La improvisación

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Otra vez. Apenas habíamos pasado la Navidad y ya Chiara volvía a aparecer, como si fuera la única que se preocupaba por mantener las apariencias, por sostener la idea de una familia que en realidad nunca hemos sido.

Todavía no terminaba de limpiar los restos de la comida que ella misma había traído hace cuatro días y ahí estaba ella, en la puerta de la casa, hablando en voz baja con mamá pensando que yo no la escuchaba.

—Mirá, Elmer —me dijo en cuanto cruzó la puerta, sin siquiera saludar primero—. Sé que las cosas no salieron bien en Navidad, pero tengo una idea para Año Nuevo.

Suspiré, imaginándome lo que ella diría. Una idea. Chiara siempre tenía ideas y yo siempre acababa envuelto en ellas, aunque nunca me parecieran útiles o necesarias.

—No sé si tenga ganas de otra celebración —respondí, cruzándome de brazos, intentando mostrar lo poco interesado que estaba.

Mi cuñada no me hizo caso. Con el entusiasmo que siempre tenía para estas cosas, comenzó a hablar y dijo:

—Mirá, podemos hacerlo en el patio. Sacas la mesa y la ponemos afuera, al aire libre,  total así es mejor porque hace mucho calor
Así, no tienes que preocuparte tanto por limpiar la casa. Solo tienes que asegurarte de que las gallinas, los perros y los gatos no se metan debajo de la mesa mientras comemos.

La miré con escepticismo.

—¿Y cómo se supone que haga eso? —pregunté, sintiendo ya el cansancio por todo el trabajo que implicaría.

—Puedes poner un alambrado o una reja metálica para mantener a los animales en el otro lado del patio —me explicó como si fuera lo más obvio del mundo.

—¿Un alambrado? —repetí, sin poder creer lo que estaba oyendo—. ¿Me estás diciendo que ponga un alambrado en medio del patio? ¿Para qué? ¿Para tener un lado limpio y otro lleno de mierda?

Ella suspiró con rabia, como si estuviera tratando de mantener la paciencia.

—No tiene que ser perfecto, Elmer. Solo tiene que ser lo suficientemente bueno para que podamos tener una comida tranquila sin que los animales estén revoloteando alrededor. No te estoy pidiendo mucho. Es por la salud de los niños, que son chiquitos.

Apreté los dientes, sintiendo que mi resistencia comenzaba a ceder. Lo último que quería era pasarme los días antes de Año Nuevo armando una especie de corral en el patio, pero sabía que mamá estaba escuchando desde el otro lado mientras lavaba la ropa en un balde y esa mirada que siempre me lanzaba cuando Chiara empezaba con sus ideas me hacía sentir culpable por resistirme a hacer algo.

—Está bien, lo haré —acepté finalmente, con algo de resignación y frustración—. Pero no esperes que sea una obra maestra. Haré lo que pueda. Estos días tengo que salir a trabajar.

—¿Trabajar? —dijo ella con cara de asco.

—Ve con Guillerme, ve. Yo me ocuparé —le dije para que se fuera.

—Gracias —dijo mi cuñada, como si hubiera logrado algún tipo de victoria—. Y no te preocupes por la comida. Si estamos al aire libre, podemos hacer un asado. Yo me encargo de comprar la carne y las bebidas.

—Lo de las bebidas, mejor no —interrumpí rápidamente.

Chiara se detuvo y me miró con una expresión maligna.

—¿Por qué no? —preguntó, claramente molesta por mi repentina objeción.

—No me gusta la idea de tener bebidas alcohólicas en la casa —dije, tratando de sonar firme—. No quiero que se emborrache nadie.

—¿Que no qué? —repitió, como si no pudiera creer lo que estaba escuchando—. ¿De qué hablas, Elmer? ¡Es Año Nuevo! Es normal brindar con algo.

Negué con la cabeza, sintiendo cómo la tensión aumentaba.

—Soy abstemio, Chiara. No me gustan esas cosas. No me gusta la gente que se emborracha y menos en mi territorio.

—Elmer, te recuerdo que esta es la casa de doña Dionisia y no es tu propiedad, porque tú nunca te has casado y por ende nunca te has ido de esta casa —dijo con una mirada fulminante.

Su respuesta fue inmediata y su tono mucho más agudo de lo que esperaba.

—¡Ja! Yo no me casé porque nunca encontré una mujer en que confiar, eso es todo y no diré nada más —le grité.

—¿Qué te pasa, Elmer? —explotó, llena de frustración—. ¡No tienes por qué ser tan cerrado! ¡Ni siquiera tienes que beber tú! Pero no puedes imponerle eso a los demás. ¡Es ridículo! ¡Tú no pones las reglas!

