Epílogo.

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La vida de las estrellas es algo... bueno, al igual que otras cosas mágicas, indescriptible.
     En las estrellas habitan dos seres, eso ya lo sabemos. Dos seres espléndidos, llenos de amor. Dos seres que se complementan, que fueron hechos para estar juntos. Y sí, dos seres que no pueden existir sí el otro no lo hace. Cuando ambos se encuentran en aquella, a los ojos de los humanos, roca en llamas, todo es distinto a lo que conocemos. No existe la tristeza, tampoco el tiempo. Y, aunque suene contradictorio, ellos tampoco existen. No son conscientes de nada, solo duermen abrazados, amando. Lo único que hay en una estrella es amor, amor y solo amor.
     Son eres de ese sentimiento, que solo pueden bajar a la tierra, es decir, a su tercer vida, cuando el vientre de una mujer se fecunda, por una esencia inexplicable que hace que comiencen de cero una vez más. Comúnmente, la mitad de la estrella baja primero, es raro cuando lo hacen al mismo tiempo, pero mientras un ser se encuentra solo en la tierra no vive realmente hasta que el otro también llega.

Aunque la mitad de la estrella ya se encuentre comenzando su vida en tal lugar, si su otra mitad —su complemento, su alma gemela, el ser que fue creado para permanecer junto a él— aún no lo hace, su vida no es más que un conjunto de rutinas y extrañesas carentes de cualquier emoción o verdadera dicha. Cuando aquel ser que ama al fin viaja, empieza la verdadera vida para ambos. Algo parece activarse, parecido a un factor que te permite ser feliz de nuevo. Te permite vivir y amar de verdad.

Ahí es cuando llegan los verdaderos inicios.

Quizá puedan llegar a preguntarse, ¿Y cuando llega un final?

Pero, a decir verdad...¿Sabías que los verdaderos finales no existen? Ellos solo se encargan de indicar un apartado para poder, de ese modo, crear un nuevo inicio en donde algo diferente sucederá, pero al cabo, todo queda conectado por una brecha indescifrable. Algo así como una coma o un punto y aparte.
    Ella lo sabía, y justo por ello nunca terminaba ningún libro con una insinuación, los finales que creaba dejaban muy en claro que nada concluía allí, que aún podrían llegar muchas cosas que resolver y misterios que afrontar. Y que seguirían y seguirían como un bucle infinito que, como la palabra lo indica, jamás finalizaría. Sus lectores —escasos, pues aún no conseguía salir de su región— creían que la razón por la que aquellos libros eran escritos así era porque la autora planeaba continuarlos en una segunda parte. Más no era así, simplemente no le agradaba la idea de  expresar que todo se finaliza cuando la trama principal se concluye, porque la vida no es así. Cuando salimos de una etapa, instantáneamente después iniciamos una nueva.

La noche absuelta parece sonreír ese día mientras el joven de orbes magentas y piel morena trataba de decifrar el misterio que trae consigo la luna y el cielo estrellado. Sus ojos curiosos parecen vagar rondando por el abismo que posee aquel silencio antes de caer por décima vez en el rostro inexpresivo y centrado de su ahora esposa. La observaba como muchas veces lo a hecho, con la mirada que parece traspasar su alma, la estudia como si fuese lo más hermoso del mundo, porque para Noah Smith, no existe algo más deslumbrante en la galaxia que ella, esa mujer de bellos y expresivos ojos esmeraldas que logró atrapar su amor desde el primer instante.

—No esperaba pasar mi luna de miel con mi esposa ignorandome—. Dice al fin con voz divertida pero sincera, llamando la atención de la mujer rubia que yace sentada a un costado de él. Quién por primera vez desde que subieron al tejado, luego de terminar la fiesta de la boda, deja de escribir en la libreta que lleva consigo y sonríe, aquella sonrisa tenaz y comprensiva que le hace sentir inferior, como si volviese a ser aquel niño de cuando la conoció. Pero a la vez, como si de nuevo cayera enamorado de ella.
     Cree estar viendo una vez más a aquella niña débil, amorosa y sencilla que se quedaba horas observando las rosas del jardín de la escuela en lugar de jugar con sus compañeros. Aquella niña que no pedía muñecas, sino libros de temas diversos.

