🌌CAPÍTULO 11🌌

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No busques saciar tu curiosidad, mejor ocúpate de desaparecerla.
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Si ser curiosos es de humanos, sé un unicornio.
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La curiosidad no mató al gato; el gato se suicidó por saciar su curiosidad.

  Desde los seis años de nacida Emily, su frase favorita fue decirme lo muy curiosa que era, ya que eso no pasaba desapercibido por nadie de mi familia. Emi, al crecer, no paraba de decirme que la curiosidad tenía un límite que yo no respetaba, que si la curiosidad fuese un cordel rojo yo lo habría roto hace mucho. Tuvo toda la razón.

La tarde del sábado la tenía libre, por lo que invité a Erika a mi humilde y morada habitación. Costó muchísimo trabajo que aceptara; se estaba comportando muy rara desde hacía días, o quizás desde que la conocía y no me había dado cuenta de ello.
Estaba tan distante... Incluso sus calificaciones comenzaban a decaer, me había fijado que en las clases se quedaba mirando a la nada y en que unas ojeras comenzaban a ocupar su rostro.

A la hora indicada por mensaje, Erika tocó la puerta y le fui a abrir con mi genuina emoción. Me fijé en que esa tarde se había esmerado con el maquillaje para ocultar su rostro cansado. Y, si hablamos de su atuendo, no iba nada mal; traía un overol con una camisa naranja debajo, una que a pesar del color tan chillón le quedaba fantástica. Su cabello castaño estaba recogido en una coleta y sus mechones rebeldes detrás de la oreja.

Yo, en cambio... Mhmm, ya sabéis que mi interés por la moda era casi nula. Traía una camisa blanca muy aburrida y unos shorts cortos. En cuanto al cabello, me lo recogí en un moño como si fuese una cebolla.

—Buenas tardes —saludó Erika con ayuda de su sonrisita.

—¡Buenas tardes por la tarde!

La tomé de la muñeca y la arrastré por el largo pasillo hasta que llegamos a la cocina, donde saludó a mis padres. Avergonzada y con las mejillas incendiadas, tuvo que aceptar todo lo que mis padres le ofrecieron —jugo, panqueques y dulces—, pues con mi madre era así: si te brinda, debes aceptar; y ella adoraba que yo llevara amigas a casa, así que estaba contenta.

Un rato más tarde, decidí que sería buena idea subir al techo de tejas de la casa. Allí nos sentamos, en la última teja, la más inclinada, para conversar de trivialidades. Apenas sí teníamos miedo de resbalar un poco y caer a una gran altura, pues estábamos en un tercer piso. Nuestro primer error fue confiar en los tenis que traíamos.

—Estuve trabajando en la biblioteca de mi madre —me iba contando Erika, entusiasmada— y con ese dinero me pude comprar una cámara nueva; con ella podré fotografiar mejor cuando ocurra el fenómeno de lluvia de estrellas.

—¡Quisiera ver esas fotos! —exclamé, compartiendo su emoción—. He buscado en Google sobre ello y salen fotos preciosas.

—Da la casualidad que el concurso de fotografía es un día antes del fenómeno, así que no podré fotografiarlo para el concurso.

—Da igual, ya encontrarás qué más fotografiar.

—Ya sé, ya sé.

Nos quedamos bobas contemplando las vistas que, de ser sincera, no eran nada lindas. Con la contaminación apenas sí se podían ver las nubes; de igual manera las nubes que habían eran negras, indicaban que pronto llovería.

Tomé varios minutos para pensar en todo lo que le quería preguntar. Deseaba saber por qué de pronto cambió tanto, por qué se alejaba o miles de cosas más. Tomé la mano del riesgo y en una gaveta dejé el miedo.

—Erika... ¿Recuerdas la última plática que tuvimos sobre ese fenómeno? —accedió con la cabeza. Proseguí—. Bueno... me dijiste que podías asegurar que esa noche sucedió algo mágico, algo...

—Sé por dónde vas, Kae —me cortó de inmediato—. Aquello era... una tontera mía.

—Ya, pero te veías convencida y me dejaste con dudas.

—También te dije que no quería volver a hablar de esa noche.

—Lo sé, lo sé pero... ¿Me podrías decir qué tenía de importante?

