Capítulo V. El llanto de la Luna

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De pequeña, a Olivia siempre le había encantado escuchar los cuentos sobre el Bosque que el abuelo le solía relatar antes de dormir. Le hablaba sobre el temible espíritu, que no personaba la vida de un solo ser; de los animales que, enloquecidos, habían muerto al ser atraídos por la perversidad del Bosque; el miedo que los habitantes de Araios habían experimentado antes de que el muro fuera construido.

—Mamá acababa de nacer cuando la maldición comenzó —le contaba, y esa era la historia que más disfrutaba Olivia—. Tu abuela enfermó muchísimo y yo tuve que hacerme cargo de la pequeñaja. Recuerdo perfectamente aquella primavera en la que decidí pasearla por el Prado de flores... —El abuelo siempre paraba en esta parte. Miraba al infinito, con una triste sonrisa en los labios. La llama de la vela que se consumía en la mesita junto a la cama de Olivia le bailaba en los ancianos ojos—. Había mucha gente fuera esa mañana. Padre Sol nos bendecía con el clima más maravilloso. Y de repente... —Olivia se reía cuando su abuelo achinaba los ojillos, se encorvaba y alzaba los brazos para imitar un agudo chillido—. ¡Un grito rompió el aire! Todos miramos hacia el Bosque, y vimos a un hombre, uno de los trabajadores del mercado, corriendo hacia nosotros, cojeando. ¡Más gritos! ¡Le falta una pierna, le falta una pierna! Alguien se lanzó hacia él para intentar ayudarlo. Y, de pronto, uno de los árboles se inclinó a toda velocidad y los golpeó con sus ramas. Ni siquiera pudieron gritar. ¡Los lanzó volando y se perdieron entre los árboles! Nadie podía creerse lo que había pasado...

—¿Y entonces te quitó el ojo? —preguntaba Olivia, entusiasmada.

—Oh sí, me lo quitó pero bien. En ese momento mamá y yo estábamos justo junto al Bosque. Me di cuenta del peligro justo a tiempo y me aparté antes de que las ramas me atraparan. Por suerte, sólo lograron golpearme la cara y llevarse mi ojo. Si hubiera estado un poco más cerca de los árboles, nunca lo habría contado.

—¡Vaya! —murmuraba Olivia, en parte asustada, en parte maravillada—. ¿Cuánta gente murió ese día?

—Bueno, según dicen había unas veinte o treinta personas paseando por el Bosque esa mañana. Desaparecieron sin dejar rastro, claro está. Y luego, aquellos que fueron en su búsqueda, tampoco regresaron para contarlo... Fueron unos días muy trágicos. Perdimos a muchos amigos.

—¡Increíble!

El abuelo la miraba con ternura. Le recordaba a su propia hija, igual de imperturbable ante aquellas historias que a otros les resultaban terroríficas.

—Un tiempo después murió tu abuela. No, no la mató el Bosque, es que estaba muy enferma. Y un mes o dos después se construyó el muro. Ya nadie era suficientemente valiente como para adentrarse a explorar. Antes llegaron aventureros de todas partes del reino, creyéndose capaces de superar la maldición, pero en cuanto ponían un pie en las tierras del espíritu, eran engullidos por este. Las leyendas llegaron incluso a la Ciudadela, y el rey Kain, que acababa de llegar al poder, subvencionó todas las medidas necesarias para protegernos del Bosque. Sin embargo, gran parte de la población de Araios emigró, todos estaban muy asustados...

—¡Papá! —Mamá entró de repente en la habitación de Olivia, con el rostro descompuesto—. ¡Cuántas veces te he dicho que es muy pequeña para estas historias!

—¡Mamá, mamá, déjale que siga! —suplicó Olivia, incorporándose como un resorte—. Por favor, por favor, te prometo que no me asusto, te lo juro...

El abuelo se levantó con dificultad y pidió perdón a mamá con una mirada de culpabilidad.

—Mamá tiene razón, querida. Será mejor que dejemos los cuentos del Bosque para otro momento.

Y Olivia lloró y lloró, pero desde entonces apenas pudo sacarle historias del Bosque a su abuelo. Y, cuando lograba convencerlo, este siempre las cambiaba para que dieran menos miedo. A Olivia no le bastaba aquello.

Ahora, no podía dejar de pensar en aquellos cuentos. No lograba entender de dónde habían salido esas aterradoras leyendas. ¡Ella estaba en el Bosque, y estaba a salvo, más a salvo que nunca!

—Pero el abuelo no pudo haberse inventado esas historias, ¿verdad? —se preguntó—. Todos en Araios creen que la maldición es real. ¿Por qué?

No podía dejar de cuestionarse todo aquello y más mientras caminaba, siguiendo la voz que no dejaba de llamarla. Pero pronto dejó de pensar en ello, pues la belleza del Bosque le resultaba tan abrumadora que nada más podía ocupar sus pensamientos.

