Capítulo III. La carta de Jacob

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La casa de Olivia era muy pequeña. Al contrario de lo que muchos en Araios pensaban, la familia de Olivia no era menos pobre que el resto de los habitantes en la aldea, y desde que Leo vivía con ellos las cosas habían estado mucho más apretadas que nunca. Sin embargo, era un hogar acogedor, limpio, con lo suficiente para que no les faltara nada para vivir cómodamente. En parte se debía a la ocasional ayuda de Jacob desde la Ciudadela; pero, realmente, lo que más aportaba a la felicidad del hogar era el cariño y respeto que guardaban entre ellos los que allí vivían.

Olivia cruzó la astillada valla que rodeaba el pequeño huerto del abuelo y se adentró en casa. Se limpió los zapatos a conciencia en la cocina, que a su vez hacía de comedor, y saludó al abuelo, que se hacía el dormido en una silla de la que sólo se levantaba para regar y recoger sus hortalizas. A continuación voló hacia su habitación, un minúsculo cuarto con dos camas y un armario de puertas desencajadas, se cambió las botas por unos calcetines bien gruesos y procedió a lavarse la cara en el baño.

—¿Dónde están mamá y Leo? —preguntó al abuelo cuando ya se hubo aseado.

—Han ido a por el correo.

Las cartas no llegaban hasta Araios. Debían ir a recogerlas a un pueblo cercano, a una media hora de caminata. Olivia escuchó cómo le rugían las tripas.

—¿Cuándo salieron?

Pero el abuelo se encogió los hombros y echó a roncar de nuevo. Olivia se remangó y sacó de un armarito un cazo abollado, el único que tenían, y lo llenó de agua en el baño.

Aprovechando que mamá no estaba, encendió un pequeño fuego en la chimenea y puso el agua a hervir mientras pelaba unas gordas patatas del huerto del abuelo. Era lo que mejor sabía cocinar (por no decir lo único), pero mamá siempre se mostraba recelosa cuando se trataba de encender un fuego. Por suerte, ahora podría sorprenderla con una deliciosa comida, y seguramente estaría tan cansada después del viaje que ni se molestaría en reñirla.

Dejó las patatas cociéndose y peló a continuación algunas habas. El abuelo la observaba con un ojo entreabierto. Olivia sonrió para sí cuando lo escuchó tragar saliva. Tras unos minutos sirvió las patatas y las habas en cuatro platos, cada uno de un tamaño y color distinto, y los dejó en la mesa de madera que reposaba en el centro de la sala. El abuelo ya parecía completamente despierto, y se debatía entre comer ya o esperar a su hija y a Leo.

Por suerte, no tardaron mucho más en regresar. Olivia salió a recibirlos y a quitarle la capa a mamá. Estaba tan hambrienta que no se dio cuenta de la mala expresión que turbaba el rostro de los recién llegados.

—Gracias, Olivia —dijo mamá cuando se sentó a la mesa y vio el plato de patatas. Sin embargo, sus ojos no mostraban alegría alguna ante semejante manjar.

Olivia le lanzó una mirada a Leo, que suspiró y le hizo un gesto. "Luego hablamos", le decía. Olivia se encogió de hombros. Seguía sin darse cuenta del ambiente cargado que se había formado en el comedor. Les tomó la mano a mamá y el abuelo, que a su vez se la dieron a Leo, y procedieron a recitar sus oraciones:

—Padre Sol, gracias por proporcionarnos este alimento en el día de hoy. Gracias por ofrecernos tu fruto a través de la tierra y permitirnos comer una vez más. Gracias por llenar a nuestro hogar de vida y salud. Gracias por iluminar el cielo y no abandonarnos a la oscuridad.

Pronunciadas estas palabras, todos se lanzaron a devorar sus patatas. Olivia se regodeaba más que nadie, satisfecha con el resultado de su cocina y por no haber recibido ninguna reprimenda por parte de mamá. Sea lo que fuera que la estuviera preocupando, había servido para mantenerla centrada en otra cosa, y Olivia lo agradecía de corazón.

—Gracias, Padre Sol, por hacer que mamá no se enfade hoy conmigo —pensó, sonriente.

Una vez estuvieron solos en su habitación, mientras el abuelo y mamá se echaban la siesta, Leo le tendió a Olivia un sobre ya abierto. Olivia lo tomó, iluminándosele el rostro al instante de leer el nombre del remitente en el anverso del sobre, escrito con letra fina y grande, de una elegancia que sólo podía atribuírsele a una persona:

—¡Jacob! —exclamó Olivia, extrayendo un trozo de papel bien doblado del interior del sobre. La hoja sólo estaba escrita por una cara.

Olivia y Leo se sentaron en una de las camas del cuarto y procedieron a leer el mensaje de Jacob:

«Querida mamá,

Hace unas semanas te escribí con la promesa de regresar a Araios a mediados de la estación con motivo de mi propio cumpleaños. Sinceramente, después de tantos meses sin visitaros este próximo reencuentro me llenaba de una ilusión indescriptible, tan grande que llevo preparando mi equipaje desde entonces. Sin embargo y contra todo pronóstico, una de las sobrinas del Rey ha contraído una terrible enfermedad que le impide levantarse de la cama y le hace vomitar todo lo que come. Lo que se suponía iban a ser unos días de vacaciones para mí y otros compañeros se ha convertido en un ajetreado mes de investigación, supervisión y experimentación para determinar qué padecimientos acosan a la pequeña y el modo de hacerlos desaparecer. Siento comunicarte, pues, que me será imposible regresar a casa para la fecha que establecimos. Sé que lo prometí, pero realmente no puedo hacer nada al respecto. Durante el invierno tampoco podré viajar, pues los resfriados abundan en la Corte y tampoco quieran arriesgarse a que los médicos reales contraigan cualquier enfermedad en el frío aire de las casas de pueblo.

No obstante, junto a esta carta adjunto un poco de dinero para que compréis carne y lo celebréis por mí. Quisiera poder entregaros más, pero me temo que es imposible. Lo siento mucho, mamá. De veras que quería volver y daros yo mismo un buen festín.

Dales un abrazo a Leo y a Olivia, y recuérdale al abuelo que no salga demasiado a la calle con estas bajas temperaturas. Espero de corazón que volvamos a encontrarnos pronto.

Un saludo,

Jacob.»

Leo terminó de leer la carta antes que Olivia, y se dejó caer de espaldas sobre la almohada con un suspiro. El rostro de Olivia había obtenido una expresión sombría, de gran decepción y desasosiego. Cuando llegó al final de la carta, la releyó un par de veces para asegurarse de que el mensaje seguía siendo el mismo, que ella lo había entendido bien, que realmente Jacob no volvería pronto a casa.

Ahora entendía por qué mamá se había presentado tan triste, pues ella se sentía igual de pronto. Se tumbó junto a Leo, dejando la carta y el sobre a un lado, y se enjugó los ojos humedecidos.

—Siempre lo mismo, siempre igual —murmuró—. Nunca más veremos a Jacob, nunca lo dejarán salir de la Ciudadela.

—Tampoco digas eso... —dijo Leo—. Sí volveremos a verlo. Lo que no sé es cuándo.

Olivia permaneció en silencio. Con la vista clavada en las humedades del techo, el corazón le martilleaba el pecho con furia. Odiaba la Ciudadela. Odiaba que le hubieran arrebatado a su hermano, y odiaba que mamá estuviera triste por ello.

—Cuidemos de mamá estos días. Debe de estar sensible —dijo al cabo de unos minutos. Se incorporó, guardó la carta de Jacob en el sobre con su nombre y la dejó debajo de su almohada—. Y mejor no contárselo al abuelo. Seguro que se le olvida que Jacob iba a venir, así que no se pondrá triste.

Leo asintió y se bajó de la cama.

—Descansemos antes de clase —dijo, tumbándose de nuevo en su propia cama.

Olivia, sin embargo, permaneció sentada mirando al suelo de madera de su habitación. Sentía las astillas a través de sus calcetines, pero no la molestaban. Escuchó a Leo abrir un libro que probablemente le habría prestado el señor cartero y supo que ya no podría seguir hablando con él hasta que dejara de leer. Suspiró, palpó la carta de Jacob debajo de la almohada y se tumbó con la intención de echarse una siestecita.

