La cobardía

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El viento caluroso de diciembre se colaba por las grietas de la casa, como si la vieja construcción quisiera recordarme lo frágil que era mi fachada de madera. Afuera, los árboles se mecían suavemente, mientras la primavera ya había llegado a su fin, sin embargo el calor ardiente se avecinada y eran arrastrados por la brisa caliente. Las fiestas se acercaban y había que trabajar el doble porque era la temporada de limpieza general, previas a la navidad y siempre desechaban cosas valiosas.

Me desperté con un dolor en el pecho, esa familiar opresión que me acompañaba desde que empecé a construir mi vida basada en mentiras. Mis seguidores en la aplicación seguían enviándome mensajes, alabando mi última publicación sobre el valor de la integridad. Irónico, considerando que en el fondo sabía que era un cobarde.

—¿Qué piensas hacer hoy? —la voz de mi madre resonó desde la cocina, donde probablemente estaba clasificando la última tanda de cosas que habíamos traído la noche anterior.

—Lo de siempre —respondí, aunque ni siquiera yo estaba seguro de qué significaba «siempre». Mis días se habían convertido en una rutina vacía, donde cada actividad era una excusa para no enfrentar la realidad.

—Ya es hora de que consigas un trabajo de verdad, Elmer. No puedes seguir cargando ese carro por la ciudad como un idiota. No es vida, ni para ti ni para mí —dijo con su usual tono crítico.

Su comentario me molestó, pero no pude evitar sentir que tenía razón. Sin embargo, la idea de un trabajo de verdad me parecía tan lejana como imposible. ¿Quién contrataría a un hombre de casi 50 años que había pasado toda su vida en las sombras, acumulando basura y mintiendo sobre quién era?

—No necesito un trabajo de verdad. Lo que hago es suficiente —murmuré, más para mí mismo que para ella.

—¿Suficiente? ¿Para qué? ¿Para seguir viviendo entre montañas de porquerías? —su tono se endureció y sentí un escalofrío en el cuerpo.

No respondí. No tenía fuerzas para enfrentarla ni para defender mi modo de vida, un modo de vida que en el fondo sabía que era insostenible. Sin embargo, el miedo a cambiar, a salir de la seguridad de mi pequeño mundo, era más fuerte que cualquier otra cosa.

La mañana avanzó lentamente. Traté de perderme en la pantalla de la computadora, pero incluso las palabras que normalmente fluían con facilidad se resistían. La voz de mi madre seguía resonando en mi cabeza y con ella, la sombra de lo que sabía que debía hacer pero no podía.

Fue entonces cuando el teléfono sonó. Lo miré con temor. Rara vez recibía llamadas, y cuando lo hacía, casi nunca eran buenas noticias.

—¿Elmer? —la voz en la otra línea era inconfundible. Guillerme, mi único hermano, de 30 años, con ese tono siempre tan seguro, tan definido. Un tono que en contraste con el mío, solo servía para recordarme lo lejos que estábamos el uno del otro.

—¿Guillerme? —respondí, con más sorpresa que otra cosa.

—Sí, soy yo. Escucha, sé que no hemos hablado en un tiempo, pero... quería ver si podemos arreglar algo para Navidad. Mi esposa y mis pequeños hijos preguntan por ti, y mamá...

Hubo una pausa incómoda. Podía escuchar el ruido de fondo, probablemente sus hijos jugando, mientras él trataba de encontrar las palabras adecuadas.

—Mamá necesita ayuda, Elmer. No puedes seguir dejándola vivir en esas condiciones. No es saludable para ella, ni para ti. Si limpias la casa, podemos pasar la Navidad juntos. Los niños podrían conocerla mejor, y todos podríamos tener un momento agradable.

Su propuesta me sorprendió, pero también me hizo sentir una punzada de resentimiento. ¿Ahora quería acercarse? ¿Después de todo estos años? Sabía que sus intenciones eran buenas, pero la idea de limpiar la casa, de enfrentar todo lo que habíamos acumulado durante años, me parecía una tarea imposible. Además, sabía que hacerlo no sería suficiente para reparar la relación que habíamos roto hace tanto tiempo.

—Guillerme, no sé si eso es lo mejor —respondí, tratando de mantener la calma—. La casa está como está y cambiar eso no va a solucionar nada.

—¿Cómo que no va a solucionar nada? ¿Estás escuchándote? —su tono cambió, de conciliador a irritado—. ¿Sabes que los niños ni siquiera pueden visitar a su abuela porque tienen miedo de enfermarse en esa pocilga? ¿Eso no te importa?

Su acusación me golpeó más fuerte de lo que esperaba. Pero en lugar de enfrentar la verdad de sus palabras, me encerré en mi propio orgullo.

—No quiero pelear, Guillerme. Si no quieres venir, no vengas. Pero no voy a hacer una limpieza solo para que te sientas mejor.