—Pues nada —rodó los ojos—. Fue una noche como cualquier otra. Estaba exagerando al contarte, eso es todo.

—No es una noche como otra, porque desde entonces hay cuarenta en el occidente —enarqué una ceja, convencida de que quería sacarle la información que pretendía esconder.

—Lo de la cuarentena es para bajar la tasa de secuestros en las noches —se esforzó por excusar, acomodando sus lentes—. Han habido muchos secuestros en éste mes.

—¿Sí sabes que yo también vivo aquí, no? Ésta es la ciudad más tranquila que he visto, no ha habido ningún secuestro.

—A ver, Kaela, ¿ésto es un interrogatorio? —realmente pareció cansada de mí.

—Pues sí —me crucé de brazos—. Es que sigo sin saber qué cosa importante pasó esa noche y porqué no quieres hablar de ello.

—Bueno, ya, deja el tema porque no te voy a decir.

—¿Al menos sí me puedes contar qué te sucede éstos días? —tomé su mano para que no huyera—. Quizás te pueda ayudar y...

—No necesito ayuda porque no me pasa nada —interrumpió.

—Todos lo hemos notado, por Dios. De verdad puedes contarme lo que sea, Erika.

Evitó el contacto visual y frunció el ceño. Seguramente maldijo mil veces en su mente. Yo, muy neutral, repasaba lo mucho que se le resaltaba una vena de la sien, como si estuviera enojada.

—Debes dejar de preguntar cosas, Kaela —aconsejó, evidentemente molesta por mi insistencia. Yo no la escuché por estar preguntando en ese momento:

—¿Qué es eso que no me puedes decir, Erika?

—Ya basta —vociferó—. Si querías que para eso viniera, haberlo dicho antes y me hubiera quedado en casa.

Entonces fue que ocurrió, a la velocidad de la luz, aquello que a éste punto de mi vida no me he perdonado.

Porque casi la pierdo para siempre.

Sin razón aparente, giré mi rostro por un segundo. En lo que yo hacía eso, Erika se levantó y, como si el destino decidiera jugarnos una mala pasada, su pie resbaló en la última teja, perdiendo el control de ambos pies. Antes de darle tiempo a caer del alto techo, escuché un maullo que me hizo voltear a ella y ver esa escalofriante escena: Erika arqueó la espalda, exclamó y se balanceó hacia atrás. Sin poder procesar la situación, sentí una caricia en mi espalda que después comparé con la cola de un gato; ése simple gesto en mi espina dorsal me hizo reaccionar de inmediato como si me impulsara a levantarme. Éso hice y todo sucedió demasiado rápido: mis piernas se movieron solas, tomé la mano de Erika y aunque estuve a nada de caer con ella, saqué fuerza de donde no tenía y con mis delgados brazos jalé de ella a mi cuerpo. Sin embargo, no pude evitar que sus lentes cayeran al suelo de piedra. Escuché los cristales triturarse, pero no me pudo importar menos.

Nos arrastré hacia atrás de inmediato, resignándome a volver al borde. Todo de nosotras temblaba, sus ojos abiertos como platos, mis piernas flaqueaban. Cuando la tuve a milímetros, pude escuchar su corazón acelerado y la pobre apenas sí podía pestañear. Nuestros ojos se cristalizaron por el enorme miedo que nos recorrió en las venas al darnos cuenta que, de no ser porque reaccioné y algo me dio fuerzas, ambas hubiéramos caído.

El aire en ese instante se volvió arrollador, el cielo se tintó más oscuro, horrible para quien odiara la lluvia y estupendo para los amantes de ella; sentíamos que el mundo se detenía ante nosotras.

En el primer intento de ver otra cosa mas que sus ojos, fallé. En el segundo intento, bajé mi vista y por lógica comencé a escanear los alrededores con la vista en busca de qué maulló y rozó mi espalda. No había absolutamente nada.

Harta de saber que Erika no reaccionaba ni tan siquiera al llamarla, recurrí a tomar la iniciativa. Solté su muñeca, dándome cuenta de que la estuve agarrando tan fuerte que le dejaría un área roja. Tomé ésta vez su mano al ver que seguía perdida en el momento y la arrastré escaleras de caracol abajo, procurando que no cayera porque si caminaba era por inercia. Reaccionó por fin en mi habitación, cuando le di un poco de agua para que su rostro dejase de estar tan rojo. Algo me dijo que, el simple hecho de estar sentada en mi cama, le hizo sentir un alivio tremendo, apreciar incluso el vaso de agua.