Pero las palabras de Jacob aún le hacían daño en el corazón, y ese dolor no le permitió dormirse.

Leo dejó el libro cuando escuchó movimiento en el salón, lo cual significaba que mamá ya se habría levantado. Olivia seguía sumida en sus pensamientos, así que no se percató de ello hasta que Leo la sacudió levemente.

—Pensé que te habías dormido —le dijo cuando la vio totalmente despierta.

Los dos niños fueron juntos al salón-comedor, donde mamá bostezaba desde la mesita donde anteriormente habían comido. Sobre esta descansaba un enorme libro de tapas oscuras y corroídas por el paso del tiempo, de apariencia tan frágil que Olivia siempre temía tocarlo y hacerlo desaparecer en una nube de polvo. En la cubierta del libro se leía, en letras grandes y amarillentas, el título del gran tomo: "Historia de la Ciudadela: Dioses y Reyes".

—Hoy hablaremos sobre el Rey Kaín —dijo mamá, aún con el rostro teñido de pena.

Olivia resopló larga y pesadamente mientras tomaba asiento frente a mamá. Leo se sentó a su lado con los ojos brillantes y una sonrisilla ilusionada en los labios.

—¿Habéis descansado bien? —preguntó mamá, tal vez intentando distraerse un poco.

—Se me olvidó decirte que la señora del puesto de dulces te dio las gracias por algo —recordó de pronto Olivia—. Me dio una magdalena, pero se la regalé a Angela.

Mamá miró a su hija con cierto cansancio, pero con ternura. Desde el otro lado de la mesa le apretó la mano.

—¿Está bien Angela?

—Sí. Por cierto, ¿sabes quién es Epoh? —preguntó Olivia, que acababa de acordarse de aquel nombre pronunciado por Angela.

Mamá frunció el ceño y se mordió el labio, pensativa.

—Me suena haberlo oído antes, pero... ahora mismo no caigo.

Olivia se encogió de hombros. Le pidió que, si lo recordaba, le contara de dónde podía haber salido ese nombre. Entonces empezó la clase.

Todos los niños en Araios, o al menos la mayoría, asistían a clases diarias desde sus casas. Era obligación de padres, madres y, en definitiva, de los tutores de cada niño contarles sobre la Historia de su país e instruirlos en las bases de las matemáticas y la ortografía, así como en otras disciplinas que quedaban en la decisión de cada maestro. El objetivo de estas clases no era otro que culturizar a los niños y tratar de extraer lo mejor de ellos para que, en un futuro, pudieran tener una vida de provecho en la Ciudadela, con un trabajo estable y digno.

Jacob, por ejemplo, había demostrado su gran talento para las ciencias con sólo doce años. Olivia era aún un bebé y no lo recordaba, pero durante muchos meses el joven se había estado preparando para importantes exámenes llevados a cabo por la Ciudadela en busca de jóvenes prodigiosos. Jacob se había especializado en el campo de la medicina, y aprobó sus exámenes a la primera y con muy buenos resultados. A partir de entonces, cada semana viajaba a Quimenos, la ciudad más cercana a Araios, a estudiar y aprender más de los mejores doctores de la zona. Los fines de semana regresaba a Araios y se encerraba en su cuarto a devorar libros tan gruesos que a mamá siempre le daba la sensación de que los delgaduchos brazos de su pequeño Jacob terminarían cediendo ante su peso algún día.

Finalmente, cuando Jacob cumplió dieciséis años (y de esto sí se acordaba Olivia bastante bien), un hombre de traje y sombrero blancos y maletín oscuro llegó a su pequeña casa en Araios con una noticia importante:

—Jacob ya es un adulto, y debe servir con sus dotes médicas al Rey y a la Ciudadela.

Olivia recordaba el rostro afilado del hombre, sus ojos negros penetrantes muy fijos en su hermano mayor, al que aún ni siquiera le había salido la barba. Olivia se asustó y quiso decirle a Jacob que no se fuera con aquel hombre. Pero entonces Jacob dio un paso al frente, se inclinó ante él y dijo:

—Será un honor.

¿Un honor? ¿Sería un honor? Olivia no entendía. Mamá también se inclinó, aunque Olivia estaba segura de que lo hizo para ocultar las lágrimas que afloraban de sus ojos. El hombre asintió, dijo que volvería al día siguiente y se marchó.