La mujer se levanta y lo abraza. No responde, solo se encarga de transmitir amor mediante aquella simple acción que no para de dejar sin aliento al hombre, que a pesar de los años sigue asaltado y creando un remolino de sensaciones en ambos seres. Y es que los dos se encuentran atrapados entre las redes inrrompibles de un amor real que se aleja de aquel carnal que había caracterizado ese mundo desde hacía tiempo. Sienten sus presencias quemantes como el fuego, creyendo estar completos y dejándose llevar por la opresión que la felicidad causa de ellos. Luego se besan, de manera lenta y tierna, diciéndose cuanto se aman sin la necesidad de hablar. Parecen aves extraviadas llegando al fin al nido, que en este caso serían sus bocas que desprenden magia al momento de encontrarse.
     Sus corazones emocionados no parecen cansarse de latir enamorados, y en sincronía de ellos surgen pensamientos poblados de recuerdos, algunos buenos, otros malos, pero que sin duda todos fueron indispensables para hacerlos llegar hacía dónde estaban ahora.

—Lo siento—dice la rubia entre una risa cautelosa que se ahoga en el momento en el que esconde su rostro rojo entre el pecho de su esposo—. Es solo que... estoy muy feliz, y...—pero sabe que no es necesario seguir hablando cuando el moreno intensifica el abrazo, y deja un beso sobre su cabello, aquel que poseía un peinado que las estilistas tardaron horas en hacer y ahora se destruía dando paso a una despeinada mujer.
    Pero nada de eso importaba, porque aunque ella se encontrase recién despierta y con los ojos cargando grandes ojeras, para su pareja siempre luciría encantadora.
    No dicen nada, la rubia parece estar demasiado ocupada escuchando el latir desenfrenado del corazón del hombre de traje, o por lo menos de lo que quedaba de este, ya que hacía horas se había desecho del saco, aflojando la corbata y doblado las mangas. Ellos no eran una pareja común, a pesar de estar viviendo su primera noche como esposos, no se encontraban en un lujoso hotel a las afueras de la cuidad como era tradición. No, en lo absoluto. De hecho, yacían sobre el tejado de una vieja casa sin muebles que a partir de la mañana se encargarían de llamar nuevo hogar.
     No había a su lado una cama con pétalos de rosas y velas aromáticas por toda la habitación, tampoco sonaba música romántica, pues por lo visto estaban conformes con el sonido de los grillos y la suficiente luz natural proporcionada por la luna y las estrellas. No hacían el amor, bueno, no de aquella forma apasionante y lujuriosa. Para nada, en su lugar, se abrazaban con la misma timidez y emoción como en aquella ocasión en la que lo hicieron, hace tiempo, por primera vez. Cuando la, en ese entonces, adolescente se había lanzado a él después de que le llevara una rosa blanca y una propuesta de noviazgo poco entendible por los balbuceos del chico moreno y con ligeros problemas de acné. En esos días el hombre no era precisamente alguien a quien solían caracterizar de "atractivo", sin embargo, con todo y sus defectos internos y externos, ella lo amó como nunca volvió a amar de nuevo. Solo a él. Ahora estaban de nuevo soltando lágrimas como aquel día, mientras gritaban que se amaban aún estando en pleno silencio.

