Cap. 3: El antes y el hola de nuevo

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—¡Esta luz del coño!

—¡Maduro coño e'tu madre!

Reímos, era la quinceava vez que gritaban aquello. Eran eso de las diez y algo de la noche, ocho horas sin luz y aun no daban señales de que regresaría pronto, pero no me preocupaba del todo, después de tantas veces similares uno se terminaba por acostumbrar. Además, durante dos horas el "Chico sin nombre" —Como le había apodado— se había encargado de darme motivos para hablar, terminábamos uno y seguíamos al siguiente, entablándonos en una larga y entretenida conversación.

Las tazas reposaban en el centro del capó, entre él y yo, vacías desde hace hora y media, obstaculizando que mi acompañante no se acercara más a mí de lo necesario; aunque no lo podía negar, me agradaba.

—¡Cállense, par de maricos! —gritaron de otro lado.

—¡Jodance, beserros!

—¡Deja de gritar, wevon!

Muchas risas se escucharon en el barrio y las mías y de mi acompañante no eran excepción. Ya que no había televisión, computadoras, celulares, WiFi y todo a lo que estábamos a acostumbrados, nuestros vecinos se habían tenido que distraer con otras cosas entre sus posibilidades. Habían jugado lotería con las viejitas del barrio al atardecer, los más pequeños hicieron papagayos, jugaron al escondite, al atrapado, carreras; mucho bochinche y ahora, sin ideas, se dedicaban a gritar a los cuatros vientos sus quejas sobre la luz.

Eso eran algunos, otros se dedicaron a hacer menos drama y sacar los muebles, colchones y hamacas que tenían y acostarse en los porches de sus casas, dejando que la brisa natural los refrescaran y también que varios zancudos los picaran.

—Qué bonito, ¿no? Me recuerda a la Venezuela de antes en que solían jugar, divertirse y relajarse así con frecuencia, se sentaban en familia a las afueras a estas horas y charlaban entre ellos, sin necesidad de que se fuera la luz.

—La Venezuela de antes —Escuché su risa—, eran buenos tiempos. Recuerdo cuando se acercaba la noche y la abuela y mis tías venían, y, literal, servían una olla de chocolate caliente y lo devorábamos con el pan de la semana.

—¡Uy, sí! —Chillé emocionada—. Yo era de esa que se colaban a la cocina y se servía de nuevo y luego si preguntaban si alguien quería más, levantaba la mano y tomaba por tercera vez.

—No si, Willy Wonka.

—El mejor chocolatero —Le seguí la frase cantando y partimos en risas.

—Es una tristeza que el antes sea tan lejano como la salida a esta mierda que "vivimos" —Hizo comillas con sus dedos—. Porque esto —Señaló su alrededor— no es vida.

—Te entiendo... —murmuré con tristeza viendo mis manos y luego al cielo. Sonreí—. Pero ¿Sabes? Tal vez ahora no veamos la luz al final del túnel, pero si hubo un comienzo, habrá un final. Esto no será para siempre, de alguna u otra forma Venezuela y todos nosotros saldremos adelante, como siempre lo hemos hecho.

No sé ni que cara puso, se mantuvo en silencio, distinguía que me miraba, lo que duró un rato y después solo oí un suspiro suyo, sentí que se movió y se recostó de nuevo.

—Desde esta vista pareciera que podríamos tocar el cielo, lo que creemos por "realidad" podemos cambiarlo por "ilusión", mantener la fe y creer que esa ilusión será nuestra realidad. No es difícil plantearse, pero tampoco fácil de mantenerla.

—¿Qué dices? —Me crucé de piernas y miré a donde se suponía que estaba.

—Digo que tienes razón, pero con cada día que pasa no es sencillo mantenerse la idea de que en cualquier momento esto puede acabar y si se logra, aún debemos reconstruirnos desde cero y reparar los daños que se causaron.

—Eso es cierto —Ahora yo suspiré, pero volví a sonreír—. De ahí vendrá el dicho de que Roma no se hizo en un día.

—Pieza por pieza y armarás un rompecabezas. Uno por uno de nosotros y a su tiempo recuperaremos nuestra nación.

—No lo pude haber dicho mejor...

—¿Mili? —susurraron a mi oído moviéndome del hombro—. ¿Milagros? —dijeron un poco más fuerte y gruñí entreabriendo mi boca y recostándome de nuevo en la superficie.

—¿Qué? —murmuré adormilada.

—Mujer, ya llegamos.

—¿A dónde? —Abrí un ojo, encontrando a mi hermana.

—A la locura que nos estás haciendo cometer. Levántate, Joder —Empezó a pegarme un tanto brusca con algo.

—¡Está bien, está bien! —Alcé los brazos, parando el ataque de May con su suéter—. ¿Ya? ¿Feliz?

—Actívate, Mili, que aún nos queda desembarcar y unos veinte minutos de carretera.

—Bien... —Gruñí de nuevo, frotándome los ojos.

