1. El señor rosado que parece criminal dice cosas raras

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Mi vida siempre ha sido desastrosa. Mi madre ha muerto, mis libros son un fracaso, mis deudas me van a ahogar y mi padre desapareció cuando tenía 15 años. Si me cayera una viga en la cabeza le agradecería a Dios.

Publiqué con mi editorial de confianza mi mejor obra policial, una historia que cuenta la vida de un investigador fracasado que tiene muchos fracasos que lo hacen fracasar fracaso tras fracaso y siempre está a punto de morir. Me gusta decir que es parecido a mí, aunque en realidad Julien es un famoso oficial, yo ni eso. Tuve un best-seller y luego me cancelaron por hacer un chiste misógino en una feria de libros, el chisme se esparció por Twitter y Tik Tok y hasta el día de hoy nadie se interesa por mi trabajo. Aclaro que el chiste misógino era sarcasmo, no lo decía en serio. Era bait, por fa, créanme.

Pero ya no importa nada. Hoy me voy a suicidar.

No se crean, la cuerda está cara y yo no tengo dinero. Solo tengo para los cornflakes.

Decir que tengo depresión me resultaría pretencioso y seguro si lo publico en Twitter algún nene con los pantalones mojados me diría que no me autodiagnostique y que solo quiero llamar la atención. Y la verdad sí... Quiero llamar la atención.

—¡¡Alguien deme atención, maldita sea!! —sollozo, ovillada en el callejón—. Solo un p-poco...

Empiezo a toser hasta arrancarme la garganta porque un moco agrio me ha entrado en la boca, y rápidamente limpio mi nariz con la manga de mi camiseta.

—¿P-por qué...?

Sí, ¿por qué? Hubieras estudiado Contaduría, idiota, los artistas nadan con los vagabundos.

—¿Por qué?

Mis piernas pesan una tonelada como para levantarme y gimo de dolor al intentar ponerme de pie. El callejón está sucio y el olor de la basura me da náuseas. No debería estar aquí, pero no tuve más remedio que esconderme en un callejón cuando empecé a llorar en la calle y todos me miraron como si fuera una enferma.

Ojalá mamá estuviera. Quizás podría darme caricias o a lo mejor un poco de dinero de su jubilación para poder comer algo que no sea sopa que parece agua con color.

Mis pies se arrastran por el pavimento sucio y observo un depósito de basura. Quizás deba vivir ahí en unos días, no podré pagar la renta.

—Tal vez...

Tal vez si me meto en la basura alguien me encuentre y me declaren loca, tal vez me pongan en un psiquiátrico y consigo comida gratis. Aunque no sé si las cosas funcionan así.

Levanto la tapa y observo la comida verdosa y maloliente llena de moscas. Algo que huele a mierda me hace querer desmayarme, pero lo ignoro y estiro una pierna para poder abalanzarme a la montaña de basura. Echo un último sollozo y solo pienso en mamá, en sus cenizas, en papá y su desaparición, en mi perro llamado Leo que mi vecino mató cuando era cachorro, en el señor con escopeta que me intentó disparar cuando quise robar sus tomates, en mi hámster Ernesto que me mordía el pulgar con violencia y... en mis libros... Qué mierda de libros, de verdad.

Si no muero con el olor de la basura, moriré de tristeza.

Y finalmente, mi pie toca la comida hecha puré y me hundo en las arenas movedizas de la mierda, hasta que...

—¡Hey! —Un grito se oye a unos pocos metros.

Estoy dispuesta a saltar a la basura, pero algo me empuja y caigo de culo al suelo. Miro hacia arriba con el ceño fruncido y veo a un señor rosado.

Un extraño y llamativo señor rosado.

No tengo nada en contra de que los hombres usen el color rosa, pero ese chico parece un minion rosado.

—¡¿Qué es lo que haces?!

Parpadeo en un intento de verlo mejor y noto el logo en su delantal rosa; un bonito pastel de chocolate con cara.

—Q-quería... mo-mo-morir...

—¿Eres o te pagan?

Me coge más fuerte del brazo y me arrastra hacia él. Choco con su pecho duro y la vergüenza aflora en mi rostro. Sus ojos marrones lucen furiosos, hay una bruma oscura en ellos que me inquieta, una seriedad tangible que me hace arrepentirme de ser tan pendeja.

—S-soy —sollozo rota.

Él me mira con cara de querer tirarme de vuelta a la basura, pero niega con la cabeza y suspira para después decir:

—Ven.

Como bicho yendo a la luz le hago caso y me empuja al interior de un edificio. Reacciono tranquila en un principio y después me horrorizo al ver la luz blanca de techo que ilumina una sala de torturas. Volteo a verlo y noto sangre desparramada en una encimera blanca y sucia.

Corro desesperada y con el corazón raudo hacia la puerta y el tipo me detiene.

—¿Qué es lo que haces?

—¡Suéltame! —chillo con mis ojos fijos en el líquido rojo—. ¡Eso es sangre!

—¡Es colorante rojo, idiota!

Tira de mi brazo y me muevo atontada.

—Ah.

—Soy pastelero —aclara—, no un asesino.

—¡¿Y entonces por qué este cuarto se ve como el de un asesino?!

