas.

—¿Te acuerdas cuando papá solía jugar con nosotros aquí abajo? —dijo mi madre con la voz nostálgica.

—Sí, lo recuerdo —mentí. No recordaba mucho de mi padre, solo que había desaparecido un día y nunca volvió. Mi madre siempre decía que lo habían matado por una deuda de juego cuando yo era muy pequeño y eso era todo lo que sabía. Era un tema que evitábamos en casa, como si hablar de él fuera invocar algún tipo de diablo.

Dejamos las cajas en una esquina del sótano, sobre otras cajas que llevaban allí años. El lugar estaba oscuro y húmedo, con un olor a moho que siempre permanecía.

—Mamá, tenemos que deshacernos de algunas cosas —dije, sabiendo que ella haría oídos sordos.

—No seas tonto, Elmer. Todo esto es importante. Algún día lo entenderás.

Suspiré y no insistí más. Subimos de nuevo, cerrando la puerta del sótano tras nosotros. Ella volvió a su rutina, y yo a la mía, conectándome de nuevo al mundo digital donde podía ser quien quisiera.

Pero, aunque pretendía ser otra persona, había momentos en los que la realidad me pegaba en el rostro violentamente, como si alguien abriera las ventanas y dejara entrar un rayo de luz que iluminara toda la suciedad y el caos que nos rodeaba. Sabía que no podía escapar de la mierda de esta vida insana, pero fingir que era alguien diferente me daba una extraña sensación de seguridad.

Pasaron las horas y la tarde llegó sin que me diera cuenta. Mamá salió a buscar más cosas en el barrio, como hacía todos los días. Yo me quedé solo, contemplando el desorden de nuestra casa. A veces me preguntaba como habíamos llegado a esto, pero rápidamente apartaba esos pensamientos. No tenía sentido pensar en lo que no se podía cambiar.

Mi madre volvió al anochecer, con más bolsas llenas de lo que ella llamaba «tesoros». Siempre decía que algún día podríamos vender todo y hacer una fortuna. Yo sonreía y asentía, pero en el fondo sabía que eso nunca pasaría. Esto era nuestra vida, y no cambiaría.

—Mañana voy a ir más lejos, a ver qué encuentro —dije mientras ella dejaba las bolsas en el suelo.

—Ten cuidado, hijo.

—Mamá, no deberías salir, el otro día no recordabas el camino de regreso a casa —le demandé.

—No te preocupes por mí, Elmer —dijo con cara larga.

Nos sentamos a cocinar unos fideos con aceite y sal, en la misma mesa, en la misma cocina, rodeados de las mismas cosas. Hablamos poco, como siempre. Sabíamos que no había mucho que decir.

Después de la cena, volví a mi habitación. Encendí la lámpara de escritorio, que apenas iluminaba la mitad de la habitación y abrí un libro al azar de los muchos que tenía apilados a mi lado. No lo leí, solo lo hojeé, buscando palabras que me ayudaran a escribir algo para mi próxima publicación en las redes. No encontré ninguna.

Apagué la luz y me quedé en la oscuridad, deprimido, escuchando los sonidos de la casa. Los crujidos de las paredes, el susurro del viento entrando por las grietas de las ventanas, y el ruido lejano de los autos en la calle. Me pregunté si mi vida sería diferente si las cosas hubieran sido de otra manera.

Si mi padre hubiera pagado su deuda de juego, si mi madre no hubiera decidido que nuestra vida debía girar en torno a la basura.

Pero esos pensamientos solo duraban un momento. Pronto, la oscuridad me envolvía y me quedaba dormido en la cama, con mis 7 perros y mis 20 gatos, esperando que el día siguiente fuera igual al de hoy y al de ayer.

Así era mi vida. Un escritor en las redes, un hijo en casa, un acumulador en silencio. Y así seguirá siendo, hasta que no haya más espacio para los sueños o para la basura.

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