Capítulo 13 _ Apostar

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Capítulo 13

27 de Diciembre...

"Antes de apostar pensá /en lo que podés perder /y jamás recuperar"

El quinto cadáver cayó a sus pies, pesadamente. Bruno tomó aire, con un poco más de sosiego ahora que el dolor se había ido.

Se miró a un espejo roto que habían tirado entre todas las bolsas de basura. Estaba tuerto: su ojo malherido estaba tan muerto y tan destrozado como sus víctimas. La cicatriz llena de estrías no lo abandonaría jamás, perduraría por toda la eternidad. Su cara estaba más arruinada, más quebrantada que el espejo en el cual se reflejaba.

Rebalsándole la ira, destrozó todo a su alrededor. Convirtió el basurero bajo el puente de la autopista en un cementerio.

—¡Hija de puta! —maldijo, colérico—. ¡Me las vas a cobrar todas! ¡Hija de puta!

Sus planes de venganza empezaban a plantarse en su contra, lo cual lo colmaba de rabia. Pero también enloquecía por el hecho de que había sido una humana, armada con un crucifijo de plata de no más de cinco centímetros, la que le había mutilado un ojo. O también su cólera podría deberse a que fue por él mismo que estaba enredado en toda esta problemática. No debería haberse dejado tentar por aquel Lord con tanta facilidad, ni ignorar las advertencias de Jaime, quien había actuado siguiendo a la razón y al sentido común: había huido. Ahora ya estaba lejos, y Bruno estaba solo. Le era indignante y humillante la idea de huir en lugar de cumplir con sus venganzas.

Salió al exterior del puente. La noche era cerrada y oscura, con la luna prisionera entre nubarrones marrones, y el aire más denso a cada instante.

Un relámpago surcó el cielo. El joven se apresuró a volver al departamento que le habían usurpado a aquella agradable mujer de no más de veintidós años. La hipnosis la había hecho todavía más sumisa, lo bastante como para que hospedara a los dos vampiros y se convirtiera en su sirvienta.

Bruno acababa de sacar la llave de su bolsillo, cuando encontró la puerta del cuarto a medio abrir. Enseguida percibió un olor extraño, amenazador, y retrocedió.

Él los había encontrado.

¡No podés enfrentarlo, Bruno! —le había dicho Jaime, alterado, aquella misma mañana—. ¡Es un Lord! No tenés ni la más mínima oportunidad.

Jaime siempre había sido valiente. Cuando era esclavo en su plantación, era el más fuerte y corajudo, y el más leal también. Un esclavo cualquiera hubiera abandonado a su amo tirano a merced de la muerte que se envolvía entre las flamas que consumían vorazmente toda la sembrada que Bruno trataba de rescatar desesperadamente. La carne se le quemaba y los pulmones se le oscurecían por la intoxicación del fuego, pero con su fuerza vampírica insistió. No iba a perder aquello que lo hacía millonario. Sin embargo, no resistió mucho más, y cayó asfixiado. Hubiera muerto de no ser por Jaime, que lo alzó sobre sus hombros y lo cargó fuera del peligro. La sed y la necesidad llevaron a Bruno a abalanzarse sobre su salvador para extraer de sus venas casi toda la sangre que corría por él. Gracias a que recuperó pronto el conocimiento, pudo frenar y no matarlo. Le compartió sangre y enseguida se decidió a convertirlo, para así saldar su deuda.

Bruno entró con cautela dentro del departamento, que estaba en orden, excepto por el cadáver de la mujer, acomodado de forma macabra sobre el sillón, con los ojos abiertos como platos y mirando en dirección a la puerta por la cual Bruno entraba. Hacía tiempo que el vampiro no se petrificaba con una imagen tan terrorífica. La garganta de la humana estaba casi abierta en un lado, que se exhibía perfectamente gracias al ángulo en el cual la habían apoyado sobre el antebrazo del sillón. Habían drenado su sangre de tal forma que no le habían dejado ni una gota. Bruno identificó débil el olor de su sangre, débil comparado al olor que había dejado el intruso. ¿Todavía estará acá?, se preguntó, alarmado.

