IV. Pecado

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"Que esta chica entregue este cuenco con manzanas", decía una nota, y esta chica obedeció. Se dirigió al salón de terciopelo, donde encontró a la orgía en pleno acto. Tuvo que pasar entre ellos, entre cuerpos sudorosos y lujuriosos, pisar preservativos y charcos de líquidos humanos, soportar sus muchos olores y escuchar los coros de gemidos y risa, hasta llegar al ángel, quien desde su trono disfrutaba el espectáculo.

―Siéntate a mi lado ―La invitó él―. Abre los ojos y obsérvalo todo, obsérvate  ―Le puso un espejo delante, riéndose―. Estás más roja que el fruto prohibido, y no es que la manzana lo sea, pero sucede que su color expresa muy bien todo lo que se relaciona con el pecado. La pasión y el sexo, la ira y la venganza. Todos somos manzanas, todos somos, a los ojos de Dios y de los puritanos, frutos prohibidos, pecados y pecadores. ¿Lo entiendes?

Esta chica se encerró en su cuarto, se desnudó frente al espejo y, en ese instante, comprendió a lo que se refería el ángel: su cuerpo era el material del pecado y la cuna del deseo, que el deseo es el pecado original. Se sintió avergonzada, tanto ayer como hoy, y sin embargo, el trabajo estaba hecho. Deseaba al deseo y el deseo estaba en ella. Echada en la cama, se tocó a sí misma en cada rincón, incluyendo lo que representaba su castidad, gimió incapaz de seguir conteniéndose, en algún momento sonrió, y al final lloró. Pero continuó, y ahora la masturbación le es un juego, un juego secreto, todavía un pecado.


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