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El verano por fin había salido de su escondite para poder sustituir a la primavera en su trabajo de llevar la estación por tres meses. El sol brillaba, potente, en el despejado cielo azul, y el cantar de cigarras y pájaros acompañaba las últimas campanadas de la torre del reloj de un pequeño pueblo de no más de siete mil habitantes.

Los niños abandonaban la escuela con velocidad, riendo y gritando para celebrar el final de curso y el comienzo de unas largas y merecidas vacaciones.

—¡Por fin! —suspiraba un chico de unos doce años, de pelo alborotado castaño y gafas rojas sobre su delgada nariz— Parecía que las clases no fueran a acabarse nunca...

—A mí ahora me preocupa el siguiente curso —murmuraba una muchacha de su edad, junto a él. Llevaba el largo pelo morado recogido de manera algo torpe—. No me veo en secundaria.

—Vamos, Sara, no te agobies —la tranquilizaba otra joven de pelo del mismo color, con unas gafas oscuras—. Por ahora piensa en lo bien que lo pasaremos este verano.

—Quedaremos, ¿no? —preguntó el chico anterior, Pam.

—Supongo... —respondió Sara— Tú puedes, ¿no, Rina?

Rina asintió y miró a la cuarta componente del grupo. Era bajita, de cabello azul suelto sobre los hombros y mirada de ojos marrones nerviosa.

—¿Eddo?

La aludida se encogió de hombros con algo de pena y se rascó la nuca.

—Mañana por la mañana vuelvo a la ciudad. Este verano me toca pasarlo con mi madre.

—¿Quéeee? —Pam agarró de los hombros a su amiga— ¿Y no vuelves en todas las vacaciones?

—No, no, volveré para estar aquí las últimas dos semanas o así, tranquilo —lo calmó la peliazul.

Hablaron de varias cosas más al azar, para luego despedirse. Todos dieron un fuerte abrazo a Eddo, ya que no la verían en un buen tiempo, y cada uno tomó su camino de vuelta a casa.

La peliazul caminaba con lentitud, mirando al suelo. Iba ensimismada en sus pensamientos. Ya llevaba más de un año viviendo en aquel diminuto pueblo situado a varias horas de la ciudad en la que se había criado, con su padre. Este y su madre se habían separado hacía este tiempo por razones que Eddo desconocía y que en realidad prefería no saber. Ella sabía que su madre prefería vivir sola, pero hacía unos meses la había llamado pidiéndole que regresara durante el verano para poder pasar tiempo con ella. Y la niña, deseando volver a ver a la mujer que la había querido y cuidado casi toda su vida, aceptó sin pensarlo dos veces.

Mientras volvía a casa, se preguntaba si su habitación seguiría tal y como la dejó año atrás. Con todos sus juguetes, las sábanas de su cama, el color de las paredes, el baúl azul en el que había guardado sus mayores tesoros antes de que su madre los tirara a la basura una mañana mientras ella estaba en clases...

Cuando se quiso dar cuenta, ya se encontraba frente a la puerta del edificio en el que vivía. Llamó al timbre, y segundos después, su padre abrió para dejarla entrar.

—Ve a preparar tus cosas para mañana, cariño —le dijo el hombre, dándole un beso de bienvenida en la mejilla.

Eddo dejó la mochila en una esquina de la entrada y corrió a través de un corto pasillo hasta llegar a su habitación. No tenía, ni de lejos, tantos juguetes como en la ciudad, y no era tan alegre, pero se sentía cómoda allí. Con sus paredes blancas, sus sábanas azules y su escritorio de madera.

Al entrar, fue directa hacia un radiocasete que su padre le había regalado, pulsó la tecla de "play", y a los pocos instantes, "Make your own Kind of Music" comenzó a sonar por el pequeño cuarto.

(Multimedia)

Mientras tarareaba con entusiasmo la canción , Eddo sacó de un armario bastante alto una maleta que abrió sobre la cama y que comenzó a llenar con prendas de ropa fina y fresca, una bolsa de aseo que contenía cepillo de dientes, peine, coleteros, colonia y cosas de por el estilo, algún que otro libro y muchas cintas de música que pensaba llevar junto a su radiocasete.

Mirándose al espejo de pie junto al armario, recogió su pelo en un torpe moño no muy alto, dejando sueltos varios mechones, y justo después cerró la maleta, subió el volumen de su equipo de música y se dejó caer sobre las colchas de la cama de espaldas. ¿Habría cambiado algo en la ciudad desde que se marchó...? Era el único pensamiento que recorría su mente desde hacía ya rato.

Suspiró, se acurrucó en la cama y cerró con pesadez los ojos. Tenía muchas ganas de volver a ver a mucha gente. Y quería, sobre todo, comprobar si todos sus juguetes seguían donde los dejó.

Justo iba a caer dormida, un grito de su padre desde la cocina le hizo separar los párpados:

—Eddoooo, vamos a comer. Pon la mesa.  

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