Capítulo IV. La familiaridad de lo desconocido

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—Oye, Leo.

—¿Hmm?

Leo estaba enfrascado en la que parecía una interesantísima lectura sobre los sectores económicos que más beneficiaban a la Ciudadela desde hacía veinte años. Mamá le había prestado el libro para que pudiera seguir estudiando por su cuenta cuando quisiera.

Olivia sabía que era difícil captar su atención cuando leía, pero estaba segura de que aquello que tenía que decirle era mucho más importante que el aburrido tomo que el muchacho se empeñaba en memorizar.

—Creo que las historias que nos han contado sobre el Bosque son una mentira —soltó.

Para gran satisfacción de Olivia, Leo levantó los ojos del libro y los dirigió, muy abiertos, en su dirección. Sin cerrar el libro, dijo:

—¿A qué viene esa tontería?

—Hoy escuché pájaros en los árboles del Bosque —dijo. Prefirió no contarle nada sobre su amigo el gato, aunque no supo por qué.

—¿Te acercaste al Bosque? —exclamó Leo, cerrando el libro sin dejar nada para marcar la página por la que se había quedado leyendo.

—¡No me di cuenta! Estaba paseando por el Prado y sin querer acabé frente al muro. Y pensé: "¡Oh, no, Olivia, debes irte ya mismo!". Pero entonces escuché el canto de los pájaros. El mismo que suena cuando te alejas de Araios.

Leo parpadeó con incredulidad. En su rostro se mezclaban la preocupación y el enfado con una clara confusión.

—No, Olivia, debes de haberlo imaginado... —dijo tras unos instantes—. Nada puede vivir en el Bosque.

—¡Te prometo que lo oí! —insistió ella, sentándose en la orilla de su cama para mirar mejor a su amigo—. Mañana puedes venir conmigo, y te lo mostraré...

—No pienso acercarme al Bosque —espetó Leo, ahora con el ceño fruncido. Ante la simple idea de acompañar a Olivia hasta el muro que rodeaba el temible Bosque le habían empezado a temblar las manos—. Y tú tampoco deberías volver a hacerlo.

—¡Agh!

Olivia se tumbó dándole la espalda a Leo, de brazos cruzados.

—¿Por qué nadie me hace caso nunca...?

Leo suspiró. Olivia siempre había sido así: dramática, impulsiva, soñadora. Recordó entonces todas las veces que lo había defendido frente a Catalina y sus amigas. En aquella última ocasión, Olivia no había dudado en atacar a la matona. Leo no lo habría aprobado jamás, y aun así le enternecía que su amiga hubiera hecho semejante barbaridad para defenderlo a él.

—No digas eso —pidió, levantándose de su cama para abrazarla—. De verdad, Olivia, ten más cuidado... Tienes suerte de que nada te pasara, tan cerca del Bosque.

Olivia quiso insistir sobre lo que había oído, pero se dio cuenta de que Leo no querría escuchar. El miedo en su corazón era demasiado grande, y por ello nunca podría creer sus palabras. Decidió calmarse, abrazarlo y terminar aquella discusión.

No era demasiado tarde, pero los niños estaban terriblemente cansados. Leo no duró mucho más leyendo y pronto apagó la vela que mantenía encendida a su lado. Olivia ya llevaba un rato con los ojos cerrados, tratando de conciliar el sueño. Escuchaba, a través de la pared de la habitación, el viento aullando en el exterior. Imaginaba las hojas oscuras de los árboles chocando contra las ventanas de las casas, siendo llevadas por la fuerte ventisca. Le emocionaba pensar que, al día siguiente, en el Prado se habrían amontonado muchas de ellas. Podría jugar con el gato a lanzarse a la cama de hojas.

No tardó en olvidarse de su pataleta, del Bosque y de la reprimenda de Leo. Se durmió.

El aullido del viento la acompañó durante sus sueños. Podía ver, frente a ella, el gran muro que rodeaba el Bosque. Lo observó unos instantes, lo acarició con los dedos y saltó. El aire la elevó con suavidad y la depositó sobre el muro, desde donde podía ver el Bosque a la perfección. Ahogó una exclamación cuando vio, entre los grandes árboles, un millón de animales de todas las formas y colores. A algunos los había visto en ilustraciones de libros; otros, le eran completamente desconocidos. Los pájaros gorgojaban, los insectos revoloteaban alrededor de las flores, el río cantaba con alegría.

Olivia echó a reír de pura emoción. ¡Sabía que toda la leyenda del Bosque era falsa! Leo se iba a tragar sus palabras.

Cogió impulso y volvió a saltar, sin miedo alguno a la caída. No podía esperar a acariciar a todos aquellos nuevos seres, demostrar que nada malo podía suceder en aquel mágico lugar y derribar el muro, para siempre.

Pero algo extraño sucedió: en cuanto sus pies rozaron la hierba que había más allá del muro, los árboles se cerraron sobre ella en cuestión de milésimas de segundo y la engulleron al instante, sin darle tiempo a gritar siquiera. De repente, todo era oscuridad. Aún podía escuchar el viento, muy profundamente en su cabeza. Se trataba de un sonido tan claro que casi parecía una voz.

