🌌2/CAPÍTULO 18🌌

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Galen Jace

(1/2)

Era costumbre que una cortina abriéndose fuese el impedimento de que continuara inmerso en mis sueños. Los rayos del sol rápidamente se colaron por la ventana que también fue abierta, y no tardé en comenzar a dejar salir quejidos de molestia en cuanto abrí un ojo con esa claridad golpeando mi rostro. Abría mis ojos con mi habitual cansancio y poco a poco comencé a visualizar una silueta tomando asiento a mi izquierda, hundiendo el colchón.

Me quejé una que otra vez por lo bajo, hasta que recibí varios almohadazos por ella y tuve que despertar por completo y acomodarme para mirarla. Los rayos de sol ahora llegaban a su rostro, a sus ojitos verdes y su nariz pequeña; sonreí al repasarla y verla con el uniforme de primaria, uno nuevo que le habían entregado.

—¿Qué soñaste ésta vez?

Su interrogante era repetida casi todos los días. Estaba interesada en mis sueños porque eran anécdotas tras anécdotas y, aunque yo exageraba al contarle sobre ello, notaba que le gustaba. O quizás solo le gustaba escucharme hablar. Y eso hice con mi voz somnolienta en lo que me levantaba y me ponía una camisa cualquiera; solía dormir con ropa debajo, aunque aquello fuese una atrocidad, porque sabía que ella vendría a despertarme.

—¿Recuerdas Disneyland? Estaba obsesionado con ese lugar cuando tenía tu edad. Soñé que te llevaba allí. Sé que te encanta todo ese rollo de las princesas.

Me planté frente al espejo para acomodarme la camisa oscura y bostecé contemplándola por el reflejo. Se levantó de la cama y, entre saltitos, emocionada, me abrazó por detrás. Era pequeña, de un tamaño considerable para una niña de diez años, pero muy minion a mi punto de vista. Supongo que eso, sumado a que cuando me giré a ella me puso una de esas caritas adorable, me hacía el día. Seguía dando saltos y vueltas en su propio eje cuando comenzó a exclamar:

—¡Quiero ir a Disneyland contigo! ¡Llévame, llévame!

Le sonreí de medio lado y me agaché para quedar de su tamaño. De veras era enana. Aunque, de ser sincero, a pesar de que ella fuese mi hermana menor, hacía conmigo lo que quisiera. Me dominaba de tal manera que, a día de hoy, no me explico cómo Giselle causaba tanto en mí. No era solo por tema de apellido, tampoco la sangre que corría por nuestras venas; era más que eso: era una hermandad irrompible, una sensación de que ninguno estaría sólo y que, pasara lo que pasara, esa niña me despertaría a cada mañana.

—Vale, veré qué hago con eso... —prometí en un tono de voz suave—. Por ahora, ve a despertar a Fred con tus súper-almohadazos.

Me devolvió la gran sonrisa de hoyuelos y no pude evitar notar que, dándose la vuelta para marcharse dando brincos, no traía en su cabello castaño su preciado cintillo. En realidad, fue un regalo de Fred cuando Giselle cumplió los nueve años, y desde entonces no se lo había quitado de la cabeza; no dudé al ponerle una mano en el hombro para evitar que se fuera.

—¿Te han vuelto a molestar, Giselle?

Mi pregunta hizo que mi hermana, en vez de hacerse la indiferente como con mis padres, bajase el mentón y se quedara en silencio. Sus silencios eran una respuesta suficiente. La obligué a cruzar nuestros ojos, tan parecidos un par con otro, y no necesité que me dijera que seguían molestándola. Conocía a mi hermana como la palma de mi mano; había pasado por esa época como ella y podía sentirme identificado; pero, para su suerte, ella tenía un hermano mayor que no permitiría esas cosas.

—Te acompañaré hoy a la primaria.

—No... El profesor Juliams te regañará si llegas tarde.

