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Me senté a la sombra de un pequeño árbol casi sin hojas a causa de la llegada del otoño. Desenvolví con cautela el bocadillo que me había preparado para ese día y le di un mordisquito.

    Alcé la mirada y me entretuve viendo como el resto de niños de mi curso jugaban al fútbol con el cartón de un batido vacío. Nunca me había gustado jugar a nada, pero era divertido ver cómo un grupo de personas le daba patadas a un trozo de cartón y se peleaba por ver quién era el mejor.

    Las niñas de cursos más bajos pasaban junto a mí, murmurándose cosas y riendo mientras me miraban. No tenía muy buena fama entre la gente de la escuela. Incluso los profesores me intentaban evitar, y hacían como si yo no existiera a no ser que tuvieran que pedirme la tarea.

    Nunca le había caído especialmente bien a nadie, y de igual forma, yo no era capaz de soportar a ninguna persona.

    Cuando ya llevaba más de la mitad de mi bocadillo comida, tres pares de piernas aparecieron frente a mí, imposibilitándome seguir viendo el partido. Levanté lentamente la cabeza, hasta encontrarme con tres rostros odiados.

    Se trataban de tres chicos altos y robustos, de miradas penetrantes y sonrisas torcidas. El que parecía ser el líder, rubio y de piel tostada, se cruzó de brazos y arqueó una ceja.

    —¿Se puede saber qué haces aquí? —preguntó, si borrar esa asquerosa sonrisa de su rostro.

    Era Alex, y los otros dos, G.H y Kay, sus guardaespaldas. Siempre me habían odiado, y no sé porqué.

    —Sólo... almorzaba —dije, mostrándole el bocadillo a medio acabar.

    —No me refiero a eso, niñato. Ya te dije qué no quiero verte más en mi recreo.

    —No es tu recreo... —murmuré, metiéndome el bocadillo en la boca y mordiendo para luego masticar el pedazo que ha entrado en mí.

    —¿Perdona? —Alex se agachó y acercó su rostro al mío. Apestaba a colonia.

    —He dicho, que este no es tu recreo —repetí—, por lo que no tienes derecho a...

    Pero no acabé la frase, pues Alex me había agarrado del cuello de la camiseta y me había levantado por encima de su cabeza.

    —Niñato... ¡Ya te voy a dar yo "derecho"!

    Apreté los puños. La camiseta me hacía daño en la parte posterior del cuello, y lo único que se me ocurría era asestarle un fuerte puñetazo en la mandíbula a Alex y a sus matones.

    —chico, tranquilo. no hagas nada de lo que te puedas arrepentir.

    Levanté los puños y apreté los ojos, sacándole a Alex una sonora carcajada.

    —¿Qué? ¿Me vas a pegar? —ríe— ¡Adelante, inténtalo!

    —frisk, no lo hagas.

    —¿A qué esperas? ¿Tal vez a que tus queridos amigos te ayuden? Ah no, espera...

    Apreté más los puños y mi respiración se aceleró.

    —¡frisk, ni se te ocurra!

    —... ELLOS NO EXISTEN, ¿CIERTO?   

    Cerré con fuerza los ojos, listo para golpear la cara de mi contrincante. Sentía arde la parte de atrás de mi cuello.

    —cálmate, chico, no dejes que el idiota te provoque... ya sabes qué opinamos de la violencia, ¿no? siempre recuerda: la violencia nunca es la solución...

    Abrí los ojos y fui poco a poco relajando mis músculos y dejando caer mis manos a ambos lados de mi cuerpo.

    —La violencia... nunca es la solución... —me dije.

    Alex rió más y me tiró contra el árbol. El golpe me dejó sin respiración durante unos segundos.

    —¿Ah, no? —dijo— ¡Veamos si tienes razón!


***


—wow, como te han dejado...

    —Cállate...

    Saqué las llaves de uno de los bolsillos de mis pantalones cortos y las introduje en la cerradura de la puerta de mi casa.

    Sans entró delante de mí. Se trataba de un esqueleto de mi altura, vestido con una chaqueta azul, unos pantalones deportivos y unas pantuflas rosas. Sus ojos poseían unas luces blancas a modo de pupilas, y llevaba en su rostro una sonrisa permanente.

    Mientras que Sans caminaba hacia la segunda planta, donde estaba mi habitación, yo corrí al cuarto de baño. Me miré de puntillas al espejo y gruñí al ver mi aspecto. Esos tres habían hecho una buena tarea: uno de mis ojos había empezado a tomar un color morado alarmante, y tenía arañazos por toda la cara, además de un moratón que había empezado a aparecer en mi mejilla derecha. Mi labio se había hinchado bastante, y me sangraba la nariz.

    Tenía que curarme antes de que mi madre volviera a casa. Rápidamente, saqué del botiquín varios botes, algodón y la única tirita que quedaba. Corté un trozo de algodón y lo introducí suavemente en el orificio nasal que sangraba. Me apliqué algo de agua oxigenada en el labio y el los arañazos, y puse la tirita sobre el que parecía más grave, el cual se extendía por la mitad de mi mejilla.

    Cuando parecía que la hemorragia había cesado, retiré el algodón. Ahora tenía mucho mejor aspecto.

    Salí del baño, dispuesto a subir a mi habitación, cuando el sonido estridente del timbre de mi casa me hizo pegar un bote. Suspiré y exclamé tras recuperarme del susto:

    —¡Voy!

    Caminé sin ganas hacia la puerta, con el corazón latiéndome a causa del miedo que me producía tener que abrir.

    Giré el pomo lentamente y tiré. Allí estaba, la persona que más odio en este mundo. Se trataba de una mujer castaña, de piel tostada y ojos negros. Vestía de forma arreglada, y me miraba desde arriba con una sonrisa falsa en sus labios pintados de rojo.

    —Hola, Frisk —me saludó, entrando.

    —Hola, mamá...

    Mi madre me dio dos pegajosos besos en las mejillas y me abrazó velozmente.

    —¿Qué tal el colegio?

    —Bien, como siempre. ¿Y tú trabajo?

    —Bien.

    Cuando hablaba de su trabajo, ella sabía perfectamente que me refería al bingo al que iba todos los días por la mañana.

    Ella se marchó al salón, y yo me fui a mi cuarto. Siempre era así cuando ella llegaba: teníamos la misma conversación, yo me iba al cuarto a jugar y ella al salón a ver películas y series eróticas.

    Al entrar en mi habitación, me desplomo sobre mi cama y cierro los ojos.

    —¡HEY, FRISK!

    —Hola, chicos...

    —¿Qué tal hoy en el colegio, mi niño?

    —Todo genial, madre...

    Me di la vuelta y hundí el rostro en la almohada. ¡Claro que no me había ido bien! Estaba ya harto de tener que vivir así. Si no fuera por ellos, si no fuera porque eran lo mejor que podía haber pedido jamás...

    Yo ya no estaría en ese mundo.

    Suspiré y un par de lágrimas cayeron de mis ojos, estrellándose contra la tela de la almohada. Estaba agotado, sólo quería dormir...

    Así que eso hice.

    Dormir.

    Entonces, empecé a soñar...

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