IV| τέσσερα

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A medida que caminaba quería que el suelo se abriese y que alguien le dijese "Bienvenida a casa" pero eso de ninguna manera iba a suceder. Mientras caminaba en el bosque sólo podía permitirse comer las cosas que cazaba y tristemente no era tan buena como quisiera, una simple lanza con una piedra afilada en la punta, era su arma, pero la verdad era que matar a un conejito le producían nauseas y tenía que cocinárselo como pudiese.

En el camino tuvo que esconderse hasta por debajo de las piedras, tenía esa incesante alerta de pánico por el mínimo ruido, deseaba poder ver en la oscuridad, pero con lágrimas de frustración era imposible mirar si iba en el camino correcto o se adentraba más al bosque. Un par de veces tuvo que parar y abrazarse a sí misma pensando que tal vez esa noche, Perséfone no estaba cazándola, y que los Skiés en realidad no estaban buscándola.

Otro día, otra noche. La comida escaseaba y vivir de agua era prácticamente un reto, una lanza que podía servirle pero que de pronto era una carga, la hacían frustrarse más.

—Padre —sollozaba cuando temía que el sol la mataría de una buena vez.

Todo era más tranquilo cuando no tenía que preocuparse por comer, cuando no tenía que preocuparse porque que alguien la odiaba, cuando en realidad estaba sola, cuando ignoraba muchas cosas, así estaba mejor.

No sabía porque Artemisa había enviado a esos dos odiosos a por ella, cuando claramente no tenían la buena predisposición y claramente ella la estaba pasando mal. Se detuvo y sintió la necesidad de gritar pero voces la hicieron detenerse y apresurar el paso.

Llegó a un pequeño pueblo cuando el sol se asomaba majestuosamente muy por encima de los riscos. Pudo ver niños corriendo, madres trabajando y hombres que cargaban cosas sobre sus hombros. Era la primera vez que veía a la humanidad tan de cerca y le daba ansiedad, quería conocer todo de ellos, quería compartir la risa de los niños y es que a sus diecisiete años no sabía lo que era reír y ser feliz por completo sin saber que te faltaba algo.

Sus pies ya no daban para otro paso más y terminó sentándose sobre una piedra, en ese momento el sol no era su mejor amigo y todo su cabello era una maraña pegada a su piel, sus labios estaban tan resecos que por instinto terminaba quitándose los pellejitos para hacerlos sangrar y culparse por olvidar ese detalle.

Cerró los ojos y lo primero en lo que pensó fue en su padre, no sabía cómo seguir adelante sabiendo que todo lo que ella quería y en lo cual había crecido se estaba desmoronando.

—Disculpa —la voz de una joven la hizo regresar a la realidad— ¿Te encuentras bien?

Conocía su idioma. Los ojos le brillaron de emoción ya que por primera vez compartiría palabras con alguien que era como ella.

—M-muero de sed —respondió con toda honestidad.

—Oh —la joven se dirigió hacia una cubeta y sacó un pequeño cuenco para servirle agua—. Toma, en realidad esta es la época más caliente del año, muchos creen que los Dioses están enojados conmigo por nuestra falta de oraciones —por instinto la joven se alzó de hombros quitándole importancia.

Karissa fijó la mirada en la joven. Aunque los humanos vivían para adorar a los Dioses, estos últimamente se estaban volviendo codiciosos y pretensiosos, una prueba de ellos era Afrodita hacia unos días atrás. ¿Cómo podían hacerle esto a los humanos, cuando vivían de ellos?

Karissa se mantuvo callada mientras bebía de a poco humedeciendo sus heridos labios.

—Ven, le diré a mi madre que te revise tus heridas —dijo la joven cargando de nuevo la cubeta y Karissa caminó detrás de ella con los pies heridos y su lanza. Para ser una chica, se veía bastante fuerte y es que aun con su cabello rubio, y sus facciones salvajes, era una niña. Karissa pensaba que tal vez incluso era menor que ella.

Cuando llegaron a una casita de madera pudo escuchar la suave voz de la señora quien salió estrepitosamente para ver a Karissa herida.

—Por Zeus, mira cómo estás, ven —con su suaves manos la obligó a entrar mientras acarreaba un gran cuenco con agua y un pedazo de tela para lavarle las heridas—. ¿A a todo esto, cómo te llamas?

—Karissa —respondió. No tenía nada más que decirle pero mientras la señora pasaba la tela por sus pies, se preguntó si su madre la hubiese cuidado así, no lo dudo, pero la sensación era desconocida y emocionante.

—Esa pequeña de allá —refiriéndose a su hija— se llama Akil, es muy buena, siempre está de un lado para otro ayudándome.

—Quiero ayudar—dijo Karissa de pronto y se llevó ambas manos en la boca, incapaz de creer que eso saliera de su boca.

—Pareces una viajera aun a tu corta edad, así que... dejaré que te quedes con una condición, ayudarás a Akil en cualquier cosa ¿de acuerdo? —la señora sonrió.

Karissa se sentía tan agradecida, a pesar de los días que había tenido, había encontrado humanos tan amables quienes le estrecharon la mano sin ningún miramiento. Sonrió en sus adentros, esto era lo más gentil que podía permitirse, esto era como sentirse en casa, no, esto era completamente diferente, en casa no tenía con quien hablar.

—Tranquila —la señora tomó sus manos—. Ni quisiera que te asustaras y salieras corriendo así, mayormente lo único que hace Akil es recoger frutas del pequeño huerto, sembrar, acarrear agua.

— ¿Disculpe, este lugar tiene algún nombre? —preguntó Karissa obviando el hecho que no sabía nada del mundo de los humanos.

