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Las noches de verano eran sin duda las preferidas de Bon. La cálida brisa, el canto de los grillos, el despejado y estrellado cielo nocturno... Incluso la luna parecía brillar con más fuerza que en las demás épocas.

Era costumbre suya recostarse en el alféizar de la ventana de la habitación un par de noches a la semana, a observar las distantes luces de otras casas en la distancia. Tenía la suerte de vivir en una casa cuyas vistas no eran empañadas por la contaminación lumínica, sonora o de cualquier tipo. Además, la zona donde se encontraba se encontraba algo a las afueras, por lo que al asomarse al exterior, podía contemplar largas hileras de montañas a lo lejos, salpicadas de casitas pequeñas y blancas.

Casi parecía encontrarse en un pueblo.

Bon permanecía normalmente cosa de una hora allí, tumbado, contado estrellas, admirando la blanca hermosura de la luna o simplemente perdido en sus pensamientos. A veces contaba con agradables compañías, como la de Mangle, Toddy o las marionetas con las que compartía estante. Pero últimamente, todos querían disfrutar del verano al máximo y aprovechaban las noches para dormir largas y perezosas horas.

A Bon también le gustaba dormir, pero adoraba quedarse de vez en cuando en la ventana. Le traía buenos recuerdos. Alguna vez, alguien le enseñó a amar la noche y todas sus maravillas.

El pequeño juguete se incorporó en el alféizar, dejando su espalda apoyada en el fresco cristal de la ventana. Un corto bostezo escapó de sus labios de tela. Era tarde. Y estaba agotado de jugar. Hacía mucho tiempo que añoraba esa sensación.

Se puso en pie, dispuesto a marcharse, pero al girarse se topó con una silueta de su estatura que se encontraba al otro lado de la ventana, abriéndola en silencio. Bon pegó un bote, haciendo un enorme esfuerzo por no gritar. La figura también se sobresaltó, apartándose de la ventana, que se encontraba ya abierta.

—Lo siento —susurró—. No quería asustarte. ¿Ya te ibas?

Bon entornó los ojos. Poco a poco, la luz de la luna comenzó a dibujar el cuerpo de uno de los juguetes de Eddo en la misteriosa figura. Su rubio pelo de porcelana lanzó unos sueves destello hacia los ojos del peliazul, que pudo distinguir la sonrisa de Joy enseguida, camuflada por la oscuridad de la noche.

—Buenas noches Joy —la saludó—. De hecho... Sí, me iba. Llevo aquí casi dos horas. ¿Qué necesitas?

La aludida parecía dudar sobre si pasar al exterior o no.

—No podía dormir e imaginé que estarías aquí. Pretendía, ya sabes, charlar un rato... —Se rascó la barbilla, sin borrar la sonrisa—. No te preocupes. Me quedaré un rato sola.

Cuando Joy salió al alféizar se sentó donde Bon había estado recientemente. Este esbozó también una sonrisa y se dejó caer junto a ella.

—Una noche preciosa, ¿no crees? —comentó Joy, observando la luna.

Bon sólo asintió. Agradecía mucho la compañía de su amiga. Le hacía sentir bien, muy bien. Apoyó suavemente su cabeza sobre el frágil hombro de Joy y suspiró larga y profundamente.

—¿Cuánto hace ya? —preguntó Joy, sin cambiar su dulce y alegre tono de voz.

Dos años y medio. De hecho, Bon llevaba la cuenta de los días. Aun así, se encogió de hombros.

—No estoy seguro. ¿Dos años? Han sucedido muchas cosas desde entonces.

Esta vez fue Joy quien suspiró. Besó la frente de su amigo con ternura y lo envolvió en un cálido abrazo.

—¿Lo echas de menos?

Bon rió.

—Más que a nada en este mundo —respondió.

—Estoy segura de que os volveréis a ver.

Bon agradecía las palabras de Joy, pero sabía que no estaba tan segura de ello. Ambos sabían bien lo que sucede cuando tiras algo a la basura: acaba siendo triturado, incinerado o tal vez, reciclado. Le había costado mucho tiempo al muñeco desprenderse de todas esas imágenes de Bonnie siendo torturado que en su imaginación se habían formado tras recibir la noticia de su partida. No quería que aquello lo atormentase de nuevo, así que optó por cambiar radicalmente de tema:

—La luna llena es mi favorita.

