Un cielo que llora.

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La lluvia caía a raudales. Era un cielo triste que lloraba; ya no recordaba ni un día tan bonito como el cielo azul, ni el sol resplandeciente del cual pintaba en sus hojas blancas y su pincel mágico; parecía que el clima y su ánimo estuvieran sincronizados en esos momentos y, era justamente como se sentía por dentro. Triste, vacía, con unas inmensas ganas de gritar, hacer pataletas y llorar. No importaba el orden en que llevaría el acto en si, quería liberarse.

A su mente, en donde el recuerdo de la culpa venia para atormentarla como un caos, destruyendo de apoco su alma, sus memorias: su vida.

Aguas saladas que caían por sus mejillas. Sin contenerse, tiró la mesa con impotencia, el contenido de su taza se estrelló contra la pared, parándose de la silla airada, caminó hacia a la acogedora estancia de su sala. Aquella sala en donde rió, lloró, extrañó, desesperó y amó.

Y se derrumbó cansada emocional y físicamente. Porque no podía con aquel dolor en su pecho. Ya no podía más.

Miró el cielo, las gotas caer, los árboles danzar de un lado para el otro, le afectaba sobremanera. Aquel ventanal dando a ver el jardín donde el recuerdo de su amado esposo y ella habían plantando bellas flores de todos los colores, haciendo de aquella parte delantera de la casa algo bonito, se le caía el corazón en pedazos.

El recuerdo horrendo que vivió en una noche tan fea como la misma de ahora, sintiéndose vulnerable en una casa que ya no era la misma, ni ella tampoco. Aquella que con tanto esmero quisieron construir desde las cenizas para sus hijos y por los que vendrían más adelante.

Su mirada cayó en el colgante que poseía: un camafeo en donde estaba  la captura de su hermosa familia que una vez tuvo, que le arrebataron y por quienes aún sigue en duelo.

Sintiéndose una vez más, con aquella desazón, con aquella soledad que prometió nunca volvería a ser.

Y es que el dicho de “nunca digas nunca” le molestaba.

El eco de la estancia.

El grito desgarrador, se escuchó en complemento con el trueno fuerte en donde su pena aún sin aplacarse, el gris cielo, acompañaba a su alma triste y desolada.

Cayó de rodillas en el suelo piso de madera, las luces emitieron ese característico titilar de que se iría la electricidad.

Pero no pasó.

Se arrastró hasta llegar a uno de los sillones individuales, tapándose con una manta con la que tapaba a sus chicos.

A sus niños.

—¡Mami, Mami! —dijo aferrándose a las faldas de su madre, mirándola con ojos acuosos apunto de llorar. Aquella miniatura de su esposo la enternecía. 

Otro de sus hijos hace su aparición con signos de protestas.

—¡El enano se metió en mi cuarto y destruyó todo! —señaló a su hermano menor de cinco años y él de ocho. Solo faltaba el mayor y esto seria un circo.

—¡Mamá! —se quejaron los mellizos desde la sala de videojuegos, con solo 10 años.

Tenía un hombre maravilloso y cinco hombrecitos adorables  en nuestra casa.—pensé, al ver a mi estrenado esposo entrar en la cocina.

—Hola mi amor.—no le dio tiempo a nada, cuando la tomó por la cintura, dándole un leve beso en los labios. Cuando se separó, tomó al pequeño en sus brazos, yendo a la sala a calmar a los fieros y al celoso enfurruñado que se cruzó de brazos en cuanto vio a su pequeño hermano abrazando a su padre, sacándole la lengua.

Mientras preparando la cena. Les había servido todo en la mesa, donde  todo ya estaba listo.

—¡Hora de comer! —gritó sobre todo el griterío de discusiones que seguía escuchando.

No podría disfrutar de sus chicos, del griterío que hasta causaban dolor de cabeza. No podría disfrutar más del amor que le tenía al único hombre que le trajo vida a sus días y noches. No podría ver a sus niños sonreírle, ni curarlos cuando se lastimen; ya no podría hacer función de madre, ni esposa.

Unas cuantas lágrimas caen de su rostro nuevamente, impidiéndole mirar claro y, es que ya no podría rellenar su alma con algo más.

Para ella, todo había acabado.

Se acurrucó más en aquel sillón, en aquella manta calentita desprendiendo aquel olor tan característico de su hijo de ocho años.

Pero otro trueno, sobresaltándola hace que gima audiblemente del susto y de pena. Y aunque con la tempestad que se desataba afuera de su casa era tan igual que la batalla interna que se desataba en su interior: nunca supo porque la vida le había pagado de esta manera.

—¡¿Por qué?! —aquella pregunta fue desgarradora. Y si esperaba respuesta, nunca se esperó que fuera lo contrario. Solo que esta vez, fue inesperado.

La voz de una mujer, enfundada con ropa negra, chorreando agua por todo su cuerpo, empapada de pies a cabeza y el filoso cuchillo que poseía en su mano, quedarse estática era quedarse corto.
—Por quitarme lo que deseaba. —fue lo último que escuchó, luego de una risa escalofriante y el último trueno.

Porque ese día en el que, en aquella solitaria casa una vez vivió la mujer que  lloraba como alma en pena por la tragedia de su familia; fue encontrada asesinada al día siguiente.

Pero una nota de despedida habían encontrado los policías:

“Muero para estar con ellos. Porque mi vida esta ligada a mi familia y, pueda ser feliz sin que en la otra vida me arrebaten lo que fue y será mío siempre. No hay nada que me ligue estar viva, lo siento. Pero no puedo estar muerta en pena, si puedo estar muerta y feliz.”


Fin

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