—Me da igual, Giselle. Te voy a acompañar.

Me sostuvo la mirada hasta que tuvo que negar con la cabeza, decidida.

—Fred me puede acompañar.

—Él no puede manejar.

—¿Ni siquiera con la otra mano?

—No, Giselle —le sonreí de medio lado—. Anda, baja a desayunar, ya me encargo yo.

Por fin pareció rendirse y, con la misma alegría que tenía hace unos instantes, se fue corriendo por el pasillo hasta toparse con la puerta de Fred. Entró sin llamar y, minutos después, escuché los quejidos inconfundibles de mi hermano pidiendo dormir más. Esa niña tenía una obsesión con que todos desayunáramos juntos...

Tras bañarme, bajé al comedor para encontrarme con la reunión familiar que Giselle se esforzaba por organizar. Parecía que la tensión comenzaba a crearse en la que solía ser una mesa familiar donde los integrantes eran, supuestamente, felices. En cuanto me senté en mi silla, absolutamente todos se quedaron en silencio.

Y estaba acostumbándome a esos silencios incómodos. A veces, incluso, con el corazón en la mano, creía que esa familia estaría mejor sin mí. Mi padre habría de pensar en eso mientras comía y, al otro lado de la mesa, me lanzaba una de esas miradas que duelen ver de un padre. Dolía, bastante; pero al girarme contemplaba la mirada cálida de mi madre y todo se volvía más llevadero. Para nuestra suerte, la mayoría de veces el silencio era interrumpido por Giselle, que además de ser una niña muy animada y sonriente solía ser una parlanchina de manual.

—Papá, ¿hoy Galen me puede llevar a la primaria?

Mi padre, fríamente, negó con la cabeza, borrándole la sonrisa a Giselle.

—No vas a ir con tu hermano a ningún lugar.

Apreté los labios por cuan duro podía ser con ella. Mi madre intentó relajar la situación y, en cuanto Fred bajó las escaleras con su brazo enyesado, mi padre no pudo callarse lo que hacía días reprimía para complacer a mi madre:

—¿No viste lo que sucedió la semana pasada? No permitiré que tú también te fractures el brazo como Fred. ¡Bastaría más!

—Edgar... —murmuró mi madre, advirtiéndole silencio a mi padre.

—Es la verdad, mujer, es la verdad. Si Galen no hubiera conducido, ésto no habría pasado —se volvió instantáneamente a Giselle, quien no estaba nada feliz—. Hasta que no vuelva a confiar en tu hermano, no vas a ir con él a ningún lugar. No por gusto le prohibí la motocicleta a ese desagradecido...

—¡Papá, basta ya! —se quejó Fred, acercándose sin tomar asiento—. Galen no tiene la culpa, él no...

—Como quieras, Edgar —interrumpí a mi hermano, observando fijamente a mi padre, tenso—. Contigo no tiene sentido hablar.

Mi padre enarcó una ceja.

—Tendría sentido hablar si admitieras que tienes la culpa, Galen.

—¿Ah, en serio? —lo reté con la mirada.

—No te hagas el gracioso —advirtió—. Recuerda que sigo siendo tu padre.

—Y yo sigo siendo tu hijo, aunque no lo recuerdes cuando me culpas por todos los males del mundo.

—No te culp...

—Ahórrate la charla, Edgar. No llevaré a Giselle si así lo quieres. Pero, al menos, asegúrate de ser un buen padre con ella y habla tú con la directora de su primaria.

Realmente mis padres parecieron confundidos, incluso el mismísimo Fred. Mi hermana, en cambio, se hizo pequeñita en su lugar. Definitivamente, esa familia no estaba minimamente enterada de la vida de cada cual. Vivíamos bajo el mismo techo, pero nunca podríamos ser unidos.

—¿Qué sucedió en la primaria? —preguntó mi padre, mirando fijamente a Giselle.

—Un premio al mejor padre del mundo —ironicé, mirándole mal.