Y cuando el hombre regresó, Jacob ya había preparado su pequeña maleta y sus libros, dispuesto a marchar. Prometió que visitaría a mamá, al abuelo y a Olivia cada fin de semana. Que escribiría todos los días. Que no olvidaría Araios. Mamá se desplomó al verlo partir, pues aunque le alegraba sobremanera que su querido Jacob fuera a abandonar la pobreza que los atormentaba en Araios, su pequeño lo era todo para él. Así, se aferró a la promesa que su hijo le había hecho y continuó su vida contando los días hasta volver a verlo.

Sin embargo, la Ciudadela tenía otros planes para él, y rara era la ocasión en que Jacob podía volver a casa más de una vez cada dos o tres meses. Las cartas al principio eran semanales; luego, fueron llegando de forma más escasa, más escuetas, más formales. A veces llegaban con una pequeña ayuda económica para la familia. A veces, con noticias como el ascenso que Jacob había recibido a doctor real. A veces, sólo contaban con tres o cuatro líneas para asegurarle a mamá que seguía bien en la Ciudadela.

Olivia detestaba la Ciudadela por haberse llevado a Jacob, y por ello mismo detestaba las clases que mamá les daba a Leo y a ella todas las tardes. Se negaba a ser tan buena como Jacob y arriesgarse a que a ella también se la llevaran. Leo, mientras tanto, era un niño inteligente y espabilado, y a Olivia le daba miedo que algún día volviera el hombre del traje blanco para solicitar la presencia de Leo en la Ciudadela.

—De vez en cuando deberías hacerte el tonto —lo regañaba Olivia cuando mamá no escuchaba.

Pero Leo no respondía, y a Olivia se le encogía el corazón cuando veía aquel extraño brillo de ilusión en sus ojos claros, como si le dijeran: "Realmente, quisiera irme a la Ciudadela como Jacob".

Sin embargo y aunque Olivia no aguantara las clases de ciencias u ortografía, había una asignatura que, sin poder evitarlo, la atraía fuertemente: Historia. En realidad a Olivia le daban igual las hazañas de sus antepasados o los crecimientos económicos derivados de la aparición de la Ciudadela. Tampoco le importaba conocer los nombres de todos los reyes que habían gobernado sobre el reino a lo largo de los últimos siglos. Lo que siempre la hacía emocionar y querer aprender más, eran las historias sobre los dioses que imperaban sobre todo el mundo: Padre Sol y Madre Luna.

—Padre Sol y Madre Luna fueron lo primero y serán lo último —les había explicado mamá tiempo atrás, cuando no eran más que niños que apenas comenzaban a entender el poder que los Padres ejercían sobre el universo—. Nacieron cuando aún no existía nada y lo crearon todos, juntos, uniendo sus atributos e imperios para establecer el equilibrio en el mundo.

Mamá les mostró una ilustración que ocupada dos páginas enteras del libro de Historia. Era una copia de una pintura muy antigua encontrada en las paredes de una cueva habitada miles de años atrás por sus antepasados. En ella aparecían dos figuras, ambas altas y esbeltas, una con un sol sobre la cabeza y la otra con una luna, alzando los brazos al cielo e irradiando por las manos una especie de ondas que, al unirse entre ellas, daban lugar a la esfera terrestre. Madre Luna venía representada con un largo vestido oscuro y una melena ondulante, negra como la noche. Sus ojos miraban hacia arriba impasibles, y sus manos, de uñas afiladas, se estiraban con elegancia hacia el mundo. Padre Sol, por su parte, mostraba unos grandes ojos amarillos, luminosos como su pelo claro y su túnica blanca. De brazos robustos y pies delicados, apuntaba hacia arriba con todo su cuerpo.

—Padre Sol nos trae el día, la vida, la comida y la prosperidad. Madre Luna creó de la noche, la muerte, la pobreza y la crueldad entre los hombres. Esto no convierte a ninguno de ellos en malo o en bueno. Ambos son necesarios, ambos cumplen su tarea al equilibrar la balanza que impide que reine el caos entre nosotros. Porque ninguno es mejor o peor.

Olivia, al oír esto, frunció el ceño y se puso toda colorada.