De seguro en medio del incidente pensó algo como «moriré, es mi fin», entonces estar en frente de mí para ella fue impactante. Apreciamos la vida estando al borde de la muerte; ella la apreció después de aquel susto, incluso yo la aprecié, la respeté.

Mi mente, dejando de estar en blanco, comenzó a atacarme emocionalmente. Traicionera, enviaba pequeños fragmentos de lo que hubiera sucedido si yo no hubiera girado a mi lado, de las mil maneras en las que pudo caer Erika, de qué sucedería más en adelante, de cuanto me odiaría si sobreviviera a la caída. Me estaba regañando a mí misma, yo causé eso.

Mi curiosidad. Mi estúpida curiosidad hizo que Galen entristeciera noches atrás y ahora había enojado tanto a Erika que ni siquiera fijó bien sus pisadas, apresurada por alejarse de mí y mis interrogatorios estúpidos. Claro que era mi culpa.

La curiosidad no mató a Blancanieves, pero le hizo daño a los demás. Era hora de parar, ya había hecho suficiente. Rompí ese cordel rojo en millones de pedazos y, como todo ser humano, sabía que debía parar. Y me lo propuse, sin embargo no me lo perdoné.

Fui partícipe de cómo se sintió Erika en ese instante. Su primer movimiento fue dejar el vaso vacío en la mesita de noche, después decidió buscar en su cartera sus lentes de contacto para ponérselos y clavar sus ojos castaños en los míos hasta quedarse así unos segundos. Verla a los ojos fue suficiente para derramar una lágrima de culpa, mucha culpa, porque incluso perdió sus lentes por mí.

«Culpable. Eres la causante. Si hubiera caído, la hubieras perdido», me repetía a mí misma para hacerme sentir peor persona. Sin siquiera pensarlo, me arrodillé en frente de ella. Las lágrimas comenzaron a resbalar por mis mejillas rojas, llenas de ira conmigo misma. Sollocé por lo bajo, lanzándome a ella para abrazarla tan fuerte sin darme cuenta de que era el primer abrazo que le daba a mi gran amiga. El primer y peor abrazo fue ésa tarde. Dejé que con sus manos acariciara mi columna en lo que pronunciaba en un hilo de voz:

—Kaela... Ya... Tranquila.

Escuchaba sus latidos «Pum, pum, pum, pum, pum», su corazón parecía una batería. Dejé de escuchar cuando mis oídos se tupieron. Seguía llorando, abrazándola, y aunque intentó apartarme al final se rindió y siguió susurrando cosas con su suave voz en mi oído, cosas que yo no entendía.

Así duramos quién sabe cuánto, yo llorando y sin escuchar otro sollozo que el mío, pues Erika siempre fue la fuerte, la que aceptaba las cosas en unos minutos. Erika era uno de los pilares más fuertes; supe que serviría de apoyo incluso en los peores momentos. Su corazón latía ya a un ritmo normal, dejó de tensar los hombros, y cuando noté sus intenciones de apartarme me imaginé lo peor.

«Se va a marchar, no sin antes decirme todas las crudas verdades a la cara», me repetía, sabiendo que merecía eso y más.

De nuevo subestimé a alguien. Pensé que Galen haría eso, ahora lo pensaba con Erika, y es que Ethan me acostumbró a ello. No, mis dos grandes amigos no eran así, ellos eran grandiosos.

—Ya basta, Kaela —murmuró, manteniendo la calma—. Deja de llorar, estamos bien.

—Y-yo... —mis ojos se cristalizaron en lo que mi mente reproducía escenas escalofriantes de lo que hubiera sucedido—. Erika... y-yo...

—No pasó nada, ya.

Mordí mi lengua en un intento de que no se escucharan mis hipidos, fracasé. Cuánto me odié aquella tarde.

—Kaela... —murmuró, con la voz llena de suavidad, intentando aparentar tranquilidad para cesar mi llanto—. Ya basta, deja de llorar.