—Claro, este es la ciudad de Terma, estamos a las afueras de la ciudad, pero más adelante encontrarás la vida de verdad, mientras tanto te queda descansar y esperar a que las heridas de tu pie sanen.

La señora tomó entre sus cosas unas pequeñas sandalias que extendió a Karissa, esta las tomó y no pudo descifrar su material, pero vio que Akil las llevaba.

—Son para no herirte más los pies —añadió la señora mientras salía de la casita.

Karissa tenía tantas preguntas aunque sabía que su tiempo ahí se las respondería todas, debía conseguirse aliados, gente que la apoyase y que por supuesto estuviera dispuesta a ir al Inframundo a salvar a su padre. Tragó saliva. Tenía que haber alguien.

MESES DESPUÉS.

— ¡Akil! —gritó Karissa cuando vio que la susodicha se ponía a escarbar la tierra buscando al gusano.

—Es que esto es tan entretenido —respondió esta limpiándose el sudor y dejándose tierra en el camino.

—Niñas, dejen de jugar, los demás igual usan estas tierras para su sembrado —les regañó.

—Ya basta —regañó Karissa a Akil tomándola del brazo y jalándola fuera del pequeño huerto.

—Oh, está bien —se sacudió Akil mientras lavaba su cara con agua—. Tenemos que ir a la ciudad a comprar semillas y pan.

—Es verdad, hoy cenaremos algo delicioso —la señora arrugó la nariz y suspiró.

Habían pasado aproximadamente tres meses desde su llegada, la señora Acacia era tan amable, excepto cuando por culpa de Akil la regañaban, Karissa nunca renegó nada y al final del día terminaba aceptando culpas ajenas golpeando a Akil con la almohada.

Ambas chicas se fueron al rio más cercano para darse un baño. Adoraba estar en el rio, pero más en las noches a escondidas de la señora Acacia, el agua estaba tan fría y podía ver las estrellas, aunque no eran idénticas a las de su padre, la hacían sentirse en casa, y el asunto del agua es que la disfrutaba aun cuando una Akil se mantenía a lo lejos farfullando los gustos raros de la otra.

—Quería aprovechar que estamos las dos solas —dijo de pronto Akil sacándola de sus pensamientos.

—¿Por qué?

—Verás, hay rumores corriendo por la ciudad, dicen que un evento súper importante está por suceder y yo quiero saber de qué se trata, por eso le dije a mamá que tú y yo iríamos por las semillas y el pan.

Sí Karissa pecaba de algo era de ser curiosa, maldición heredada de su madre y la razón por la cual Afrodita odió a Pandora, su madre.

No tardaron mucho en apresurarse y salir apuradas a la ciudad, incluso iban a medio peinar con la señora Acacia detrás de ellas sin entender la prisa.

—Hubiéramos esperado a que el cabello se nos secara —se quejó Karissa cuando vio la ciudad. Los ojos se le encendieron en una emoción casi tangible. Por inercia tomó la mano de Akil, quien sonrió y la jaló haciéndola correr mientras bajaban las escaleras.

—¿Te gusta, cierto? Pero aun tenemos que averiguar si esos rumores son cier...

Akil dejó de hablar y su voz apenas era un susurro, porque efectivamente había un evento, pero no era para días posteriores, era para justo ese día.

Mujeres con un porte digno de un verdadero Dios, con vestimentas que dejaba la mayoría de su cuerpo descubierto, con curvas trabajadas, brazos y piernas fuertes, una presencia que sacudía el ambiente. Portaban escudos, arcos y flechas, espadas, lanzas. Karissa estaba sorprendida porque las leyendas que escuchaba de las ninfas eran reales. Ellas no eran simples mujeres guerreras, eran las amazonas, mujeres que era como la representación humana de Artemisa, las hijas de Ares, cuya bendición era palpable. Historias donde ellas ganaban, historias que a sus ojos eran cien por ciento reales.

Akil apretó la mano de Karissa, le transmitía su emoción.

—Quiero ser como ellas —susurró Akil mientras Karissa parpadeaba incapaz de creer en las palabras de la chica, pero al mirarla pudo sentir su creciente emoción y era una decisión ya tomada.

—Tu madre... —farfulló Karissa sabiendo que la señora Acacia no dejaría a su hija tal destino.

—Lo entenderá —contestó Akil—. Esto nos ayudará a ambas, no sólo son guerreras, son madres, hijas, hermanas, son esa fuerza femenina que no ves en ningún lado.

Karissa se sentía emocionada de las palabras de Akil.

—Iré contigo —murmuró provocando que Akil la abrazará efusivamente.

Pero una risa burlona rompió el momento.

—Si creen que sólo es decir "yo seré una amazona" están equivocadas —era una joven casi de la estatura de Akil—. Hay una prueba para ser aceptada y créanme, dicen que no es fácil concluirla, y sobre todo, puedes morir en el intento —empezó a reírse al ver el gesto de pánico de ambas—. En fin, piénselo dos veces antes de ir por ahí diciendo que quieren ser como ellas —sacudió su larga caballera y se fue en dirección de dichas mujeres quienes se acercaron a ella y le daban indicaciones.

Karissa tomó ambas manos de Akil y la miró fijamente.

—Tenemos que hacerlo, aunque yo muera para dejarte libre el paso —Karissa no decía las cosas en serio, pero tenía que darle ese impulso a Akil para hacer las cosas y que ésta no se echará para atrás, no cuando tenía un objetivo.

—De acuerdo —dijo Akil decidida.

Un fuerte viento sopló y todas las mujeres amazonas se colocaron en sus puestos, mientras una mujer sumamente hermosa caminaba justo en medio portando en su mano izquierda, una gran lanza con adornos de piedras preciosas y un triangulo puntiagudo al final de este.

«Este es el único medio, padre».

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