Joy dirigió su atención al globo blanco que decoraba la noche. No se había dado cuenta de que la luna se encontraba llena.

—Es muy bonita.

—A él también le encantaba.

La muñeca volvió a mirar a su amigo, que sonreía con nostalgia. La última vez que lloró por Bonnie, había sido hacía muchos meses. Recientemente lo tomaba con mucha más calma, y parecía haberlo superado completamente.

—Pues ya somos tres —dijo Joy, apretando a Bon contra su pecho.


***


Eddo parecía nerviosa. Había dejado sobre la cama al menos diez camisetas y cinco pares de pantalones, y los observaba con indecisión, probándose por encima alguno que otro para luego esbozar una mueca.

Finalmente, tras veinte largos minutos, optó por una camiseta de un elefante y unos vaqueros cortos cualesquiera.

—¿Qué os parece? —preguntó, posando ante su estantería— ¿Infantil, tal vez? —Observó unos instantes a sus juguetes, en silencio, y luego se cruzó de brazos con el ceño fruncido—. No me miréis así, ¡no tenéis derecho a juzgarme! ¡Él me invitó! Además... —Se sentó a la orilla de su cama, sin separar los brazos de su pecho— He invitado a Irene. Hace años que no la veo, y a pesar de las llamadas telefónicas y la correspondencia, la echo de menos. Estaría bien pasar un rato los tres juntos, ¿verdad? —De nuevo silencio. Eddo se puso en pie, apretando los puños, y se llevó la mano abierta a la frente, nudillos contra cabeza, doblándose sobre sí misma—. ¡Nunca me habéis entendido! —chilló, exagerando el drama— ¡Excepto... —Se lo pensó unos instantes— ... tú! —Tomó a Bon y lo abrazó— ¡Azulito, tú siempre has comprendido mi situación! Por eso, tú eres el elegido para esta tarde. ¡Tú jugarás con Irene y con Saster! —Acto seguido, les sacó la lengua a los demás juguetes en señal de burla y se dejó caer de espaldas a la cama.

No fueron muchas horas las que Bon tuvo que esperar hasta que Eddo lo metió en un bolsito con estampado de sandías para pasearlo por las calles de la ciudad. Accidentalmente, la chica había dejado el bolso abierto, así que el juguete, cuidadosamente, era capaz de asomar un poco la cabecita para mirar alrededor.

Nunca había estado en la calle. Las pocas veces que se había encontrado en el exterior, habían sido en el alféizar de la ventana. Veía mucha gente, muchos edificios, muchos semáforos, muchos buzones y postes de incendios, y muchos, muchos contenedores en algunos callejones estrechos y oscuros que podía ver de reojo. Estos llamaban especialmente su atención. Eran las zonas que menos información le proporcionaban. ¿Qué se escondería en sus profundidades, tras las mugrientas y negras bolsas llenas de basura?

Iba preguntándose eso sobre el último callejón que había visto, cuando giraron una esquina, encontrándose casualmente con otro oscuro y mugriento callejón. Y justo en ese momento, la mirada de Bon captó, brevemente, una pequeñísima figura sobre un contenedor, de un sucio morado, de espaldas a él.

La sorpresa del momento le hizo sacar prácticamente todo el cuerpo del bolso, haciéndole caer sin remedio. Eddo se dio cuenta a tiempo y retrocedió sobre sus pasos para recogerlo. Pero él había tenido suficiente tiempo, allí, en el suelo, para observar fugazmente como aquel muñeco andrajoso y cubierto de mugre daba un salto para entrar en el contenedor, levantando su pelo púrpura y dejando escapar algunos pedazos de algodón por los agujeros de su piel de tela.

—Seré patosa... He dejado el bolso abierto... —se regañó Eddo, devolviendo a un aturdido Bon al accesorio— Lo siento, Azulito. Tendré más cuidado.

Cerró la cremallera del bolso, dejando al muñeco a oscuras en silencio, incapaz de mover un pelo.

Estaba vivo.

Bonnie estaba vivo.     

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