Vislumbró manchas de sangre, las cuales lo condujeron al baño. Las baldosas del piso y los marcos en las paredes, estaban manchadas con sangre. Sin embargo, lo más impactante y perturbador era Jaime empalado con una estaca a quizás menos de un centímetro del corazón. Los ojos del muchacho miraban a Bruno con inmensa melancolía. Le habían abrochado en la boca una nota: "Me pregunto si llegarás cuando ya esté hecho cenizas".

—¿No era que te habías ido?

Algo en la mirada de Jaime le respondió que solo nunca se hubiera ido. Exhaló por última vez y se deshizo en cenizas. A Bruno se le heló la piel y todo su interior, se sintió aterradoramente humano. Una eternidad más tarde, salió del baño y vio a un muchacho de casi su edad, imponente e intimidante, parado delante de la puerta de entrada, contemplando con las cejas enarcadas al cadáver que yacía recostado sobre el sillón. De repente, éste pasó a mirar a Bruno, con los ojos brillándole de un rojo incandescente.

Estuvo mucho más atemorizado que antes, cuando la mano del muchacho oprimió su garganta, con tanta fuerza que parecía superar la fuerza de un vampiro cualquiera. Notó que sus pies tocaban el aire, y pronto comenzó a sentirse asfixiado. Sin embargo, era mucho más dolorosa la herida que le abrió con la mano en el pecho, hundiéndola hasta el fondo, rozando su corazón.

—¿Así era como querías dejarla a ella también? —Miró por el rabillo del ojo a la muerta en su reposo.

—¿Qué? —gimió Bruno.

—Creía que ya te había advertido que te mantuvieras alejado de la chica.

—¿Maestro?

Los ojos de Bruno comenzaron a ponerse blancos. Su fin estaba próximo, tanto que su vida corrió en círculos por su mente, cada instante se le presentó como si lo estuviera viviendo, cada fantasma le susurró sus pecados al oído. Iba a descender al infierno, iba a reencontrarse con el fuego que por poco lo mataba en su plantación, y Jaime no iba a estar ahí para rescatarlo. No quería morir, pero tenía el consuelo de saber que moriría de la misma manera que su compañero, con el corazón hecho trizas.

El vampiro se lo desgarró sin esfuerzo.

Desde los pies hasta la cabeza, Bruno fue disolviéndose en cenizas. Su garganta se deslizó por entre los dedos de su asesino, que se quedó mirando el montículo de forma inexpresiva, misteriosa, y un poco intimidante. Se había quedado con ganas de hacer todavía más. Matarlo no era suficiente. Se merecía algo mucho peor. Nadie puede herirla, a menos que quiera vérselas conmigo, se dijo, como advirtiéndole a alguien más aparte de a aquel al que acababa de asesinar.

—Puaj —Hizo Jez una mueca de asco, viendo el cadáver de la inquilina mientras entraba al departamento—. Era obvio que era una bestia para comer, pero no me imaginaba qué tan psicópata podía llegar a ser.

El muchacho la ignoró. Estaba demasiado concentrado en desvelar la incógnita, la trama que había detrás de todo el asunto. Se dirigió al baño, y ahí descubrió más cenizas y una nota.

—El Maestro —entonó una notable repulsión con esa palabra—, se toma muy en serio su "juego".

Le dirigió una mirada de soslayo a Jez, y después se viró hacia la foto que colgaba de la pared, en la cual aparecían la difunta y un hombre más, sonriendo alegremente, abrazados y mirándose con amor. Se acomodó el sombrero, y al mismo tiempo, se preguntó cuándo llegaría el día en el cual ella lo miraría de esa misma forma. Probablemente, nunca.

