Prólogo

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—Todo aquel que alguna vez ha osado adentrarse en el Bosque, jamás ha salido para contarlo. En el Bosque, lo único que vive y es capaz de vivir son los altos árboles que tapan el cielo entero, las gruesas hierbas que rodean tu cuerpo y te atrapan para siempre; las piedras afiladas que se te clavan en los pies si te atreves a avanzar más de la cuenta; y, por supuesto, el espíritu del Bosque, que todo controla y maneja en él. Ni siquiera los insectos más pequeños sobrevivirían si el Bosque los detectara en sus fauces. El Bosque mata, destruye toda vida, sin importarle su especie ni tamaño, si es un animal o un humano. Es el Bosque causa de miedo de todo nuestro amado pueblo, y de él se cuentan leyendas mucho más allá, incluso, de la Ciudadela. Leyendas sobre el espíritu del Bosque, el ser que vigila desde sus profundidades y castiga a todo aquel que perturbe su paz... Si intentas talar uno de los esbeltos troncos que conforman el Bosque, no sólo fracasarás en el intento, sino que te arrepentirás al instante, en cuanto sientas sus feroces ramas retorcerse en tu cuello, en tus piernas, meterse en tus ojos y en tu boca hasta cortarte la respiración... Porque el espíritu del Bosque jamás perdona, y un solo ataque contra él causará desgracias eternas a aquellos que pretendan conquistarlo. Es por eso que este pueblo está maldito desde hace décadas... Una terrible maldición que recae sobre cada uno de los que aún vivimos aquí, agazapados frente a sus peligros; esperando por el día en que, finalmente, el Bosque deje que sus raíces se desboquen y todo el poder de su maldición caiga sobre nosotros...

—¿Cuál es esa maldición, abuelo?

—La maldición... —el abuelo se inclinó. La boca le olía a ajos y almendras—. La maldición del bosque dice así: cada noche de cada día, cuando la luna haya alcanzado su lugar más alto sobre las montañas y ni siquiera las copas de los árboles puedan ocultarla... entonces, todo aquel niño que permanezca con los ojos abiertos, no volverá jamás, jamás de los jamases... —el abuelo hizo una pausa larga, en la que todos sus espectadores pudieron escuchar su entrecortada respiración—... jamás volverá a comer uno solo de los pastelitos de sus mamás...

—¡No! ¡No mientas!

Una niña de entre el público, conformado únicamente por otros niños con expresiones tan decepcionadas como la suya, se tiró contra el abuelo para agarrarlo por las barbas blancas, pajizas. El abuelo reía entre dientes, con una risa sofocada, ronca, un poco silbante.

—¡Cuéntanos bien la historia! ¡Sabes que no es así!

—Olivia, mi pequeña Olivia, la historia es justo como la cuento...

—¡Mientes!

Los demás niños, refunfuñando, se levantaron también. Nadie parecía demasiado satisfecho con el final de aquel cuento.

—Dijiste que nos asustaría, Olivia —rechistó uno.

—Que él sabría la verdad sobre el Bosque... —murmuró otro.

—Que una vez entró él mismo... —se burló otro.

La pequeña Olivia, la de los ojos grandes y pardos, se volvió a ellos con el labio temblándole. Abrazándose aún a su abuelo, pegó la barbilla al pecho.

—Abuelo... Abuelo, diles que es verdad... —suplicó—. Diles que el Bosque te hizo esto... —le acarició, con sus suaves dedos, los párpados permanentemente cerrados de uno de sus ojos. Estaban arrugados, como todo en su anciano rostro.

—Niña, sabes que esto me lo hice al caerme del carro.

—¡No es cierto!

Mientras Olivia seguía discutiendo con el abuelo, que no paraba de reír, mamá entró en la cocina. Llevaba el pelo suelto, acariciándole las mejillas con sus bucles oscuros. Tenía la frente ennegrecida, y las manos manchadas de ceniza. Resoplaba como un caballo malhumorado.

—Es muy tarde —dijo al llegar, pasándose las mangas por la cara, brillante de sudor. Se había remetido la falda, medio chamuscada, por los bajos de su ropa interior, tal vez para facilitarle la movilidad.

Uno de los niños, al verla, ahogó un chillido y se abalanzó contra ella.