—Cuéntame esa historia de nuevo...—había dicho el Sr. Smith después de un rato sin decir nada. Su compañera sonrió, sabía a lo que se refería: hablaba de aquel cuento que creó ella misma hace algún tiempo luego de soñarlo. No miento al decir que apenas despertó ya se encontraba buscando hojas blancas y un bolígrafo negro para comenzar su escritura. La de orbes esmeraldas solía decir que los sueños eran revelaciones mandadas por seres místicos inimaginables, y que, mediante ellos, le daban la oportunidad a los humanos de saber un poco más de los millones de universos desconocidos. Su esposo no solía crecer mucho en esas cosas, él solía ser más un hombre lógico y conservador que necesitaba ver las cosas para creerlas. Su mente era cerrada, se adaptaba a las explicaciones que la ciencia proporcionaba respecto a todo. Siempre debatía con aquella mujer frente a él, quien aseguraba que no todo tenía que poseer un porqué, que algunas cosas eran inexplicables, que la vida era subjetiva. Ella, especialmente odiaba la postura de la ciencia respecto a lo que "provocaba" el amor y lo que sucedía luego de la muerte. Ella... ella simplemente se negaba a aceptar que todo era tan simple, carente de emoción y vacío. Solía buscar sus propios porqués que parecían sacados de cuentos de hadas de una niña pequeña. Y quizá era porque su edad era solo un número y en el fondo la rubia aún era eso... un infante. Porque los infantes son más felices.

Todos estaban sorprendidos cuando su relación se hizo pública, ¿Como era posible que ellos, siendo tan opuestos, se encontrase saliendo juntos? Pero no les importaba lo que dijeran los demás, pues ellos sabían que se amaban y no necesitaban más que eso. Cada uno a su manera, pero amandose al fin y al cabo. Él la amaba, ¡Claro que sí! Era consiente de que sus hormonas le provocaron amarla. Para él el amor era solo química, pero era amor después de todo, no importase lo que creyese de él. Y por su parte, ella lo amaba, ¡Demasiado, diría yo! Sabía que esa fuerza inexplicable los había creado para estar juntos. Para ella el amor era mágia, ambos creían y pensaban muy distinto. Pero se amaban, y eso era lo que importaba.
      Él jamás pensaría como ella, eso lo tenía muy en claro. Pero aún así podría pasar horas enteras escuchando las posturas de aquella sin aburrirse y encantado de poder oír la voz tan emocionada que empleaba al momento de explicarle lo que creía respecto a la vida y estaba seguro que podría pasar el resto del tiempo observando la radiante sonrisa que se posaba en sus rosados y hermosos labios.
    Como ahora, que le pedía una vez más que le contase la historia de las estrellas que no era más que ficción después de todo. Le pedía que se la contase, aún cuando la había oído más de diez veces ya.

Porque aunque nunca lo admitiera, él amaba las ideas ilógicas de aquella. Pues es el fondo, le gustaba creer que sus existencias eran más que simples células. Y que su amor era algo más fuerte que sencillas hormonas.

—Te la conté hace dos días—había dicho la mujer de vestido blanco mezclando su voz con una ligera carcajada complacida.—¿Por qué quieres oírla de nuevo?

—No lo sé—se limitó a dar como respuesta.—¿Pero que no eras tú la que defendía que no todo debe de poseer un porqué?—El falso tono de ofensa que empleó su marido en la estructuración de su pregunta hizo a la de orbes esmeraldas profundizar su risa. Antes de proporcionarle un pequeño golpe en el pecho. Ambos reían como si no hubiese un mañana, como si al salir el sol llegara el momento de desaparecer y vagar de manera solitaria por el universo.
    Ambos de disfrutaban como si fuera la última vez. Y para ello no era necesario besarse o tener sexo. Era más que suficiente escuchar el latir desenfrenado del corazón ajeno. Como si existiese nada más que eso.
      Escuchando los latidos, tanto que al final no se escuchaba nada, no hay sonido. No hay más que él suspiro que escapan de sus labios que se nombran mutuamente. El silencio parece decir muchas cosas, como si tuviera eco... como si fuese sabio. Yacen bajo la luz de la poesía, con ojos ciegos, bocas mudas, y corazones ilógicos.

Y no necesitan más que eso.

Esa noche se amaron, se amaron tanto, que una estrella —o lo que quedaba de ella— ingresó al vientre de la mujer. Para procrear un nuevo ser, que estaba dispuesto a amar una vez más, a volver a vivir y comenzar de cero.

Porque para eso llegamos aquí, para amar. Y nada más que eso.

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