Plan mal logrado

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Hubo un día que quise vengarme y acabar con la troupe de saltimbanquis. Tenía todo, formol, algodón, un arma, una soga. Lo primero que hice fue entrar sigilosamente a la casa de Elisabetta, salté la cerca y entré por la ventana de la cocina, que daba al fondo de la casa.

En la cocina encontré unos repasadores viejos y los puse en mi bolsillo. Primero fuí hacía la habitación del viejo y apreté fuertemente el rostro contra el trapo embebido en formol. Guiseppe abrió los ojos en un tris y lanzó un quejido breve, pero no alcanzó a despertar a Gilda, su esposa que dormía en posición fetal, al otro extremo de la gran cama tamaño king size.
Entonces aproveché su estado inconsciente y le amarré las manos, las había juntado, palma con palma como si estuviese rezando.

Sonreí al verlo paralizado y caminé hacia la izquierda, atravesé la puerta para subir a la habitación de su hija. En ese momento, confieso, que me sentí triste, pero también procedí de igual manera con ella. En cuanto la ataba, sentía un vendaval de emociones y una tristeza inconsolable.

No tenía un plan, me sentí paralizado viendo el fino rostro de Eli con un semblante serio, eso fomentó una silenciosa y profunda afición.

Aproveché ese silencio sepulcral y comencé a buscar dinero, revolviendo con total parsimonia toda la sala. Pero no encontré nada, además de las cajas fuertes. Pero hasta ese entonces supe mantener la mesura. Entonces empecé a amedrentar y una gota de sudor había caído lentamente por mi columna vertebral, lo cual me causó escozor e incomodidad.

Cuando levanté la vista me sentí entorpecido en el movimiento, pasmado y turbado. Había comenzado a ver manchas blancas y azules, flotando en el aire.

Mi corazón estaba palpitando dolorosamente, ahí estaba Elisabetta, con su mirada ponzoñosa, vestida con un camisón floreado, apuntándome con un arma.

Luego de eso no recuerdo mucho, solo se que sentí como el metal de la bala rozó mi cuero cabelludo, dañando el tejido. Los hilos de sangre brotaron sobre mi cabello. Solo solté un grito y mi cabeza chocó contra el suelo. El fuego de la ira, invadió mi mente mezclándose con el humo. Ese minuto fue perpetuo. De reojo, había visto que ella se enderezó, con los dedos aún sosteniendo el arma. Escuché los gritos de Guiseppe como un centelleó en mi testa.

Eli examinó mi cabeza con la mirada endurecida, hizo un gesto moviendo la mano, había asumido que no había una perforación en mi cráneo y que aún respiraba. Entonces abrí mucho más los ojos y percibí que la quietud repentina devoraba los segundos. Verla de ese modo, tan asustada me estremeció, pero mis pensamientos zigzagueaban, entonces me retorcí en el piso por el ardor y la excitabilidad del momento.

.....

Durante mucho tiempo elegí pensar que estaba atrapado en una burbuja y que estaba protegido de los problemas que azotaban a la familia de Elisabetta. Pero nunca dejé de pensar en un posible futuro junto a ella, aunque me había dicho que si se casara conmigo, tendría un destino cargado de violencia psicológica.

Pese a que ella nunca me tomó en cuenta, solo acudió a mí cuando realmente se sintió sola y en aprietos.

Aún así, nunca retrocedí. Me sentía un hombre de veinticinco años incompleto. Mi madre se había ido a vivir con su amante, veinticinco años mayor que ella, no entendía si sería para bien o si moriría por su desamparo.

Antes de marcharse me dijo con vehemencia que me pedía perdón por los acontecimientos del pasado, mientras le brotaban lágrimas por sus ojos. Luego de eso esperamos el taxi en absoluto silencio. La muchedumbre que pululaba en el comedor había descubierto un sentimiento extraño.

Aún así no sentí culpa por no detenerla, solo tragué saliva con el deseo de que desaparezca para poder sentirme libre. Quería aprovechar tan prudentemente esa oportunidad para valerme por mi mismo.
Desde entonces los tiempos fueron meramente difíciles. Pero tenía plata, ya que mi padre se ganaba la vida lavando dinero.

Pero a pesar de estar bien económicamente, comencé a sentir señales tenebrosas, como si fuese una especie de psicosis en la casa.

Escuchaba voces que al oírlas me provocaban un ligero sobresalto. Sabía que precisaba tomar los medicamentos opioides que el psiquiatra me había indicado, pero no lo hacía. Sin embargo seguí con las drogas sintéticas y pero disimulaba frente a mi progenitor para que no piense que tengo una conducta pecaminosa. No quería que supiera que había perdido el control.