—¡Qué dices! —exclamó con su aguda voz de niña—. Si lo que dices es cierto, entonces Madre Luna es un monstruo. Podríamos vivir sin ella, mucho más felices. Sin guerras, sin hambre, sin odio... ¡Sin muerte! ¿Por qué dices que ambos son buenos?

Mamá, entonces, sonrió como si hubiera estado esperando esa pregunta. Cerró el libro, se tomó unos instantes para pensar y respondió:

—Como ya te he dicho, en el universo existe el equilibrio gracias a que ambos Padres son tan distintos. Pero, además, en ellos mismo existe un balance entre lo positivo y lo negativo. Por ejemplo, Madre Luna es la responsable del agua que bebemos, de la lluvia, de los sueños y el descanso, y fue la primera mujer y, por tanto, la creadora de la feminidad. A su vez, Padre Sol es quien seca nuestras cosechas, es la viva representación de la fuerza física y la violencia, y siendo el primer hombre, es el origen de la masculinidad. Es, también, el creador del fuego que incendia nuestros hogares y el calor que abrasa nuestra piel en verano...

Olivia empezó a entender en ese momento. Y algo en su interior, llamémoslo curiosidad infantil, despertó de pronto. Se quedó mirando a mamá con los ojos muy abiertos, esperando a saber más. Nunca había sabido que los Padres fueran tan importantes. Siempre los había dado por hecho, mientras ellos se encargaban de dar vida y mantener el equilibrio universal.

Leo, sin embargo, nunca mostró tanto interés por la religión. Tal vez estuviera más pendiente de las cosas que realmente podía ver y palpar, y aunque por supuesto que creía en Sol y Luna, prefería dedicar su tiempo a aprender más sobre ciencia y economía.

Olivia no podía dejar de sorprenderse con lo diferentes que Leo y ella eran. Y, aun así, era la persona a la que más quería en el mundo. Por eso detestaría que lo apartaran de su lado, como a Jacob, para siempre.


—Veamos, el Rey Kaín... —Mamá abrió el gran libro más o menos por la mitad—. Seguro que os suena su nombre, ¿verdad?

—Fue el fundador de la Ciudadela —respondió Leo de inmediato—. A partir de él, los demás reyes hicieron que esta creciera cada vez más y más, hasta convertirse en la mayor potencia no sólo a nivel nacional, sino casi internacional.

Mamá sonrió encantada, con los ojos llenos de orgullo. Olivia se encogió de hombros.

—Muy bien, cariño. Veo que prestas atención, ¿eh?

Leo se ruborizó, ilusionado. A Olivia le dieron ganas de bostezar.

—El Rey Kaín, como Leo muy bien ha dicho, fue el gran creador de la Ciudadela. Sin embargo, es cierto que antes de él hubo otra persona encargada de idearla, o al menos de empezar a imaginarla. ¿Alguno sabe quién es?

Leo respondió tan rápido que a Olivia no le dio tiempo ni de resoplar:

—La Reina Selena. La única reina completamente activa que jamás ha tenido nuestro país.

Mamá asintió. Parecía un poco menos cansada.

—La Reina Selena, hermana de Kaín, ideó la Ciudadela y esbozó los primeros planos de lo que pronto sería esa gran potencia que hoy en día conocemos. Sin embargo y por desagracia, la Reina contrajo una terrible enfermedad cuando su proyecto aún se encontraba a la mitad, y tras morir fue su hermano el que ocupó el trono y se encargó de finalizar el trabajo de Selena. Es gracias a ambos hermanos que actualmente la Ciudadela exista.

"Entonces, odio a Selena y a Kaín más que a nadie en el mundo" —pensó Olivia, que no se quitaba a Jacob de la cabeza.

Mamá empezó entonces a hablar sobre los orígenes de la Ciudadela, sobre cómo el Rey Kaín había logrado aumentar la economía del reino en menos de cinco años, sobre las grandes oportunidades laborales y los modernos avances que la Ciudadela desarrolló en escasas décadas. Y Olivia, harta de tanta Ciudadela, dejó que su mente vagara hacia otros lugares, como la casa de Angela o el Prado de flores, donde su amigo felino la podría estar esperando en ese momento.

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