—Galen, cállate —se levantó de la silla, ya harto de mí.

—Me callaré cuando no tenga la razón, Edgar. ¿Sabes? No tengo ánimos para discutir por milésima vez —iba a refutar, pero continué—. Ahórrate la labia. Sé lo que piensas: soy un mal hijo; lo soy, pero también eres un mal padre.

Me levanté de aquella silla, dispuesto a marcharme. No, no iba a tolerar otro día más teniendo esta maldita conversación con él. Llevábamos una semana peleados y, aunque en mí estaba intentar solucionarlo, Edgar nunca me escuchó. Era terco como él nada más.

—Galen, ¿adónde vas, cariño? —preguntó mi madre, a punto de levantarse para acercarse a mí.

Aunque estuviese enojado con mi padre y no pudiera evitar tensarme de pies a cabeza, mi madre no tenía culpa de ello, por lo que aflojé mi tono de voz para contestarle.

—Me voy a casa de Martha. Nos vemos en la noche.

—¡¿No vas a desayunar?!

—¡No tengo hambre! —grité antes de salir de aquella casa.

Ya estaba harto de mi padre. Demasiado harto, en realidad. Era cansino que Edgar me culpara por todo, que me viera como la oveja negra de la familia. Suficiente era que me tuviera algo de rencor porque antes solía crear varios problemas por llamar la atención, pero eso no justificaba que a mis diecisiete años haya cambiado y me siguiera tratando como al niño rebelde que se divertía con sustancias ilegales. Daba igual lo que hiciera; él siempre me vería igual. Podía convertirme en el hijo más perfecto del mundo y, sin embargo, creería que es una fachada montada por mí.

Llegué, entre pensamientos, a estar frente a la casa de Larry, el mejor amigo de mi hermano, y Larissa, una chica con la que compartía cierta química. La conocí gracias a Larry, quien me caía fenomenal en ese entonces, y supongo que la veía como una chica agradable para pasar el rato. Llamé a la puerta y me abrió Martha, la madre de los chicos, quien no dejaba de sonreírme cada que me veía.

—¡Galen Jace! —en cuanto pudo, me abrazó fuertemente. Martha era considerada por muchos amigos una segunda madre, ya que su amabilidad y cariños encantaba a cualquiera—. ¿Estás listo para mañana, guitarrista?

—Estoy listo, supongo —dije, entrando al salón con su permiso.

—¿Le has preguntado a tus padres?

—A mi madre no le ha gustado la idea y a mi padre le da igual—puede que haya mentido piadosamente—. Iré de todas formas.

—Oh, cielo —puso una mueca de pena, siguiendo hasta la cocina y brindándome un vaso de jugo que acepté encantado—. No te preocupes, de igual manera iremos dos mayores con ustedes.

—Qué suerte que seas nuestra manager —bromeé, tomando otro sorbo—. Vaya, ésto está buenísimo.

—Lo sé, lo sé, pero ésta vez no lo hice yo. Ayer enseñé a Larry a hacer jugo. ¡Hasta que por fin aprende a hacer algo útil!

Comenzamos a reír de su propia broma y, tras pláticas triviales, por fin bajó Laris, ya preparada para partir a la secundaria. Se veía comiquísima con sus dos trenzas y aquel uniforme adornado con su abrigo rosado. A simple vista, incluso yo pensaba que era mayor, pero en realidad tenía quince años como Fred. Le sonreí cálidamente y ella se sonrojó de pies a cabeza, cosa que me hizo reír mentalmente.

—Eh... ¿Qué tal? —preguntó, saludándome con un corto beso en la mejilla.

A pesar de que yo era mayor que ella por dos años y, dicho sea de paso, tenía diferente mentalidad, nunca se me había pasado por la cabeza verla como una chica con la que podría tener algo. No me parecía moralmente correcto enredar a Larissa con mis líos de una noche por muy linda que la notase; no solo porque su madre era mi profesora de música, sino porque ella aparentaba una inocencia que a mí, en lo personal, no me llamaba la atención. Teníamos química, sí, pero a Laris siempre la vería como la hermana del mejor amigo de Fred.