—¡Fue... m-mi culp-pa! —apreté los ojos conteniendo las lágrimas y los labios para contener hipidos, o intentarlo—. ¡L-lo siento tanto! ¡Lo siento!

—Está bien... Estoy bien. Por favor, no llores, estamos bien.

—¡No! —más lágrimas se me escaparon—. ¡C-casi te caes por mi culpa!

—Ya, ya.

¿Cómo Erika siempre se mantuvo serena, a pesar de ser ella quien casi cae? Me comencé a sentir flotando entre nubes, sola, apenas sí existía de sonido mis sollozos, mis penas. Estaba perdida en mi mente, asimilando. No reaccionaba ante el susto de hace unos minutos. De solo recordarlo me daban escalofríos, los vellos se me ponían de punta.

—¿Sabes por qué amo tanto la astronomía? —susurró una dulce voz en mi oído, tranquilizadora. En ese momento, entre lágrimas, ni siquiera supe que le pertenecía a la misma Erika—. Mi abuelo tenía una historia para cada una de las estrellas.

«Todas las noches me sentaba en su regazo, en el jardín trasero de su casa, y él señalaba cada estrella, mencionándome sus nombres. Creaba historias con ella. Una de esas historias fue la de una chica llamada Joana.

«Joana tenía quince años cuando hizo que su hermana menor la siguiera por el bosque. La menor se perdió tras lo rápido que corría su hermana. Joana, asustada al darse cuenta de que su hermana no la seguía, la buscó por todos lados hasta que, al caer la noche, por fin la encontró.

Mi llanto había cesado un poco. Escuchaba atentamente a esa voz, volviendo a la realidad donde comprendí que era Erika y me alejé, dándole su poco de espacio y viéndola a los ojos, pidiendo disculpas por aquello, sin embargo ella continuó como si no le importase.

—Joana, a lo lejos, vio la silueta de su hermana menor en la cima de la montaña más alta. Supuso que la menor se habría subido para observar el paisaje, para buscarla a la altura.

«Joana corrió, corrió sobrepasando los límites de su delgado cuerpo y subió la montaña entre tropezones y arañazos de rodilla. Estando encima, vio a su hermana acercándose a la esquina para contemplar de cerca.

«Dio un paso en falso y, en menos de un segundo, la tierra del borde se desprendió y cayó al vacío, haciendo que la chica de trece años resbalara y estuviera a punto de caer.

«Nunca se supo cómo, pero la fuerza de voluntad pudo con la situación. Joana, a riesgo suelto, jaló el brazo de su hermana hasta ella, impidiendo así su caída.

Clavó sus ojos en los míos, ahora ambas más tranquilas y su voz menos rota. En frente de ella, agachada, me veía como una niña a la que le contaban cuentos para dormir.

—Esa noche, Joana se volvió una heroína para su hermana. Y se volvió una estrella. La estrella más brillante de todas, encima de aquella montaña, protegiendo a todo el que estuviera a punto de caer.

Erika estiró su brazo hasta la mesita de noche y sacó un pañuelo para tendérmelo. Sacudí mi nariz con él, sabiendo que su mirada estaba en mí, y me sentí tan avergonzada con ella como confusa porque me contara esa historia en vez de marcharse porque yo había sido toda una estúpida.

—Bien, ahora estás más tranquila —murmuró, regalándome media sonrisa.

—No entiendo... —murmuré también con miedo a echarme a llorar de nuevo—. ¿Por qué me cuentas ésto?

—Mi abuelo me calmaba con historias cuando lloraba. E, inconvenientemente, la historia de Joana se parece a la nuestra. A lo que quiero llegar es que... a pesar de todo, tú me salvaste, Kaela. Sí, fuiste muy insistente y me cansaste, pero impediste mi caída y esa es suficiente disculpa.

—P-pero yo... ¡Soy una estúpida!

—Una estúpida que es mi mejor amiga, Kaela.

Mi corazón se rompió en dos al oírla. «Mejor amiga»; qué grande me quedaba ese rango, qué pequeño le quedaba a ella.

—Perdón —me disculpé, cabizbaja. No me atrevía a mirarla de nuevo—. Perdón. Perdón, Erika. No volveré a insistirte y, jamás, juro que jamás, volveré a ser tan irresponsable de subir allí.