—Mili —Me llamó y la miré, dándole señal de que prosiguiera. Entonces se acercó más a mí—. Escucha, las cosas aquí están peligrosas en sí... —Empezó susurrando, dedicándome seriedad en sus ojos—. No saques dinero en público, el celular o algo de valor que llame la atención, se discreta y una más del montón. Está de más que no hables con ningún extraño y sujeta fuerte tu maleta, bolso, todo. Y algo más: No te separes de mí —Asentí varias veces—. ¿Entendido?

—Tan claro cómo el resto de las veces que me lo explicaste.

—Genial —Se separó—. Compraré un par de aguas y algo dulce para más tarde, antes de que desembarquen.

—Está bien.

Mi hermana asintió y se levantó, dirigiéndose a la pequeña cantina que suministraba aperitivos, bebidas y chucherías para los pasajeros del ferri. Bostecé y pasé mis manos sobre mi cara, borrando el sueño —o intentándolo—, me estiré sobre el asiento y me recosté viendo por la ventana del ferri el cómo las montañas y luces se acercaban sobre el Mar Caribe sumergido en la noche.

—Hola de nuevo... Venezuela...

Partiendo de Miami, Florida, embarcamos en un vuelo directo de casi doce horas a Chile, donde hicimos una parada por un par de días, para visitar a unos familiares y recoger algunas cosas que querían enviar a nuestros padres; de Chile a Colombia, tras cinco horas de viaje, nos quedamos una noche en un hotel, compramos algunos suministros y al siguiente día retomamos la macha. De Bogotá tuvimos que tomar carretera a Caracas, la capital de Venezuela, en unas, aproximadamente, diecisiete/dieciocho horas, por las paradas del bus en la ruta, tiempos de descanso, peajes y el trámite en los pasos fronterizos.

Ahí nos encontramos con el hermano mayor de nuestro padre y su familia, quienes amablemente al enterarse de nuestro regreso nos concedieron uno de sus cuartos por el próximo día; juro que nunca me sentí tan feliz de tomar un baño y ver una cama, luego de comer mandé todo al carajo y caí rendida.

Por los próximos dos días descansamos lo necesario y aprovechamos para reorganizarnos, aún nos quedaba por recorrer, una desgraciada noticia para nuestros traseros, tendríamos que tomar vía por carretera de nuevo por unas cuatro horas y pico, y luego otras cinco/seis horas de ferri desde Puerto la Cruz hasta la Isla de Margarita; dado principalmente a que por los aeropuertos del país en ese momento andaban abriendo y robando de las maletas y de por si traíamos un botín en las nuestras, con algunos regalos, dulces, medicinas y alimentos; de ninguna manera podíamos cometer tal estupidez luego de que habíamos logrado traer todo lo que teníamos encima sin perder nada o que nos lo quitaran en el camino, cómo bien nos advirtieron nuestros primos en Chile.

Como yo desconocía mucho en estos claros momentos, no tuve de otra que aceptar y seguir las órdenes e indicaciones que me daba mi hermana; fue un muy, muy largo viaje con una muy, muy mandona May a cargo, hasta por un momento me arrepentí de mis caprichos.

—¿Con quién escribes tanto? —pregunté a lo mandona y ella levemente se sonrojó y me vio con una disimulada sonrisita tras su teléfono.

—Un viejo amigo, se llama Gabriel y le avisé que regresaríamos por estos días de visita —explicó sin mucho rodeo—. Él nos recogerá al llegar.

—Oh, ya —Sonreí en complicidad, sacando teorías apresuradas—. ¿Es lindo? —inquirí viéndola con una sonrisa entre pícara e inocente.

—Supongo... —Su tono bajó.

—Mm... Interesante —Sonreí insinuante. Ella lo notó y automáticamente me miró como una persona de pocos amigos.

—¿Qué?

—Nada, nada.

Milagros... —Alce mis hombros.

—Atención a todos los pasajeros. En unos minutos llegaremos a nuestro destino. Por favor a los conductores dirigirse a sus vehículos, gracias —anunció el capitán del ferri por los altavoces.

May y yo empezamos a recoger nuestro reguero y cuando ya todo el proceso de desembarcación terminó y teníamos nuestras maletas, fuimos al punto de encuentro con el "amigo" de Mayriol, en los puestos de perros calientes, hamburguesas y comida chatarra deliciosa que me mediante nos fuimos acercando me abrió aceleradamente el apetito.

—¡Gabo! —gritó May a un chico sentado que tomaba una Malta, feliz de la vida, charlando con uno de los cocineros.

—¡May! —gritó él en respuesta al oírla.

Se levantó al tenernos cerca y de inmediato se lanzó a abrazar a mi hermana, diciendo lo mucho que la había extrañado y bla-bla-bla, ignorándome hasta rato que carraspeé y se separaron.

—Ho-hola, Mili, te ves bien.

—Hola, Gabo —Y así él también me abrazó, con menos fuerza, afecto o "sentido de haberme extrañado", con el que utilizó con Mayriol—. Gracias por venir por nosotras.