—Estoy bien, respirando —me dirigí a ella en media sonrisa—. ¿Ya vas a la secundaria?

—Sí... mis amigas pasarán por mí.

Laris, a pesar de lo mencionado anteriormente, no dejaba de quitarme la vista de encima. Supe desde la primera vez que la vi que le atraía, cosa que podría haberme incomodado de no ser porque sabía que era algo pasajero.

—¿No vas tú a la preparatoria? —preguntó, curiosa.

—Sería una gran idiotez contestarte a eso teniendo a una profesora delante —miré de reojo a Martha, quien fingía no escuchar la conversación mientras fregaba los vasos—. Aquí entre tú y yo, no tengo ganas de ir.

—Nunca tienes ganas.

—Tienes razón. No seas como yo.

—Entonces... ¿ahora qué harás?

Oh no, sabía por dónde iba.

—Puede que vaya a practicar un poco más con la guitarra —murmuré—. Después de todo, tu madre solo da clases en la tarde, así que puedo escaparme de las otras clases hasta entonces.

—Y... ya que no irás a clases... ¿no podrías acompañarnos a...?

—¡Buenos días por la mañana, familia!

El saludo chillón de Larry nos hizo girarnos a las escaleras y verle bailar mientras bajaba, bastante animado. Ya iba con su uniforme de secundaria y corrió hasta su madre en cuanto la vio. Era normal que cada vez que llegara a esa casa Larry se le lanzara a Martha para apretujarla en abrazos, cosa que me parecía tierna pero en algunos casos me daba a pensar que Larry sufría de mamitis...

Por suerte, Laris no siguió en su intento de que los acompañara a la secundaria. Sabía que eso quería. Aunque no era algo malo, ni lo haría con pésimas intenciones, de igual manera que un chico de preparatoria la acompañase a la secundaria sería motivo de chisme. Bastantes chismes yo había tenido ya.

Los pelirrojos se marcharon, despidiéndose de Martha con un gran beso y de mí con una despedida de manos. Terminé sentado en el salón junto a Martha. Ella me miraba fijamente y sabía que preguntaría:

—¿Por qué has venido exactamente, cielo?

Mi mala manía de ponerme una mano en la nuca se apoderó de mí para delatar mi nerviosismo.

—Puede que te haya mentido en que me siento listo para mañana en la noche... —suspiré—. En realidad, siento un vacío que temo que se refleje cuando esté allá arriba, tocando la guitarra.

Capté su atención.

—¿A qué te refieres exactamente?

—Algo me falta, Martha. Y no sé qué es, pero lo necesito.

Ella apoyó la espalda en el espaldar del sofá rojo y comenzó a atar su cabello del mismo tono.

—¿Es por eso que has estado tan distraído en mis clases? Sabes que soy sincera, Galen; ya no pareces concentrado.

—Intento concentrarme pero... No lo sé, es como si tuviera un mal presentimiento. He pensado mucho en eso.

—Yo creo que estás nervioso por participar en un concierto tan grande, Galen —me sonrió angelicalmente. Algo tenía la sonrisa de aquella mujer que transmitía apoyo emocional y ganas de sonreír—. Los demás están tan nerviosos como tú, pero se han esforzado demasiado. Son un equipo, y aunque yo sea solo vuestra profesora de música, formo parte de ese equipo; por esta razón te pido que te concentres en tu meta.