Antes de que pudiera contestar, mamá apareció y dijo:

—¿Qué pasa aquí? —preguntó, aunque su tono sugería que ya sabía lo que estaba ocurriendo.

—Nada, mamá —intenté explicar algo, pero Chiara no perdió tiempo en exponer la situación.

—Es que tú hijo Elmer dice que no quiere que traigamos bebidas alcohólicas para Año Nuevo —le explicó con indignación.

Mamá me lanzó una mirada inquisidora.

—¿Qué tontería es esa, Elmer? —preguntó, con su habitual tono autoritario—. En las fiestas se toma alcohol, y tú no tienes que decir nada al respecto. Ni siquiera tienes que pagarlo, ni ir a comprarlo. Chiara y Guillerme se encargarán de todo.

Intenté mantenerme firme, pero sabía que estaba en desventaja.

—Mamá, no quiero que haya bebidas alcohólicas aquí. No me gusta —insistí, aunque mi voz sonaba débil incluso para mí.

—Y a mí no me gusta tener una casa llena de porquerías, pero aquí estamos —replicó con brusquedad—. Y quiero ver a mis nietos felices. Así que ni se te ocurra intervenir. Si no quieres hacer nada, quédate encerrado en tu habitación y no hagas ruido. Deja que los demás disfruten en paz.

Sentí que el suelo se desmoronaba bajo mis pies. No importaba lo que dijera, siempre acababa en la misma situación: sin poder ganar, sin poder imponer mi voluntad en lo que, supuestamente, era mi propio hogar.

—Pero, mamá… —intenté protestar, pero su mirada me hizo callar.

—Ya está decidido, Elmer —dijo, cortando cualquier posibilidad de discusión—. Acepta que no puedes controlar todo. Es solo una fiesta, por el amor de Dios.

Chiara me observaba con malicia esperando mi respuesta. Su mirada había perdido el enojo inicial. Sabía que a pesar de todo, ella no estaba tratando de hacerme daño, pero su insistencia en lo que debía ser «normal», me hacía sentir cada vez más atrapado.

—Está bien, hagan lo que quieran —concedí finalmente, bajando la cabeza—. Pero no cuenten conmigo para participar.

Chiara asintió, aunque no parecía satisfecha con mi respuesta.

—No se trata de que hagas todo, Elmer. Solo queremos que participes un poco, que estés con nosotros. Pero si prefieres encerrarte, esa es tu decisión.

Sabía que la conversación había terminado y que nada de lo que dijera cambiaría lo que iba a pasar en unos días.

—Voy a hacer lo que me pediste —dije al fin, señalando la puerta hacia el patio—. Voy a limpiar y poner el alambrado. Pero no me pidan más.

Chiara asintió y mamá volvió a la cocina, dejándome solo.

Pasé los días siguientes intentando cumplir con lo prometido. La tarea era ardua, y cada minuto que pasaba me recordaba lo mucho que odiaba estas situaciones. Armé el alambrado con las pocas herramientas que tenía, improvisando como mejor podía. No era una obra de arte, ni mucho menos, pero al menos mantendría a los animales alejados durante la cena.

Mientras trabajaba, no podía evitar sentirme un completo idiota. Estaba gastando mi tiempo y esfuerzo en algo que no quería hacer, para un evento en el que no quería participar. Cada clavo que martillaba, cada trozo de alambre que colocaba, era como un recordatorio constante de lo poco que importaban mis deseos en mi propia casa.

La heladera fue otro desafío. Cuando Chiara mencionó que necesitaba limpiarla, no había considerado cuánto tiempo había pasado desde la última vez que lo había hecho. Había años de acumulación en esa heladera, restos de comida olvidados, capas de hielo que parecían cemento y moho.

—Vamos, Elmer, esto es ridículo —me dije a mí mismo.

Pasé horas rascando el hielo, tirando viejas sobras y frotando con lavandina hasta que el olor de la limpieza reemplazó al hedor de lo que alguna vez fue comida. Era un trabajo ingrato, pero sabía que tenía que hacerlo. No tanto por ellos, sino porque no soportaba la idea de que Chiara y Guillerme volvieran y encontraran otro motivo para juzgarme.

Finalmente, el día de Año Nuevo llegó. El sol caía en un lindo atardecer y el patio estaba tan limpio como lo había estado en años. La mesa, aunque vieja y desgastada, estaba lista en su nuevo lugar, rodeada por el alambrado que mantenía a raya a los animales. Todo estaba preparado, excepto yo.

Decidí quedarme en mi habitación, como había dicho. No quería ser parte de lo que sentía como una farsa. Sabía que en algún momento vendrían para poner la carne en la parrilla y para decirme que debía unirme a la festividad.

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