Hubo un largo silencio al otro lado de la línea. Podía imaginar a mi hermano frotándose la frente, tratando de contener su frustración.

—Sabes, Elmer, siempre has sido un cobarde. Siempre te has escondido detrás de excusas en lugar de enfrentar la realidad. Pero no puedo seguir protegiéndote de tus propias decisiones. Si no haces algo pronto, lo perderás todo, incluso a mamá.

Y con eso, colgó. El sonido del teléfono al desconectarse resonó en mi cabeza, dejándome solo con mis pensamientos y una creciente sensación de impotencia.

Me dejé caer en la silla, mirando el desorden que me rodeaba. Las palabras de Guillerme seguían repitiéndose en mi mente, pero en lugar de inspirarme a hacer algo, solo reforzaban mi sentimiento de incapacidad. Sabía que tenía razón, que si seguía así, perdería todo, pero la idea de cambiar, de enfrentar el caos que había creado, me aterrorizaba.

Las horas pasaron y la luz del día comenzó a desvanecerse. Mi madre, ajena a la conversación que había tenido con Guillerme, seguía con su rutina, moviéndose entre las pilas de cosas con una facilidad que solo alguien acostumbrado a ese ambiente podía tener.

Finalmente, no pude soportarlo más. Necesitaba escapar, aunque solo fuera por un rato. Sin decirle nada a mi madre, salí de la casa y empecé a caminar sin rumbo fijo, dejando que mis pies me llevaran donde quisieran.

El pueblo estaba decorado con luces navideñas y las tiendas exhibían sus mejores ofertas en las vitrinas. Parecía un mundo completamente diferente al mío, un mundo que no entendía ni sentía que perteneciera.

Pero a pesar de la distancia que sentía, no pude evitar sentir una punzada de envidia al ver a las familias reunidas, sonriendo y disfrutando del ambiente festivo. Algo tan simple, tan normal, pero que para mí parecía tan lejano. Comprando arbolitos navideños y decoraciones para adornar sus casas.

Mis pensamientos volvieron a la conversación con mi único hermano. Lo recordé de niño, siempre tan lleno de energía, tan decidido a lograr todo lo que se proponía. Mientras yo me sumergía cada vez más en el mundo de la depresión, él había encontrado una manera de escapar, de construir una vida propia. Y ahora, con su esposa y sus hijos, tenía algo que yo nunca tendría: una familia normal y un hogar limpio y ordenado.

Caminé durante horas, sin rumbo fijo, dejando que mis pensamientos se entrelazaran con el sonido de la ciudad. Sabía que tenía que tomar una decisión. Si seguía como estaba, lo perdería todo, tal como Guillerme había dicho. Pero la idea de limpiar la casa, de enfrentar el caos que había dejado crecer durante tantos años, me aterrorizaba.

Finalmente, cuando las horas pasaban comencé a tener miedo y volví a casa. Mi madre estaba sentada en la cocina, revisando unos papeles viejos, como siempre. Me miró de reojo cuando entré, pero no dijo nada. Sabía que algo había cambiado en mí, pero también sabía que no había nada que ella pudiera decir para cambiarlo.

Me senté frente a la computadora, tratando de distraerme con las redes sociales, pero los mensajes de mis seguidores ya no tenían el mismo efecto reconfortante. Sentí que estaba viviendo una doble vida, una donde era admirado por desconocidos y otra donde era un cobarde incapaz de enfrentar la realidad.

Finalmente, apagué la computadora y me dirigí a la cama, sin saber qué más hacer. Pero mientras me acostaba, las palabras de Guillerme seguían atormentando. Sabía que tenía razón, que era un cobarde por no enfrentar lo que realmente era. Pero también sabía que no podía cambiar de la noche a la mañana. La idea de limpiar la casa, de enfrentar que tenía demasiado quilombo, muchas gallinas, perros y gatos  acumulados durante años, me parecía imposible.

Y así, me quedé despierto durante horas, dando vueltas en la cama, tratando de encontrar una solución, una manera de enfrentar la realidad sin perderme en el proceso. Pero a medida que la noche avanzaba, me di cuenta de que no tenía respuestas y que debía intentarlo.

Las semanas pasaron y con ellas, la Navidad se acercó cada vez más. Mi madre seguía con su rutina, ajena a mi conflicto interno, mientras yo trataba de ignorar las crecientes tensiones entre mi hermano y yo. Sabía que Guillerme tenía razón, que algo debía cambiar, pero no podía encontrar el valor para hacerlo.

Finalmente, llegó la víspera de Navidad. El aire estaba demasiado tenso. No había podido limpiar lo suficiente porque había pasado todos los días con mi carro, juntando botellas, ya que era temporada de beber mucho alcohol a lo pavote y tenía que reunir 150 kilos de vidrio, para poder comprar la comida para la semana.

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