5

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng


—Me marcho.

Los ojos de la peliazul se encontraron con los del muchacho, que había fruncido el ceño y había dejado los juguetes de la niña en el suelo.

—¿Cómo dices? —preguntó, creyendo no haberla oído bien.

Eddo también dejó la preciosa muñeca de porcelana que sostenía entre sus pequeñas manos de niña suavemente junto a sus pies y bajó la mirada, incapaz de mantenerla fijada a la de su amigo.

—Papá y mamá se han peleado y no quieren vivir juntos más tiempo —explicó—. Me han dicho que viviré con papá en otro pueblo y que volveré los veranos a estar con mamá.

Se hizo el silencio en la habitación. La joven sentía que las lágrimas comenzarían a brotar de sus grandes ojos de un momento para otro. A pesar de que aquel muchacho de pelo algo más largo de lo normal se había portado mal con ella anteriormente, actualmente le había pillado aquel cariño que tan sólo una niña de su edad podía experimentar por un chico como Saster.

Lo que más quería en ese momento era abrazar a su amigo, pero se mantuvo inmóvil, esperando a que él diera el primer paso. No le veía la cara y no le oía. ¿Le había afectado saber que Eddo se iría durante varios meses? ¿Se echaría a llorar en algún momento? Si él lloraba, Eddo también lo haría.

—¿Cuándo?

Eddo alzó el rostro, sorprendida. La voz de Saster había llegado hasta sus oídos con completa normalidad, sin atisbo de pena, sin un solo temblor. Lo vio observando con ojos aburridos el juguete que anteriormente había dejado en el suelo.

—¿C... Cómo? —murmuró ella.

Saster la miró sin expresión alguna. No parecía importarle nada su partida.

—¿Cuándo te irás?

Eddo quedó sin respuesta unos instantes. Sentía una decepción inmensa. ¿Tan poco le importaba al chico? Esperaba otra clase de respuesta. Esperaba un abrazo, unas palmadas en la espalda, incluso algunas lágrimas por su parte. Pero, en aquel momento, tan sólo ella y sus juguetes tenían ganas de llorar.

—En dos semanas, más o menos —respondió, intentando que no le fallara la voz—. Aún quedan cosas por preparar. Me gustaría poder quedar contigo y con Irene todos los días hasta que me tenga que ir.

Pero Saster, en vez de responderle, se puso en pie, soltando al juguete.

—Eres una tonta.

Y rápidamente, desapareció de la habitación, cruzando la puerta sin decir ni una palabra más, dejando a una destrozada peliazul abrazada a sus juguetes de repentina apariencia tristona.

Eddo no volvió a ver a Saster por mucho que lo llamó por teléfono y por muchas veces que hasta su casa fue. Estaba muy enfadada con él, por haberla dejado así, sin una despedida, y todas las noches se acostaba con sus últimas palabras retumbando en su cabeza.

¿Qué habría querido decir al llamarla tonta? Desde luego, así se sentía ella. Por haber creído que al chaval le importaría lo más mínima su larga ausencia.

Se encontraba realmente enfadada con él. Y lo estuvo durante todo el viaje en autobús hacia su nuevo hogar. Y lo estuvo durante muchísimas semanas mientras allí vivía.

Pero lo había logrado olvidar, recordándose a sí misma todos los días que no valía la pena enfadarse o estar triste por aquel tonto.

Y ahí estaba un año después, en su casa, mirándola con una pequeña sonrisa, mucho más alto de lo que le recordaba. Desde luego estaba guapísimo, Eddo no podía negárselo, pero eso no le importaba, porque a su mente tan sólo llegaban furiosos pensamientos y diabólicas ideas para asesinar al preadolescente.

—Qué haces aquí —dijo, seca.

La madre de Eddo los mandó a hablar a la habitación de esta, donde se sentaron en el suelo, frente a frente, como habían hecho la última vez que habían jugado juntos. Eddo miraba a Saster con el ceño fruncido, cargada de rabia e ira, mientras que este le lanzaba cortas miradas de culpabilidad que luego se perdían en el resto de la habitación.

Tras un eterno minuto de silencio, Saster abrió tímidamente la boca para hablar:

—Veo que aún tienes juguetes.

Eddo puso los ojos en blanco.

—Como me digas que son para niños te juro que te tiro la estantería a la cabeza.

Una pequeña sonrisa se formó en el rostro de Saster.

—Has cambiado mucho, Eddo.

La aludida alzó una ceja, molesta sin motivo por aquel comentario.

—Tienes el pelo más largo —se explicó él.

—Lo mismo te podría decir.

—¿Sigues siendo tan infantil?

—¿Y tú sigues siendo tan desastroso?

Los juguetes admiraban la pelea desde los altos estantes. Puppet sonreía con picardía, y en el tono de voz más bajo posible, le murmuró a su hermana:

—Estos acaban liados.

Un nuevo silencio se hizo en la habitación. Saster suspiró entonces y abrió la boca para decir algo, pero Eddo lo interrumpió:

—¿Qué haces aquí?

El castaño se mordió el labio inferior y se rascó por debajo de la coleta.

—Tu madre le dijo a la mía que habías vuelto —dijo muy deprisa—. Y había pensado... Bueno, por los buenos tiempos... —Cerró los ojos, tomando aire— Quisiera que un día vinieras a mi casa a jugar, Edith. Puedes traerte algunos juguetes si quieres. Mi madre prepararía chocolate y magdale...

—No.

Saster abrió como platos los ojos y quedó mudo, mientras sus orejas tomaban un fuerte color rojo.

Puppet y Marionette construyeron un corazón con sus dedos índices y pulgares. Bon se llevó la mano a la frente. Aquella respuesta por parte de Eddo no parecía haber sentado bien a Saster.

—¿No? —repitió Saster tras unos instantes.

Eddo negó con la cabeza.

—Tú y yo dejamos de ser amigos el día que empezaste a pasar de mí, Saster. No quiero tener nada más que ver contigo.

Aquello pareció sentarle al chico como un puñetazo en el estómago. A pesar de ello, intentó sonreír, y tras tragar saliva, se puso en pie.

—Sí, tienes razón... Lo siento, lo siento... —Cabizbajo, hundió las manos en los bolsillos de sus vaqueros— Pues... Me iré a casa, entonces. ¿Me acompañas a la puerta? —Eddo entornó los ojos, como diciendo "¿En serio?", a lo que Saster carraspeó para decir—: Sí, tienes razón. Iré yo solo. Pues... ha sido un placer verte de nuevo, Edd--... Edith. Si cambias de opinión, ya sabes donde vivo y... todo eso...

Sin volver a mirarla, salió del cuarto, y tras intercambiar un par de palabras con la mujer de la casa, se fue de esta.

No tardó su madre en aparecer por la habitación de Eddo, con las cejas arqueadas.

—¿Qué le has hecho al niño? Parecía a punto de llorar.

Su hija no le dio una respuesta clara por mucho que preguntó, así que acabó dándose por rendida. Cuando la mujer abandonó la habitación, Eddo se dejó caer de espaldas sobre la cama.

—Menudo imbécil —susurró—. Ojalá lo atropelle algo por el camino de vuelta.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro