El suicidio

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     Nos vimos en el estacionamiento del hipermercado como de costumbre. Traté de parecer alegre, aunque estaba muerto de sueño, para que Mathilde no sospechara nada, para evitar sus preguntas fastidiosas. Pero confieso que me sentía nervioso por lo que Matheus iría a contarme.

Demetrius, sé todo sobre esa mujer.

—¿Y cómo lo sabes?

—No lo sabía hasta que recordé quién era, pues le veía cara conocida —dijo con un aire satisfecho.

—¿Y quién es? ¿De donde la conocés?

—La conocí en un instituto cuando éramos pequeños. Estudiábamos inglés. Se llama Maureen Cox. Yo era amigo de su hermano Andréi. Su hermano falleció cruzando la calle, hasta hoy puedo oír ese disparo, me pone a temblar y ella, pobrecita, por poco se murió del susto.

—¡Qué tragedia! —añadí.

—Después de ese terrible evento, ella comenzó a tener relaciones impropias con hombres mayores, pero también nos hicimos amigos.

—¿Y ella te gustaba en esa época?

—¡Qué tontería! —contestó el rubio frunciendo el entrecejo—. ¿Por qué crees que ella me iría a gustar?

—Es que tiene un nombre tan difícil de deletrear y sin embargo lo recuerdas.

—¿Y eso que tiene qué ver? No se dice Maureen, se pronuncia Maurín.

—Está bien, es que dijiste Maureen. ¿Donde la conociste?

—Cuando ambos teníamos trece años, ella era tuerta de un ojo y, además...

—Bueno —interrumpí—, ya es hora de que empiece mi servicio.

—Pronto empiezas, Demetrius —dijo el rubio moviendo la melena recordando las peripecias del día en que habían visto en el bar a la mujer —, ya no es tuerta. Supongo que tuvo una cirugía correctiva y también una plástica porque en los años noventa era igual que una tabla de planchar.

Subí junto con él a mi oficina y todavía no había nada que hacer. Adopté una actitud indiferente y, dirigiendome a Matheus le dije:

—La verdad no quiero tener problemas con tu hermana.

El rubio quedó tan perplejo al oír mis palabras, que se limitó a sacudir su cara mirándome fijamente.

—Demetrius, tengo dos hermanas —repuso el rubio, cada vez más sorprendido. ¿Qué haras cuando Rubí llegue al país? Aquí hay algo que está inconcluso. Digas lo que digas, ella no sabe que estás viviendo con Mathilde.

—Pero somos solo amigos —pronuncié con voz temblorosa —, no me llenes de preocupaciones ahora. Te haré caso: llama a la bandida de tu amiga  y consígueme una cita. ¡Pero no te tardes! Dile que podemos cenar los cuatro juntos y trae a Monique.

—No puedo —interrumpió severamente— ; Monique y Mathilde ahora son como uña y mugre. No quiero que mi hermana luego haga una revolución. Mejor iré con Patty.

Más tarde ese día...

—El tiempo esta horrible, se está levantando viento; mira los relampagos —me dijo el rubio mientras caminábamos en el aparcadero, a la salida del trabajo.

—¡Dios todopoderoso! ¡Dios no quiere que tengamos una cita doble con la ex tuerta! —dije en un tono risible.

—Ya la llamé por teléfono y aceptó muy emocionada. Prepárate porque la gran cita es mañana.

Me despedí de él y esperé junto a mi auto que llegue Mathilde. Llegamos a casa y una mujer, de pie junto a la puerta vestida de negro, me llamó con gruñido amistoso.

—¿Quién es esa pelinegra? —pregunté—. ¿Es la mujer del bar?

Mathilde descendió del auto y fue directamente a interrogarla. Caminé tembloroso por la inusitada situación y cuando la vi de cerca supe que era Rubí.

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Al pie del umbral de mi casa estaba Rubí. Ella ya no tenía esa larga y esplendorosa cabellera rubia, ahora era pelinegra.

Mathilde volvió al auto para sacar las llaves de la casa de su cartera, en sus ojos pude ver que se estaba enfadando, y eso era una mala señal: yo la había albergado en esta casa con las esperanzas de que tengamos un futuro y podamos ahorrar, por no decir algo más.

Estacioné el fitito como pude, estaba temblando como un niño pequeño. Cuando crucé la puerta ya oí los gritos.

—¿Qué plata quieres? ¿Eso es lo único que te importa? —Mathilde se estaba poniendo mordaz—. Aquí estoy mejor que en tu departamento. Estamos bien, cuido tus putos loros, voy todos los meses a verificar que los inquilinos no maltraten tu hogar.

—Sí, es verdad Rubí —repliqué—. Mira, bella, no hay nada fuera de control, ni siquiera algo minúsculo para ocultarte, y tú lo sabes.