Accedí con la cabeza, intentando convencerme. No sé qué rayos tenía en la cabeza esos días, pero lo puedo describir como falta de algo, quizás de ánimo, como un vacío, como un hoyo profundo y oscuro que arrasaba con mi calma. Sí, podría ser que estuviese nervioso por el concierto, dicho sea de paso. Pero aprovecharía esa oportunidad, porque no a cualquiera le invitan a participar y le dan el placer de conocer a sus ídolos. Porque no solo iría a tocar la guitarra con mi grupo, sino a ser televisado y conocer a grandes artistas del país. Ese era mi sueño, ¿no? O quizás fue a lo que me aferré por miedo a no lograr cumplir mi verdadero sueño.

Da igual, los humanos siempre nos aferramos a algo con tal de tener una excusa para seguir viviendo.

—Tienes razón, Martha. Mejor me concentro en no joder esta oportunidad.

Pareció alegrarle mi respuesta, por lo que se levantó, dando por terminada la charla. Caminamos en silencio hasta la salida y, antes de irme, decidí decirle una última cosa.

—Gracias por escucharme. Prometo que me esforzaré tanto como los demás.

—Nos vemos en la tarde, Galen —apretujó mis cachetes como de costumbre—. Y anda, vete a clases que no puedo seguir tolerando que faltes a Matemáticas con Juliams.

—Vale, vale, ya me voy, tampoco me hieras echándome.

°•••°••••°•••••°••••°•••°

Intenté prestar más atención a las indicaciones de Martha en el salón de música. Lo juro. El problema fue Sam, la cantante de mi grupo, quien no dejaba de preguntarme cosas triviales para sacarme plática. Vamos, no podía ser descortés con ella, por lo que le respondía a todo para agradar. Al menos, sí me esforcé en las prácticas, tanto así que el baterista llamado Joan me felicitó. Él era un pesado que no felicitaba a nadie, por lo que lo tomé genial. Y, por parte de Martha, nuestra profesora, estaba orgullosa de nuestros progresos.

Ya en la noche, bajo la luna llena, me encontraba en el Parque de Invierno. Ciertamente, cada que me sentía mal conmigo mismo o anhelaba alejarme del mundo y sus problemas, iba al parque. Lo llamaba refugio, un refugio para descansar mi mente y sanar mi corazón. Amaba el silencio que me brindaba aquel parque, la brisa que me daba serenidad y lo magnífico de ver hacia arriba y contemplar el cuadro lleno puntos blancos, de estrellas. Así, con la mirada perdida, me podría ver cualquier persona que entrase al parque de noche, cualquier pareja romántica que deseara hacer un picnic bajo la luna. ¿Aunque quién haría un picnic de noche?

Agradecía que mi supuesta casa, que en realidad suponía ser una mansión, estuviera conectada al parque. El hecho de que mis antepasados hayan fundado el parque fue lo que me trajo a pensar en ese lugar como mi posesión más preciada. Y vaya que era especial. Se sentía cómodo salir de mi casa, pasar los caminos de piedra, subir unas pocas escaleras y tener en frente mi refugio.

Esa noche estuvo calmada. Normalmente, por ser invierno, habría un aire gélido haciéndome retorcer las manos, no obstante agradecía que esa no fuera una de esas veces. De igual manera, la soledad se volvió compañía en cuanto escuché unas hojas crujir por los costados. Podía haber sido cualquier persona aleatoria quien se estuviera acercando a mí, sin embargo era Fred. No mencionó palabra. Tomó asiento a mi lado, en el césped. Lo vi de reojo y contemplé la calma de su rostro, a pesar de tener un brazo enyesado y varios raspones en la mejilla y manos. Por mi parte, no pude evitar sentir dolor en las rodillas, donde tenía raspones que hasta entonces había podido olvidar. Ambos sabíamos de qué hablar, por lo que yo decidí comenzar.

—Fui un irresponsable —admití en voz alta, reuniendo valor—. No debí dejar que manejaras mi moto, menos en una carrera. Perdóname.

Fred, como cosa típica de su personalidad, sonrió y le restó importancia al verme con esos ojos que tenían brillos azules. Idénticos a los ojos de Edgar, pero éstos transmitían más purez, porque Fred era pureza, era calma, era luz.

