No hay nada más lindo que la familia unida

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Año Nuevo. Otra vez esa época del año en la que todos se supone que celebran, ríen y se emborrachan como si el mundo fuera a acabar mañana.

Como siempre aquí estoy yo, encerrado en mi pieza con mis gatos y mis perros, con la persiana casi cerrada y las luces apagadas. Ni siquiera me importa que esté tan oscuro que no puedo ver nada. Prefiero estar así, sin tener que soportar el barullo de afuera, ni los comentarios sobre lo bien que lo están pasando mis pseudo familiares.

Sé que en algún momento me van a llamar para comer. Mi hermano Guillerme vendrá y me dirá que deje de hacer el que duermo y que me siente en la mesa con ellos, pero no tengo ninguna intención de hacerlo.

Sin embargo, el olor a carne asada que llega hasta mi cuarto solo me da más razones para encerrarme. Es irónico, porque antes me gustaba el olor a la carne asada, pero ahora solo me irrita, porque sé que lo están disfrutando sin mí, porque eligieron hacer todo lo contrario a lo que yo quería. Son todos unos desconsiderados de mierda y eso me pone más loco.

Para colmo la música de los vecinos retumba en las paredes. No sé como diablos pueden soportar ese ruido. A mí me ensordece, me llena de enfado. Cierro los ojos, pero las vibraciones del bajo hacen que todo mi cuarto tiemble. Es como si me estuvieran atacando con ese ritmo infernal. Aprieto los dientes, tratando de ignorarlo, pero es imposible aguantar callado.

Después de un rato, me levanto y voy hacia la ventana. Corro la persiana apenas un poco para espiar lo que está pasando afuera. Allí están todos, mi madre, Guillerme, Chiara, los niños. Incluso desde aquí puedo escuchar algunas de las palabras que dicen, aunque la música las enmascara un poco. Ese reggaeton de porquería que oyen los ratas, me dan ganas de suicidarme.

—Él no puede seguir así —le dice Chiara a mi madre, mientras acomodaba las botellas de cerveza sobre la mesa.

—Lo sé, Chiara —responde mi madre, Rosa, con un tono muy raro. Ese tono que usa cuando está a punto de hablar de mí como si fuera un problema que necesita resolver—. Elmer tiene algo... Algo que no está bien. No puede seguir acumulando cosas, no es normal. Tiene que admitir que necesita ayuda.

Me quedo boquiabierto. ¿Así que ese es el tema de conversación? Mi «trastorno de acumulación».

Claro, ahora resulta que soy un trastorno ambulante para todos...La rabia me sube a la cabeza, queriendo romper con todo. ¿Qué saben ellos? No tienen idea de lo que es vivir como yo vivo. Se creen que porque tienen trabajos, familias normales pueden juzgarme.

Siento un impulso de salir y decirles todo lo que pienso. Romper esa farsa de cena  familiar y gritarles en la cara que son unos hipócritas. Pero algo me detiene.

No sé si es miedo o resignación, pero en lugar de confrontarlos, me siento en la cama, llamo a los gatos y a los perros para que se suban conmigo. Al menos ellos no me juzgan. Me enrosco entre ellos, tratando de encontrar algo de cariño real, pero no puedo dejar de dar vueltas. La ansiedad me consume, como si tuviera un ataque de ansiedad.

Miro el reloj. Todavía falta un buen rato para que den las doce. El sonido de las risas y la música sigue filtrándose por las paredes, como una tortura constante.

Finalmente, me levanto de la cama. No puedo quedarme así, sin hacer nada. Me acerco al armario y ahí está: el traje. Ese traje que mi madre encontró en la basura hace unos días y que, sorprendentemente, me queda pintado.

Siempre lo había dejado a un lado, como algo que no tenía sentido en mi vida. Pero ahora, por alguna razón, siento que necesito ponérmelo para sentirme bien.

Me cambio rápido. El traje me queda ajustado, pero no se ve mal. Me miro en el espejo y parezco alguien... diferente.

Alguien que no soy, pero que podría ser. Voy a la cocina, agarro una copa que está ahí desde hace años, la lleno con jugo de manzana. Me miro imaginándome por un segundo que realmente estoy celebrando, que soy uno de ellos, uno de esos que disfrutan estas fechas.