Olivia cerró los ojos y aguzó todos los sentidos. Un escalofrío la recorrió cuando se dio cuenta de que, efectivamente, aquello que sonaba era una voz. Una voz ahogada, agonizante.

—Ayúdame —suplicaba.

—¿Cómo? ¿Cómo puedo ayudarte?

Entonces, Olivia despertó. Se llevó las manos a la frente. Fue un alivio sentir el frío de estas sobre su cara caliente. Qué sueño tan extraño, pensó.

El viento seguía sonando fuera, con más violencia que cuando se había ido a dormir. Prestó atención, pero no escuchó nada raro esta vez. Se envolvió bien en sus mantas. Tal vez el frío le provocaba aquellas pesadillas.

Pero, al poco de volver a cerrar los ojos, lo escuchó de nuevo: una voz, mezclada con el viento, que la llamaba. Que pedía ayuda.

—Ayúdame. Ayúdame, por favor.

Se incorporó como movida por un resorte. Se giró hacia Leo; seguía profundamente dormido. Nada parecía perturbarle.

—Ayuda...

Olivia arrugó el rostro al sentir una punzada de dolor en las sienes. Se sentó en la cama, dejando que sus pies tocaran el suelo frío. Empezaba a marearse...

—Te necesito. Ayúdame.

—Ya voy... —murmuró de forma apenas audible.

Se levantó y arrastró los pies hasta la puerta de su habitación. No se molestó en calzarse, ni en abrigarse más. Sólo quería quitarse ese dolor de cabeza, y algo en ella le decía que la única solución estaba en seguir esa siniestra voz que no dejaba de llamarla.

—Ayuda. Ayúdame.

Todo le daba vueltas. Ni siquiera supo en qué momento había abandonado la casa y había comenzado a caminar por la calle. El aire le enredaba el pelo y le helaba brazos y piernas, pero no se detuvo. Pasó, sin darse cuenta, por la plaza principal, por la panadería, frente a la casa de Angela. Llegó a los jardines de la señora Victoria y pasó por el parquecito donde había atacado a Catalina días antes. Siguió el camino hasta que este no fue más que una fina línea de piedras heladas entre briznas de hierba seca que le acariciaban los dedos de los pies.

Y llegó, finalmente, al Prado.

Olivia había dejado que su cuerpo la condujera hasta allí sin ofrecer ninguna resistencia. No sentía, de todos modos, que hubiera podido negarse a ello. Era como si se encontrara en mitad de un extraño sueño: sus extremidades no respondían totalmente a sus deseos, su consciencia pendía de un fino hilo sobre el abismo de lo desconocido, su sentido de la realidad se había distorsionado por completo. Sólo podía oír con claridad la voz del viento, cada vez más fuerte, llamándola, pidiendo ayuda. El dolor de cabeza era tan intenso que la vista se le había nublado, hasta el punto en que tenía que fiarse de su sonámbulo instinto para no chocarse contra algún árbol o tropezar con alguna piedra.

Notaba las hojas secas de los árboles haciéndole cosquillas en los pies. A cada paso que daba, pequeñas ramas se le clavaban y crujían con demasiada fuerza para ser sólo ramas. Olivia tuvo que taparse los oídos, pues cualquier sonido de repente le resultaba insufrible. Sin embargo, la voz no dejó de retumbar en su cabeza, palpitando en sus sienes, haciéndola jadear de dolor.

—Ayuda...

—Ya... voy... —gimió—. Cállate ya...

Sus pasos la llevaron hasta el muro del Bosque, implacable como siempre, aterrador, incluso, en aquella negrura agravada por las manchas que se habían formado en la vista de Olivia. Extendió una mano para palpar la fría pared, y una descarga eléctrica recorrió su cuerpo adormecido, haciéndola temblar con violencia. Los dientes le comenzaron a castañear, los oídos a zumbar, las piernas a flaquear. Pero siguió andando, manteniendo siempre una mano en el muro, ansiosa por llegar al origen de aquella horrible voz y acallarla de una vez.

Llegó, después de apenas unos minutos que le parecieron horas, hasta un árbol. Lo reconoció en seguida: era el árbol que había escalado aquella misma mañana para ver a su amigo felino vagar tranquilamente por el Bosque. Supo qué debía hacer, pero no se sintió con las fuerzas de hacerlo. Cerró los ojos y abandonó toda fuerza, intentando caer sentada; pero, una vez más, su cuerpo actuó por ella, desobediente, y cuando decidió abrir los ojos estaba firmemente agarrada al tronco del árbol, con los pies sobre una gruesa rama, tomando impulso para llegar hasta arriba.