—Si no me dejabas manejar, estoy seguro que te habría robado la motocicleta —bromeó, ganándose un codazo en el brazo bueno—. ¡Oye, que estoy lastimado!

—No bromees con un tema así. Pudo haber sido peor.

—¿Peor? Peor fue que le dijeras a papá que tú manejabas y yo iba detrás —de pronto frunció el ceño, furioso, al recordar ese pequeño detalle—. ¿Es que estás loco?

—Da igual. Me echa la culpa de todo, una cosa más o una menos no hace diferencia. No pienso permitir que por mi irresponsabilidad pagues tú con la culpa.

—Te recuerdo que yo iba manejando. Es mi culpa estar así, todo jodido. Puedo hablarlo con él y...

—No hace falta —aseguré, sereno—. Estoy bien así, sabiendo que esto no te ha traído más consecuencias.

Mi hermano esquivó mi mirada, tal vez pensativo, tal vez entristecido. Pero yo al menos no me echaría atrás, no iba a dejar que mi padre se pusiera de malas con él. Quizás mi rol como hermano mayor siempre fue ese; me echaba las culpas de todo, protegía a todos, y tal vez aquello nunca me hartaba lo suficiente. Hubo un pequeño rato de silencio hasta que, viendo fijamente y con curiosidad a las luciérnagas, quise volver a hablarle.

—Mañana me iré —le informé—. Estaré fuera tres días. Espero que para cuando llegue, tu brazo ya no tenga ese aburrido yeso.

Aquella noticia pareció descolocarlo por completo.

—¿Te vas? ¿Adónde?

—¿Recuerdas el concurso al que me inscribí con mi banda? Hemos sido elegidos y viajaremos a la zona oriental del país. Será un viaje agitado, largo, pero llegaremos a tiempo si partimos mañana.

Tanta información no pudo procesarla. Supongo que fui demasiado directo y serio tras contarle, cosa que no le agradó nada. Si bien le había contado a mis padres de este angustioso viaje, no a mis hermanos. Y ellos podían viajar conmigo, solo que aquella información la omití sin tener una razón exacta. Mi mal presentimiento, de seguro.

—¿Por...? ¿Por qué no me lo habías contado?

—Temía vuestra reacción.

—¿Entonces Giselle tampoco sabe?

—No... He pensado que..., no lo sé, le dijeras tú. Sé que es cobarde, pero no quiero una despedida emocional. Ella siempre llora cuando me marcho. Y quiero de todo, menos ver llorar a Giselle. Eso me rompería el corazón.

—Joder, Galen, eso no —se quejó—. Dile tú. Ella entenderá, pero solo si tú hablas con ella. No te lo perdonaría, y sabes que ella no olvida esos detalles. Además, en cuanto vuelvas solo debes pasar más tiempo con ella y listo.

—Sí, volveré.

—¿Has dudado?

—No... lo sé.

Me quedé pensando en ello unos instantes. En todo tenía razón. Fred era de esos que en una oración decían tantas verdades que te dejaban pensativos, de los que notaban tus intenciones antes de hablar algo. De pronto, viéndole la cara, me pregunté cómo sería Fred cuando tuviera mi edad. ¿Quién sería? ¿Cambiaría mucho? ¿Se convertirían en un buen hombre? Yo anhelaba contemplar el crecimiento de mis hermanos, apreciar sus cambios de adolescencia y guiarlos si alguna vez se perdían en el sendero de la vida. Por ello, me dolió pensar que por un segundo dudé en volver, y es que esa casa ya no se sentía mi hogar. Pero volvería. Todos volvemos a donde dejamos cosas inconclusas.

—¿Qué te sucede?

Su pregunta me tomó de sorpresa. Suspiré, sabía que mi rostro de preocupación y cansancio reflejaba suficiente.

—Creo que estoy nervioso por lo de mañana. Es uno de mis sueños..., y lo cumpliré. Pero temo.