Mi padre decía que mi madre había lanzado una maldición antes de irse con el burgués. Él guardó luto por un tiempo bastante prolongado, les decía a los vecinos que mi madre había fallecido en un accidente automovilístico.

Cada vez que mi padre contaba esa mentira, mi piel vibraba y mi rostro se encendía con una amarga determinación. Esa estrategia era bastante inusitada, pero definitivamente le permitía caminar erguido, con la frente en alto por la calle.

....

Después del incidente, en el que falleció el padre de Elisabetta, ella sintió que los cimientos de su familia habían sido acribillados, a igual que su progenitor.

Ella cambió y se convirtió en una mujer inválida de entusiasmo. Siempre estaba escondida dentro de su casa, temblando y llorando, como si tuviese un dolor punzante en su alma. Al verla en ese estado me sentía miserable.

Gradualmente fui alejándome de ella. Esperé y rezé porque llegue el día en que se termine todo ese martirio. Pero Eli, cada vez, tomaba decisiones más arriesgadas.

Un día se suponía que iríamos al cementerio para dejarle un arreglo floral a su padre y nos detuvimos a beber en un bar del centro. Nos sentamos y vi caminar hacia nuestra mesa a Ray. Él ojiverde se presentó como el ex novio de Elisabetta y estrechó fuertemente mi mano.

Comenzó a platicar amablemente sobre la reciente muerte brutal de Giuseppe. Entonces en los ojos de ella, un brillo repentino, en cuanto él sonreía despreocupado por mi presencia. Entonces pensé que Ray podría ser su verdadero amor y me sentí un fiasco.

Pero eso no me detuvo y me metí nuevamente en problemas, sabía que ella quería llevar las cosas al límite y pensé que no era justo para mí. Aunque eso solo sirvió para alimentar mi pasión por ella.

Quería controlar la mente de la muchacha, pero también sentía una gran inseguridad y no sabia como obrar. Entonces me ahogué entre los opioides y el alcohol.

Me sentía atrapado y le dije a ella que si no la tendría, nadie podría tenerla. Y ella me dijo que nunca me amó de forma genuina.

Después de varios días de meditación, había decidido someter a mi cuerpo, para liberar la presión. Gradualmente comencé a recibir descargas eléctricas, como una terapia inducida por mí mismo.

.....

Había pasado un mes y había conseguido un trabajo de medio tiempo en una tienda de productos de acampar. Pasaba unas horas frente a un mostrador, vendiendo cañas de pescar, carpas, linternas y artículos varios para la caza.

Allí estaba, como un vengativo animal, que solo sueña con arrebatarle la vida a golpes a su contrincante. Pasaba las horas meditando un plan.

Una vez estaba dándole lustre a los mangos de los cuchillos de cacería. Mis manos flotaron con inquietud, imaginando como sería sentir la sensación de apuñalar a una persona. Como para calmar mi encono.

Sostenida esa idea, al otro día me dispuse a recolectar sapos cerca de una laguna, que quedaba cerca de mi casa. Logré atrapar a dos bastante grandes, como la palma de mi mano. Los puse en una caja de cartón y los dejé en mi camioneta.

Al llegar a mi casa, coloqué a los batracios en una tabla de madera y los apuñalé frenéticamente, hasta ver sus órganos salir. En ese momento sonreí y me sentí flotar como si fuese una atracción abismal.

Vencido por el cansancio, esa noche cené un poco de arroz hervido y medio litro de vodka hasta que escuché un tiroteo afuera, salí a la calle a ver que ocurría. Había una persona muriendo tirada en el suelo y un arma, regada a unos metros, entonces la pateé con fuerza y fue a parar abajo de un auto abandonado en dirección oblicua a mi casa.

La gente había salido a ver que acontecía y gritaban que el tirador ya había escapado en un vehículo color grisáceo plata.

Cuando me acerqué a ver la cara del hombre, pude notar que era Lorenzo, el tío de Elisabetta. Aquella situación me impidió respirar, me había quedado inmóvil viendo su cuerpo convulsionar.

Afortunadamente los vecinos ya habían llamado a la ambulancia, al oír la sirena de la misma, corrí a golpear frenéticamente la puerta de los Signorelli, pero extrañamente no salió nadie.

La luna bañaba con su tenue luz, toda la calle. Los paramédicos colocaron a Lorenzo en una camilla y gritaron a viva voz que alguien tenía que subirse a acompañar al moribundo. Entonces, cerré con llave mi casa y subí a la ambulancia. Sabía que por más inquebrantables sean los Signorelli, el destino ya estaba sellado.


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