Alcanzó la rama más alta, y no pudo reprimir una exclamación de sorpresa. Horas atrás, había estado segura de que la distancia entre el árbol y el muro era demasiado amplia como para que ella pudiera sortearla. Sin embargo, en ese instante, el muro estaba tan cerca de ella que podía tocar la parte de arriba con toda su mano, sin tener que extenderla mucho. Miró hacia abajo y tragó saliva. Si se caía, se haría mucho daño. Pero confió en que su cuerpo la guiara de nuevo y la salvara de aquel apuro. De nuevo, cerró los ojos. Cogió aire, soltó el tronco del árbol y saltó.

El dolor de cabeza desapareció casi al instante, al igual que aquel extraño estado de sonambulismo que la había conducido hasta allí. Abrió los ojos, parpadeando para alejar cualquier niebla que anteriormente hubiera dificultado su visión, y un estremecimiento la sacudió al percatarse de dónde estaba.

Había subido el muro. Había escalado un árbol, había saltado y ahora se alzaba, de pie, sobre el inmenso Bosque de las leyendas. El Bosque maldito, el Bosque que cobijaba a un espíritu asesino. El Bosque prohibido.

Trémula, se sentó y observó los árboles a la luz de la pálida luna. La vista apenas le alcanzaba para ver mucho más, pero el oído era lo único a lo que debía obedecer. La voz seguía reclamándola, ahora de forma más suave, más triste. Olivia prestó atención, ahora segura de que quien quiera que la estuviera llamando, lo hacía desde el interior del Bosque.

Se preguntó, casi sin poder evitarlo, qué haría Leo en una situación así. Seguramente, una vez hubiera recuperado la consciencia, habría retrocedido y se habría bajado a toda velocidad. Habría vuelto a casa a despertar a mamá y a contarle lo sucedido, para que al día siguiente ella hablara con el pueblo y se hiciera lo posible por aumentar la seguridad de la zona. Tal vez prohibirían el acceso al Prado. Leo no saldría de su habitación en varios días, intentando recuperarse del susto. O, tal vez, escondiéndose de Catalina y su grupo de matonas, que lo perseguirían para gritarle que estaba loco y que se imaginaba cosas. Seguro que le dirían:

—Las historias del anciano te dan miedo, ¿verdad, huerfanito? Ven, ven, ¡vámonos todos a jugar al Bosque!

—A mí no me da miedo el Bosque —se dijo Olivia a sí misma.

Al menos, en ese momento, no sentía ningún miedo. Algo le decía que el Bosque era un lugar seguro; que nada podría dañarla mientras estuviera más allá del muro. El espíritu del Bosque no la atacaría.

Así que, sin pensárselo más, saltó de nuevo y se agarró a la rama de un nuevo árbol cercano. Era mucho más alto que el que había usado para subir, y también era más grueso y tenía más puntos de apoyo. Olivia aguardó un momento. Ninguna rama se lanzó contra ella, ninguna enredadera se enroscó en su cuello, ningún espíritu maligno se apareció frente a ella. Sonrió de pura emoción e inició el descenso con agilidad.

Cayó al suelo de pie, sin tropezar. Miró hacia arriba y se le encogió el corazón al darse cuenta de cuán altísimos eran los árboles desde allí. Todo era un caos de ramas y hojas que no le dejaban ver el cielo y que volvían el Bosque mucho más oscuro en aquella noche. Apenas podía percibir los grandes troncos que la arrinconaban contra el muro, pero eso no impediría que se abriera paso entre ellos con destreza. Se dejó llevar por el sonido de la voz, y milagrosamente fue capaz de salir de aquel laberinto en cuestión de pocos minutos. Irrumpió en un claro abierto, con hierbas tan altas que le cosquilleaban las rodillas. La luz de la luna bañaba el lugar, y aunque no hubiera mucho que ver, Olivia se sintió abrumada, como si nunca se hubiera encontrado en un lugar tan bello. Inspiró largamente, llenando sus pulmones de aquel aire que hacía años que ningún humano aspiraba. Se mordió los labios al escuchar, acompañando a la voz que la llamaba en las profundidades, el murmullo de las aguas de algún río al fluir. Prestó más atención y no pudo contener las lágrimas ante el indudable canto de un grillo en la lejanía. Aquel lugar estaba lleno de vida, ella lo sabía.

Retomó la caminata, siguiendo el camino que marcaba el llanto que la llamaba como si de un hilo se tratara. Nunca antes se había sentido tan plena, tan llena de euforia.

Había entrado en el Bosque, y estaba viva.

—¡Estoy viva! —gritó a los árboles, como retándolos—. ¡Viva!

Y se rio a carcajadas, cada vez más convencida de que nada malo podría sucederle a partir de ese momento. La voz de la noche ya no era algo que odiar. Sintió que se trataba de una amiga que la conducía a casa, a la comodidad del hogar y a la ternura que sólo puede proporcionar algo que has echado siempre de menos, aunque aún no sepas de qué se trata.

Volvió a aspirar aquel aire de pronto familiar, y supo que había llegado al lugar donde debía estar. El Bosque que tanto debía haber temido había sido siempre, en el fondo, parte de ella. Y ya nada podría volver a distanciarla de ese sentimiento.

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