I. Luna

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A medida que nos adentramos en el bosque, voy apreciando la belleza tétrica de este escenario natural, este inframundo, esta cuna oscura para criaturas nocturnas. Sus árboles extienden sus raíces sin límite alguno, abriendo y quebrando los senderos, y sus ramas crecen tan alto como pueden, estirándose hacia el cielo como dedos y enredándose entre ellas como las manos de un par de amantes que decidieron ponerle fin a sus vidas y unirse a la muerte. Maravilloso. Escucho también a los animales, los lobos aullando y los búhos ululando, con los ojos brillantes puestos en el que podría ser su siguiente presa.

Por desgracia para ellos, este humano ya fue reclamado por una temible cazadora, cuyos susurros se asimilan al canto de las sirenas, arrastrando al hombre a su tumba. También podría llevarlo mucho más allá, podría ayudarlo a atravesar el umbral de la muerte y al más allá, a la eternidad. Sin embargo, Rebeca no cree que su presa sea digna de semejante honor, y es por eso que, cuando hallamos una ubicación ideal, se despide de su compañero con un beso somnífero y lo muerde, bebiendo su sangre delicadamente para que no se espabile. Observo los ojos de aquel infeliz, cada vez más vacíos, su piel palideciendo, y trato sin mucho esmero de descifrar sus últimas palabras. Nada, no le queda nada que expresar, nada más para entregar.

Finalmente, con un último movimiento, Rebeca le separa la cabeza del cuerpo y los deja caer en un pozo, que luego sepulta ella misma con la pala que me pidió que trajera. Le ofrezco mi ayuda, pero me indica con una mirada fulminante que permanezca apartado. Es muy posesiva y más cuando se trata de sus compañeros, lo cual es una reacción bastante natural en los vampiros. Podemos compartir a nuestros amantes, pero jamás el alimento.

Una vez que termina el trabajo, me devuelve la pala y retorna por el camino que acabamos de recorrer.

―¿De qué te reís? ―inquiere.

―¿Me estaba riendo? No me di cuenta.

Entonces, la risilla que mantenía cautiva, se transforma en bestiales carcajadas, y es que estoy fascinado con Rebeca. No es que sea un fanático suyo, pero ahora no puedo hacer otra cosa más que admirarla por la forma en que intercala sus dos caras de luna, la que expone al sol y la que oculta en sombras. Lo hace por Maika, se reprime para no horrorizarla con su frialdad y su sed de sangre.

Los dos sabemos bien cuánto respetás a la humanidad, mi amor, cuánto la anhelás, por eso siempre que te tengamos en mente se nos va a hacer muy difícil apelar a nuestro instinto, obedecer a lo que la naturaleza nos dicta. Se debe a que te amamos demasiado, Maika. Sos para nosotros la cálida luz que el sol ya no nos provee, la luz que no puede ir más allá de la muerte, a nuestro gélido y sombrío territorio, que bien podría ser este bosque o una cueva bajo las montañas.

―Bueno, che, reírse es sano para el alma ―le digo.

―Nosotros no tenemos alma, y no quieras fingir que sí.

Rebeca se me abalanza y me come la boca, me saborea con su lengua y me muerde los labios con los dientes. Sus manos como garras se clavan en mis hombros y sus piernas se abrazan a mis caderas. La aprieto contra un árbol y le arranco la ropa, haciéndome con toda su piel, degustando glotonamente sus pezones, su abdomen y tentándola al arrimarme a su intimidad. Comienzo acariciándola con la punta de la lengua, luego la introduzco entre sus pliegues, y acabo succionando su clítoris mientras la penetro con los dedos. Rebeca mueve las caderas siguiendo mi compás, y sorpresivamente, me aprisiona la cara entre sus muslos. Caigo de espaldas, con Rebeca ahora encima de mi boca, mirándome desde arriba como una reina que humilla a su súbdito.

―¿Estás pensando en ella?

―¿Vos no?

―Ah... Todo el tiempo ―gime.

La excita mencionarla, posicionar su recuerdo entre nosotros, porque eso es todo lo que compartimos. Podré ser su progenitor, podremos tener muchas cosas en común, pero nunca nada nos unió tanto como Maika.

Haciéndola a un lado, me desvisto y en menos de un segundo me introduzco en ella. Su interior es ardiente aunque rígido, por lo cual cada embestida me obliga a tensar cada músculo, a que me llene las uñas de mugre al clavarlas en la tierra y a que las rodillas se me raspen con las piedras. Rebeca primero se aferra a mí como queriendo dificultarme el trabajo, hasta que poco a poco va abriéndose más de piernas, abriéndose a mi cuerpo y a lo que le ofrezco, que para ella no debe ser mucho, pero que la contentará al menos por unos minutos.

―¡Ah, Mikael! ―exclama al alcanzar el orgasmo.

No logro terminar antes de que me empuje para sacarme de encima suyo, lo cual me frustra, pero qué otra cosa me podía esperar de ella, quien conmigo es siempre un témpano de hielo. Sin embargo, no la culpo, ya que durante mucho tiempo yo fui, y todavía soy, así con ella, en especial cuando me acuerdo lo que su sangre humana podrida le hizo a Maika. Por poco la mata...

―¿Y? ¿Te vas a quedar ahí? Mirá que ya está por salir el sol ―me advierte, mientras junta la ropa que le rompí.

Sonríe sarcástica, disfrutando el verme descontento. Sí, ése es otro gesto que aprendió de mí, regodearse en la miseria de los demás. Y es que nuestra relación va a ser siempre así, competir para ver quién lastima más al otro, y para ver quién te ama más, mi amor.


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