—Te perdono, Kaela —aseguró, tan franca—. Ya el susto ha pasado y... estamos bien, es eso lo importante. Te debo la vida.

—No me la debieras si...

—Deja lo malo de lado, Kaela —me regañó, ruda—. Si te enfocas en el lado oscuro de la situación, no vas a ver el lado hermoso, el brillante.

—¿Cuál es el brillante?

—Que eres mi mejor amiga, Kaela. Que, aunque haya estado a nada de caer, me has salvado sin dudarlo, a riesgo de que tú también cayeras —acarició mi mejilla con sus yemas cálidas—. Has sido mi mejor amiga desde la primera vez que me escuchaste hablar sobre astronomía, aun si apenas supieras el nombre de los planetas. Algún día cuando seamos viejitas, vamos a recordar éste incidente y con orgullo diré: «la estúpida de mi mejor amiga me salvó la vida».

Me hizo soltar una sombra de sonrisa, ocasionando que la abrazara fuertemente. Aun si no nos contábamos todo, ambas habíamos contado sobre lo que sí podíamos decirle a alguien. Larry tenía razón: las mejores amigas no se lo tienen que contar todo. Vivimos momentos hermosos juntas que, aunque no lean, sucedieron y nos llevó hasta esa habitación, donde la brisa que entraba por la ventana sacudía las cortinas moradas.

—Te he agarrado mucho cariño, Erika —confesé, apenada, separándome una vez más y secando el rastro de lágrimas—. Nunca me perdonaría si...

—¿Exactamente para qué me pediste que viniera? —zanjó el tema anterior. Por su media sonrisa tan cálida y rostro relajado, supe al momento que lo había hecho para no incomodarnos y hacerme olvidar ese incidente. 

Admirables esas personas que incluso en el momento más doloroso, traumático o difícil te sacan las palabras, las sonrisas. Erika era de ellas.

Como predije sus intenciones, decidí hacerle caso por una vez, por el comienzo de mil veces.

—Mi madre quiere invitarte a cenar a ti y a Fred —conté—. Ésta noche —aclaré.

—Ah...

Entendió la situación y por su rostro de concentrada debió estar haciendo lo mismo de siempre; pensando en pros y contras. Hizo unos segundos de silencio y cambió totalmente; ahora se veía animada, como si de repente olvidó que estuvo a nada de caer de un techo, y con emoción en su voz chilló:

—¡Me apunto!

Y, como si fuera regalo de los dioses, tuvimos una charla normal para que mis ojos hinchados dejaran de estarlo, para que mis labios ya no temblaran.

—P-pero... Fred y tú... ¿Te agrada como para que lo invite?

—¡Claro que sí! —enrojeció completamente, sus cachetes y sien ardiendo—. Digo... sí, me cae bien, más o menos.

—Espera... ¿siguen platicando?

—¿Puede ser? —puso una mano en su nuca y fingió rascar—. Nos escribimos a cada rato... es agradable.

—¿Solo agradable?

—Muy agradable.

—¿Y no algo interesante?

—Demasiado interesante, más de lo que creí. Y... es algo atento —de pronto las palabras se le salían de la boca—. A veces le escribo de primera y me contesta enseguida, al final terminamos hablando trivialidades y me hace reír.

—¿Huelo interés? —subí y bajé las cejas, haciendo que agarrara una almohada y se tapara el rostro con ella.

—¡No inventes cosas!

—Solo digo lo que veo.

—¡Quédate ciega!

—Aun así escucho los latidos de tu corazón cuando digo «Fred».

—¡También te paso quédate sorda!

Le arranqué la almohada de las manos y comenzamos a forcejear por ella. Terminamos acostadas observando el ventanal que era el techo, viendo las nubes oscuras apoderarse del paisaje. Gracias a las ventanas abiertas el aire ventiló la habitación y nos dio tanta frescura como para relajarnos en unos diez minutos, donde pudimos superar el susto en silencio.

