II. Bruja

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Como toda criatura eterna condenada a vagar alrededor del mundo noche tras noche, me acostumbré a viajar desligada de todo bien material y sin un rumbo fijo. Así fue que, a finales del siglo XIX, arribé a un pueblo costero con apenas un nombre, Greta, y un rol, el de una joven viuda que se mantenía a base de la herencia de sus padres y con la pensión de su difunto marido, riqueza suficiente para adquirir una casa y contratar un mayordomo y una doncella.

Los vecinos pronto me dieron la bienvenida y el pésame por una pérdida irreal. Algunos sospecharon la treta, pero por fortuna no les interesaba descubrir la verdad: las señoras querían chusmerío y los hombres querían encamarme en sus fantasías. La situación me resultó tan entretenida que hasta me atreví a echar más leña al fuego iniciando rumores acerca de mis orígenes, me envolví en tanto misterio que sumí al pueblo en el caos total. Hubo gente que me compadecía por haber conocido a la muerte tan joven, y hubo gente que siempre desconfió y dijo lo peor de mí, desde que era una mujerzuela hasta una asesina. Jamás dije ni hice nada que les demostrara lo contrario.

Sin embargo, más que nada estuve rodeada de pretendientes. No importaba lo que en el pueblo se pensara de mí, seguía siendo una mujer bella, exquisita, adinerada y en la edad de la fertilidad. Yo podía ofrecerle a cualquier hombre lo que deseara, desde la comodidad de un hogar hasta el placer de la carne. Me resultaba divertido verlos aglomerándose a mi alrededor como moscas, ignorantes de lo que yo realmente era. Con mucha facilidad podría haber pasado de ser "la viuda" a "la viuda negra", podría haberme casado o tomado cuantos amantes se me antojara, consumirles su fortuna y su sangre hasta llevarlos a la muerte, pero me pareció algo tan vulgar, algo que ya había hecho tantas veces, que enseguida descarté la idea.

El único que, de todos mis pretendientes, logró en cierta forma cautivarme lo bastante como para considerarlo un buen partido, fue Dante Aravena, un ricachón de cuarenta años, cuya familia había fundado aquel pueblo cuyo nombre ni me acuerdo. Recuerdo, no obstante, su mansión blanca en medio del bosque y próximo a una laguna. Aquel lugar era de ensueño, un cómodo hogar rodeado del esplendor verde de la naturaleza.

La primera vez que lo visité, fue para una fiesta en la que celebraba el retorno de su padre, el Capitán Aravena, tras su última travesía en altamar. Admito que, de haber sido una competencia, el Capitán me hubiera ganado por haber acaparado toda la atención de los invitados. Se trataba de un hombre fiero y determinado, impecablemente formal, pero con un buen sentido de humor y un carisma deslumbrante para contar sus historias de marineros. Me resultó de inmediato más atractivo que su propio hijo, quien por más encantador y casanova que fuera, no podía ni hacerle sombra a su progenitor.

Hasta sus propios hijos eran más entretenidos que él. Su hija mayor, Alicia, de apenas catorce años, era el prototipo de una dama clásica que podía esperarse de su alcurnia: una joven hermosa, de expresión afable y modales perfectos. No había quien pudiera quitarle la vista de encima cuando tocaba el piano. En cambio, el hijo menor, un adorable niño llamado Augusto que tendría entre nueve y diez años, sobresalía por su sonrisa apenada y sus gestos introvertidos. Era la encarnación de la pureza y la inocencia de la niñez. Por último, estaba la hija del medio, Rebeca, quien con tan sólo doce años sabía combinar a la perfección un aspecto refinado con una chispa salvaje y explosiva en sus ojos. Era la clase de chica capaz de dominar al mundo, me dije a mí misma, entusiasmada de saber qué le deparaba el destino.

Me sentí conectada a ella tan pronto, que siempre que no estuviera intercambiando frivolidades con los adultos, estaba siguiéndola con la mirada, captando cada intento de travesura o cada vez que trataba de fastidiar a su hermano. En cuanto ella reparó en mi presencia, se me arrimó inquieta y con un dejo de picardía. Comentó algo sobre el clima y el ambiente de la fiesta, y después me preguntó furtivamente si en verdad era una "bruja", que era como en el pueblo me venían llamando. Con una sonrisa maliciosa le respondí:

Soy la bruja más bruja de este pueblo.

Rebeca se rio, tratando de contenerse para no ganarse otra réplica de su institutriz, que vigilaba con ojo de halcón a los tres niños Aravena.

Yo también quiero ser una bruja ―me confesó con un murmullo.

Mm, capaz yo te pueda enseñar una o dos cosas sobre ser una bruja.


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