Olivia solía estar en contacto con la naturaleza. Al fin y al cabo, Araios era un pueblo rodeado de montañas y valles, y al estar alejado del bullicio y la contaminación de las grandes ciudades, el verde florecía por doquier. No sólo el Prado era un lugar perfecto para disfrutar de la naturaleza; a Olivia, por ejemplo, le encantaba salir de Araios y caminar hasta llegar a la zona del río. Allí la hierba crecía alta y frondosa, y los juncos se mecían con el viento primaveral. También había mosquitos, y alguna rana, tal vez porque era una zona ya más alejada del Bosque (a pesar de que el río atravesaba este durante un buen trayecto, según los mapas que había visto en casa de Angela). Olivia iba hasta esa zona, a veces en compañía de Leo, y metía los pies en el agua helada, sentada al sol, dejándose adormecer.

Sin embargo, nada podía compararse a la belleza natural del Bosque.

Olivia no podía entender cómo en aquella época del año, cuando lo fríos más glaciales estaban a punto de llegar y las hojas de los árboles caían con la más mínima brisa de aire, el Bosque permanecía congelado en una noche de verano. La hierba, alta y gruesa, brillaba a la luz de la luna con un color verde tan intenso que casi se reflejaba en los troncos de los árboles, tan robustos y llenos de vida y color en su musgo y ramaje que nadie podría haber adivinado que eran tan antiguos como el mismo reino. Olivia posó su mano en uno de ellos, manchándola de resina pegajosa, pero estaba tan fascinada contemplando los pequeños insectos que escalaban la corteza que no se molestó lo más mínimo. Pequeñas orugas blancas se arrastraban con pesadez hacia los huecos del árbol, ajenos a los ojos que las observaban tras lágrimas de emoción.

Lo que más le llamó la atención fueron, sin embargo, las flores: alzándose sobre las hierbas y enredándose entre ellas, cientos de flores de todos los colores se agitaban con elegancia, como dándole la bienvenida a Olivia. La joven estaba segura de que nunca jamás había visto flores como aquellas, ni siquiera en el Prado, y era imposible resistir el impulso de pararse a oler cada una de ellas cuando las divisaba a sus pies.

—¿Cómo un lugar famoso por acabar con la vida puede estar tan lleno de ella? —se preguntaba Olivia cada vez que avistaba un nuevo insecto, o una hermosa flor, o recorría con los dedos las líneas que marcaban las cortezas de los árboles.

Unido a la llamada del Bosque le empezó a llegar el conocido susurro del río, y de pronto fue consciente de la sed que tenía. Desvió un poco el rumbo y en pocos minutos alcanzó el cuerpo de agua, mucho más ancho que en la zona a la que solía escaparse, más caudaloso, más rápido. Olivia se deslizó por la pequeña elevación de tierra que la separaba del río y se agachó para hundir las manos en el agua. Estaba fría, helada, y beberla fue, simplemente, delicioso. Aprovechó para lavarse la cara y quitarse las legañas de los ojos, y se miró en el reflejo del río, visible gracias a la luz blanca de la luna. Le sorprendió encontrarse a sí misma con un aspecto inmejorable, con la piel clara y perfecta. Se rozó las mejillas, notando bajo sus dedos los pequeños granos que llevaban molestándola más de una semana. Se fijó mejor, pero en el río no aparecían esas imperfecciones. Su pelo incluso parecía peinado, más suave y brillante. Tal vez fuera efecto de la luz lunar, pero a Olivia esta imagen la sorprendió tanto que no pudo apartar los ojos hasta casi diez minutos después, cuando su cara dejó de parecerle suya. Decidió olvidar la extraña visión y seguir adelante.

Tras ello, no se volvió a detener. Sabía que se acercaba al origen de la voz que la llamaba, pero comenzó a desesperarse tras un par de horas de caminata. Los pies, aún descalzos, ya le dolían horrores, y aunque en el Bosque hacía una temperatura casi ideal, comenzaba a notar los brazos fríos. No haber dormido apenas esa noche tampoco ayudaba, y los ojos se le cerraban sin querer cada cierto tiempo.

—¿Dónde estás? ¿Dónde? —decía en voz baja.

Las primeras luces rosadas del alba la alcanzaron cuando supo que estaba cerca. No sólo oía la voz con una claridad mucho mayor que antes, sino que de pronto su corazón se aceleró y todo su cuerpo echó a temblar. Sus ojos, hace unos instantes presos del sueño, se abrieron de par en par, mirando en todas direcciones. Una vez más le invadió una extraña sensación de pérdida de control. Sus piernas dejaron de pertenecerle y, movidas por una fuerza desconocida, echaron a correr entre los árboles, que poco a poco se volvían más anchos y abundantes, estrechando el camino a cada paso que daba, obligándola a esquivar ramas y hojas sin parar.

Llegó, finalmente, a un pequeño claro, circular, rodeado por los árboles más altos que Olivia había visto jamás. Era tan pequeño como el saloncito de su casa, y en él no hubieran cabido más de cuatro o cinco personas como Olivia.