—¿Cómo están mis papás? —preguntó, tomándole las manos—. ¿Puedo verlos?

Mamá guardó silencio y le acarició la carita, también cubierta de hollín. El fuego de la chimenea se reflejaba en sus pupilas cansadas. Olivia pudo imaginar que así se habrían reflejado las llamas de hacía unas horas, en esos mismos ojos.

—Es muy tarde —dijo, al fin—. Esta noche podéis dormir aquí. Olivia os hará un hueco en su cuarto, ¿verdad?

Olivia miró a los tres niños que se apretujaban en su diminuta cocina, todos con ropas sucias y con olor a hoguera. Se bajó del regazo de su abuelo y tomó a dos de ellos por las manos.

—Podéis dormir en la cama de Jacob. Venid, echaos agua.

Los niños abandonaron la cocina en fila y se perdieron de vista en el pequeño baño, donde el grifo dejó correr el agua para que aquellas exhaustas criaturas pudieran asearse.

Mamá se desplomó en una silla junto al abuelo, dejando escapar un profundo suspiro. Sentir el calor de la chimenea le recordaba al abrasador fuego contra el que había estado luchando no muchas horas atrás, y sin embargo, la reconfortaba estar de nuevo en casa, al abrigo de la nevada que nada había logrado contra el incendio que se había producido cerca de la plaza, en un bloque de pisos junto al mercado. La causa aún no era clara, pero las consecuencias ya hacían temblar a todo aquel que lo hubiera presenciado con sus ojos: cinco heridos de gravedad; ocho muertos, entre ellos dos niños; familias que, por ahora, no tendrían otro lugar donde vivir....

Los niños no tardaron en irse a la cama. Olivia decidió compartir su camastro con el más pequeño de ellos, el que había corrido hacia mamá para preguntar por su familia. Se llamaba Leo, y tenía el pelo del color del trigo en verano. Los otros muchachos, ambos de la edad de Olivia, aceptaron la cama de Jacob con mucho gusto. Después de un día tan agotador, no les llevó más que unos minutos caer rendidos en sueños.

—¿Ha ido bien? —preguntó el abuelo.

A mamá se le habían estado cerrando los ojos, y la voz del abuelo la sobresaltó. Volvió a suspirar y posó una mano sucia, callosa, sobre la del abuelo, grande y cubierta de manchas claras.

—Leo ha quedado huérfano, y los padres de los otros dos niños están casi calcinados. Posiblemente no sobrevivan.

—Bueno...

—Mañana los llevaré al hospital para que puedan despedirse.

El fuego en la chimenea chisporroteaba con alegría. Mamá sintió, durante unos instantes, el impulso de apagarlo. ¿Y si había sido una simple chimenea la causa de tanto desastre?

—Olivia quería que les hablara del Bosque... —comentó el abuelo, sin borrar esa característica sonrisa de su rostro flácido.

—Esa niña va a acabar conmigo —renegó mamá—. Espero que no te hayas dejado llevar demasiado esta vez. La última te excediste, y por eso ahora está tan ansiosa por saber más.

—No te preocupes... Son sólo cuentos...

—Podrías alimentar su curiosidad más de la cuenta, y hacer que se adentraran en el Bosque. No deberías hablar de eso con niños tan pequeños.

—Saben que no pueden entrar en el Bosque... Jamás nadie estaría tan loco como para hacerlo...

Mamá gruñó, como siempre hacía, y se levantó para echar agua a la chimenea. El fuego se apagó con un silbido. La casa estaba lo suficientemente caldeada como para aguantar esa noche. No iba a arriesgarse a dejarla encendida.

—Más te vale tener razón.

—Nadie se adentraría en el Bosque... Nadie...

Mientras tanto, bajo unas mantas gruesas y ásperas, tumbada junto al pequeño Leo, ya dormido, una niña tenía los grandes ojos pardos clavados en el techo, con la sombra de una pícara sonrisa en los labios. Pensando en las leyendas que llegaban más allá de la Ciudadela, en los altos árboles que no dejaban pasar el sol, y preguntándose, en lo más profundo de su corazón, qué sería aquello que el espíritu del Bosque tenía tanto afán por esconder. Y soñando, a la vez, en que iba siendo el momento de que alguien diera con ese tesoro que el Bosque guardaba desde el principio de los tiempos y descubriera sus secretos...

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