Las palabras «mejor amiga» resonaban maravillosamente en mí. Puede que sí, que Erika fuera lo más parecido a una mejor amiga, entonces a ella le podría contar todo, ¿no? La había atosigado pidiéndole que me contara algo cuando yo no le contaba mucho, eso es injusto. Tenía mi cabeza soltando humo como fogata. Qué difícil es a veces contar las cosas más profundas.

—Creo que me gusta un chico —solté de sopetón.

De reojo observé sus actos. Primero, abrió los ojos de par en par y a la velocidad de la luz se acercó a mí. Acto seguido, un brillo apareció en sus ojitos grandes, una sonrisa se dibujó de oreja a oreja en un santiamén.

—¡¿Te atrae un chico?!

—Creo... —esquivé su mirada—. ¡No lo sé, creo que me gusta! 

—¡Te gusta un chico!

—Sí, pero... —intenté finalizar, pero no sé cómo, pero la callada Erika comenzó a hablar demasiado rápido:

—¿Necesitas que lo stalkee en Instagram? Puedo buscarte hasta en qué hospital nació.

—No, no necesito que...

—Ah, bueno. ¿Y cómo es? ¿Cómo te trata, como príncipe o badboys? Los badboys no están mal, es divertido patearles las bolas cuando te engañan.

—Es...

—¡De seguro es guapísimo como una mariposa! ¿O es feo como una tiñosa?

—¡Es guapísimo! —chillé, frunciendo el ceño—. ¿Podrías dejarme term...?

—Bah, los guapos son tontos —puso los ojos en blanco y comenzó a hablar más rápido—. Busca uno bajito y feo; esos no tienen el don de ser sexis, pero al menos sí el de hacer reír. Además, piénsalo: nadie te lo va a quitar y a su lado te verás poderosa.

—¡Erika! —protesté, cruzándome de brazos.

—¿Y ya conoces a su familia? Te recomiendo que no los conozcas; las suegras son víboras que aplastan tu autoestima con la frase: «pues la otra chica era más linda y lista».

Enarqué una ceja y aguanté escuchar todos los datos interesantes de cómo saber si un chico te engañaba o no, los tips para verse bien en la primera cita y cuando llegó al tip de las cincuenta posiciones para hacerlo en la primera cita le puse ambas manos en la boca, callándola por fin. Curioso que hablara poco, pero cuando quisiera fuera un loro.

—A ver, ya basta —ordené, neutral—. Dije que creo que me gusta un chico. No estoy segura, ¿vale? Lo de Ethan no quiero que se repita, por eso no quiero tener otra relación a ésta edad.

Le quité la mano de la boca cuando me mordió.

—¡Auch, estúpida! —chillé de inmediato—. ¡No me muerdas!

—Hablemos de ello —me cortó—. ¿Entonces no sabes si el chico te gusta o no?

—Nop.

—¿Piensas bastante en él?

—Sí.

—¿Te le quedas mirando?

—Eh... Sí.

—¿Buscas excusas para verle?

El sonrojo subió a mis mejillas y tragué saliva.

—Puede ser.

—¿Te gusta su compañía y te hace sonrojar?

—Sí.

—Oh, querida mejor amiga, has caído en sus redes.

Sí. Estaba cayendo en las redes de Galen mientras me quitaba las cadenas de Ethan.

—¿Qué me recomiendas?

La morena suspiró para cruzar muestras miradas. La franqueza que vi en su rostro era poco para cuando quiso decir:

—Me contaste lo de Ethan y... es un caso bien jodido. Deberías seguir conociendo al chico y... darte un tiempo, Kaela, no tener otra relación de sopetón.

—Lo conozco poco —recapacité—. ¿A pesar de solo saber su nombre y unos cuantos datos sobre él y verle todos los días, puede llegarme a gustar?

—Es normal que te guste una persona que no conoces de pies a cabeza, Kae.

—¿Algún consejo? —imploré. La cupido versión chica siempre necesitó un empujón para acercarse a Galen, para no dar un paso en falso.

—Conócelo más y determina qué sientes exactamente por él, o cómo quieres que sea vuestra relación —finalizó—. Es el resumen que te puedo dar.

—Vale...

Un momento de trivialidades más tarde, ella hizo la pregunta que respondí como si me lo supiera de memoria, y es que no salía de mi mente:

—¿Y cómo se llama ése chico?

—Galen.