—¿Donde están mis películas hindis? Seguro que las tiraste a la basura. —Se sentó; y se puso a observar a las aves desde el sofá del comedor, sin ningún movimiento que indique desesperación—. Mathilde, no vine a discutir, no quiero quedar como una boba delante de tu guapo compañero, allá tú si estás molesta, pero no me vengas a decirme que me importa el dinero de la renta de mi departamento, ¿vale?

Yo podria haber dicho que se quede, ya que no podía retornar su hogar, hasta que recordé aquel beso cariñoso en el buque y la vez que tuvimos sexo.

—Si quieres puedes quedarte en la habitación con tu hermana —afirmé—. Te compraré nuevas películas hindis y si todo marcha bien en esta casa —me apresuré a decir, porque ya veía a Mathilde con la mirada deformada por la ira— , puedes hacer lo que desees, también puedes ir a la casa de tu hermano.

Ya me safé, pensaba yo, le sugerí que vaya a quedarse con Matheus, pero como era predecible, Rubí estaba abriendo su maleta de viaje y entonces pensé que no había duda alguna de que se quedaría aquí.

—Entonces... ¿Puedo quedarme aquí? —exclamó Rubí.

Mathilde se marchó dando un portazo. Dramática, como siempre. No fui tras ella. Ya sabía que ella le gusta llamar la atención de todos.

—No es culpa mía, ¿no? Es que yo...

—Rubí, no es culpa tuya —repliqué.

Sigue una pausa silenciosa observando la puerta, esperando que Mathilde regrese. Entonces con una voz muy sensual, que todavía no ha enronquecido, dice:

—Que se tome el tiempo que quiera y que medite.

Rubi se había dado cuenta que la estaba mirando, resopló y apartó sus ojos cálidos de mí. Ella comenzó a acercarse de a poco  por no mencionar que esa cabellera negra la hacía parecer más sensual que antes

—Me encanta tu nuevo color de pelo —dije casi sin querer.

Ahora parece menos asustada que antes y más divertida.

—Gracias por notarlo —responde, pero esta claro que quieres besarme.

Te ves completamente diferente, lo digo en serio —insisto, y mi mirada se fija en sus labios color carmesí—. Nadie diría que sos la gemela de Mathilde.

—Me parece que fue ayer cuando me acosté contigo, que placer recordarlo —replicó esforzándose para que su aliento quede próximo al mío.

—No lo hagas —insistí.

—No seas un pusilánime y bésame.

Cuando sentí el aliento de Rubi sobre mis labios, pensaba como desearía besar mejor, tener diferentes habilidades, desearía haber practicado más y cuando su lengua dejó de revolotear en mi boca, me dijo que habia estado soñando con este momento y de un modo u otro eso me tranquilizó. Sus palabras me hicieron sentir agradecido.

—La verdad que este momento no lo esperaba, honestamente pensé que maduraría automáticamente. Para estar en este nivel, pensé que mis hábitos estúpidos o ridículos no aparecerían solos, porque estarían más controlados por la presencia de tu hermana en esta casa. Pero fue todo lo contrario —repliqué.

—Tus insulsas excusas solo me atraen más a ti. Eres asombroso —dijo en un tono risible.

Algo que me sorprendió de Rubí en específico, es estaba con su sentido del humor a flor de piel. Ahora podía ironizar y hacer bromas, y tiene un lado divertido.

—Debemos tener cuidado, no podemos decirle a nadie que nos besamos —dije.

—Por qué ocultar lo que sentimos —dijo Rubí, divertida.

—Es que no creí que te atrevieras a tanto.

Así se reanudó una amistad prohibida. ¡Qué poder tiene la imaginación! Sin embargo lloré y me sentí un desgraciado. Luego, después de vivir los tres juntos durante semanas habíamos desarrollado una rutina.  El viernes, después de cenar me tocaba salir con Rubí y los sábados eran dedicados exclusivamente a Mathilde.

Hasta que una noche, Rubí abrió silenciosamente la puerta de calle y deslizó sus maletas sin hacer ruido. Sin pronunciar ni una sola palabra ella se fue.

Pero para su hermana todo era jolgorio y alegría, tomó las nuevas películas hindi que le había comprado y las lanzó a la basura. Lo mismo sucedió con los loros, Mathilde fue al fondo de casa y abrió la jaula.

—¡Caramba! —dije al verla despedirse de las aves de Rubí—. Jamás vi tanto despecho entre hermanas. No obstante, ya no puedo esperar que la locura termine.

Apresuradamente ella se quitó el vestido verde que le había prestado su hermana y comenzó a romperlo en modo de liberación.

—¡Uff! ¿Qué hacés?

—Me deshago de lo que no es mío.

—Vamos adentro, no quiero que alguna vecina curiosa te vea en bombacha.

Mathilde estaba mirando al sol con los senos erguidos. Ella ladeó su cabeza ignorandome y me mordí el labio con rabia.

—Esta es la celebración de un ciclo concluído y se celebra con una buena voluntad —anunció Mathilde con los ojos brillantes.