—La bombilla es vieja.

—Oh.

Se lleva la mano a la frente y niega dos veces.

—Siéntate.

Le hago caso pese a que tengo la firme sensación de que me descuartizará.

Exploro la habitación y me siento una idiota al darme cuenta que era obvio que se trataba de una cocina. Un aroma a pan y azúcar puebla mis fosas nasales y una tímida sonrisa se arrima en mi rostro demacrado.

—¿Cómo te llamas? —inquiere él, mientras vierte té en una taza rosada frente a mí.

El diseño de hámsters adorables en la cerámica me hace querer llorar al recordar a mi difunto Ernesto. Joder, qué buen hámster era. Sus ojitos negros saltones siempre me habían perturbado, pero era adorable.

—Lisette —suspiro.

—¿Lisette y...?

Ladea su cabeza en busca de mi respuesta y frunzo el ceño.

—¿Qué?

—Tu apellido, tonta.

—Oh. —Darme cuenta me tiñe las mejillas de rojo y aprieto la tela de mis viejos pantalones en mis puños—. Lisette Moreau. —Me acerco con timidez al vaporoso té y bebo con mi mirada sobre la suya, negra a más no poder—. Y usted... ¿cómo se llama?

Recorro con mis ojos el fornido cuerpo del muchacho. Está tatuado desde la muñeca hasta los hombros. Serpientes se le enroscan en su blanca piel y rosas oscuras decoran la tenebrosa imagen. Una lengua viperina le lame los tendones de su gran mano derecha, con las venas marcadas.

Un escalofrío viaja de mis pies a mi cabeza. Parece un criminal.

Todavía tengo tiempo de correr.

Encima, como cereza del pastel, está rapado.

¡Rapado!

Creí que los hombres temen la alopecia, no que se la provocan.

—Soy Jean, el dueño de esta pastelería —pronuncia con su voz grave. Indudablemente viril. Demasiado peligrosa para mis oídos débiles—. ¿Qué hacías en la basura?

Aprieto mis labios.

Quisiera responderle y darle una razón válida. Algo fundamentado, o al menos una pequeña frase. Pero no puedo. En realidad no lo sé. Mi comportamiento ha sido errático las últimas semanas, ya no sé porqué hago ciertas cosas. No sé porqué ya no me quiero.

Podría caer en un montón de mierda y no me importaría.

Es todo tan vacío.

Indecisa y confundida me encojo de hombros. El pastelero me mira con extrañeza. Algo de piedad asoma en su mirada pétrea y siento alivio.

—¿Algo ha pasado?

Sus palabras son una estaca en mi poca paciencia y de repente un nudo explota y se desarma dentro de mí.

—¿Algo? ¿Algo? ¡Me ha pasado todo! —bramo desasosegada, con mi ira bebiendo de mi templanza—. Mi madre ha muerto, no tengo dinero, me echarán de mi piso, no consigo trabajo, quiero morir y... y... no... no tengo dónde vivir.

Todo se rompe. Me llevo las manos a mi pelo negro grasoso y sollozo desaforada en un mar de resentimiento. La angustia me carcome el alma y la quiebra en mil pedazos que se esparcen por toda la habitación. Esos pedazos, parecidos a trozos de vidrio, se clavan en la consciencia de Jean y le provocan una agonía que se evidencia en su antes inexpresivo rostro.

Se acerca a mí, extrañamente confianzudo, y palpa mi espalda con caricias tan gentiles como las de un protector hermano mayor.

Pasa sus dedos por mis hebras sucias y gimo de tristeza y pudor, avergonzada de que toque mi pelo mugriento. Ha estado escaseando el buen shampoo en mi casa.

—Mi padre también ha muerto. —Sus ojos se entrecierran y me observa tenaz, con la seriedad que emana—. Tampoco tengo dinero. Mi pastelería va mal, pero...

Su mano se cierne en mi nuca y pronuncia con lenta destreza:

—Tengo una idea.

Mis ojos brillan.

—¿C-cuál es tu idea?

Sonríe de una forma tan pequeña y a la vez genuina que mi corazón se achica. Se ve tan singular y extraño con esa sonrisa en su rostro de piedra.

—A mí me hace falta un ayudante. A ti una casa —dice alegre—. Y me sobra un cuarto.

Me cae el veinte.

Ese maldito pastelero criminal era un maldito pervertido también. Pero no importa. Necesito dormir en una cama. No me atreveré a dormir dentro de una caja de Ikea.

—Yo... Yo... Acepto. —Frunzo mi ceño—. Trabajaré para ti si me das comida.

—De acuerdo. —Su sonrisa se extiende. Se sienta de nuevo en la silla frente a mí y ladea la cabeza como un gesto simpático—. Prepara tus cosas, te vas para mi casa.


Y así inició mi más extraño romance... con un pastelero que luce como un malandro y tiene una obsesión con los tatuajes y el color rosado.

Jean.

Tengo nuevo libroo. Estuve inactiva por bastante tiempo, así que promocionarlo será tarea dura jajkakj.

Espero que los nuevos y viejos lectores disfruten de Jean y Lis tanto como yo, esta es una historia bastante personal, así que ojalá conecten como yo lo hice.

—The Sphinx

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