El rostro de Erika se tiñó de blanco como una hoja de papel. Sus ojos se abrieron de par en par; casi pude verlos cristalizarse a una velocidad increíble. Cambió totalmente, incluso la sonrisa se borró. Apenas sí pudo murmurar:

—¿Cómo dijiste que se llama el chico?

—Galen.

Comenzó a negar con la cabeza, decidida.

—No... No, ese no puede ser su nombre.

—¿De qué hablas? —me confundí visiblemente—. Él me dijo que se llamaba Galen.

—Eso es imposible.

De pronto se quedó pensativa, dejándome confusa a mí. Casi oía los engranajes de su cerebro funcionando a toda velocidad. El brillo de sus ojos se desvaneció, quedando en el vacío. Cerró los ojos y vi sus canicas dar vueltas. Estaba sobrepensando las cosas, eso hacía. Después, una sonrisa nostálgica se dibujó en su rostro, como si hubiera llegado a un pensamiento. Ya no se veía aterrada ante el nombre del chico misterioso, al contrario. ¿Por qué se comportaba tan extraño?

—Creo que debería irme, Kae —anunció, levantándose rápidamente de la cama.

—Oye, no huyas.

—No estoy huyendo —ladeó la cabeza —. Me alegro de que te guste un chico, pero debo irme.

Me levanté junto a ella.

—¿Por qué te pusiste así cuando te dje su nombre?

—Lo confundí con otra persona —se encogió de hombros, simplona—. Nos vemos en la noche, Kaela.

No iba a cometer el mismo error, por lo tanto le di un beso en la mejilla para despedirla. Realmente estaba apurada, no sabría decir la razón exacta. Claro está que no le creí mucho, pero me esforcé por hacerlo. ¿Por qué mi mejor amiga me mentiría? Es algo estúpido de pensar.

Me dirigí a la ducha para recapacitar y pensar en la agotadora tarde en lo que las gotas de agua empapaban mi delgado cuerpo. Saliendo de la ducha, me vi desnuda al espejo, cosa que rara vez hacía. Era la chica más ordinaria del mundo, no tenía mucho de especial. Algunas estrías por aquí, brackets y granos por allá, el cabello desaliñado y que no se dejaba peinar y una estatura que daba mucho de qué hablar.

Pero me gustó lo que vi, sin embargo no lo que pensé. Me veía linda, bastante linda como decía Galen que era, solo que comencé a darme cuenta de que ya mi cuerpo no era el de una preadolescente, sino casi de una mujer, por lo tanto variar un poco mi vestimenta y cuidar mi cuerpo no estaría mal. Era hora de detenerme en el camino y pensar en mí.

Le envié un mensaje a Erika tras vestirme con una blusa algo apretada y con dibujos animados. Apenas eran las seis de la tarde, y aunque se veía que llovería, pensé que nos daría tiempo.

Necesito ayuda con la ropa. ¿Antes de la cena, te apetecería acompañarme a alguna tienda? No conozco ninguna de aquí.

Di el botón de enviar y un segundo más tarde ya tenía plan. Erika, ya bañada y vestida perfecta para una cena entre amigas, volvió a tocar mi puerta y salimos al centro comercial.

Fue increíble comprar cosas que ni soñando estando con Ethan me podría poner. En un momento determinado pensé algo como «¿le gustaría ésto a Galen?», pero continué en lo mío.

Hello, princesitas y príncipes azules (aunque creo que ésta historia solo la leen chicas) Si bien no me gusta escribir notas, ésta vez lo hago para informarles que a partir de ahora estaré poniendo frases al principio de los capítulos, banners y tal vez canciones.

Por cieeerto, que no se me olvida: ayer prometí actualizar, como ven lo he hecho hoy. Éste capítulo fue escrito dos veces porque realmente sentía que yo podía escribirlo mejor, esforzarme más, y justo ahora fue que lo terminé. Lamento la demora :(

Ya saben que los capítulos de ésta historia serán revisados a cada rato, pero todos sabemos que puedo tener mil faltas ortográficas. Agradecería si me comentaran cuando tenga alguna.

Aun no sé cuándo será la próxima actualización, pero nos vemos hasta entonces y gracias por quedarse hasta aquí, me animan muchísimo a continuar🖤

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