VI. Amor (Final Original)

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Para no propagar el virus en el sistema de nuestras víctimas, tenemos que evitar penetrarles la vena con nuestros colmillos por mucho tiempo. Lo único que necesitamos hacer es un pinchazo y después chupar de la herida, sí, más o menos como lo haría un bebé. La cantidad de sangre que les extraemos es ínfima, y el proceso es completamente indoloro, como si se tratara de una vacuna. Aparte, más que la marca de una mordida, a la presa le queda un chupón, con lo cual es más fácil que caigan en nuestra ilusión. Lo más beneficioso para ellos tal vez sea, el hecho de no perder su memoria; capaz les arrebatamos un recuerdo o quizás nada.

Esto es lo que venimos haciendo con nuestros compañeros las últimas semanas, una o dos veces al día, luego de haberlos agotado de tanto sexo. Ellos permanecen pasivos, casi inconscientes, mientras nosotras consumamos el acto con suma delicadeza. Por sus caras somnolientas, no estamos seguras de si lo disfrutan, pero se podría decir que están como en un sueño. No tienen el control de la situación, y sin embargo, no se sienten atrapados ni asustados, a lo sumo un poco perdidos.

―Podrías hacer esto con Ian ―me dice Rebeca.

Ambas estamos sentadas en el porche de la cabaña, disfrutando la luz que la luna refleja y que las estrellas destellan. Tomás y Zacarías permanecen adentro, haciendo el amor de cama en cama. Sorprendentemente, el primero tomó coraje e iniciativa, y se abalanzó a besar a su amigo segundos después de que hubiéramos bebido de ellos. Zacarías reaccionó estupefacto al principio, pero tras un par de candentes miradas, le devolvió el beso con una pasión y un amor que nunca hubiera podido entregarnos a nosotras. Con Rebeca los contemplamos enternecidas, y enseguida los dejamos para que tuvieran el momento más íntimo de sus vidas.

―No ―niego con la cabeza ante la propuesta de mi amiga―. Ian no es...

―Un juguete ―resopló ella.

Puesto que estoy mucho más tranquila de lo que estuve días atrás, en vez de preguntarle directamente qué le sucedía, le sonreí con cariño y agradecimiento. Después de todo, Rebeca me había escuchado y había calmado mis penas.

―Hay algo que no me dijiste, ¿no? ―inquiere.

Mi sonrisa no decae ni un poco, aunque mis ojos expresen una cierta melancolía, la cual me delata.

―¿Qué pasó antes de que se fuera?

―Hicimos un juramento ―revelo, feliz de acordarme aquel momento y aliviada de por fin haber podido decirlo en voz alta.

Ian me había mandado un mensaje, pidiéndome que cuando tuviera tiempo fuera a verlo a su departamento. Fui esa misma noche, apenas el sol se escondió.

Te dije que, desde "aquella vez", no fui capaz de subir a la terraza, ¿no? ―me preguntó cuando estábamos en el ascensor, y pulsó el botón del piso más alto―. Quiero volver ahí con vos, antes de que me vaya ―confesó, absolutamente desgarrado pero con una esperanza tan grande que era capaz de seguir brillando, de seguir iluminándome en esta oscuridad en la que vivo.

Yo le sonreí, conmovida, lo tomé de la mano y apoyé mi cabeza contra su brazo, suavemente. Ese dolor que lo atormentaba también era mío, y también necesitaba su ayuda para poder atravesar esto.

Subimos a la terraza y permanecimos en la puerta. Ian respiró hondo, ejercitó como si estuviera por salir al escenario, y caminó hacia mí, que lo esperaba a mitad del camino. Temblaba y miraba al piso, incluso temí que se desmayara. Le indiqué que me agarrara el brazo con todas sus fuerzas, y él acató, pidiendo disculpas por el apriete, que obviamente no iba a hacerme daño alguno. Le pregunté si estaba listo, y dirigió su vista a mí, yendo desde mi boca hasta encontrarse con mis ojos. Descubrí que su alma estaba invadida por el pánico y la melancolía, pero supe de inmediato que no se rendiría, y yo tampoco. Así pues, dimos un par de pasos acercándonos cada vez más a la baranda.

¿No es hermoso? ―le pregunté, y me respondió:

Sí... La vida es hermosa.

Echó la cabeza hacia atrás y se rio a carcajadas como quien acabara de recibir su libertad. Dejó que sus ojos se pintaran del azul nocturno celestial y que se llenaran de estrellas, tal cual habíamos hecho esa misma noche. Se volteó por fin hacia el borde de la terraza y vio más allá, vio las cimas del resto de los edificios, las calles, las luces de la encantadora Buenos Aires y, al final, volvió hacia mí:

Sos lo mejor que me pasó en la vida, Gemma.

Sonreí reteniendo mis propias lágrimas, y le tomé la cara entre las manos. Quería decirle de todo, y por eso me bloqueé. Quise decirle algo, por lo menos que, gracias a él, me había descubierto capaz de amar de un modo que jamás hubiera creído posible. Por desgracia, las palabras no me salían, y todo a causa de que siempre fui de las que callan demasiado tiempo y con mucho esmero, terminé acostumbrando a mi boca a mantenerse cerrada. Apenas era capaz de mantener mi sonrisa, aunque un poco forzada.

Quiero pedirte un favor ―dijo Ian repentinamente ―. ¿Podemos hacer esto cada año? O sea... ―Su timidez relució al trabarse su lengua, sin saber cómo formular su discurso. Siempre que le pasa esto, me sonrío de la ternura que me provoca―. No perdamos el contacto, ¿dale? Quiero que sigamos viéndonos, aunque sea una vez al año ―propuso, a lo cual acoté:

Podríamos vernos por estas fechas, como si se tratara de un aniversario ―y me reí de mi propio dramatismo.

¡Claro! Lo pienso de este modo: el día que nos conocimos, el día que me salvaste, volví a nacer. O sea, sería como mi cumpleaños ―se rio también, pues estábamos siendo demasiado cursis.

De todas formas, nos divertíamos y, sobre todo, nos amábamos, así que para qué íbamos a arruinar el momento siendo serios.

Voy a volver siempre que pueda, nomás para estar con vos ―decía y me abrazaba.

Siempre y cuando estés desocupado, ya sea por trabajo o por otros compromisos ―repliqué, porque al fin y al cabo Ian tenía su vida, en donde, por más que quisiera hacerme parte de ésta, yo no cabría por mucho tiempo.

Supuse, en parte amargada y en parte conmovida, que algún día Ian conocería una mujer humana y se volvería a establecer como un padre de familia, sería un esposo amoroso y fiel... A menos que considerara tenerme como amante.

Al concluir, Rebeca se ríe a carcajadas y, tras recuperar medianamente la compostura, dice:

―Qué tortolos que son ustedes dos, che. Más te vale no perderlo.

―Ah, vos sabés que a mí no se me escapa ni uno.

Me enfoco en el cielo una vez más, pero sin más melancolía. Me vuelvo a replantear el rol que cumplen las estrellas en el universo, y concluyo que estaba equivocada, que las estrellas no están solas por completo, sino conectadas la una a la otra, incluso después de muertas. Y en mi vida, las estrellas no representan mi tragedia con Ian: ellas son nuestro nexo.

Cada vez que vea las estrellas, voy a pensar en vos ―le dije después de un beso apasionado que derivó en más besos y caricias.


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