De hecho, Olivia no se encontró sola en él. Sus piernas habían dejado de correr, y pudo apoyarse en un árbol a descansar y observar aquel lugar lleno de colores. Una mariposa revoloteó frente a su nariz, moviendo las azules alas con la delicadeza del viento. El alba arrancaba brillos rosas y amarillos a la hierba, y la resina de los árboles relucía como oro fundido. Y bajo un descomunal pino, sentada con la espalda pegada al tronco, descansaba una persona. Olivia contuvo el aliento al verla allí, rodeada de hierba que parecía mucho más alta que el resto, con los hombros manchados de savia y todo el pelo enredado en hojas. Era una chica, ataviada con un vestido beige y un corsé marrón, ambos desgastados, manchados y hasta agujereados. Bajo sus brazos, caídos a ambos lados de su cuerpo, se retorcían ramas tan gruesas como ellos, abrazándola por el abdomen y subiéndole por el pecho hasta rozarle la barbilla, que mantenía baja. Su rostro estaba oculto por las grandes hojas que le pendían del cabello. Respiraba con mucha lentitud, con dificultad.

Olivia se acercó, despacio. Se arrodilló frente a ella, a pocos metros de distancia, e intentó mirarle la cara, aunque era imposible con tantas hojas. El corazón seguía martilleándole el pecho.

—¿Tú eras quien me llamaba? —dijo con ternura. Al no recibir respuesta, preguntó—: ¿Te encuentras bien?

Un sollozo ahogado salió de aquel agotado cuerpo, sacudiéndolo con violencia. Olivia supo que aquella voz lastimera era la misma que la había llevado hasta allí. Se acercó más, y con sorpresa se dio cuenta de que no eran las hojas las que le cubrían el rostro: se trataba de su propio pelo, verde y fibroso como mala hierba, rizado en bucles gruesos que le caían hasta el torso. Se fijó entonces en sus brazos aprisionados y vio que su piel era también verde, un verde pálido y enfermizo, y que bajo ella abultaban lo que parecían ser pequeñas ramitas palpitantes. Como venas amarillentas que luchaban por desgarrar la piel y salir al sol.

Olivia nunca había visto nada parecido. Sin embargo, no fue miedo lo que la invadió, sino la pena más profunda. Se acercó hasta quedar a su lado y le apartó el pelo de la cara para poder tomarla de la barbilla y levantarle la cabeza. Tragó saliva al ver las mismas ramitas en sus mejillas, más gruesas y oscuras, rodeándole también los ojos. Unos ojos completamente blancos, carentes de vida, bajo unas cejas verdes y retorcidas, arqueadas en una expresión de tristeza permanente. Apenas tenía labios, siendo su boca semejante a las curvas que se formaban en las cortezas de los árboles. Olivia la acarició al igual que había hecho con la corteza y la chica cerró los ojos, derramando dos lágrimas doradas y pegajosas.

—¿Quién te ha hecho esto? —preguntó Olivia, aunque en el fondo conocía la respuesta. La conocía demasiado bien, pues su abuelo se la había dado muchas veces, con cada historia que le contaba—. El Bosque, ¿verdad?

La muchacha no dijo, pero continuó llorando en silencio. Movió levemente la cabeza de arriba abajo. Olivia tiró de una de las ramas que la retenían, pero eso le arrancó un grito de dolor a la desconocida. Olivia se llevó las manos a la boca al ver que una de las ramas se le hundía en el costado.

—¡Estás herida! —exclamó—. ¿Por eso me llamabas?

Pero la joven no hizo ningún movimiento más. Sólo temblaba y sollozaba, sin fuerzas suficientes para nada más.

—Buscaré ayuda. Te lo prometo, buscaré ayuda —le dijo, acariciándole las mejillas—. Si les cuento lo que pasa me escucharán. Vendrán a ayudarte. Te lo prometo.

Olivia se levantó y echó a correr. Ya había amanecido del todo y la belleza del Bosque era incomparable; pero Olivia no tenía tiempo para admirarla más. Debía encontrar ayuda, ayuda...

Extrañamente, el camino de vuelta se hizo considerablemente más corto que el de ida. Llegó al muro en cuestión de un par de horas, escaló y descendió por los mismos árboles y atravesó el Prado de flores con la cabeza dándole vueltas. De repente fue consciente de lo cansada que estaba; pero no podía parar de correr, debía llegar a casa, debía buscar a...

—¡Leo!

Leo seguí durmiendo en su camastro cuando Olivia entró a la habitación, sudada y jadeante, con el pelo lleno de ramitas. El muchacho se incorporó con sobresalto y la regañó con rabia:

—¡No puedes despertarme así! —Entonces, vio su estado, y el enojo se volvió preocupación—. ¿Qué te ha pasado?

—¡Rápido, vístete! —Olivia se calzó unas buenas botas y se puso el vestido sobre el camisón—. ¡No te lo vas a creer... No me creerás...! ¡Nos necesita! ¡Oh, Madre Luna, qué noche me has dado!

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