Decido sacarme una foto. Me coloco frente al espejo, con el traje, la copa en la mano, una sonrisa muy falsa, pero convincente. Tomo la foto y me siento satisfecho. Es perfecta y nadie podría imaginar lo que realmente está pasando aquí. Me dirijo a mi celular y abro mi red social donde mantengo mi imagen, donde soy ese escritor exitoso de poesías que mis seguidores admiran. Subo la foto y escribo: «Feliz Año Nuevo para todos. Yo la estoy pasando bomba».

En cuestión de minutos, empiezan a llegar las respuestas. Un montón de «Feliz año», «Qué bien te ves», «Espero que la estés pasando genial». Y, por un momento, la ansiedad desaparece. Al menos en ese mundo virtual, soy alguien. Alguien respetado, admirado. No el desastre que realmente soy, encerrado en una casa llena de cosas.

Pero esa sensación de alivio no dura mucho. Después de un rato, salgo de la app, me saco el traje y vuelvo a ser el mismo de siempre. El mismo que vive en medio del caos.

Otra vez el aroma de la comida vuelve a colarse en mi pieza y el hambre me empieza a picar el estómago. No he comido nada en todo el día. Podría rebajarme e ir a la mesa, pero la sola idea de sentarme con ellos, de ver las botellas de cerveza vacías sobre el pasto me revuelve el estómago.

Me quedo en la cama, mirando el techo, tratando de decidir que hacer, cuando escucho que alguien golpea la puerta. Es Guillerme.

—Elmer, vení a comer —dice a los gritos.

—No tengo hambre —miento, aunque sé que no lo va a aceptar.

—No seas idiota. Vení y sentáte con nosotros. Mamá quiere que vayas ahora.

Resoplo, sabiendo que esto no va a terminar hasta que ceda.

—No quiero estar con ustedes —le respondo.

—Elmer, deja de hacerte la víctima —dice Guillerme, ahora más serio—. Sabes que esto no es para siempre. Mamá no va a estar con nosotros mucho tiempo más. Si no puedes estar con nosotros en una simple comida de Año Nuevo, entonces ¿cuándo?

Lo que dijo me golpea más fuerte de lo que esperaba. No quiero ir, pero la culpa empieza a hacerse cada vez más pesada. Sé que mi madre no está bien de salud y sé que mi hermano tiene razón en que no estará aquí para siempre.

Finalmente, me levanto de la cama y me visto con lo primero que encuentro y voy de mala gana y lo primero que veo al salir al patio es la cantidad de botellas vacías de cerveza esparcidas por el pasto. Eso me enfurece de inmediato.

—¿Tomaron todo eso? —pregunto con disgusto.

Guillerme me mira con los ojos rojos.

—Sí, Elmer. Tomamos. Como lo hace la gente normal en Año Nuevo.

—Hay 18 botellas aquí —dije.

—¿Y? —responde mi cuñada con cara de culo.

—Deberían ser como yo —respondo—. Deberían ser abstemios. No necesitan emborracharse para disfrutar.

—Nadie se emborrachó, Elmer —dice Chiara desde el otro lado de la mesa, sin ocultar su enojo—. Solo nos relajamos un poco. ¿Por qué tienes que arruinarlo todo?

No respondo. Me siento en la mesa, pero la tensión en el aire es palpable. La comida está servida, huele bien, pero no puedo dejar de sentir que todo esto es una mentira. Una fachada. No estoy aquí porque quiera estar. Estoy porque me hicieron sentir culpable, porque me manipularon.

Tomo un bocado de carne y mastico en silencio. Nadie habla. Daddy yankee sigue sonando en la casa de los vecinos a todo volumen, pero ahora parece más irritante. Miro a mi alrededor y veo a mi madre, a mi hermano, a Chiara, a los niños, y me doy cuenta de que, aunque esté aquí físicamente, en realidad no pertenezco a este lugar. No soy parte de esto, pero tengo hambre y mis animalitos también...

Y por más que intenten convencerme de lo contrario, siempre será así.

—Entonces pusiste el alambrado en vano —dijo Chiara.

—Acostumbrense, yo hago lo que siento y me gusta comer con las mascotas debajo de la mesa —dije firmemente.

—Nosotros también hacemos lo que queremos. Acostumbrese, porque vamos a beber hasta el amanecer —dijo Chiara, mientras traía más alcohol a la mesa.

—Los niños están durmiendo en la cama de mamá —dijo mi hermano.

—Me parece genial —dije esbozando una falsa sonrisa.

—¿Viste que no hay nada más lindo que la familia unida? —dijo Chiara con malicia.

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