—Sí, en serio. Nos quitaste un peso de encima.

Nah, no es nada —enfatizó con humildad—. Venga y coman algo, estoy más que seguro que aún no almorzaron.

—Comimos un pepito en el barco, ¿cuenta?

Nou —Rió—. Hey, Toñito, ¿las hiciste?

—Y bien especiales, Gabo, lo mejor para un par de bellezas como estas —dijo el joven cocinero meneando sus cejas hacia mi hermana y yo mientras nos servía en dos platos plásticos un par de hamburguesas y maltas tan heladas que su contenedor de vidrio traslucía de la humedad.

—Eh, eh... Toño —advirtió Gabriel, viéndonos de reojo.

—Marico, ¿qué es?

—Cuidadito.

Reímos nosotras, tomando asiento. Luego de comer entre risas y cuentos con los dos chamos, nos despedimos de Toñito, retomando nuestra ruta hasta Pampatar, donde se suponía que vivía aun nuestra familia.

Por la hora, y dado que no les avisamos a nuestros padres, nos quedamos en casa de Gabriel esa noche, durmiendo en su habitación después de que nos insistiera. A la mañana siguiente, en agradecimiento, May hizo el desayuno para los cuatro —nosotros tres y la abuela de Gabriel— y luego ayudamos a acomodar el hogar un poco.

—Sigo diciendo que no era necesario, chicas —dijo Gabo viendo el ordenado lugar.

—No digas nada, ya está hecho —Lo contradijo May, dejando la escoba a un lado mientras que yo terminaba, poniendo unas flores en el centro de mesa de la sala como un adorno extra.

Incliné de lado la cabeza al caer en su precioso color morado que, a la vez, se me hacía un tanto nostálgico, familiar, de algún lado sentía que las había visto antes. Sacudí un poco la cabeza, que de pronto empezó a dolerme, volteando a mirar a la parejita.

—Bueno... Gracias —dijo rendido, algo avergonzado de haber aceptado nuestra ayuda.

—Tomen, queridas —Nos llamó la abuelita, extendiéndonos unos cintillos tejidos, hechos por ella—. Gracias por todo.

Aw, gracias a usted, doñita, fue un placer.

Le agradecemos a la anciana mujer y encantadas nos colocamos el accesorio. De frente al espejo arreglé mi cabello con él para que no se escapara o este se soltara, dándole una sonrisa cerrada a la doñita mientras le decía lo mucho que me gustaba y me aproximaba para abrazarla.

Mi frente y manos sudaban, mi labio y piernas temblaban; me sentían muy nerviosa, tal vez solo nos habíamos ido un año, pero dado a mi caso, pareciera que estaba recién naciendo y conociendo a mi familia, los cuales, aparte de no tener idea de que estamos frente a su casa, les mentiríamos y no se enterarían de mi pérdida de memoria.

Y todo por mí, que no querría preocuparlos y arruinar esta visita para May, que también lo necesitaba al extrañarlos demasiado. Tal vez ella no lo diría, pero estaba igual de ansiosa que yo, apretando mi mano izquierda mientras nos determinábamos a decidir tocar o salir huyendo.

—¿Lo haces tú o lo hago yo? —susurré hacia ella y en respuesta alzó una mano hasta el marco de la puerta.

A punto de tocarla, un olor nos azotó, me era extrañamente melancólico y apostaría que se trataba de pescado, uno fresco y recién atrapado del mar.

—¿Qué coño...? —Oímos detrás de nosotras y giramos.

Un hombre cincuentero, entrando a canoso y rellenito; un adolescente de unos quince años, más o menos alto y delgado; y un niño pequeño, igual de delgado, de unos diez años; los tres de piel morena, muy bronceada, con las ropas y piel mojadas; nos miraban muy sorprendidos como si hubieran visto a los mismos Fantasmas de Scrooge.

No sabía que decir, pero al parecer mi hermana los conocía por como sonrió hacia ellos y fue a abrazarlos, olvidando completamente que sus ropas estaban mojadas y evidentemente venían de la playa.

—Papá, Emmanuel, Rafael —dijo ella emocionada, abrazándolos con fuerza, la misma con la que le correspondieron ellos tres, arrullándola mientras le gritaban felices e incrédulos, pero sobretodo sorprendidos.

—¿Mayriol? ¿Milagros? —Oí otra voz, esta susurraba, pero detuvo el abrazo de los otros y la miraron como yo.

Se trataba de una señora rellenita, baja y ya para sus cincuenta años también, que nos vio a mi hermana y a mí, y sin contener las lagrimas dejó la puerta de la casa abierta y se lanzó a abrazarme.

Le respondo sin pensarlo, recordando por primera vez la calidez familiar desde el accidente. Ese día era el hola de nuevo a mis raíces y al pasado, debía dar lo mejor de mí para recordarlos pronto o en el mejor de los casos, antes de que se dieran cuenta de que los había olvidado.

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