—¿Qué hacemos con todo este quilombo? —le preguntó la muchacha, despreocupadamente.

—Que se encarguen los Guardianes.

—¿Los Guardianes? —Arqueó las cejas.

—Están para eso, ¿no?

—Miguel, estoy cansada. ¿Por qué nomás no lo matamos y le damos fin al problema?

—Porque él nos está esperando con un ejército, y porque un solo error puede costarles la vida.

—Es la primera vez que hablás de ambas en vez que de una sola. ¿Desde cuándo te preocupa la madre?

—No voy a dejar que sufra, y si pierde a su única familia...

—¿Única familia? —Esbozó una sonrisa de burla.

—Vámonos —le indicó sin ni siquiera mirarla, lo cual la fastidio.

Salieron del apartamento y se subieron al Lamborghini Aventador que habían dejado estacionado una cuadra más allá del edificio. Miguel puso el motor en marcha y el vehículo arrancó de inmediato, con total elegancia, en dirección al microcentro.

—Ya estoy un poco harta de ser tu mascota —le dijo Jez a Miguel, pero éste ni se mosqueó. La había ignorado toda la noche; se había quedado sumergido entre sus pensamientos más profundos y recónditos, y se negaba a salir a respirar—. ¿Me estás escuchando o te hacés el sordo? Porque no me da gracia.

Se detuvieron en seco a un costado del camino. Miguel bufó, exhausto, y finalmente miró a su compañera a los ojos castaños pardos, tan felinos y atractivos como cada una de sus facciones faciales y corporales. Jez era sumamente hermosa y exótica, y a veces, hasta el hombre más enamorado podía tentarse a caer en manos de su lujuria.

—¿Vas a encapricharte, de en serio, ahora? Porque no estoy de humor —contestó Miguel.

—Últimamente no sos el mismo al que conocí hace tanto tiempo. No te divertís como antes... Hasta, tengo que admitirlo, estás pareciéndote a tu viejo.

—¡Je, je! ¿Justo a mi viejo? No me digas —se burló.

—¿Y en dónde está, por cierto? ¿Por qué no vino todavía a socorrerte, a vos, que sos su único hijo?

—De momento.

Jez esbozó una sonrisa seductora, y se desabrochó el cinturón de seguridad para posar con más sensualidad. Ella iba a sacar del interior de Miguel al príncipe del placer que alguna vez fue, y que seguía siendo.

—¿Por qué no nos tomamos un descanso? Ya tuviste una venganza hoy; la que sigue dejala para otro día —Se movió, de manera lujuriosa, y se sentó encima de las piernas de Miguel—. Hoy hagamos algo más entretenido —susurró, rozando sus labios.

—¿En el auto? ¿No te parece... un poco incómodo? —le acarició el muslo, jugando el mismo juego de seducción.

—Me parece atrevido, y excitante. Además, no combiné el color de mi lencería con el color del coche por pura casualidad.

Miguel la besó. Fingió que le mordía la boca, lo cual incitó a Jez. Ella lo estrechó más contra él, y le abrió la camisa desgarrándosela sin importar en dónde cayeran los botones descocidos. Se besaron con salvajismo y se rasguñaron desesperados. Jez gimió cuando, después de desgarrarle la camiseta, Miguel la mordió en el rincón que queda entre el cuello y el hombro, lo cual era una práctica común entre vampiros. Al morderse liberaban endorfinas que los hacían extasiarse todavía más. Sin embargo, Miguel no sólo la estaba mordiendo, sino también ingiriendo su sangre con glotonería.

—¡Ah! —Trató de alejarlo, pero su espalda golpeó el volante y la bocina del coche sonó.

Miguel la arrojó al asiento del copiloto, irritado. Jez lo miró, sorprendida e intrigada, mientras limpiaba la sangre de su herida, que no demoró nada en cicatrizar.

—Mierda... —dijo al recuperar el aliento—. ¿Estás caliente o necesitado?