—Galen... Debes parar.

—¿De qué hablas?

—De todo ésto. De lo que haces. Has dedicado toda tu vida a Giselle y a mí, a cuidarnos, defendernos y ser como un segundo padre. Apenas sí comienzas a tener tus aventuras de adolescente y alejarte un poco de nosotros.

«Eres más que un hermano mayor. Eres un chico increíble, lleno de sueños que sé que no dejarías que se rompieran. ¿Y ahora temes a cumplir uno de ellos? ¿Te da nervios demostrar que puedes tener el mundo en tus manos si te lo propones? Que no te dé miedo si lo haces con el corazón.

«Piensas demasiado, comienza a actuar. Mañana, olvídalo todo; confío en ti, sé que brillarás.

Fred era, posiblemente, mi mayor pilar. Su edad nunca definió las palabras que dedicaba en los momentos precisos. Podía negarlo mil veces, pero sabía que, en realidad, su madurez en ocaciones rebasaba a la mía.

Esa noche, tomé cada uno de sus consejos, menos uno; y es que yo pretendía seguir dedicando parte de mi vida a cuidar a mis hermanos, pero si se lo decía no se lo tomaría tan genial.

—¿Sería egoísta si te pidiera que nunca dejaras de animar a las personas?

Esbozó una sonrisa de hoyuelos que le devolví.

—Puede que un poco, pero lo haría si me lo pidieras.

—Hazlo por mí. Haz feliz a los demás, que eso se te da muy bien.

—¡Sí, señor hermano!

Por primera vez en semanas, unas carcajadas salieron de mí y terminé acercando a mi hermano a mi lado. Las muestras de afecto nunca fueron lo mío; tampoco lo fue el contacto físico, pero en ese instante un anhelo de abrazarlo me hizo cambiar.

Deberíamos normalizar abrazar a las personas que amamos como si fuese la última vez, decirles todo a la cara como si el día de mañana no pudiésemos tener esa oportunidad. Es esa una tortuosa pero gran manera de vivir la vida. Yo, pese a que sabía que no sería la última vez que lo abrazaría, de igual manera lo hice.

Una hora más tarde, paseaba por el pasillo de aquella casa a la que sería hipócrita llamar hogar, y me topé con la sorpresa de que la puerta de la habitación de mi hermana estaba abierta de par en par. Estuve seguro de que le temía a la oscuridad de su cuarto y por eso la dejó abierta. Por impulso, decidí entrar procurando silencio para no despertarla.

Se veía como un ángel, o así la vería siempre. Incluso soñando, esa niña parecía sonriente con su mantita rosada encima, rodeada de cuadros de princesas en la pared que delataban su obsesión. Me recordó que, muchas veces, deseamos que una persona no cambie. Pensar en que alguien asombroso y sonriente puede cambiar es, muchas veces, inaceptable.

Hay algo terrible en la palabra «cambiar», pero a la vez algo precioso y valioso. Vemos durante el curso de la vida a semillas convirtiéndose en plantas hermosas, o el simple ejemplo de una oruga convirtiéndose en mariposa, empero podemos observar el cambio de un clima soleado a uno entristecido y gris, o el cambio de las personas a nuestro alrededor; y, no precisamente, éstos son tan grandiosos. Temía que mi hermana cambiase para mal, que fuese en su futuro una chica artificial o poco feliz, que alejara las sonrisas de su rostro o abandonara sus sueños más egoístas. Esos son los cambios que disgustan.

Verla esa noche, tan inocente, fue recapacitar en que sí tenía un hogar. Las personas que amamos son nuestro verdadero hogar. Por Giselle, volvería a casa. Siempre volvería.

Por ella. No por mí. Desde que nació había sido así.

—Prometo que no me iré mucho tiempo —susurré, pese a que estaba dormida—. Haré que mi esfuerzo valga la pena. Dulces sueños, hermanita.

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