No logré comprender que quería decirme. Quizás el festejo merecía en que consistiera en algo más. ¿Una boda por ejemplo? Yo podía imaginarme que ella ya estaba mentalmente preparada para cerrar el trato. Pero también temí que el status podría pulverizar las cosas y después tendría que aguentar de por vida un rose metálico de una pareja desgastada.

Mathilde entró a la casa y se vistió con un camisón gris frente al espejo. Estiró ambos brazos y comenzó con su coquetería. Quería abrazarme, pero dudé en lanzarme en su averno personal. Entonces retrocedió y se sentó a mi lado balanceando sus pies. Hubo un silencio incómodo. Ella sonreía y luego su mirada se volvió tosca. Me sentí horrendamente incómodo cuando rozaba sus lindos pies en mi pantorrilla.

—¿Por qué no estás preocupada por tu hermana?... ¿Qué le hiciste? —tosí para aclarar mi voz, y ahondé en la pregunta—. ¿A donde fue?

—Pues, me dijo que se besaron varias veces y le dije que se largara —respondió Mathilde conteniendo las ganas amargas de llorar.

Quedé desconcertado una vez más. Se puso de pie y abrió la heladera para sacar una cerveza. Me dolía su respuesta tan desconsiderada y sincera.

Después de dos semanas sin saber que había pasado con Rubí nos enteramos que se había suicidado en una habitación de un hotel. Matheus me dijo que habían encontrado metanfetamina.

El rubio me dijo que solo se debe tomar por poco tiempo (es decir, unas pocas semanas) cuando se utiliza para perder peso, como el caso de Rubí, y era por esa razón que las consumía por cuenta propia. Sin embargo, si ella consumió demasiado de este medicamento, y probablemete ella no pudo notar que el medicamento ya no controlaba sus síntomas, quizá sintió la necesidad de tomar grandes cantidades del medicamento, y pudo experimentar síntomas como sarpullido, dificultad para quedarse o permanecer dormido, irritabilidad, hiperactividad, y cambios inusuales en su personalidad o comportamiento. Utilizar metanfetamina en exceso también puede ocasionar problemas cardíacos graves o una muerte súbita.

Cuando el rubio me contó eso, en aquel momento, estaba dispuesto a hacerme pedazos. Inmediatamente fui a ver a Mathilde y la encontré con una navaja en la mano.

—Yo sé que la pelea que tuviste con tu hermana te pesa en las espaldas.

— Qué lindos versos dices tú, Demetrius. Pareces todo un maestro burlándote de mí de una manera tan mordaz —dijo al verme—. ¡Ahora tenemos un velorio a cajón cerrado!

No lo creo. Tu hermana no esta desfigurada. Murió por la sobredosis.

Los razonamientos de la juiciosa Mathilde me estaban enloqueciendo.

—¿Acaso me estás culpando por su sobredosis?  —exclamó irritada Mathilde, convencida de que yo me burlaba de ella; tirando un plato al piso, al caer resonó opacamente sobre la cerámica del piso de la cocina, quedando cientos de pedacitos de porcelana.

—Yo no digo que es tu culpa. Pero deja la navaja ahora —chillé.

En silencio, inclinando repentinamente la cabeza me dispuse a levantar los trozos del plato. Mathilde permaneció consternada viendo sus pies desnudos.

—Mañana tendremos que inclinarnos sobre un cadáver y no voy a poder pronunciar nunca más la palabra: hermana —añadió.

La rubia permaneció a los pies de su cama quizá por veinte minutos. La angustia y la somnolencia oscura la habían pegado duro como una puñalada trapera. Más su tristeza creció cuando vio a las silenciosas personas en la mañana. Su frente se arrugaba a través de la niebla, sus ojos estaban inyectados con sangre por tanto llorar. En su interior solo habitaba la desesperación.
Solo había que dar unos pasos para llegar al ataúd que estaba rodeado por flores de distintos colores, habia rosas, jazmines, peonias y calas. El aroma era lúgubre.

Lentamente nos acercamos al rostro de su hermana. Mathilde con una malevolencia cautelosa se inclino y besó su frente. Un trueno retumbó y eso hizo que la mañana se vuelva noche. Gris y oscura.

—Debías matarme —susurró Mathilde, inclinándose sobre el óbito.

Monique escuchó esas palabras y dijo entre dientes:

—Solo bastaría una puñalada en el lugar indicado.

Indudablemente, no se encontraba en sus cabales. Ni siquiera sabía porque Patty estaba en la casa velatoria. Pensé mientras entrecerraba mis ojos y apoyaba la cabeza en el hombro de Mathilde.

Esto es tan imposible —susurró Matheus.

—Tu hermana siempre fue una mujer extraordinaria —dije mientras le daba un abrazo a mi amigo.

Matheus se sintió feliz. Sonrío mientras las lágrimas caían por sus rostro a borbotones.

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