Él se mordió el labio, aguantando la rabia, saboreando la sangre de Jez, que por alguna razón, no tenía sabor a nada.

—Si no te tranquilizás, vas a terminar matando a alguien, Miguel —le advirtió Jez.

—¿Y cagarlo todo? No voy a permitírmelo, no ahora que llegué tan lejos.

Jez lo estudió, y de inmediato sacó una conclusión acertada:

—Estás sediento, pero porque querés su sangre —masculló con un aire receloso—. Pensás tanto en ella que nada te satisface, ni mi sangre ni la de nadie más.

—¿Y?

—La última vez que te pasó eso, se todo fue al carajo.

—¿Por qué me hacés acordar las cosas que quiero olvidar?

—Para que no las repitas —Puso una mano en su brazo, y él se la quitó.

—¿Me tenés lástima ahora? —Usó un sarcasmo tan fríamente ardiente que hirió a Jez en el alma.

—No. No sos quién para merecer lástima o compasión.

—Obviamente que no —Volvió a poner en marcha el auto.



28 de Diciembre, poco después de la medianoche...

"Hueso roído /quebrado y convertido /en polvo y tiza /Desesperanza... /No hay más sol /ni una pizca de luz /sino sombras, tinieblas /y pestilencia a veneno"

Alicia sacó de la cajonera su cuaderno de frases y poesías, y releyó alguna de las últimas que había escrito. Eran frases un poco lúgubres, relacionadas con la muerte, la tristeza, la ira, el odio y el dolor. Pero con todo lo que le sucedía últimamente, ¿de qué más iba a escribir?

Había tratado de dormir, pero seguía estando inquieta por su encuentro con Bruno. No podía dejar de oír sus quejidos de agonía, ni podía dejar de recordar la sonrisa tétrica de Lucas, la cual le dejó más que en claro que ambos vampiros se conocían.

La tormenta había pasado, pero detrás había dejado una brisa pacífica que entraba por su ventana y refrescaba sus ideas y sus emociones. Así pues, sintiéndose algo más relajada, escribió en su libreta: "Cascada de hielo /por tu caudal nace /un manantial de flores /El Invierno llora /La Primavera lo abraza /lo consuela y /prospera su amor". Terminó abrazada al cuaderno y llorando las lágrimas que venía llorando cada noche.

Cuando se dirigió a su cómoda, para guardar el cuaderno y el crucifijo, la invadió un escalofrío al pasar junto a la ventana, y no un escalofrío cualquiera. Era una advertencia.

Se asomó, sin descubrirse, escondiéndose detrás de la cortina, y vislumbró entre los árboles del patio una figura oscura entre las sombras. El instinto la hizo moverse hacia un costado y tragarse el corazón, que de un momento a otro se le había subido a la boca. Esperó unos momentos, y volvió a encarar a lo que fuera que estuviese en el exterior, pero se había desvanecido.

No era su imaginación, su mente no iba a jugarle más engaños ni más bromas de ahora en adelante. Estaba segura de que había una persona, espiándola desde las sombras de los árboles. No podía ser Lucas, porque él todavía no había vuelto, o de lo contrario hubiera escuchado a su auto estacionarse. Tampoco creía que fuese Bruno. Aquel muchacho se había quedado tan pasmado con su último encuentro que, muy seguramente, no querría volver a verla por un par de días.

Trató de reconstruir la imagen mediante sus recuerdos, y la única característica que pudo rescatar, fue que tenía puesto un sombrero. Un sombrero tanguero, quizás.

De repente, vio las luces del Peugeot de Lucas mientras se detenía en la acera del frente, y vio al mismo Lucas salir del coche. No le cabían dudas de que recién llegaba, y de que aquel al que había visto minutos antes no podía ser él.

Ya nunca más iba a estar sola y a salvo, en ningún momento, en ningún lugar. La tenían acorralada como a un animal antes de llevar al matadero.

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